Los Crímenes de Oxford (10 page)

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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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—La pecera —dije yo, y cuando Petersen se dio vuelta hacia mí, algo sorprendido, Seldom asintió en silencio.

—Sí, eso pensé en un principio. Así es como llaman al piso donde estaba Clark en el Radcliffe —dijo—. Pero eso diría directamente que se trata de alguien dentro del hospital, no creo que haya elegido un símbolo que lo incrimine de una forma tan obvia. Además, en ese caso, ¿cómo se relacionaría el círculo con Mrs. Eagleton? —Seldom se paseó un instante con la cabeza baja.— Algo que también es interesante —dijo— y que está implícito de algún modo en los mensajes es que él suponga que los matemáticos pueden solucionado. Es decir, debe haber algo en los símbolos que se corresponda con la clase de problemas, o de intuiciones, que tienen que ver con el pensamiento de un matemático.

—¿Podría usted arriesgar ya cuál sería el tercer símbolo? preguntó Petersen.

—Tengo —dijo Seldom— una primera idea; pero veo varias otras posibilidades de continuación igualmente, digamos, razonables. Es por eso que en los tests se dan al menos tres símbolos antes de preguntar por el siguiente. Dos símbolos admiten todavía demasiadas ambigüedades. Preferiría tener algún tiempo para pensarlo un poco más. No quisiera equivocarme. Él es ahora el examinador y el modo de marcarnos un error sería otro asesinato.

—¿Cree realmente que se detendrá si damos con la solución? preguntó Petersen con escepticismo.

Pero no había nada como la solución, pensé. Eso era lo que podía ser más desesperante. Entendí de pronto por qué Seldom había querido que conociera a Frank Kalman y la segunda dimensión del problema que lo preocupaba. Me pregunté cómo haría para explicarle a Petersen sobre las inteligencias saltarinas, sobre Wittgenstein, sobre las paradojas de las reglas finitarias y los desplazamientos de las campanas normales. Pero Seldom sólo necesitó una frase:

—Se detendrá —dijo lentamente— si es la solución en la que él está pensando.

Capítulo 12

Petersen se levantó de su silla y dio una vuelta por el cuarto con las manos detrás de la espalda. Recogió el saco, que había estirado sobre el borde del escritorio, volvió por un momento a clavar los ojos en el pizarrón, y con el dorso de la mano borró el círculo.

—Recuerden: hasta donde nos sea posible vamos a mantener en secreto el primer símbolo, no quisiera tentar a un
copycat
. ¿Creen que los matemáticos allí abajo podrían adivinarlo, ahora que conocen el segundo?

—No, no creo —dijo Seldom—, pero además, no es tan claro que les interese lo suficiente para intentarlo. Para un matemático el único problema que cuenta suele ser el que tiene entre manos: puede hacer falta más que un par de asesinatos para desviarlos.

—¿Es ése también su caso? —Petersen miraba ahora fijamente a Seldom; había un frío reproche en la pregunta .— Para ser honesto, estoy un poco... decepcionado —dijo, como si eligiera con cuidado sus palabras—. No esperaba por supuesto que me diera hoy mismo una respuesta definitiva, pero sí cuatro o cinco alternativas posibles, conjeturas que pudiéramos ir refinando o descartando, ¿no trabajan acaso también así los matemáticos? Pero quizá tampoco a usted le interesen lo suficiente un par de asesinatos.

—Tengo, ya le dije, una primera idea —dijo Seldom, sosteniendo con sus ojos pequeños y transparentes la mirada del inspector— y le prometo que me dedicaré a pensar en esto, enteramente. Sólo quiero estar seguro de no equivocarme.

—No quisiera que espere hasta la próxima muerte para cerciorarse —dijo Petersen, y luego, como si se viera obligado de mala gana a hacer las paces—. Pero si de verdad quiere colaborar, le pediría que venga a mi oficina mañana, después de las seis: ya tendremos el perfil psiquiátrico, me gustaría leérselo, quizá le recuerde a alguien. Usted también puede venir —me dijo, mientras nos extendía rápidamente la mano.

Cuando Petersen salió se hizo un largo silencio. Seldom fue hacia la ventana y empezó a enrollar un cigarrillo.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dije con cautela. Me daba cuenta de que posiblemente tampoco me dijera todo a mí, pero decidí que valía la pena hacer un intento—. Su idea, su conjetura, ¿es sobre el próximo símbolo o sobre el próximo crimen?

—Creo tener una idea sobre la continuación de la serie... sobre el próximo símbolo —dijo Seldom lentamente—, una idea que de todas maneras no me permite inferir nada sobre el próximo asesinato.

—Igualmente, ¿no cree que ya eso, el símbolo, podría ayudar muchísimo a Petersen? ¿Hay alguna otra razón por la que no quiso decírselo?

—Venga, bajemos al parque —me dijo—, quedan todavía unos minutos para la conferencia de mi alumno, quiero fumar un cigarrillo.

Aún había policías en la entrada, ocupados de las huellas sobre el vidrio, y debimos salir por una de las puertas traseras. Cruzamos en el camino a Podorov, que me hizo un saludo a medias y clavó la mirada en Seldom, como si esperara inútilmente a que lo reconociera. Bordeamos el laboratorio de Física y entramos al Parque Universitario por uno de los caminos de grava. Seldom fumaba en silencio, y creí por un momento que no volvería a hablar.

—¿Por qué se hizo usted matemático? —me preguntó sorpresivamente.

—No sé —dije—. Quizá fue una equivocación, siempre creí que iba a seguir una carrera humanística. Supongo que lo que me atrajo es la clase de verdad que encierran los teoremas: atemporal, inmortal, suficiente en sí misma, y a la vez, absolutamente democrática. ¿Qué fue lo que lo decidió a usted?

—Que fuera inofensiva —dijo Seldom—. Que fuera un mundo que no se toca con la realidad. Sabe, me pasaron algunas cosas realmente atemorizantes cuando era muy chico, y luego a lo largo de mi vida, como señales... señales intermitentes, pero demasiado repetidas, y demasiado terribles como para no prestarles atención.

—¿Señales? ¿De qué tipo?

—Digamos... la cadena de efectos que provocaba cualquier pequeña acción mía en el mundo real. Probablemente coincidencias, probablemente sólo coincidencias desgraciadas, pero que fueron lo suficientemente devastadoras como para inmovilizarme casi por completo. La última de estas señales fue el choque en el que murieron mis dos mejores amigos y mi mujer. Es difícil decirlo sin que suene absurdo, pero desde siempre, desde ya muy temprano en mi infancia, había notado que las conjeturas que hacía sobre el mundo real se cumplían, se cumplían siempre, pero por caminos extraños, de las maneras más horribles, como advertencias de que debía apartarme de ese mundo de todos. En la adolescencia estaba verdaderamente aterrado. Fue entonces cuando descubrí la matemática. Por primera vez me sentí en un territorio seguro. Por primera vez podía seguir una conjetura, tan encarnizadamente como quisiera, y al borrar el pizarrón, o tachar una página equivocada, regresar limpiamente a cero, sin consecuencias inesperadas. Hay una analogía teórica, sí, entre la matemática y la criminalística: como dijo Petersen, ambos hacemos conjeturas. Pero cuando usted plantea hipótesis sobre el mundo real introduce, sin poder evitarlo, un elemento de actividad irreversible que nunca deja de tener consecuencias. Cuando mira en una dirección deja de mirar en las demás, cuando persigue un camino posible, lo persigue en un tiempo real y luego puede ser tarde para intentar cualquier otro. Lo que más temo no es, como le dije a Petersen, equivocarme. Lo que más temo es lo que me ha pasado durante toda mi vida: que lo que pienso sea finalmente cierto, pero del modo más monstruoso.

—Pero callarse, negarse a revelar el símbolo, ¿no es, por omisión, una forma de acción, que también podría tener consecuencias incalculables?

—Puede ser, pero por ahora prefiero correr ese riesgo. No tengo tanto ánimo como usted para jugar al detective. Y si la matemática es democrática, la continuación está a la vista de todos: usted, el propio Petersen, tienen los mismos elementos para encontrarla.

—No, no —protesté—: lo que yo quise decir es que hay en la matemática un momento democrático, cuando se expone línea por línea una demos-tración. Cualquiera puede seguir el camino una vez que se ha marcado. Pero hay por supuesto un momento de iluminación anterior: lo que usted llamó el salto de caballo... sólo unos pocos, sólo a veces uno en siglos, consigue ver por primera vez el paso correcto en la oscuridad.

—Buen intento —dijo Seldom—, uno en siglos suena realmente dramá-tico. De todos modos la continuación en la que estoy pensando es muy simple, no requiere en verdad ningún conocimiento matemático. Lo que parece mucho más difícil es establecer la relación entre los símbolos y los crímenes. Quizá no sea mala idea tener elementos de un perfil psiquiátrico. Bien —dijo, consultando su reloj—, yo debería volver al Instituto.

Le dije que yo caminaría todavía un poco más por el parque y me extendió la tarjeta que le había dado Petersen.

—Aquí tiene la dirección del departamento de Policía, está frente a la tienda de Alice in Wonderland, podríamos encontrarnos allí a las seis, si le parece.

Seguí caminando por el sendero y me detuve en un ángulo bajo la sombra de los árboles a contemplar el enigma indescifrable de un partido de criquet. Me pareció durante unos minutos que estaba mirando sólo los preparativos anteriores al juego, o una serie de intentos fallidos por comenzar. Escuché en algún momento aplausos entusiastas de unas mujeres con grandes sombreros, que tomaban ponche sentadas en una esquina del campo. Evidentemente me había perdido una gran jugada, quizás incluso el juego había llegado a su clímax en ese momento delante de mis ojos, sin que yo hubiera sido capaz de ver más que esa exasperante inmovilidad. Crucé un pequeño puente, donde el parque perdía algo de su prolijidad, y caminé a lo largo del río, por unos pastizales amarillentos. Cada tanto me cruzaban pequeños botes con parejas que practicaban
punting
. Había una idea que estaba allí cerca, como el zumbido de un insecto que no se ve, una intuición a punto de expresarse, y por un momento sentí que si estuviera en el lugar adecuado quizá podría reconocer un borde que me permitiera atraparla. Como me ocurría en la matemática, no sabía si debía persistir y esforzarme por conjurarla, o bien olvidarlo todo, darle la espalda deliberadamente y esperar a que se dejara ver por sí misma. Algo en la calma del paisaje, en el sereno chapoteo del agua que desplazaban los remos, en las sonrisas corteses de los estudiantes que pasaban a bordo de los botes, parecía diluir toda acechanza. No sería allí en todo caso, me daba cuenta, donde se me revelaría una clave sobre muertes y asesinos.

Volví por un atajo entre los árboles a mi oficina.

Mi compañero ruso había salido a almorzar y decidí llamar a Lorna. Su voz me llegó con una vibración excitada y alegre. Sí, tenía novedades, pero antes quería saber las mías. No, Seldom sólo le había dicho que había aparecido un mensaje extraño pegado sobre un vidrio. Tuve que contarle cómo había encontrado el papel, describirle el símbolo y luego reproducir hasta donde recordaba la conversación con Petersen. Lorna me hizo varias preguntas más antes de decidirse a contarme su parte. No habían trasladado el cadáver a la morgue policial, sino que el forense de la policía había preferido hacer la autopsia allí mismo, con uno de los médicos del hospital. Ella había logrado que el médico le contara algo durante el almuerzo. ¿Eso había sido difícil?, pregunté yo con una punzada de celos. Lorna rió. Bueno, varias veces antes él la había invitado a sentarse a su lado, y esta vez había aceptado.

—Estaban los dos bastante desconcertados —dijo Lorna—. Lo que fuera que le inyectaron no dejó ningún rastro. No encontraron absolutamente nada, me dijo que él también hubiera podido firmar inadvertidamente un certificado de muerte natural. Ahora bien, queda todavía una explicación: hay una sustancia bastante reciente, que se extrae de un hongo, la a
manita muscaria
, para la que no se pudieron encontrar todavía reactivos que la detecten. Fue presentada el año pasado en un congreso cerrado de medicina en Boston. Lo curioso, lo más interesante, es que esa droga es como un secreto entre los forenses, parece que se juramentaron para que no se difundiera ni siquiera el nombre. ¿No indicaría eso que habría que buscar al asesino entre los médicos forenses?

—O entre las enfermeras que almuerzan con ellos —dije—; y además: las secretarias de actas del congreso, los químicos y biólogos que identificaron la sustancia y posiblemente también la policía... supongo que a ellos les habrán contado.

—Igualmente —dijo Lorna algo ofendida— la búsqueda se reduce muchí-simo: no es algo que esté en cualquier botiquín.

—Sí, eso es cierto —dije en un tono conciliador—. ¿Cenamos juntos esta noche?

—Voy a salir muy tarde esta noche, pero podría ser mañana. ¿Seis y media en The Eagle and Child?

Recordé la cita con Petersen.

—¿Puede ser a las ocho? Todavía no me acostumbro a cenar tan temprano.

Lorna rió.

—Okey okey, hagamos por una vez el horario gaúcho.

Capítulo 13

Una mujer policía muy delgada y enjuta, que casi desaparecía bajo su uniforme, nos condujo por una escalera hasta la oficina de Petersen. Entramos en una sala amplia, con las paredes de un color salmón subido, que conservaba la orgullosa austeridad inglesa de posguerra, sin condescender a ningún lujo. Había algunos altos archivos de metal y un escritorio de madera sorprendentemente modesto. Una ventana de medio punto dejaba ver un recodo del Támesis, y en la tarde indolente del verano los estudiantes tumbados en la orilla para recibir el último sol y el agua inmóvil y dorada, hacían recordar los cuadros de Roderick O’Conor que había visto en Londres, en la galería Barbican. Dentro de su despacho, echado hacia atrás en su sillón, Petersen parecía más sereno, como si desapareciera un elemento de su actitud vigilante, o tal vez fuera simplemente que había dejado de considerarnos sospechosos y quería mostrarnos que también podía reemplazar, si se lo proponía, su máscara de policía por la máscara general británica de la
politeness
. Se levantó para acercarnos unas sillas severas de respaldo alto, con el tapizado algo descosido y brilloso de roces. Pude espiar, mientras volvía a su lugar detrás del escritorio, la imagen en un portarretratos de plata que reposaba en un ángulo: se lo veía muy joven, de perfil, ayudando a montar a una pequeña niña a caballo. Hubiera esperado ver, por lo que me había contado Seldom, alguna documentación, recortes de diarios, quizá fotos sobre las paredes de los casos que había resuelto y, en aquel despacho perfectamente anónimo, era difícil saber si Petersen era ejemplarmente modesto, o más bien la clase de persona que prefiere no dejar saber nada de sí para averiguarlo todo de los otros. Extrajo del interior de su saco un par de lentes que refregó con un pedazo de franela mientras echaba una mirada a unas hojas sueltas sobre su escritorio.

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