Los culpables (12 page)

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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

BOOK: Los culpables
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8. El lema

Unas semanas antes del fallido bautizo, varias parejas pasamos un fin de semana en la hacienda de Giménez Luque, un amigo millonario. Aunque sólo el anfitrión era capaz de controlar una raqueta, la cancha de tenis nos imantó como un oasis disponible. Muchas pelotas fueron a dar más allá de las rejas metálicas que delimitaban el terreno de juego. Pero sólo importa una. Renata y Gonzalo fueron por ella. Regresaron más de una hora después, con las manos vacías. Se habían afanado mucho en encontrarla, pero no dieron con su escondite. Renata tenía la piel enrojecida. Se mordía obsesivamente un padrastro en el dedo índice.

Ahora conocía la verdad: no perdieron la pelota en el campo, sino en el asiento trasero del Chevrolet, de donde acababa de salir. ¡A ese mismo hueco había ido a dar mi peine cuando Renata y yo hicimos el amor en el Desierto de los Leones! A ese mismo hueco fue a dar Lobito.

¿Podía tratarse de otra pelota? Por supuesto que no. El número de pelotas desperdigadas por el mundo es inconcebible. Pero lo que yo sentí al tocar el vello recién salido a la luz de esa pelota es irrefutable.

Además, había otras claves. La relación con Renata se empezó a enfriar en esos días. No quiso hacer el amor conmigo en la hacienda, sus manos me esquivaban.

Renata no volvió a interesarse en el tenis. Es posible que tampoco se interesara más en Gonzalo. No encuentro vínculos posteriores entre ellos. En cierta forma, ella se divorció de nosotros dos: no concebía a un amigo sin el otro. Gonzalo fue para ella lo que tantas veces había sido para otras y para sí mismo, un arrebato imprescindible y breve.

De cualquier forma, Gonzalo había cruzado la línea que lo convertía en un perfecto hijo de puta. Cuando me pidió perdón afuera de su casa, no se refería al ridículo de ese sábado, sino a la traición que no sabía cómo nombrar.

La pelota de tenis me ardió en la mano. Sentí tanta rabia que no pude pensar en otra cosa el resto del día. Olvidé la cocaína que había dejado en el Oxxo. Olvidé que Katzenberg había desaparecido. Olvidé que la ballena inflable de Tania necesitaba un estanque.

Traté en vano de localizar a Erdiozábal. Quemé los papelitos que tapizaban mi computadora, uno por uno, para que eso pareciera una actividad. Ardieron como pellejos sacrificiales pero no me sentí mejor.

Hojeé revistas. En una
Rolling Stone
de hacía dos años encontré una entrevista con Katzenberg que no había leído. Una reportera le preguntaba: «¿Cuál es su lema?». Curiosamente, él tenía uno: «Flotar en las profundidades». Tal vez eso significaba ser alguien de éxito: tener un lema. Quemé el último papel amarillo y salí a la calle.

El Parque de la Bola no era el mejor sitio para despejar la mente. Ahí estaba el judicial aficionado al cine surrealista, Martín Palencia. Llevaba un periódico deportivo y un capuchino en un vaso de poliuretano. Se disponía a disfrutar de una pausa antes de llamar a mi casa. Mi llegada le había arruinado ese momento.

Habló con desgano de cosas encontradas en el cuarto de hotel de Katzenberg: apuntes sobre la violencia, el «secuestro exprés», la «ordeña» en cajeros automáticos, la gente «encajuelada» en los coches. ¿Qué sabía yo? Dije que Katzenberg quería escribir de cosas siniestras pero aún no se había topado con ellas; sus editores de Nueva York le exigían que contara algo horrendo de México, un parque temático de las atrocidades.

Palencia sorbió su capuchino, absorto en sus propios pensamientos.

Recordé el pretencioso lema de Katzenberg. Ahora en verdad lo necesitaba. ¿Sería capaz de flotar en las profundidades en las que había caído? Volví a decir lo que sabía, casi nada.

Palencia observó con interés que en los apuntes aparecía la palabra «buñuelesco». Era una clave, ¿o qué?

—Cuando un periodista gringo encuentra lo «buñuelesco» en México quiere decir que vio algo horrendo que le pareció mágico.

—¿No se le ocurre una conspiración? —luego pasó a un tuteo amenazante: —El gringo estaba aquí para verte; no se te olvide. Si te pasas de verga vas a acabar jodido. ¿Te acuerdas de
Ensayo de un crimen
, la película de Buñuel?

—Sí —contesté para apresurar el diálogo.

—Acuérdate de lo que le pasa al maniquí de la rubia: lo achicharran. Luego achicharran a la protagonista. Las rubias que no hablan acaban en el fuego, mi reina.

Quise despedirme, pero Palencia me detuvo:

—No te pierdas —me tocó la mejilla con un afecto letal.

Volví a mi edificio. Cristi estaba en la puerta.

—Perdón por venir sin avisar. Tenía muchísimas ganas de verte —sus ojos despedían un brillo adicional; se pasó la mano por el pelo, nerviosa—. No siempre soy así, de veras.

Subimos al departamento. Lo primero que hizo fue ver mi computadora, recién despejada de la hojarasca amarilla.

—Me encantó la idea con que empiezas el guión: la computadora tapizada de papelitos, como un moderno dios Xipe Totee. Ahí está la desesperación del guionista y el sentido contemporáneo del sincretismo. Pero no vine a ponerme pedante —me tomó de la mano.

Gonzalo Erdiozábal me había convertido en el protagonista de su guión. Su abusiva imaginación no dejaba de sorprenderme, pero no pude seguir pensando. Los labios de Cristi se acercaban a los míos.

9. Barbie

Hubiera sido elegante olvidar mi cocaína con valor de veinte dólares, pero regresé al Oxxo dispuesto a revisar cada lata para bebés con reflujo. No había ninguna.

—La contaminación produce reflujo —me dijo el encargado—. Nunca tenemos suficientes latas.

Gonzalo se volvió tan ilocalizable como mi cocaína. Le dejé varios recados. A cambio, grabó este escueto mensaje en la contestadora: «Ando en la loca. Me voy a Chiapas con unos visitadores suecos de derechos humanos. Suerte con el guión».

En esos días tampoco supimos nada de Keiko. ¿Ya habría llegado a su destino en alta mar? Cometí el error de volver con Tania a Reino Aventura. Un infructuoso delfín atravesaba la pecera.

Me preocupaba Katzenberg y temía eme Palencia regresara a convertirme en culpable de algo que yo ignoraba. Pero mi mayor angustia, debo confesarlo, venía de desconocer lo que «yo» había escrito. Cristi amaba la personalidad que había cristalizado en el guión.

Supe que ella tenía un lunar maravilloso en la segunda costilla y una manera única de lamer las orejas, pero no supe cómo la cautivé. Aunque insistía en que se había fijado en mí desde antes, el guión fue decisivo. Además, eso le permitía sentirse responsable de la forma en que yo me había abierto: ella había propuesto el tema. Su orgullo me pareció merecido. Lo único que me faltaba era saber a qué se refería. Citaba frases del guión con tanta frecuencia que cuando dijo: «Dios es la unidad de medida de nuestro dolor» pensé que era algo que «yo» había escrito. Tuvo que explicar, con humillante pedagogía, que se trataba de una frase de John Lennon.

O el texto de Gonzalo era muy largo o mi interior muy escueto. Según Cristi, me mostraba por entero. En especial, le asombró mi valentía para confesar mis caídas y mis carencias afectivas. Resultaba admirable que hubiera podido sublimarlas a propósito del sincretismo mexicano: «yo» representaba al país con una sinceridad pasmosa.

Cristi se enamoró del atribulado y convincente personaje creado por Gonzalo, la sombra que yo trataba de imitar sin saber qué guión seguir (¿sería demasiado brutal pedirle una copia a Cristi?).

Entré en un vago proceso de reforma personal. Estimulado por las inciertas virtudes que me atribuía Cristi, aminoré las sórdidas mañanas que comenzaban olfateando billetes. La vida sin coca no es fácil, pero poco a poco me iba convenciendo de ser otra persona, con tics repentinos y una atención desfasada, algo necesario para desmarcarme de la absurda persona que había sido hasta entonces.

El caso Katzenberg seguía abierto y tuve que volver al Ministerio Público. Mis declaraciones fueron confrontadas con las de otros testigos y el cajero del Oxxo. Un agente tuerto nos tomó dictado. Escribía con inmensa rapidez, como si alardeara de una facultad desconocida para la gente con dos ojos.

Al compararse, nuestros testimonios —pardos, dubitativos, reticentes— causaban una violenta sensación de irrealidad, de contradicciones casi propositivas. Había discrepancias de horarios y puntos de vista. De muy poco sirvió que yo dijera:

—En este país nadie sabe nada.

Me retuvieron más tiempo que a los otros. Al cabo de siete horas, un dato se aclaró en mi mente hasta adquirir el rango judicial de «evidencia»: cuando salimos de Los Alcatraces, usé el celular de Katzenberg para avisarle a Pancho que ya estábamos en camino. Luego lo dejé en el asiento trasero del coche. No se lo devolví al periodista. Eso fue lo que el segundo secuestrador buscó en mi coche. Querían a Katzenberg con su teléfono.

Me entusiasmó encontrar una pieza fáltame en el caos, pero no se la comuniqué al agente tuerto. El teléfono probaba mis vínculos con el tráfico de cocaína.

Estaba exhausto, pero el oficial Martín Palencia aún quería hablar conmigo. Natividad Carmona lo observaba a unos metros, comiendo una gelatina verde.

—Mire —me mostró una muñeca Barbie—. Es de las que fabrican en Tuxtepec, pero les ponen "
Made in China
". Estaba en el cuarto del señor Katzenberg. ¿Usted sabe por qué?

—Un regalo para su hija, supongo.

—¿Usted compraría una Barbie en México, si fuera gringo? Esto se parece a
Ensayo de un crimen
, me cae que sí.

Palencia se me acercó:

—Mira, preciosa: puedes ser cineasta sin volverte puta. Todavía no quiero que me la mames, pero si le diste datos raros a tu padrote gringo te vas a arrepentir. Las niñas malas acaban muy cogidas —abrió las piernas de la Barbie; su dedo índice semejaba un pene inmenso—. No es necesario que te parta en dos, muñeca —no se dirigía a la Barbie sino a mí.

Cuando finalmente me dejaron ir, Carmona mordía una cáscara de mandarina.

10. Sharon

Dos días después una rubia entró en escena, pero no de la clase que esperaba Palencia. Sharon llegó a México a buscar a su marido. Llegó con bermudas, como si visitara un trópico con palmeras. Esa ropa, y toda la demás que le vi, se veía muy mal en alguien con sobrepeso. En sus pies, los relucientes Nike no parecían deportivos sino ortopédicos.

Almorcé con ella y salí con dolor de cabeza. Le molestó que hubiera tantas mesas para fumadores, que la música estuviera tan fuerte y las televisiones se consideraran decorativas. A mí todo eso también me molesta, pero no me pongo histérico. Se sorprendió de que los mexicanos sólo conociéramos el queso americano amarillo (en apariencia también hay blanco, mucho más sano) y que yo ignorara cuál de los tres bolillos que nos ofrecían tenía más fibra. Sus obsesiones alimenticias eran patológicas (tomando en cuenta que estaba gordísima) y sus hábitos culturales se sometían a una dieta no menos severa. Por hacer conversación, le pregunté si el secuestro de su marido había salido en CNN.

—La televisión equivale a una lobotomía frontal. No la veo nunca —respondió.

Por lo poco que había visto de la ciudad de México, estaba convencida de que no respetamos a los ciegos. Le dije que la mejor forma de tolerar esta ciudad era ser ciego, pero no apreció el chiste.

—Hablo de discapacitados —dijo con solemnidad—: no hay rampas. Cruzar una calle es un acto salvaje.

Aunque tenía razón, me molestó que generalizara después de recorrer tan pocas calles. Caí en un mutismo de piedra. Ella me mostró el último número de
PointBlank
, con un reportaje sobre Katzenberg: "Desaparecido:
Missing
".

Sharon me había caído tan mal que no me pareció ofensivo leer en su presencia. Entre fotos de juventud y testimonios de amigos, el periodista era evocado como un mártir de la libertad de expresión, ultimado en un paraje sin ley. La ciudad de México brindaba un trasfondo patibulario al reportaje, un laberinto dominado por sátrapas y deidades que nunca debieron salir del subsuelo.

Me molestó la amañada beatificación del periodista, pero me puse de su parte cuando Sharon dijo:

—Samy no es ningún héroe de acción. ¿Sabes cuántos laxantes toma al día? —hizo una pausa; no me extrañó que añadiera—: Estábamos a punto de separarnos. Veo un ángulo muy raro en todo esto. Tal vez se escapó con alguien más, tal vez teme enfrentar a mis abogados.

Yo no tenía una opinión muy elevada de Katzenberg, pero su mujer ofrecía un argumento para el autosecuestro.

Sharon desvió la vista a la mesa de junto. En unos minutos encontró diez errores en la forma en que esos padres estaban educando a su hijo.

Ignoro si Sharon era respaldada por una tradición puritana, una vida de pioneros que habían vencido la ruda intemperie, una iglesia sin adornos donde se cantaban coros de piadosa sencillez, una cotidianidad repleta de oraciones. Lo cierto es que estaba convencida de que la verdad horrible es positiva. Actuaba al margen de toda consideración emocional, como si al separar el sentimiento de los hechos cumpliera un fin ético.

Durante el postre, en el que por desgracia no hubo galletas bajas en calorías, me explicó sus derechos. Si cedía al sentimiento, todo estaría perdido. Sólo se guiaba por principios.

Había demandado a Point Blank por publicar fotos del álbum familiar sin su permiso. Eso lesionaba sus intereses: si esas fotos se conocían, iba a ser más difícil vender una opción para una miniserie sobre la tragedia de su marido.

Venía de Los Ángeles de hablar con productores. Yo podía ser de ayuda. Obviamente nadie aceptaría a un guionista mexicano.

¿Me interesaba un trabajo de asesor? Nunca una negativa me pareció tan dulce:

—Soy amigo de Samuel —mentí.

11. La bola es el mundo

La pesadilla de frecuentar a Sharon fue matizada por las nuevas muestras de amor que me dio Cristi: la llevó a comprar artesanías al Bazar del Sábado, le consiguió unas gotas que desinfectaban ensaladas en forma instantánea y le entregó una lista de farmacias que abren las 24 horas.

Además, estableció una espléndida relación con Tania y memorizó el cuento de las zanahorias carnívoras para recitárselo en los embotellamientos.

Lo más sorprendente fue que la onda expansiva de Cristi llegó a Renata. Una tarde se encontraron afuera de mi casa.

—Qué mona es tu novia —dijo mi ex.

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