—Pero ¿a quiénes te refieres? —preguntó sacudiendo con impaciencia al viejo por uno de sus brazos.
El hombre interrumpió su monólogo y susurró con aire misterioso:
—Los demonios mudos de las uñas azules…
Aquéllos, desde luego, no formaban parte de ninguna de las plagas de Egipto, pero Dante no entendía su significado.
—¿Cómo dices? ¿Qué demonios son ésos?
—Pasean por los secaderos de los bueyes —completó el viejo con esfuerzo.
Tratando de asimilar estas palabras, Dante ni siquiera prestó atención a un chasquido cercano a su pierna izquierda; sin embargo, instantes después, fue consciente de que algo estaba ocurriendo, justo cuando algo silbó por encima de su cabeza estrellándose en algún destino lejano. Se medio incorporó y entonces advirtió un estallido cercano contra una de las rocas que cobijaban al anciano. Sintió en la piel una lluvia de fragmentos menudos y comprendió que estaba siendo objeto de un ataque con piedras, probablemente lanzadas con hondas, por la fuerza que éstas parecían llevar, aunque no podía ver de dónde provenían. Su sorpresa se convirtió en pánico cuando otros dos proyectiles le rozaron y supuso que, seguramente, sus agresores también disparaban al bulto. El viejo ya había debido de percibir lo que pasaba porque se puso a rezar con voz descompuesta.
—Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem Caeli et Terrae…
Aterrorizado, casi a ciegas entre aquella lluvia de piedras, Dante comprendió que debía tomar una rápida determinación antes de que alguno de aquellos proyectiles le alcanzara de lleno. Pensó en acurrucarse entre las rocas junto al viejo, que lloriqueaba el Credo a sus pies: «
visibilium ominum et invisibilium… Et in unum Dominum Iesum Christum Filium Dei unigenitum
…»; pero intuyó que tal salida no suponía más que demorar una muerte segura. Por su mente desfilaron imágenes casi olvidadas, sus años juveniles en la milicia, su participación en la batalla de Campaldino como jinete de las tropas florentinas contra los gibelinos de Arezzo. El feroz ataque de la caballería enemiga que había desbordado sus filas descabalgándole a él con violencia. Y entonces, como ahora, pie a tierra —allí cegado por el polvo, aquí por la oscuridad—, la angustia, el miedo al golpe definitivo y mortal salido de cualquier sitio. Y ahora, como entonces, la misma reacción: correr, escapar de allí a toda costa. Corrió, poniendo toda la esperanza en sus piernas cansadas, en la misma dirección que llevaba antes de detenerse a hablar con el anciano. Se sintió mal por dejarle solo, aunque sin tener el valor suficiente para quedarse. En su carrera escuchó cómo su débil voz se perdía entre las sombras…
—Et ex Patre natum ante omnia saecula… Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero…
Apenas tuvo tiempo de pensar cómo podría salir de aquella situación, pues se vio frenado en su carrera por el choque contra algo que venía en su dirección, resoplando. Se abrazó al pecho robusto y cálido de lo que enseguida identificó como un caballo. Y casi antes de que éste emitiera algún relincho, sintió cómo un brazo fuerte tiraba de su propio brazo ayudándole a subir a toda prisa sobre la grupa del animal. Dante no ofreció ninguna resistencia, más bien aportó su propio esfuerzo para verse de inmediato sobre la montura de su inesperado salvador. Cerró los ojos mientras escapaba de allí a galope, no sin antes cerciorarse de quién era el jinete al que le debía la vida: Francesco de Cafferelli.
E
l conde de Battifolle no pareció sorprendido en exceso al ver entrar a Dante con el rostro demudado. La estancia, más recogida y cálida, carecía del efecto teatral de su primer encuentro. El vicario, con apariencia afable y un tanto divertida, le había recibido sin apenas demora. El tiempo suficiente para ser puesto en antecedentes, sin duda, por aquel ceñudo rescatador, que le había abandonado apenas entraron en el palacio. El poeta, sin esperar invitación, con la sangre aún ausente de su rostro tomó asiento en un escaño y dejó escapar un hondo suspiro mirando al suelo.
—¿Ha sido fructífero vuestro reencuentro con Florencia? —preguntó Battifolle en un tono amistoso.
—Mucho —contestó Dante sin matices y sin alzar la vista—. Y muy entretenido en su parte final, como sin duda ya debéis de saber…
El conde amplió su sonrisa sin decir nada, como si estuviera buscando las frases oportunas.
—Indudablemente —continuó Dante en el mismo tono—, debo sentirme muy afortunado por la presencia casual de vuestro oportuno Francesco en Santa Croce.
—Ya os avisé de que, hoy por hoy, Florencia es una ciudad peligrosa en muchos aspectos —dijo el conde.
—¿Por eso me habéis hecho seguir? —replicó Dante, alzando la vista por primera vez—. No creo que ésas fueran las condiciones que…
—Vamos Dante… —atajó Battifolle, aunque con suavidad, sin perder los buenos modales ni la cordialidad—. Vos mismo dejasteis claro que no era momento de establecer condiciones.
Consideradlo sólo como una discreta protección. No se os ha impedido moveros libremente por dónde habéis deseado. Y deberéis reconocer que ha sido crucial para vuestra seguridad…
—¿Debo agradeceros, pues, que me hayáis espiado? —insistió Dante.
—Os dije que contaríais con la protección de mis hombres. Comprendí que no quisierais pasear del brazo de un escolta, pero eso no quiere decir que estuviera dispuesto a dejaros correr peligros innecesarios. —Battifolle guardó un silencio pensativo durante un instante—. Desgraciadamente, los acontecimientos parecen haberme dado la razón.
—¿Creéis que alguien sabe de mi presencia en la ciudad y…? —preguntó Dante.
—¡No! —negó contundentemente Battifolle—. Estoy convencido de que ese ataque no ha tenido nada que ver con vuestra personalidad auténtica, más bien con vuestra nueva apariencia ficticia: un extranjero, con un posible y prometedor botín en su bolsa, deambulando por la ciudad y dejando caer el anochecer en un barrio como Santa Croce. Tengo la sensación —añadió irónicamente el conde— de que Francesco no es el único que hoy ha seguido vuestros pasos por Florencia.
—Aquel pobre loco puede estar ahora muerto —murmuró Dante, apesadumbrado, dirigiendo el rostro de nuevo hacia abajo.
Battifolle se encogió de hombros. La vida y la muerte parecían conceptos muy por debajo de los intereses políticos coyunturales en Florencia.
—Si es así, y Dios guarde su alma, probablemente no era más que una cuestión de tiempo —respondió el conde, quitándole importancia a un suceso que consideraba como una minúscula gota de agua en el torrente vertiginoso que atravesaba Florencia—. Malhechores, frío, enfermedades…, suele ser el final de los vagabundos.
—¿Sabéis que estaba convencido de conocer a los responsables de los crímenes que os preocupan? —preguntó directamente Dante clavando sus ojos en los del conde.
—¡Vaya! —replicó éste, divertido y escéptico—. De haberlo sabido antes no os hubiera importunado en vuestro retiro de Verona. ¿Y quiénes son esos criminales?
—Hablaba de unos… —titubeó Dante, consciente de lo precario del argumento que estaba a punto de exponer— demonios mudos de uñas azules…
Battifolle sonrió sin decir palabra. Dante, que volvió a retirar la mirada de su interlocutor, se dio cuenta de que el conde no tenía intención de ayudarle a salir de tal incongruencia. Por eso siguió hablando sin verdadera convicción:
—… unos beguinos, según el viejo…
—Delirios —intervino por fin el conde—. No sé cuánta responsabilidad le corresponde al mismísimo diablo, pero, por lo que a mí respecta —completó Battifolle sin dejar lugar a dudas—, las manos y las uñas de los que han ejecutado esos crímenes son tan humanas como las de los que os han apedreado esta misma noche.
Battifolle echó las manos a la espalda iniciando uno de sus característicos paseos cortos.
—Respecto a los beguinos y todos esos místicos, pordioseros y pedigüeños —continuó el conde—, bien poco entiendo de materias religiosas. Sí os puedo asegurar que ni por autoridades eclesiásticas ni por cualquier otra fuente respetable han llegado acusaciones concretas en su contra. Y si diéramos crédito a todas las habladurías que circulan por la ciudad, os garantizo que pocos frailes, prelados y curas reservarían intacta su reputación.
Dante reconoció íntimamente que probablemente ésa era la realidad. De hecho, sólo la impresión ante el inopinado ataque de que había sido objeto le había hecho dar alguna importancia a las palabras del anciano.
—Lo que sí es evidente —continuó Battifolle— es que la obsesión por la pobreza y por considerarse religiosos cuando no lo son le crea no pocos problemas a la señoría; sobre todo cuando hay que pagar tributos, prestar juramento o servicios de armas —explicó el conde, que inmediatamente inundó los pliegues de su rostro anguloso con una peculiar sonrisa maliciosa—. Lo cual, no lo ocultaré, a mí me produce una enorme satisfacción.
Dante apenas pudo evitar otra sonrisa. No se podía negar la fascinación que le producía aquel hombre y su capacidad de seducción. Se preguntó si era posible que una persona con quien apenas había tratado en tiempos de alianza pudiera llegar a convertirse en amigo, instalado como estaba en una posición en la que resultaba más lógica la enemistad.
—En cualquier caso —siguió hablando Battifolle mientras le dirigía una mirada cargada de intención—, si así lo deseáis, podéis investigarlo…
—Así lo haré —respondió Dante, sin apenas pensar lo que decía.
No le fue necesario observar la reacción del conde para darse cuenta de la trascendencia de tan breve respuesta. Battifolle frenó en seco, encaró a Dante jovial, como un niño ilusionado y arrastró un escaño vacío para sentarse frente a él, cara a cara.
—¿Lo haréis? —repitió—. ¿Queréis decir que aceptáis?
Dante no habría sido capaz de determinar el momento exacto en que había tomado la decisión. Tal vez desde que había escuchado la propuesta algo en su espíritu se había afianzado a la esperanza de retornar a su patria; o tal vez se había reafirmado a la vista de los lugares más queridos de Florencia. Sin duda, tampoco había sido ajena la sutil actitud del vicario del rey Roberto, la confianza que le infundían las palabras de aquel hombre de quien, sin embargo, la razón le impulsaba a desconfiar.
—Supongo que sí. —Dante tomó aire a fondo y dio por finalizada su resistencia—. Dios es testigo de que no sé muy bien cómo podría ayudaros, pero lo intentaré.
El conde tomó ambas manos de Dante en señal de reconocimiento y amistad, sin difuminar la satisfacción que iluminaba su rostro.
—No os arrepentiréis —dijo.
—O quizá sí… —replicó Dante con una resignación y un recelo cimentados en tantas otras experiencias.
—Aun así, vale más actuar exponiéndose a arrepentirse de ello que arrepentirse de no haber hecho nada —contestó el conde con solemnidad.
La frase resonó hueca y artificial en los recovecos de la conciencia de Dante. El poeta respondió, sin más, con una sonrisa escéptica que ponía fin a la conversación.
Ma io perché venirvi? O chi 'l concede? Io non Enea, io non Paulo sono: me degno a ciò né io né altri 'l crede. Per che, se del venire io m'abbandono, temo che la venuta non sia folie. Se' savio; intendi me' ch'i' non ragiono
.
(…) Pero yo, ¿por qué he de ir? ¿Quién me lo permite? Yo no soy Eneas ni san Pablo; ante nadie, ni ante mí mismo, me creo digno de tal honor, porque si me lanzo a tal empresa, temo por mi loco empeño. Puesto que eres sabio, comprenderás las razones que me callo.
DANTE ALIGHIERI
«
Infierno» II, 31 - 36
E
l segundo día de permanencia de Dante en Florencia se abría aún más repleto de incertidumbres. Aceptar la misión suponía encarar todas las dificultades, pasar a la acción cuando apenas sí sabía por dónde comenzar. Las emociones del día anterior y la postrera conversación con el vicario del rey Roberto habían tenido consecuencias en una noche turbia de visiones y pesadillas. A sus imágenes habituales —la familiar jauría inflamada de odio—, se habían unido y entrecruzado inconexos delirios sobre demonios mudos con las uñas azules o infernales guerreros que le apedreaban, provocándole más daño en su espíritu que en su cuerpo.
Al alba se abrieron los ojos del poeta y se escapó con alivio de todos esos sueños que le corroían el alma. Sentado bajo el gran ventanal abierto de su habitación, se limitó durante un buen rato a observar el pedazo de cielo que le era accesible; el sacrificio diario de las estrellas engullidas progresivamente por la luz del día. Con el triunfo del sol y los primeros cantos de celebración de los pájaros, dedicó su atención al panorama que tenía ante sí. Pergaminos esparcidos sobre la mesa en los que el propio Dante había escrito unas notas apresuradas. Como si de otro se tratara, observó su propia mano posada junto al tintero y la pluma que le habían servido de instrumentos. Juan, el evangelista, había dicho: «Buscad leyendo y hallaréis meditando». Algo semejante había tratado de hacer Dante. Tras su charla nocturna con Guido de Battifolle, encerrado en su alcoba a la luz de una vela y con rapidez febril, había usado esa misma pluma para transcribir datos y experiencias, pensamientos y emociones; para resumir, en definitiva, lo poco que había sacado en claro. Se frotó los ojos, como si aclarando su vista pudiera ser capaz de traspasar esa claridad a sus pensamientos, y tomó una de las hojas escritas.
Nada había que objetar respecto a los evidentes paralelismos entre los crímenes y la estructura de su propia obra. Los infames asesinos se habían tomado todas las molestias para eliminar cualquier atisbo de duda. Hubiera estado claro aunque no hubieran incluido los fragmentos del «Infierno» en los macabros escenarios que habían diseñado; sin embargo, además, lo habían hecho y eso estremecía aún más a Dante, porque resultaba obvio que aquellos canallas no estaban dispuestos a escatimar medios para involucrarle a él, o al menos a su obra, y eso era algo que escapaba de la comprensión del poeta. Pensaba con rabia qué ventaja podían sacar los asesinos de ello. Era un absurdo sin sentido ver cómo entre las filas de sus enemigos se estaba produciendo una masacre que ponía en primer plano la figura de uno de sus exiliados con menor influencia política en aquellos momentos. Eran, además, acciones complicadas de ejecutar y que implicaban la necesaria existencia de un plan elaborado diabólicamente complejo. O quizá, después de todo, eran obra directa de Satanás. Como explicación, ésta era la opción más sencilla y eliminaba cualquier otro planteamiento, conjetura o análisis. Pero Dante sabía que las obras del Maligno rara vez se manifiestan a través de otras manos que no sean las humanas. Y esos seres de carne y hueso se habían dedicado con demasiado empeño a planificar sus fechorías como para pensar que no había ningún otro interés o motivación detrás de sus actos. El fundamento diabólico era algo que había que dejar sencillamente al margen, porque no sólo no aclaraba lo sucedido, sino que impedía predecir y atajar futuras acciones. De eso, al fin y al cabo, era de lo que se trataba, pero ante todo dejaba sin restaurar la mancillada imagen de Dante. Escrutar un móvil en aquellas condiciones era casi tanto como buscar una aguja en un pajar.