Read Los cuatro grandes Online
Authors: Agatha Christie
La enfermera sacó una botellita que contenía un líquido oscuro y se la entregó a Poirot.
—Excelente,
mademoiselle
. Haremos que analicen esto inmediatamente. Si quiere hacer el favor de volver por aquí dentro de aproximadamente una hora, creo que podremos salir de dudas en cuanto a sus sospechas.
Después de solicitarle a nuestra visitante su nombre y las demás circunstancias necesarias para su identificación, Poirot la acompañó hasta la puerta. Luego escribió una nota y la mandó junto con la botella. Mientras esperábamos el resultado, y ante mi sorpresa, Poirot se divirtió comprobando la identidad de la enfermera.
—No, no, amigo mío —declaró—. Hago bien en tener tanto cuidado. No se olvide de que los Cuatro Grandes nos acosan.
No tardó en obtener la información de que una enfermera cuyo nombre era Mabel Palmer era miembro de la Hermandad Lark y había sido enviada a cuidar del enfermo en cuestión.
—Hasta ahora, toda va bien —dijo con un guiño—. Y aquí viene de nuevo la enfermera Palmer y también el informe de nuestro analista.
Tanto la enfermera como yo aguardamos ansiosamente mientras Poirot leía el informe del analista.
—¿Contiene arsénico? —preguntó ella, casi sin aliento.
Poirot negó con la cabeza y dobló el papel.
—No.
Los dos quedamos enormemente sorprendidos.
—No contenía arsénico —continuó Poirot—, pero sí antimonio. En vista de ello, no dirigiremos inmediatamente a Hertfordshire. Quiera Dios que no sea demasiado tarde.
Decidimos que el plan más sencillo consistía en que Poirot apareciese realmente como detective, pero que el motivo ostensible de su visita fuera preguntar a la señora Templeton por una criada que anteriormente tuvo ésta a su servicio, cuyo nombre había obtenido de la enfermera Palmer y de quien Poirot diría que se hallaba complicada en el robo de unas joyas.
Era ya tarde cuando llegamos a Elmstead. Dejamos que la enfermera Palmer nos precediera unos veinte minutos, para que no pareciese extraño que llegásemos juntos.
Nos recibió la señora Templeton, una mujer alta y morena, de movimientos sinuosos y ojos intranquilos. Observé que cuando Poirot anunció su profesión, ella pareció desagradablemente sorprendida. Pese a todo, respondió a su pregunta acerca de la criada con suficiente rapidez. Luego, para probarla, Poirot contó una larga historia de un caso de envenenamiento en el que había figurado una esposa culpable. Los ojos de Poirot no dejaron por un momento de observar el rostro de la mujer y, por más que lo intentó, ella no pudo ocultar su creciente agitación. De pronto, y con unas palabras incoherentes de excusa, salió precipitadamente de la habitación.
No estuvimos solos mucho tiempo, porque al poco entró un hombre fornido con un bigote pequeño y pelirrojo. Llevaba quevedos e hizo su propia presentación:
—Soy el doctor Treves. La señora Templeton me ha pedido que la excuse. No se encuentra bien, como usted comprenderá, a causa de la tensión nerviosa provocada por la preocupación que siente por su marido y todo eso. Le he recomendado que se acueste y tome un poco de bromuro. Pero ella espera que se queden y coman con nosotros sin cumplidos. Yo seré su anfitrión. Por aquí hemos oído hablar mucho de usted,
monsieur
Poirot, y tenemos la intención de sacar el máximo partido posible de su estancia. ¡Ah, aquí está Micky!
En la habitación entró un joven que andaba con paso vacilante. Tenía la cara redonda y las cejas levantadas, lo que le daba un curioso aspecto, como si estuviera permanentemente sorprendido. Sonrió torpemente y nos estrechó la mano. Se trataba evidentemente del hijo deficiente mental.
Poco después subimos todos a comer. El doctor Treves abandonó la habitación —para abrir alguna botella de vino, pensé— y de pronto la fisonomía del muchacho sufrió un cambio sorprendente. Se inclinó hacia adelante mirando a Poirot.
—Usted ha venido por mi padre —dijo, asintiendo con la cabeza—. Yo lo sé. Sé muchas cosas, pero nadie se da cuenta de ello. Mi madre se alegrará de que se muera mi padre; así se podrá casar con el doctor Treves. No es mi madre de verdad, ya sabe usted. A mí ella no me gusta. Quiere que muera mi padre.
Naturalmente, todo esto resultó bastante desagradable. Afortunadamente, antes de que Poirot tuviera tiempo de replicar, volvió el doctor y tuvimos que sostener una conversación forzada. De pronto, Poirot se echó hacia atrás en su silla al tiempo que profería un cavernoso quejido. Su cara estaba retorcida por el dolor.
—¿Qué le ocurre, mi buen amigo? —exclamó el doctor.
—Un súbito espasmo. No, no necesito su ayuda, doctor. ¿Podría acostarme arriba un momento?
Su petición fue atendida inmediatamente y yo le acompañé al piso superior, donde Poirot se echó en la cama quejándose constantemente.
En los primeros momentos llegué a creer que Poirot se había puesto verdaderamente enfermo, pero rápidamente me di cuenta de que —como él mismo hubiera dicho— estaba haciendo comedia: su objeto era quedar solo en el piso superior cerca de la habitación del enfermo.
Por Consiguiente, no me causó ninguna sorpresa el hecho de que, en el momento en que nos quedamos solos, Poirot saltara vivazmente del lecho.
—Deprisa, Hastings, por la ventana. Fuera hay hiedra Podemos bajar por ella antes de que empiecen a sospechar.
—¿Bajar?
—Sí, debemos salir de esta casa enseguida. ¿No lo vio durante la comida?
—¿Al médico?
—No, al joven Templeton. Me refiero a su costumbre de jugar con el pan. ¿Recuerda lo que nos dijo Flossie Monro antes de morir? Claud Darrell tenía el hábito de golpear el pan en la mesa para recoger las migas. Hastings, ésta es una gran conspiración y el joven de mirada extraviada es nuestro astuto enemigo... ¡El Número Cuatro! ¡Aprisa!
No me entretuve en discutir. Por increíble que todo pudiera parecer, lo prudente era no demorarse. Nos deslizamos por la hiedra lo más silenciosamente que nos fue posible y corrimos en línea recta hacia la pequeña población en la que se hallaba la estación de ferrocarril. Llegamos a tiempo de alcanzar el último tren, el de las ocho treinta y cuatro, que nos dejaría en Londres a las once de la noche.
—Era una estratagema —dijo Poirot pensativamente—. ¿Cuántos formaban parte de ella, me pregunto? Sospecho que la familia Templeton está constituida en su totalidad por agentes de los Cuatro Grandes. ¿Querían atraernos simplemente? ¿O era algo más sutil que todo eso? ¿Pretendían representar una comedia y mantenerme interesado hasta que ellos tuvieran tiempo de hacer...? ¿Qué es lo que pretendían hacer, me pregunto ahora?
Se quedó muy pensativo.
Al llegar a nuestro alojamiento, me contuvo en la puerta del cuarto de estar.
—Atención, Hastings. Tengo mis sospechas. Déjeme entrar primero.
Así lo hizo y, con cierto regocijo por mi parte, tomó la precaución de pulsar el interruptor de la luz eléctrica con un viejo chanclo. Luego dio vuelta a la habitación como si fuera un gato en casa extraña, precavida y delicadamente, en guardia frente a cualquier peligro. Le observé durante algunos momentos, permaneciendo obedientemente junto a la pared en donde me había dejado.
—Está todo bien, Poirot —dije con impaciencia.
—Así parece,
mon ami
, así parece, pero vamos a asegurarnos.
—¡Bobadas! —dije—. Encenderé el fuego y me fumaré una pipa. ¡Vaya, hombre! Fue usted el que usó las cerillas la última vez y no las volvió a poner en su sitio como de costumbre... Exactamente lo que usted me echa a mí siempre en cara.
Extendí mi mano. Oí el grito de advertencia de Poirot... le vi saltar hacia mí... mi mano tocó la caja de cerillas.
Luego un destello de luz azulada... un ruido ensordecedor... y la oscuridad...
Cuando volví en mí me encontré con el rostro familiar de nuestro viejo amigo el doctor Ridgeway inclinado sobre mí. Sus facciones expresaron una sensación de alivio.
—No se mueva —me dijo con dulzura—. Se encuentra usted bien. Ha sufrido un accidente, ya sabe.
—¿Y Poirot? —murmuré.
—Está usted en mi casa. Todo marcha bien.
Un frío temor atenazó mi corazón. La ausencia de Poirot despertó en mí un miedo horrible.
—¿Y Poirot? —volví a repetir—. ¿Qué le ha pasado a Poirot?
Él comprendió que no tenía más remedio que decírmelo y que era inútil evadirse por más tiempo.
—Por milagro, usted escapó, ¡pero Poirot no!
Proferí un grito
—¿No habrá muerto? Dígame, por favor, ¿no estará muerto?
Ridgeway inclinó la cabeza en señal de asentimiento y sus facciones revelaron la emoción que sentía.
Con la energía que puede proporcionar la desesperación, logré sentarme en la cama.
—Es posible que Poirot haya muerto —dije débilmente—. Pero su espíritu sobrevive. ¡Yo continuaré por la senda que nos ha marcado! ¡Mueran los Cuatro Grandes!
Y luego me desplomé desmayado.
Incluso ahora se me hace insufrible el escribir sobre lo ocurrido durante aquellos días de marzo.
Poirot, el único, el inimitable Hércules Poirot, había muerto. El hecho de dejar mal colocada la caja de cerillas tenía algo de especialmente diabólico, lo que indudablemente debía llamar su atención y por consiguiente haría que se aprestase a colocarlas en su sitio, provocando así la explosión. Y el hecho de que, en realidad, hubiera sido yo el que precipitó la catástrofe nunca cesó de llenarme de un inútil remordimiento. Según el doctor Ridgeway, fue un gran milagro que yo no muriera y pudiese escapar con una simple y ligera conmoción.
Aunque pensé que había recobrado la conciencia casi inmediatamente, en realidad habían transcurrido veinticuatro horas. Hasta el atardecer del día siguiente no me fue posible, tambaleándome, llegar hasta la habitación contigua y ver con profunda emoción el sencillo ataúd de madera de olmo que contenía los restos de uno de los hombres más maravillosos que el mundo ha conocido jamás.
Desde el mismo momento en que recobré el conocimiento, sólo tuve un propósito en la mente: vengar la muerte de Poirot, y perseguir implacablemente a los Cuatro Grandes.
Pensé que Ridgeway pensaría lo mismo que yo acerca de este asunto, pero ante mi sorpresa el buen doctor se mostró incomprensiblemente indiferente.
—Vuelva a América del Sur —fue el consejo que me dio en todo momento—. ¿Por qué intentar lo imposible? Expresaba de la manera más delicada posible su opinión, que equivalía a lo siguiente: si Poirot, el irrepetible Poirot, había fracasado, ¿cabía alguna posibilidad de que yo tuviera éxito?
Pero yo era muy terco. Dejando a un lado cuestiones como la de si yo poseía las cualidades necesarias para seguir aquella tarea (y puedo decir de paso que no estaba completamente de acuerdo con las opiniones de Poirot en este orden de cosas), había trabajado tanto tiempo con mi compañero que conocía a la perfección sus métodos y me consideraba absolutamente capaz de hacerme cargo de la tarea en el punto en el que él la había dejado. Para mí, era una cuestión de amor propio. Mi amigo había sido vilmente asesinado. ¿Iba a regresar yo mansamente a América del Sur sin esforzarme en poner a los asesinos en manos de la justicia?
Le hablé de todo esto a Ridgeway, quien me escuchó con bastante atención.
—De todos modos —dijo él cuando hube terminado—, mi consejo no varía. Estoy sinceramente convencido de que el propio Poirot, si estuviera aquí, le invitaría a que regresase. En su nombre, le ruego, Hastings, que deje de lado esas manías y vuelva a su rancho.
Ante esto sólo cabía una respuesta. Haciendo un gesto negativo con la cabeza, el doctor, no dijo nada más.
Tardé un mes en recobrar completamente la salud. A finales de abril, solicité y obtuve una entrevista con el Ministro del Interior.
El comportamiento del señor Crowther me recordó el del doctor Ridgeway. Tuvo para mí palabras de consuelo, pero el resultado fue negativo. Aunque apreciaba la oferta de mis servicios, suave y consideradamente los declinó. Los documentos a que se había referido Poirot habían pasado a su poder y me aseguró que se tomarían todas las medidas posibles para hacer frente a la amenaza que se acercaba.
No tuve más remedio que sentirme satisfecho con aquel pobre consuelo. El señor Crowther terminó la entrevista instándome a que regresara a América del Sur. Su reacción me resultó profundamente insatisfactoria.
Supongo que en el lugar apropiado debiera haber descrito el entierro de Poirot. Fue una ceremonia solemne y conmovedora y el extraordinario número de ofrendas florales sobrepasó todo lo imaginable. Llegaron por igual de las clases sociales altas y bajas y constituyeron un testimonio evidente de la fama que mi amigo había alcanzado en su país de adopción. En cuanto a mí, estaba francamente dominado por la emoción cuando, junto a la tumba, pensaba en las experiencias y en los días felices que habíamos pasado juntos.
A comienzos de mayo, me había trazado un plan de campaña. Pensé que lo mejor que podía hacer era seguir una idea de Poirot: colocar anuncios solicitando información respecto de Claud Darrell. Con este propósito, inserté un anuncio en diversos periódicos matutinos, y estaba sentado en un pequeño restaurante del Soho, juzgando el efecto del anuncio, cuando un pequeño párrafo emplazado en otra parte de la página del periódico me causó una desagradable impresión.
Con muy pocas palabras, se informaba de la misteriosa desaparición del señor John Ingles en el vapor
Shangai
, poco después de que éste hubiese zarpado de Marsella.
Aunque el tiempo había sido perfectamente bueno, se temía que el infortunado caballero hubiese caído al mar. El párrafo terminaba con una breve referencia a los largos y distinguidos servicios prestados a China por el señor Ingles.
La noticia era desagradable. Descubrí en la muerte de Ingles un motivo siniestro. Ni por un momento me convenció la explicación del accidente. Ingles había sido asesinado y en su muerte se veía claramente la mano de los malditos Cuatro Grandes.
Estaba todavía enfrascado en las reflexiones sobre la muerte de Ingles, cuando me sorprendió el comportamiento del hombre que tenía sentado frente a mí. Hasta aquel momento no le había prestado mucha atención. Era un hombre delgado, moreno, de mediana edad, tez pálida, con una pequeña barba terminada en punta. Se había sentado frente a mí tan silenciosamente que apenas noté su llegada.