Los enamoramientos (34 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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—¿Hablasteis de mí? ¿A santo de qué? La relación que hemos tenido no ha sido pública precisamente. Todo lo contrario. No le hizo la menor gracia que me vieras, que coincidiéramos, ¿o no te diste cuenta de eso, de que le reventaba? Me extraña mucho que me mencionara después, debió de querer borrar ese encuentro... —Me callé de golpe, porque entonces me acordé de lo que había pensado, que Díaz-Varela habría tratado de reconstruir con Ruibérriz el diálogo que habían sostenido mientras yo los escuchaba detrás de la puerta, para calibrar cuánto y qué había podido oír, de cuánto me habría enterado; y que, tras repasar sus palabras, aquél habría llegado a la conclusión de que más valía hacerme frente, darme sus explicaciones, inventarse una historia o confesarme lo sucedido, en todo caso ofrecerme un relato mejor del por mí imaginado, por eso me había llamado y convocado al cabo de dos semanas. Así que sí, era probable que hubieran hablado de mí, y que Javier le hubiera soltado lo bastante para que Ruibérriz me buscara por su cuenta y sin permiso, por así decirlo. Sin duda no era individuo para pedirle a nadie su consentimiento a la hora de aproximarse a una tía. Sería de los que no respetaban ni se prohibían a mujeres ni a novias de amigos, abundan mucho más de lo que se cree y pasan por encima de todo. Tal vez Díaz-Varela ignoraba su acercamiento, su incursión de aquella tarde—. Ya, bueno, espera —añadí en seguida—. Sí te habló de mí, ¿verdad? Como problema. Te habló con preocupación, te contó que os había escuchado, que podía poneros en un aprieto si me daba por irle con el cuento a alguien, a Luisa, o a la policía. Te habló de mí por eso, ¿no? ¿Y qué, inventasteis juntos la historia del melanoma o Vidal os echó una mano? ¿O a lo mejor se te ocurrió a ti solo, como hombre de recursos? ¿O fue a él? No sé tú, ahora que caigo, pero él es lector de novelas, así que tiene unos cuantos números.

Ruibérriz volvió a perder la sonrisa, sin transición esta vez, como si le hubieran pasado un paño. Se puso serio, vi algo de alarma en sus ojos, su actitud dejó de ser galante y ligera en el acto, hasta apartó su silla de la mía, había procurado arrimarse.

—¿Sabes lo de la enfermedad? ¿Qué más sabes?

—Bueno, me contó el melodrama entero. Lo que hicisteis con el pobre gorrilla, lo del móvil, lo de la navaja. Ya te puede estar agradecido, te tocó la peor parte mientras él se quedaba en casa, ¿no? Dirigiendo las operaciones, un Rommel. —No pude evitar el sarcasmo, a Díaz-Varela le tenía agravio.

—¿Sabes lo que hicimos? —Fue una constatación más que una pregunta. Tardó en proseguir unos segundos, como si tuviera que digerir el descubrimiento, para él parecía serlo. Se bajó del todo el labio superior con los dedos, un gesto veloz y furtivo: no se le había quedado enganchado pero sí un poco alto. Quizá quería asegurarse de que su expresión ya no era risueña. Lo que acababa de saber lo inquietaba, o le sentaba como un tiro, si es que no estaba fingiendo. Añadió por fin, el tono era decepcionado—: Creí que al final no iba a contarte nada, eso me dijo. Que le parecía más prudente dejar las cosas como estaban y confiar en que no hubieras oído demasiado, o en que no acabaras de atar cabos, o simplemente en que te callaras. Terminar la relación contigo, eso sí. No era sólida, me dijo, podía dejarse morir sin problemas. Bastaba con no buscarte más y no devolver tus posibles llamadas, o darte largas. Aunque no creía que insistieras, ‘Es muy discreta’, me dijo, ‘nunca espera nada’. Tampoco había obligaciones. Propiciar que se te olvidara lo que te hubiera podido llegar de nuestra charla. Mejor no dar datos, decía, y que el tiempo le vaya haciendo dudar de lo oído. ‘Acabará resultándole irreal, pensando que fueron imaginaciones suyas. Imaginaciones auditivas’, no estaba mal visto. Por eso asumí que tenía vía libre, me refiero contigo. Y que de mí no sabrías nada. Nada de esto. —Se quedó callado de nuevo. Estaba haciendo memoria o reflexionando, tanto que lo siguiente que dijo lo dijo como para sí, no para mí—: No me gusta, no me gusta que no me informe, que se permita no tenerme al tanto de algo que me afecta directamente. Él no debería contarle a nadie esa historia, no es sólo suya, de hecho es más mía. Yo he corrido más riesgos, y estoy más expuesto. A él no lo ha visto nadie. No me hace ni puta gracia que haya cambiado de opinión y te lo haya contado, ¿sabes?, y encima sin avisarme. Seguramente he estado haciendo el ridículo, aquí contigo.

Se lo veía quemado, con la mirada abstraída, o reconcentrada. El entusiasmo por mí se le había helado. Esperé un poco antes de contestar nada.

—Bueno, la verdad es que confesar un asesinato cometido entre varios... —dije—. Habría que consultárselo a los otros, ¿no?, previamente. Eso por lo menos. —Aquí no pude evitar la ironía.

Saltó como un resorte, sublevado.

—Eh, oye, oye. Eso no es así, no te pases. De asesinato nada. Se trataba de darle a un amigo una muerte mejor, con menos sufrimiento. Vale, vale, no hay ninguna buena, y el gorrilla se ensañó con las cuchilladas, eso no podíamos preverlo, ni siquiera teníamos certeza de que se decidiera a usar la navaja. Pero la que lo aguardaba era espantosa, espantosa, Javier me describió el proceso. La que tuvo fue rápida al menos, de una sola vez y sin atravesar etapas. Etapas de mucho dolor, de deterioro, de que su mujer y sus hijos lo vieran hecho un monstruo. A eso no se lo puede llamar asesinato, no me jodas, es otra cosa. Es un acto de piedad, como dijo Javier. Un homicidio piadoso.

Sonaba convencido, sonaba sincero. Así que pensé: ‘Una de tres: o el melodrama es verdad, no es un invento; o Javier también ha engañado a este tipo con lo de la enfermedad; o este tipo está haciendo comedia a las órdenes de quien le paga. Y en este último caso es muy buen actor, hay que reconocérselo’. Me acordé de la fotografía de Desvern aparecida en la prensa y que yo había visto en Internet malamente: sin chaqueta ni corbata ni quizá tan siquiera camisa —dónde habrían ido a parar sus gemelos—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado y agonizante. A él le habría horrorizado verse o saberse así expuesto. El gorrilla se había ensañado, en efecto, pero quién podía preverlo, se trataba de un homicidio piadoso y quizá lo era, quizá todo era cierto y Ruibérriz y Díaz-Varela habían obrado de buena fe, dentro de lo que cabía y de su enrevesamiento. O de su atolondramiento. Y nada más admitir aquellas tres posibilidades y acordarme de aquella imagen, me entró una especie de desaliento, o era hartazgo. Cuando ya no se sabe qué creer, ni está uno dispuesto a hacer de detective aficionado, entonces uno se cansa, arroja todo lejos de sí, abandona, deja de pensar y se desentiende de la verdad, o lo que es lo mismo, de la maraña. La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña. Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni se dedica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles. Hice una última tentativa, con todo, aunque muy desganada, imaginaba la respuesta.

—Ya. ¿Y qué hay de Luisa, de la mujer de Deverne? ¿También será un acto de piedad que Javier la consuele?

Ruibérriz de Torres volvió a sorprenderse, o lo fingió de perlas.

—¿La mujer? ¿Qué pasa con ella? ¿De qué consuelo estás hablando? Claro que la ayudará, que la consolará en lo que pueda, como a los hijos. Es la viuda de su amigo, son sus huérfanos.

—Javier está enamorado de ella desde hace mucho. O se ha empeñado en estarlo, da lo mismo. Para él ha sido providencial, quitar de en medio al marido. Se querían mucho, ese matrimonio. No habría tenido la menor posibilidad, con él vivo. Ahora sí, tiene algunas. Con paciencia, poco a poco. Estando cerca.

Ruibérriz recuperó la sonrisa un instante, sin fuerza. Fue una media sonrisa conmiserativa, como si le diera pena lo descaminada que andaba, lo inocente que era, lo poco que entendía a quien había sido amante mío.

—Qué dices —me contestó con desdén—. Jamás me ha dicho una palabra de eso, ni yo se lo he notado. No te engañes, o no te consueles tú pensando que si ha terminado contigo es porque quiere a otra. Y hasta ese punto, es ridículo. Javier no es de los que se enamoran de nadie, menudo es, lo conozco desde hace años. ¿Por qué te crees que nunca se ha casado? —Forzó una carcajada breve que pretendió ser sarcástica—. Con paciencia, dices. Él ni sabe lo que es eso, con las mujeres. Por eso sigue soltero, entre otras razones. —Hizo un gesto de descarte con la mano—. Vaya disparate, no tienes ni idea. —Y sin embargo se quedó pensativo de nuevo, o haciendo memoria. Qué fácil es introducirle la duda a cualquiera.

Sí, lo más probable era que Díaz-Varela nunca le hubiera contado nada, sobre todo si lo había engañado. Recordé que al mencionar a Luisa en la conversación que yo había espiado, no se había referido a ella por su nombre. Ante Ruibérriz yo había sido ‘una tía’, pero ella había sido a su vez ‘la mujer’, nada más que eso, en el indudable sentido de esposa. Como si no le fuera alguien muy próximo. Como si estuviera condenada a ser sólo eso, la mujer de su amigo. Tampoco habría coincidido nunca Ruibérriz con los dos juntos, de modo que no había podido saltarle a la vista lo que para mí había resultado patente desde el primer momento, aquella tarde en casa de Luisa. Supuse que el Profesor Rico también lo habría advertido, aunque quién sabía, parecía demasiado pendiente de sus propias causas para reparar en el exterior, un distraído. No quise insistir. Ruibérriz tenía otra vez la mirada abstraída, o reconcentrada. No había más que hablar. Él había abandonado su cortejo, seguramente real en todo caso, buen chasco se había llevado. Yo no iba a sacar nada en limpio, y además no me importaba. Acababa de desentenderme, por lo menos hasta otro día, u otro siglo.

—¿Qué te pasó en México? —le pregunté de pronto, por sacarlo de su estupor relativo, por animarlo. Me percaté de que no sería difícil cogerle simpatía. No habría lugar, no tenía intención de volverlo a ver en la vida, lo mismo que a Díaz-Varela, lo mismo que a Luisa Alday, que a todos ellos. Esperaba que la editorial no le contratara un libro a Rico.

—¿En México? ¿Cómo sabes que me pasó algo en México? —Esa sí que fue para él una sorpresa mayúscula, era imposible que se acordara—. Ni siquiera Javier conoce la historia entera.

—Te lo oí decir en su casa, cuando escuchaba detrás de la puerta. Que allí habías tenido algún problema, hacía tiempo. Que allí se te buscaba, o que estabas fichado, algo así dijiste.

—Caramba, sí que oíste, entonces. —Y en seguida añadió, como si le urgiera aclarar algo que yo aún desconocía—: Tampoco eso fue un asesinato, para nada. Pura defensa propia, o él o yo. Además, yo tenía sólo veintidós años... —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba contando demasiado, de que en realidad aún hacía memoria o hablaba consigo mismo, sólo que en voz alta y ante un testigo. Le había hecho mella mi comentario, que a la muerte de Desvern la hubiera llamado asesinato.

Me sobresalté. Nunca se me habría ocurrido que tuviera otro cadáver a sus espaldas, hubiera sido como hubiera sido. Me parecía un truhán normal, más bien incapaz de delitos de sangre. Lo de Deverne lo había visto como una excepción, como algo a lo que se habría sentido obligado, y al fin y al cabo él no había empuñado el arma, también había delegado, un poco menos que Díaz-Varela.

—Yo no he dicho nada —le respondí rápidamente—. Sólo te he preguntado, no sé de qué me estás hablando. Pero casi prefiero no saberlo, si hubo otro muerto por medio. Dejémoslo. Ya se ve que no hay que hacer nunca preguntas. —Miré el reloj. De repente me sentí muy incómoda por estar sentada donde solía sentarse Desvern, hablando con su ejecutor indirecto—. Además, tengo que irme, ya es muy tarde.

No hizo caso de mis últimas palabras, seguía rumiando. Le había metido la duda, confiaba en que no fuera ahora a interrogar a Díaz-Varela respecto a Luisa, a pedirle cuentas, y que eso diera pie a que aquél me llamara otra vez, qué sé yo, para abroncarme. O bien estaba Ruibérriz rememorando lo sucedido en México hacía siglos, era evidente que aún le pesaba.

—Fue por culpa de Elvis Presley, ¿sabes? —dijo al cabo de unos segundos, en otro tono, como si hubiera visto de pronto un último recurso para impresionarme y no irse enteramente de balde. Lo dijo muy serio.

Yo me reí un poco, no pude evitarlo.

—¿Quieres decir de Elvis Presley en persona?

—Sí, trabajé con él durante unos diez días, durante el rodaje de una película en México.

Ahora sí que solté una carcajada abierta, pese a lo sombrío de todo el contexto.

—Ya —dije aún riéndome—. ¿Y también sabes en qué isla vive, como sostienen sus devotos? ¿Y con quién está por fin escondido, con Marilyn Monroe o con Michael Jackson?

Se molestó, me lanzó una mirada cortante. Se molestó de veras, porque me dijo:

—Tú eres gilipollas, tía. ¿No te lo crees? Trabajé con él, y me metió en un buen lío.

Se había puesto más serio que en ningún otro momento. Se había picado, se había enfadado. Aquello no podía ser verdad, sonaba a fantasmada, a delirio; pero estaba claro que se lo tomaba a pecho. Di marcha atrás como pude.

—Bueno, bueno, usted perdone, no quería ofenderlo. Pero es que suena un poco increíble, ¿no?, te haces cargo. —Y añadí, para cambiar de tema sin abandonarlo bruscamente, sin emprender una retirada que lo llevara a pensar que lo daba por imposible o lo consideraba un chiflado—: Oye, ¿pues qué edad tienes, entonces, si trabajaste con el Rey nada menos? Murió hace la tira de años, ¿no? ¿Cincuenta? —Se me seguía escapando la risa, fui capaz de contenerla, por suerte.

Noté en seguida que recuperaba algo de su coquetería. Pero aún me riñó, primero.

—No te pases. El próximo 16 de agosto hará treinta y cuatro, creo. No creo que más. —Se lo sabía con exactitud, debía de ser un devoto en toda regla
—.
A ver, ¿cuántos me echas?

Quise ser amable, para desagraviarlo. Sin exagerar, para no adularlo.

—No sé. ¿Cincuenta y cinco?

Sonrió complacido, como si se le hubiera olvidado ya la ofensa. Sonrió tanto que el labio superior se le disparó una vez más hacia arriba, descubriendo sus dientes blancos y rectangulares y sanos, y sus encías.

—Pon diez más, por lo menos —contestó satisfecho—. Qué, ¿cómo te quedas?

Sí que se conservaba bien, entonces. Tenía algo infantil, por eso resultaba fácil cogerle simpatía. Probablemente era otra víctima de Díaz-Varela, en el que ya me iba acostumbrando a pensar no por su nombre, tantas veces dicho y susurrado a su oído, sino por su apellido. Eso es también infantil, pero sirve para distanciarse de aquellos a quienes se ha querido.

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