Read Los escarabajos vuelan al atardecer Online
Authors: María Gripe
Jonás suspiró hondamente. No importaba quién era el culpable.
Pronto llegaría el escándalo. Faltaba poco para la hora del noticiario de radio Smaland, y ¡entonces estallaría todo!
Cogió sus pastillas de regaliz y tomó otras dos cajas más para Lindroth, que en este momento no debía sentirse muy bien. Después se cambió de camiseta y regresó a casa de David.
Acababan de empezar las noticias; David y Annika estaban sentados y parecían seriamente preocupados. Cuando Jonás abrió la puerta, la conocida voz de la presentadora le impresionó.
—La tensión era enorme, tanto entre los que se hallaban en la cripta como entre las casi trescientas personas que esperaban en la explanada de la iglesia. Cuando, por fin, fue levantada la tapa del ataúd, se comprobó que éste sólo contenía una piedra de unos cincuenta kilos de peso. Esa piedra era lo único que había en el ataúd.
»En una situación semejante, uno se pregunta cómo puede ocurrir una cosa así —continuó con vehemencia la voz—. Pero ni el profesor César Hald, ni el conservador del Museo Provincial, señor Olsson, se prestaron a darnos su opinión.
—Es comprensible. ¿Qué iban a decir? —comentó David.
—Si, y el pobre Lindroth —opinó Annika— ¿qué va a decir?
—¿Y yo? —dijo Jonás—. ¿Qué voy a decir yo?
En la radio se oía ahora la voz de alguien que, al parecer, si tenía algo que decir. Era el maestro Laub. Las cosas se ponían cada vez peor. Con voz desagradable, y dándose importancia, explicó:
—Como ya dije en otra ocasión, ya he dado clase a los tres muchachos; los tres son alumnos sobresalientes, cada uno a su manera, pero los tres tienen una cosa en común, una fantasía fuera de lo normal. De todas formas, jamás imaginé que esa fantasía pudiera terminar en una evasión de la realidad como la hoy constatada; de lo contrario, hubiese tomado las medidas oportunas. Pero si contemplamos la sociedad actual, con su enorme oferta de medio de comunicación, los telefilmes, las novelas policíacas, las series de aventuras y tantas cosas llenas de falsos modelos de vida, de violencia y de actos criminales idealizados, no podemos extrañarnos de que la juventud ande desorientada, busque la popularidad y la fama, y se deje llevar por un afán de emociones fuertes que la sociedad actual parece incapaz de frenar. Lo único que cabe esperar es compadecerse de esos pobres muchachos que tuvieron la triste ocurrencia de…
—¿No podríamos apagar eso? —preguntó Jonás tapándose los oídos.
David se apresuró a desconectar la radio.
—¡El clásico parloteo de Laub! —comentó Annika, enfadada.
Pero aún les quedaba otro mal trago: el reportaje de la televisión sobre la apertura de la tumba.
—¿Es preciso que lo veamos? —preguntó Annika—. ¿No será un tormento innecesario?
David opinó que podrían ahorrárselo, pero Jonás insistió en que debían verlo.
Dijo que las palabras de Laub le traían sin cuidado, pero que tenía que saber encajar el golpe. Si quería llegar a ser un buen periodista, tenía que aprender a ser fuerte en los momentos de fracaso. Tenía que aprender de sus propios errores, como todos los que quieren llegar a ser algo.
Cuando llegó la hora de las noticias, encendieron el televisor. Por suerte, el reportaje no fue largo; no obstante, fue doloroso ver todo. Primero, el comienzo, la alegre espera, el puesto de globos con la esfinge, Lindroth saludando a Jonás, alegre, seguro de la victoria; el sol, los vendedores de helados, la música. Luego, el ambiente sombrío de la cripta, los rostros tensos. La expectación que se transformó en decepción. Bocas abiertas. Y al final, ¡la piedra! ¡En primer plano! ¡Una enorme piedra gris! Y nada más…
Finalmente, para colmo, la leve y burlona sonrisa del locutor, que no puedo evitar bromear un poco al comentar la decepción.
—Bien, esto es todo desde Smaland, donde, por cierto, también abundan las piedras.
Al acabar el programa, Jonás estaba pálido pero resignado.
—Ha sido un programa ágil —comentó—. Muy bueno. Aunque el final no ha tenido altura profesional, le ha faltado calidad.
Los otros estuvieron de acuerdo con él. A Annika le pareció estupendo que Jonás alabara el trabajo de otras personas, cuando él mismo había fracasado.
—Hay que ser objetivo —dijo Jonás.
No podía ser de otra forma. Tenía que aceptar que se había equivocado. Ahora tenía que ir a la quinta Selanderschen, desmontar los alambres, los disparadores automáticos y la instalación toda.
David y Annika quisieron acompañarlo. No querían que lo hiciera él solo. Así que se pusieron en camino y cruzaron el pueblo a toda velocidad en sus bicicletas. No había mucha gente en las calles. La fiesta había terminado, y casi todos estaban ya en sus casas y acababan de ver el reportaje de la televisión.
—¡Vaya fracaso! —dijo Jonás con amargura.
—¡Bah!, no tiene tanta importancia —lo animó Annika—. Cualquiera puede tener un pequeño contratiempo…
—¿Pequeño?
Cuando llegaron a la puerta de la quinta Selanderschen, estaba sonando el teléfono; Annika comentó.
—Ahora empezarán a llamar los periódicos. Ya veréis.
—Si es para mí, no estoy para comentarios —dijo Jonás.
—Tal vez será mejor que no lo cojamos —propuso Annika.
Pero David pensó que podía ser Julia. Se dirigió al teléfono con paso vacilante y descolgó el auricular…
—Diga…
—Buenas noches, David.
Efectivamente, era Julia. Todos respiraron aliviados.
—¿Quieres saber que jugada voy a hacer ahora? ¿O la conoces de antemano?
—No…, no.
—Me da la impresión de que hoy estás un poco distraído, David.
—¿Usted cree?
—Si. ¿Ha ocurrido algo?
Annika acababa de abrir la ventana para que saliera una mosca. Y entró zumbando un insecto. Era un escarabajo pelotero. David se lo comentó por teléfono a Julia.
—Si, los escarabajos vuelan al atardecer —comentó Julia en voz baja—. David, ¿quieres conocer mi jugada?
—Si, ¿cuál es?
—Muevo la dama, te como la torre y te doy jaque.
—Eso es grave. ¿Qué hago yo ahora?
—Ante todo, no precipitarte, David. ¿Por qué no esperas un poco y lo piensas?
—No sé… No, prefiero no esperar.
—Como quieras. Lo malo no es mover deprisa, sino mover sin reflexionar. En cambio nunca se debe aplazar una jugada por miedo a perder. Y un retroceso momentáneo puede transformarse en un avance si se hace bien, si se actúa con imaginación. ¿Entiendes lo que quiero decir, David?
—Creo que si…, pero no sé…
—¿Prefieres pensarlo con tranquilidad?
—Si, tal vez sea mejor.
—Bien, entonces adiós. ¡Que tengas éxito en la próxima jugada!
Cuando se disponía a colgar el auricular, el escarabajo pelotero fue volando directamente hacia David. Se posó sobre el tablero de ajedrez, dio una vuelta a una figura y se quedó parado en una casilla.
—¡No, espere! ¡Espere! —gritó David en el auricular—. ¡Voy a mover ahora mismo!
Julia todavía no había colgado.
—¿Ya?
—Muevo el caballo y lo coloco en F-8.
—El caballo en F-8… Es una jugada interesante, realmente muy interesante. ¿Cómo se te ha ocurrido?
David se rió. El escarabajo pelotero estaba todavía en la casilla F-8.
—He tenido una inspiración. Me he guiado por una pista.
En el otro lado hubo un instante de silencio.
—¿Una inspiración? ¿Una pista? ¿Ha sido el escarabajo pelotero, David?
—Si, ha sido el escarabajo.
—Me parece muy bien. Ya veremos cómo se desarrolla el juego a partir de ahora. Presta atención a la señal, David. Adiós.
David cogió el escarabajo del tablero de ajedrez, lo levantó con cuidado, fue hacia la ventana y le dejó levantar el vuelo y sumergirse en el atardecer.
En Ringaryd reinaba cierto malestar. Había habido una fiesta y todos se habían divertido, pero las cosas no habían seguido el curso esperado. ¡No era agradable para el pueblo salir de esa forma en los periódicos…!
Estaba claro que los muchachos habían actuado de buena fe. Había que perdonarles. No obstante, muchos comentaban que los jóvenes de hoy día tenían demasiado afán de aventuras, y que era absurdo que todo el pueblo se viera en ridículo a causa de ellos.
Pero la peor parte le tocó al pastor Lindroth. ¿Cómo había podido dejarse engañar así? Nadie hubiera creído que tuviese tan poco juicio. Todos le apreciaban mucho. Ayudaba a cuantos le confiaban sus preocupaciones y atendía a las peticiones de todos.
Por eso era una pena que le hubiera pasado semejante cosa. Era mejor no hablar más de ello. Los habitantes de Ringaryd se miraban unos a otros y movían la cabeza. Preferían no decir nada de él, pues le tenían mucho cariño. Cada cual se reservaba sus pensamientos y guardaba silencio. Todos se limitaban a mover la cabeza con ademán compasivo.
Lindroth encajó todo con serenidad.
—Creo —le dijo a Jonás— que hemos actuado lo mejor que hemos podido. La estatua podía haber estado en el ataúd. Es una pena que no fuera así, pero ya no podemos remediarlo. Nos hemos equivocado y eso le puede pasar a cualquiera. Por otra parte, no debemos olvidar que jamás habría hallado la tumba de Andreas Wiik si no hubiéramos montado todo este tinglado de la estatua. No me importa que la gente se sonría cuando me ve por la calle. Hay cosas más importantes.
Efectivamente, había cosas más importantes…
Pero era difícil olvidar aquello. Jonás ya ni quería oír hablar de la estatua. Se sentía chasqueado. Tal vez, Petrus Wiik había querido decir otra cosa al escribir en su confesión:”Con la figura procedí de otra forma”. Probablemente la llevó a su casa y la escondió allí en algún trastero, donde quedó olvidada y, finalmente, ardió con el viejo patio durante el gran incendio del bosque, a mediados del siglo pasado.
A Jonás sólo le interesaba ahora una cosa: ¿por qué estuvo el Peugeot azul, matrícula CSL-329, estacionado delante de la quinta Selanderschen? ¿Por qué aparcó el mismo Peugeot en la explanada de la iglesia durante la apertura de la tumba? ¿Quién era el propietario del coche? ¿Por qué apareció aquel hombre en el desván de la quinta Selanderschen? ¿Qué quería? ¿Qué buscaba? ¿Aparecería otra vez?
Jonás estaba convencido de que aquel hombre tenía algo que ver en el asunto. Incluso, llegó a pensar que el hombre del Peugeot azul había robado la estatua del ataúd y había metido en su lugar la piedra, antes de la apertura de la tumba. Pero pronto comprendió que la teoría era insostenible: los periódicos decían que el ataúd no había sido abierto desde el siglo XVII.
No; había sido Petrus Wiik quien había metido la piedra. No había ninguna duda. Pero ¿por qué no lo dijo en vez de hablar de “un objeto pesado” e infundir sospechas a la gente? ¡Si hubiera sido sincero en su confesión no habría ocurrido lo que ocurrió!
Y si hubiera sido un poco listo, opinaba Jonás, Petrus Wiik habría colocado la estatua en el ataúd, dado que tenía que meter algo. Habría sido una ocasión única para resolver el problema. ¡Y en vez de eso, colocó una piedra! ¡Inconcebible! Realmente, en aquellos tiempos la gente no era muy ingeniosa.
Hjärpe, en cambio, lo era en extremo. Jonás no se había atrevido a contárselo a nadie, pero Hjärpe y él iban a seguir en contacto. La idea partió de Hjärpe. Un día telefoneó a Jonás, poco después de la apertura de la tumba. Casualmente fue Jonás quien cogió el teléfono. David y Annika estaban en el cuarto de al lado, esperando a Lindroth.
—Buenos días, Jonás; soy Hjärpe —oyó, y casi se desmayó. En realidad debería haber estado enfadado con él, después de lo que había dicho en su periódico. Pero Jonás se quedó tan desconcertado como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.
—Bueno, Jonás, esto ha ido muy bien —le dijo.
—¿Qué? —preguntó Jonás asombrado. No entendía ¿Qué es lo que había ido muy bien?
—Hemos vendido más números extraordinarios que nunca, chico. Ahora hay que aprovechar la ocasión y seguir vendiendo como locos otro par de días más, si el tema da de sí.
Jonás no tenía dificultad para entender cualquier cosa con rapidez, pero ahora no comprendía nada.
—Por favor, ¿qué dice? —le preguntó—. ¿No ha sido un fracaso lo de la estatua?
Hjärpe se rió. Fue una carcajada franca y sonora.
—¿Fracaso? —vociferó—. ¡Por todos los diablos! Fue mucho más interesante que descubrir una vieja estatua. ¡Con todo Estocolmo movilizado! ¡Con expertos venidos de todas partes! ¡Y, como colofón, el ataúd vacío! ¡Para morirse! ¡Qué fotos! ¡Profesores, clérigos y curiosos contemplando boquiabiertos una piedra! ¿No lo comprendes? ¿Estás tonto, muchacho?
Hjärpe lanzó una carcajada jadeante, a la que Jonás correspondió lo mejor que pudo.
—Oye, muchacho, tienes que aprender que en esta profesión interesa cualquier novedad. Nos encanta encontrar cualquier cosa que se pueda vender. ¿Y qué mejor que esto podríamos haber deseado?
—Nada, lo comprendo —contestó Jonás. Pero se dio cuenta de que hablaba sin convicción. Poco a poco se esta poniendo nervioso. Annika abrió de golpe la puerta y dijo que Lindroth había llegado y los esperaba en el coche.
Hjärpe continuó:
—Escúchame, Jonás… Esa maldición que asusta todavía a la gente, ¿de qué se trata? ¿Lo sabes?
—¿Se refiere usted a la estatua? —preguntó Jonás.
—Si. Sabes que la gente cree en esas cosas. ¡Son tan supersticiosos! El teléfono de la redacción no deja de recibir llamadas de gente que teme que Tutankamón ande por Ringaryd dando vueltas como un fantasma… ¿Qué te parece?
Otra carcajada jadeante. Y un tortazo de Annika. Jonás, impaciente, le indicó con la mano que se marchara. Su hermana estaba en la puerta y miraban sin comprender; llevaba un pequeño ramo de flores.
—¡La gente sigue creyendo en fantasmas! —gritó Hjärpe.
—Si, es una necedad, pero es así —respondió Jonás.
—Bueno, dejemos las bromas. Creo que hay algo de una maldición contra una casa o una familia de Ringaryd. ¿Sabes de qué se trata? Podríamos publicar algo sobre ello, ahora que la gente está todavía impresionada. ¿Qué te parece?
—Si, efectivamente… —Jonás volvió a indicar a Annika que se retirara.
Pero esta vez ella no cedió.
—¡Jonás! ¡Lindroth está esperando! ¡Corta ya!
—¿Hay alguna otra cosa aprovechable? —bramó Hjärpe.
Jonás temía que Annika le oyera. Tenía que acabar.