Su interlocutor parecía llevar la voz cantante del grupo. Era un hombre de cierto aplomo, que actuaba con muestras de que tal equivocación no le producía ninguna turbación. En su rostro curtido se marcaba una barba descuidada de tonos entre rojizos y castaños, pero en sus inquietantes ojos grises se reflejaba un brillo de inteligencia y mando.
—No preocupéis —dijo marcando su entonación extranjera—. Simple confusión.
Dante pensó en aquel momento que le hubiera encantado conocer el origen de tal confusión.
—De modo que es verdad que sois franceses —comentó Dante sin abandonar su cordialidad.
—Flamencos en verdad. La mayor parte de hermanos, sí —se sinceró, tal vez anticipando que aquel extraño sería capaz de advertir la diferencia.
—Por eso teníamos curiosidad por hablar con vosotros —dijo Dante con interés—. Nos habían comentado algo así y en verdad que resulta peculiar —comentó con un fingido aire meditabundo—. ¿Cómo y para qué os ha podido conducir Dios hasta este barrio de Florencia?
—Somos gente de oficio. Hacemos penitencia con los nuestros —respondió, sin inmutarse, haciendo uso de su peculiar adaptación del toscano. Tampoco sus acompañantes se alteraron lo más mínimo.
—Sí, pero venir de ultramonte hasta aquí sólo por eso… —comentó Dante con una franca sonrisa—. ¿No había en tantas millas de distancia otra sede más adecuada a vuestras penitencias?
—Ningún lugar más noble y bueno que Florencia, junto a casa misma que fundó el piadoso Francisco —replicó sin mayor emoción.
—Claro, claro —se excusó Dante sin apearse del buen humor—. Sois beguinos cercanos a las enseñanzas más puras predicadas por el buen Francisco —resaltó, con maliciosa intención, pues utilizó el término que los calificaba y a la vez los situaba en el punto de mira de los cazadores de herejes y los asociaba, de un plumazo, al ala más controvertida de la orden franciscana, la de los espirituales.
—Preferimos «humildes penitentes» —contestó el hombre, que ahora sí parecía un tanto molesto y mostraba cierta impaciencia—. En realidad, no hay relación directa con una orden.
Dante adoptó un gesto de comprensión y disculpa. Quizás estaba resultando impertinente en exceso, pero no soñaba con una especial locuacidad por parte de su interlocutor y tal vez un medido hostigamiento le ayudara a sacar algo más en claro.
—Hablas bastante bien nuestro idioma para el poco tiempo que parece ser que lleváis en Florencia —dijo Dante.
—Recorremos varias tierras en Italia antes de Florencia —respondió el hombre.
—Y supongo —apuntó Dante, cambiando de tercio— que entre estas gentes laboriosas habréis sido bien recibidos. Comprenderéis sus problemas y necesidades. De hecho, vosotros mismos sois tejedores, ¿no es cierto?
—Tintoreros —puntualizó, y el fastidio parecía ir transfigurando su cara—. Casi todos tintoreros. Problemas de trabajadores son iguales en todos lugares —dijo vagamente.
—Pero vosotros no trabajáis en el oficio, ¿verdad? —interpeló Dante con falsa inocencia—. Eso quiere decir que solicitáis sus limosnas, y no suelen ser gentes muy sobradas de recursos, sino más bien lo contrario…
—Queremos ayudar a quienes más necesitan con poco que dan quienes pueden —le interrumpió el hombre, ya con franca impaciencia—. Son gente solidaria, aunque pobre. No es lo mismo quien trabaja que desempleado. O viuda o huérfano. ¿Es intención vuestra aportar algo a causa, hermanos? —añadió con una indudable ironía comedida que, además, implicaba una sutil forma de indagar sobre los motivos de tal conversación en plena calle, a sólo unos pasos de su refugio.
—¡No dudes de que lo haremos dentro de nuestras posibilidades! —respondió Dante—. Confirmada la existencia de vuestro piadoso grupo, del que tan bien habíamos oído hablar, y de la posibilidad de ayudar eficazmente a estas pobres gentes, será un verdadero placer hacerlo. Aquí es donde podremos encontraros, ¿verdad? —dijo el poeta, señalando con el índice el portón verde.
—Sí —dijo escueto el beguino—. Nuestra
domus paupertatis
.
—Parece grande —comentó Dante—. ¿Tantos hermanos sois?
—No demasiados —replicó sin apuntar un número concreto—. Vivimos austeros, ocupamos poco espacio. Y a veces con peregrinos, vagabundos, enfermos sin techo.
Dante sonrió, pero antes de que pudiera decir algo nuevo el flamenco le atajó con una frase que sonaba a clara despedida.
—Hermanos, si no somos más útiles, tenemos prisa para oraciones. Quedad con Dios.
—Que Dios os guarde también a vosotros —contestó Dante.
Entonces, el poeta culminó su despedida con un gesto que Francesco acogió con extrañeza. Extendió su brazo derecho, con la palma abierta hacia un lado, en la dirección de su interlocutor. Los tres beguinos miraron fijamente aquella mano tendida. El que había sido su exclusivo interlocutor pareció titubear por un instante, como si dudara en reaccionar de alguna forma ante tal ofrecimiento. Finalmente, optó por despedirse con una discreta reverencia, una leve inclinación frontal de su cabeza, e inmediatamente retomó su camino seguido muy de cerca por sus dos compañeros. Llegaron a la puerta verde, que se abrió sin necesidad de llamada y con una rapidez que probaba que, desde el interior, se había estado al tanto de ese encuentro. Los beguinos entraron en la casa sin mirar atrás y Dante, sin abandonar una sonrisa que a Francesco se le antojaba bastante enigmática, se volvió hacia su acompañante.
—Bien, Francesco, ahora ya podemos regresar. Y, a ser posible —añadió sarcástico y con el gesto arrugado—, lo haremos por lugares más salubres.
E
fectuaron su retorno por las callejuelas que llevaban hasta la plaza de San Ambruogio. Francesco no abandonó en ningún momento su afán vigilante, pero tal vez sorprendido por los insospechados recursos de su acompañante, se mostró con mayores ganas de hablar que en anteriores ocasiones. El último gesto de Dante en su diálogo con el beguino le había intrigado tanto que no tardó en preguntar por él, mientras proseguían su camino, enfilando desde San Ambruogio hacia el oeste, por la vía de los Scarpentieri, ocupada por múltiples zapateros. Allí, gran parte de los talleres de calzado de la ciudad mostraban su producción a los viandantes.
—¿Por qué habéis tendido de esa forma la mano a aquel hombre? —preguntó con curiosidad.
—Esperaba un gesto de su parte —se limitó a contestar Dante con una sonrisa.
—¿Qué gesto? —insistió Francesco.
—Un apretón con su propia mano —replicó el poeta.
—¿Para qué iba a hacer tal cosa?
—A modo de saludo…, y algo más que eso —respondió Dante—. Como prueba de amistad y de alianza.
Francesco miró a su acompañante, con extrañeza.
—No os entiendo —reconoció con franqueza.
—Verás —explicó el poeta—. Flandes es tierra de beguinos y begardos. En ningún otro lugar del mundo encontrarías tantos hombres y mujeres reunidos en sus confraternidades piadosas; sin embargo, también es donde la gente de los oficios más humildes ha conseguido mayor organización, formando sociedades del tipo de las que están severamente proscritas en Florencia. A través de ellas han promovido no pocas rebeliones y revueltas sociales, a veces muy sangrientas, en protesta por sus condiciones de vida. Y, a veces, para ponerse en contacto, los encargados de propagar esas rebeliones recurren a ciertos símbolos que sólo conocen los iniciados. Los apretones de manos como saludo, que ellos llaman
tekeans
en su confuso idioma, son uno de esos símbolos de complicidad en aquellas regiones.
—Un símbolo… —razonó Francesco en voz alta—. Igual que una puerta verde.
—Efectivamente —dijo Dante, ampliando su sonrisa.
—Pero no os ha respondido al saludo —objetó.
—No lo ha hecho —reconoció el poeta.
—Entonces, no tienen nada que ver con esos movimientos.
—Quizá no —replicó Dante—. De todos modos, el maestro Aristóteles decía en la
Ética
que «una golondrina no hace verano». Yo sostengo que el hecho de que sólo veamos una golondrina no quiere decir que no vaya a llegar nunca el verano.
—Es decir, seguís convencido de que son algún tipo de rebeldes antisociales.
—No puedo asegurarlo —se defendió el poeta—. Mera hipótesis.
Francesco calló como si desistiera de seguir indagando. Dante juzgó oportuno ampliar sus explicaciones y razonamientos en este momento.
—Nuestros hermanos penitentes flamencos son tintoreros —comenzó—. Sin embargo, desde que viven en Florencia y, probablemente desde su presencia en Italia, no ejercen como tales. Se dedican a la limosna y la oración, pero entre ellos hay una unidad de origen, ¿comprendes? Quiero decir que están asociados en su confraternidad por razón de ser gentes del oficio. Oficio que, lógicamente, deben de haber ejercido en algún momento en Flandes. ¿No te parece probable que ya entonces estuvieran asociados de alguna forma?
—Es posible —murmuró Cafferelli, sin un pleno convencimiento.
—Claro que eso no los convierte necesariamente en rebeldes —concedió Dante—. Eso será otra de las cosas que tendremos que averiguar.
—En verdad que sois tozudo, poeta —dijo Francesco, aunque en ese calificativo ya no reposaba la carga peyorativa que le había dado anteriormente.
Aminoraron el paso al llegar a las cercanías de la antigua puerta de San Piero. El día había ido avanzando y el sol se mostraba casi perpendicular sobre el tímido cielo florentino. La actividad había descendido en las calles coincidiendo con el momento del almuerzo de los ciudadanos. Dante hizo notar esta circunstancia a Francesco.
—Los florentinos siempre tan respetuosos con los horarios —bromeó el poeta—. De aquí a poco, las calles quedarán casi vacías. Sería conveniente que nosotros mismos siguiéramos su ejemplo. A veces es más fácil recapacitar si el estómago no está vacío.
Francesco asintió en silencio.
—No obstante —apuntó Dante—, no quisiera volver aún a palacio. Probablemente me reclamaría el conde, o desaparecerías de mi vista nada más entrar. Quiero intercambiar contigo mis puntos de vista.
—Entonces —afirmó Francesco—, seré yo quien os guíe ahora.
No anduvieron demasiado trecho hasta que Francesco dio por finalizado el paseo. Habían dejado de lado la plaza de Santa María Maggiore y recorrido un breve tramo de la vía Buia. El escaso movimiento callejero no daba una muestra inmediata de la existencia de alguna posada o taberna; sin embargo, Francesco se detuvo ante una puerta sólida y oscura. En la fachada, los postigos estaban cerrados, pero apenas aminoraban el bullicio existente en el interior. A Dante le vino a la cabeza aquella supuesta
domus paupertatis
de los beguinos flamencos y el portón verde que los separaba del exterior. Las palabras de Francesco reflejaron con ironía sus pensamientos.
—Ya veis que hay muchas «puertas verdes» en Florencia. Aunque no sean, precisamente, de ese mismo color.
El joven golpeó la puerta con determinación. Una portezuela que hacía las veces de mirilla se abrió y un par de ojos enrojecidos los observaron con atención.
—¿Qué deseáis? —preguntó con fingida sorpresa.
—¡Abre, bastardo! —gritó Francesco, que acompañó su impaciencia con una violenta patada en la puerta que hizo al mirón separarse de un salto de la abertura.
Inmediatamente, se oyeron descorrerse dos cerrojos. Se abrió la puerta y los ojos irritados se completaron con el rostro abotargado y congestionado de un hombrecillo gordo y desaseado cubierto con un delantal de cuero; un tabernero que se echó a un lado servicialmente para franquearles el paso.
—Disculpad —dijo con una sonrisa nerviosa—. No os había reconocido.
Francesco no prestó atención a la excusa, como ni siquiera lo hizo con su persona. Pasó sin más demora, seguido por Dante, que recibió una bofetada de aire caliente al entrar en aquel ambiente cargado y bullicioso. Evidentemente, aquella sala grande, iluminada con antorchas que suplían la luz del día y sin apenas ventilación, era una taberna. La clandestinidad les permitía evitar los elevados impuestos —se sustituían a la postre por adecuados sobornos— y las severas proscripciones de horarios y servicios que establecía el Comune para las posadas regulares. Era ilegal, pero de existencia evidente para cualquiera que frecuentara la zona: un ejemplo más de la gran mentira en la que vivía la sociedad florentina, con su fachada de leyes y ordenanzas, de legalidad e impolutas apariencias, y su trastienda sucia y oscura. Esa realidad oculta en la que vivía la mayor parte de los florentinos.
La estancia tenía aspecto de bodega, con sus paredes desnudas de ladrillo visto. La existencia de tres enormes barriles almacenados junto a la pared izquierda de la entrada reforzaba esa impresión. Hacia la derecha, el local estaba repleto de grandes mesas de madera con sus bancos adosados. En el interior, el jaleo era indescriptible. Numerosos hombres jugaban, comían o bebían sin atender a normas o modales mientras hablaban a gritos. Las únicas presencias femeninas eran unas pocas sirvientes, muy jóvenes. Eran, quizás, hijas o parientes del mesonero. Se deslizaban entre las mesas portando los pedidos de los clientes. El calor asfixiante, el esfuerzo continuo y su corretear para desaparecer y volver a aparecer tras una cortina negra situada al fondo, justo frente a la puerta de entrada, las empapaba en sudor haciendo que se les pegaran las vestiduras al cuerpo en las zonas donde más se resaltaban las formas femeninas. Provocaban con ello un sinfín de miradas lujuriosas y más de un comentario soez.
El caballero se encaminó con paso decidido hacia la cortina que, sin duda, cubría la comunicación con la cocina y la despensa. Dante le siguió de cerca, notando a su espalda la respiración jadeante del agobiado tabernero. No era ese acceso, sin embargo, su destino. Atravesó un vano sin puerta que se abría junto a la cocina, que daba acceso al patio. Allí, Dante tembló por un instante, afectado por el brusco cambio de temperatura en este nuevo espacio a cielo abierto. El muro de la izquierda, de mampostería basta, contaba con tres ventanucos apenas más anchos que una tronera. Por ellos se escapaba el humo y los olores de lo que se estuviera preparando en los fogones. A la derecha se alzaba —construido en madera de estructura más aparente que segura—, un corral cubierto de paja sucia que se suponía dispuesto para dar cobijo a unos cuantos pollos y gallinas. Éstos, sin embargo, picoteaban en absoluta libertad por todo el patio. Una mezcla fuerte de olores a orina, vómitos y desechos humanos daba a entender que no sólo los animales hacían uso de aquella paja, sino que compartía labores de aliviadero para aquellos hombres ruidosos que se divertían en la taberna.