Los confidentes (5 page)

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Los confidentes
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–Se me está cayendo el pelo.

Tengo que colgar.

El psiquiatra al que voy, el doctor Nova, es joven y está bronceado y tiene un Peugeot y lleva trajes de Giorgio Armani y posee una casa en Malibú y se queja con frecuencia del servicio de Trumps. Su consulta está en Wilshire y se encuentra en un gran complejo de estuco frente a un Neiman Marcus y los días en que le voy a ver habitualmente aparco el coche en el Neiman Marcus y recorro la tienda hasta que compro algo y luego cruzo la calle. Hoy, en su consulta del décimo piso, el doctor Nova me cuenta que ayer por la noche durante una fiesta en el Colony una persona «intentó ahogarse». Le pregunto si era uno de sus pacientes. El doctor Nova dice que era la mujer de una estrella de rock cuyo single había sido número dos en la lista del
Billboard
durante las últimas tres semanas. Empieza a contarme quién más estaba en la fiesta cuando le tengo que interrumpir.

–Necesito que me vuelvas a recetar Librium.

El enciende un delgado pitillo italiano y pregunta:

–¿Por qué?

–No me preguntes por qué. – Bostezo-. Limítate a recetármelo.

El doctor Nova expulsa el humo, luego pregunta:

–¿Y por qué no te lo puedo preguntar?

Yo estoy mirando por la ventana.

–Porque te pido que no me lo preguntes -digo, en voz bastante baja-. Y porque te pago ciento treinta y cinco dólares por hora.

El doctor Nova da una calada a su pitillo, luego mira por la ventana. Al cabo de un rato pregunta, cansinamente:

–¿En qué estás pensando?

Yo sigo mirando por la ventana, ida, observando las palmeras agitadas por un viento ardiente que se destacan ante un cielo naranja y, debajo de ellas, un cartel de Forest Lawn.

El doctor Nova se aclara la voz.

Ligeramente irritada, digo:

–Limítate a extenderme la receta y… -Suspiro-. ¿De acuerdo?

–Sólo me preocupaba por ti.

Sonrío agradecida, incrédula. Él mira mi sonrisa, extrañado, inseguro, sin entender a qué se debe.

Veo el pequeño y viejo Porsche de Graham en Wilshire Boulevard y le sigo, sorprendida de que conduzca con tanto cuidado, de que encienda los intermitentes cuando quiere cambiar de carril, de cómo reduce la marcha y empieza a frenar ante los semáforos en amarillo y luego se detiene del todo cuando se ponen rojos, del cuidado con que conduce el coche por la carretera. Supongo que Graham se dirige a casa, pero cuando pasa Robertson, le sigo.

Graham sigue por Wilshire hasta que gira a la derecha por una calle lateral, después de atravesar Santa Monica. Me detengo en una estación de servicio Mobil y le observo mientras se detiene en el camino de entrada de un enorme edificio de apartamentos blanco. Aparca el Porsche detrás de un Ferrari rojo y se apea, pasea la vista alrededor. Me pongo las gafas de sol, subo el cristal de la ventanilla. Graham llama con los nudillos en la puerta de uno de los apartamentos que dan a la calle y el chico que estaba a principios de semana en la cocina de casa, el que miraba la piscina, abre la puerta y Graham entra y se cierra la puerta. Graham sale de la casa veinte minutos después en compañía del chico que sólo lleva puestos unos shorts, y se estrechan la mano. Graham se tambalea camino de su coche, dejando caer las llaves. Se agacha para recogerlas y después de tres intentos por fin las agarra. Se sube al Porsche, cierra la puerta y se mira el regazo. Luego se lleva el dedo a la boca y se lo chupa, levemente. Satisfecho, vuelve a bajar la vista hacia el regazo, mete algo en la guantera y se aleja del Ferrari marcha atrás y luego continúa por Wilshire.

De repente dan unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y yo levanto la vista, sobresaltada. Es un guapo empleado de la estación de servicio que me pide que mueva el coche, y cuando arranco, en mi línea de visión se interpone una imagen de cuya validez tengo alguna duda: Graham en la fiesta de su sexto cumpleaños, con unos pantalones cortos grises, una camisa cara, mocasines, apagando todas las velas de una tarta de cumpleaños de los Picapiedra y William sacando un triciclo Big Wheel del maletero de un Cadillac plateado y un fotógrafo haciéndole una foto a Graham montado en el Big Wheel en el camino de entrada a casa, en la pradera y finalmente junto a la piscina. Mientras conduzco por Wilshire intento recordar algo más, pero no puedo, y cuando llego a casa no está el coche de Graham.

Estoy tumbada en una cama del apartamento de Martin en Westwood. Martin ha puesto la MTV y sigue con los labios lo que canta Prince y tiene las gafas de sol puestas y está desnudo y hace como que toca la guitarra. El aire acondicionado está conectado y casi puedo oír su zumbido, y trato de localizar de dónde procede, y Martin se pone a bailar delante de la cama, con un pitillo sin encender colgándole de los labios. Me doy la vuelta en mi lado de la cama. Martin quita el sonido del televisor y pone un antiguo álbum de los Beach Boys. Enciende el pitillo. Me tapo con la ropa de cama. Martin salta a la cama, se tumba a mi lado, desnudo, subiendo y bajando las piernas. Noto que alza la piernas muy despacio, y que luego las baja, todavía más despacio. Deja de hacer esto y entonces me mira. Busca debajo de la ropa de cama y se ríe burlonamente.

–Tienes las piernas suaves de verdad.

–Me he hecho la cera,

–Tremendo.

–Tuve que tomar una botella pequeña de Absolut para soportarlo.

De repente Martin se levanta de un salto, se pone encima de mí, gruñendo, imitando a un león o a un tigre o de hecho a un felino muy grande. Los Beach Boys están cantando No
sería agradable.
Doy una calada a su pitillo y alzo la vista hacia Martín que está muy bronceado y es fuerte y joven y tiene unos ojos azules que son tan imprecisos e inexpresivos que es imposible que no encandilen. En la pantalla del televisor hay una mazorca de maíz en blanco y negro y debajo de la mazorca las palabras «Muy importante».

–¿Estuviste ayer en la playa? – pregunto.

–No. – Sonríe-. ¿Por qué? ¿Creíste verme allí?

–No. Sólo lo suponía.

–Soy el que está más moreno de mi familia.

Tiene como media erección y me coge la mano y la coloca en torno al glande, guiñándome el ojo sarcásticamente. Quito la mano y le paso los dedos por el estómago y el pecho y luego le toco los labios y él se echa hacia atrás.

–Me pregunto qué pensarían tus padres si supieran que una amiga suya se acuesta con su hijo -murmuro.

–Tú no eres amiga de mis padres -dice Martin, dejando de sonreír durante un instante.

–No, sólo juego al tenis con tu madre dos veces por semana.

–Ya me gustaría saber quién es la que gana esos partidos. – Pone los ojos en blanco-. No quiero hablar de mi madre. – Trata de besarme. Yo le aparto y él se queda tumbado allí y se pone a toquetearse y tararea la letra de otra canción de los Beach Boys.

–¿Sabías que tengo un peluquero que se llama Lance y que Lance es homosexual? Creo que tú dirías que es «un homosexual total». Se maquilla y se pone joyas y habla muy afectadamente y constantemente me habla de sus jóvenes novios y es afeminado en grado extremo. De todos modos, fui hoy a su peluquería porque esta noche tengo que asistir a la fiesta de los Schrawtz, de modo que entré en el local y le dije a Lillian, la mujer que concierta las citas, que tenía hora con Lance y Lillian dijo que Lance se había tomado la semana libre y yo me quedé muy decepcionada y dije: «Bueno, pues nadie me lo había dicho», y luego: «¿Dónde está Lance? ¿Haciendo un crucero o algo así?», y Lillian me miró y dijo: «No, no está haciendo un crucero ni nada de eso. Su hijo se mató en un accidente de coche cerca de Las Vegas ayer por la noche», y yo volví a concertar otra cita y salí de la peluquería. – Miro a Martin-. ¿No lo encuentras extraño?

Martin está mirando al techo y luego me mira a mí y dice:

–Sí, extraño de verdad. – Se levanta de la cama.

–¿Adonde vas? – pregunto.

Se pone los calzoncillos.

–Tengo clase a las cuatro.

–¿Y no puedes faltar?

Martin se sube la cremallera de sus vaqueros desgastados y se pone un polo y unas playeras y cuando yo me siento en el borde de la cama, cepillándome el pelo, él se sienta a mi lado y, con una sonrisa muy juvenil, pregunta:

–Pequeña, ¿me podrías prestar sesenta pavos? Tengo que pagarle a un tipo las entradas para Billy Idol y se me olvidó ir al cajero automático y me encuentro en un lío… -La voz se le apaga.

–Sí. – Busco en mi bolso y le doy a Martin cuatro billetes de veinte y él me besa en el cuello y dice, como por cumplir:

–Gracias, pequeña. Te lo devolveré.

–Sí, me lo devolverás. Y no me llames pequeña.

–Puedes irte cuando quieras -dice mientras abre la puerta.

El Jaguar se avería en Wilshire. Voy conduciéndolo y el techo está abierto y la radio puesta y de repente el coche da unos tirones y comienza a inclinarse a la derecha. Piso el acelerador y lo hundo hasta la tabla y el coche vuelve a dar unos tirones y a inclinarse a la derecha. Aparco el coche, atravesado, junto al bordillo, cerca del cruce de Wilshire y La Ciénega, y al cabo de un par de minutos de intentar arrancarlo de nuevo quito las llaves de contacto y me quedo sentada en el Jaguar averiado con el techo abierto y oyendo pasar el tráfico. Por fin me apeo del coche y encuentro una cabina telefónica en la gasolinera Mobil del cruce de La Ciénega y llamo a Martin, pero responde otra voz, esta vez la de una chica, y me dice que Martin está en la playa y yo cuelgo y llamo a los estudios pero un ayudante de William me dice que éste está en el Polo Lounge con el director de su próxima película y aunque sé el número del Polo Lounge no llamo. Pruebo en casa, pero no están ni Graham ni Susan y la muchacha ni siquiera parece reconocer mi voz cuando le pregunto dónde están y cuelgo el teléfono antes de que Rosa pueda decir nada más. Me quedo en la cabina telefónica cerca de veinte minutos y pienso en Martin empujándome fuera de la terraza de su apartamento de Westwood. Por fin salgo de la cabina telefónica y consigo que un empleado de la estación de servicio llame al Auto Club y vienen y se llevan el Jaguar con una grúa al concesionario Jaguar de Santa Mónica donde mantengo una humillante conversación con una persa que se llama Normandie y me llevan en coche a casa, donde me tumbo en la cama y trato de dormir pero llega William y me despierta y le cuento lo que ha pasado y él murmura «muy típico» y dice que tenemos que ir a una fiesta y que la cosa se pondrá fea si no empezamos a prepararnos enseguida.

Me estoy cepillando el pelo. William está de pie ante el lavabo, afeitándose. Sólo lleva puestos unos pantalones blancos, con la cremallera bajada. Yo llevo puesta una falda y un sostén y me pongo una blusa y entonces dejo de cepillarme el pelo. William se lava la cara, luego se la seca con una toalla.

–Ayer recibí una llamada en los estudios -dice-. Una llamada muy interesante. – Pausa-. Era de tu madre, lo cual es raro de verdad. Primero, porque tu madre nunca había llamado a los estudios, y después porque a tu madre nunca le he gustado demasiado.

–Eso no es cierto -digo yo, luego me echo a reír.

–¿Sabes qué me dijo?

Yo no digo nada.

–Vamos, vamos, a ver si lo adivinas -dice él, sonriendo-. ¿No vas a intentar adivinarlo?

Yo no digo nada.

–Me dijo que le colgaste el teléfono. – William hace una pausa-. ¿Es cierto eso?

–¿Y qué si lo fuera? – Dejo el cepillo del pelo y me vuelvo a pintar los labios pero me tiemblan las manos y dejo de hacerlo y luego agarro el cepillo y comienzo a cepillarme el pelo otra vez. Por fin, levanto la vista hacia William, que me está mirando fijamente por el espejo, y digo sencillamente-: Sí.

William se dirige al armario y coge una camisa.

–La verdad es que pensaba que no era cierto. Se me ocurrió que a lo mejor el Demerol la afectaba o algo -dice, secamente. Me pongo a cepillarme el pelo con toques rápidos y breves-. ¿Por qué? – pregunta, curioso.

–No lo sé -digo yo-. Creo que no era capaz de hablar con ella.

–¿Le colgaste el teléfono a tu propia madre? – Se ríe.

–Sí. – Dejo el cepillo del pelo-. ¿Por qué te interesa tanto? – pregunto, súbitamente deprimida por el hecho de que el Jaguar tenga que estar en el taller cerca de una semana. William se limita a estar allí parado.

–¿Es que no quieres a tu madre? – pregunta, subiéndose la cremallera de los pantalones, luego se abrocha un cinturón Gucci-. Por Dios bendito, ¿es que no te das cuenta de que se está muriendo de cáncer?

–Estoy cansada. Por favor, William -digo.

–¿Y me quieres a mí? – pregunta él.

Se vuelve a dirigir al armario y saca una chaqueta.

–No. Creo que no. – Pronuncio estas palabras con claridad y me encojo de hombros-. Ya no.

–¿Y a tus puñeteros hijos? – Suspira.

–Nuestros puñeteros hijos.

–Nuestros puñeteros hijos. No te pongas tan pesada.

–Creo que tampoco -digo-. No estoy… segura.

–¿Por qué no? – pregunta él, sentándose en la cama y poniéndose unos mocasines.

–Porque… -Miro a William-. No los conozco.

–Vamos a ver, pequeña, eso es una evasiva -dice él, en tono de burla-. Yo creía que eras de las que decían que es más fácil que a uno le gusten los desconocidos.

–No -digo yo-. Eras tú el que lo decías y con relación al follar.

–Bien, pues como no parece que tengas ningún apego a nadie con quien no follas, creo que estamos de acuerdo en eso. – Se hace el nudo de la corbata.

–Estoy temblando -digo yo, confundida por el último comentario de William, preguntándome si me habré perdido una parte de su frase.

–Por el amor de Dios, necesito un pico -dice él-. ¿Podrías prepararme tú la jeringuilla? La insulina está ahí -dice, haciendo un gesto. Se quita la chaqueta, se desabrocha la camisa.

Mientras lleno una jeringuilla de plástico con insulina, tengo que resistir el impulso de llenarla de aire y luego clavársela en una vena y ver cómo se le contrae la cara, cómo se derrumba el cuerpo al suelo. Lleno la jeringuilla de insulina. Él deja al aire el antebrazo. Cuando clavo la aguja, digo:

–Eres un cabrón.

William mira al suelo y dice:

–No tengo ganas de seguir hablando.

Terminamos de vestirnos, en silencio, y luego salimos en dirección a la fiesta.

Mientras vamos en coche por Sunset con William al volante, un vaso de vodka sujeto entre sus piernas y el techo abierto y un viento ardiente soplando y un sol naranja poniéndose a lo lejos, le toco la mano con la que sujeta el volante y él la aparta y se lleva el vaso de vodka a la boca y cuando tomamos una curva y pasamos por Westwood puedo distinguir el apartamento de Martin.

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