Los cipreses creen en Dios (84 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Carmen Elgazu evitaba hablar de este asunto con su hijo: en cambio, le dijo a Matías:

—Matías… ya ves lo que son las cosas. Te veo tomando lecciones de esgrima con tu consuegro, en el cuartel de Infantería.

Capítulo LIX

El mes de septiembre fijó posiciones. César se fue al Collell, reconfortado por sus diálogos con mosén Francisco. «La Voz de Alerta» y Laura se casaron, y partieron para un viaje que sería breve. «La Voz de Alerta» decía que no podía permanecer ausente en vísperas de elecciones.

Ésta era la obsesión de la ciudad: las elecciones. Todos los demás problemas habían pasado a segundo plano. Nada que no fuera el tema de las elecciones interesaba a nadie; acaso sólo existía una excepción: el tema «doctor Relken». Del doctor Relken se hablaba mucho en todas partes, pues además de que su físico llamaba poderosamente la atención —su cepillado pelo rubio, su cogote germánico—, nadie sabía a ciencia cierta qué diablos hacía en Gerona. Se contaban muchas cosas de él: que era un sabio, que le decía a mosén Alberto que había errado en la elección del lugar de las excavaciones, que formaba parte de una Compañía extranjera para la búsqueda de minas en el Pirineo, que se bebía verdaderos depósitos de agua, que no conseguía acostumbrarse al aceite de la cocina española…

Pero, excepto los dirigentes políticos, que no dejaban de observarle un solo instante, la masa creía que era simplemente esto: un hombre de ciencia. En el Banco Arús, Padrosa aseguraba haberle visto por Montjuich con un salacot en la cabeza, cazando mariposas.

Pero lo importante eran las elecciones. Los partidos derechistas estaban seguros de la victoria. Sobre todo la CEDA. Gigantescos carteles de Gil Robles iban siendo pegados en todas las paredes de la provincia, y lo mismo ocurría en toda España. Mítines… camiones con altavoces, globos representando a Gil Robles, las bufandas preparadas para ser repartidas en el momento oportuno… «¡Por los trescientos! ¡Viva el obrero honrado! ¡Éstos son mis poderes!» Pronto se vio que las consignas elegidas eran tres. Primera, exaltación del jefe, Gil Robles. Segunda, dignificación del obrero honrado. Tercera, el insulto sistemático a la oposición.

En los mítines se atacaba a los revolucionarios de Octubre, se refrescaba la memoria de los ciudadanos referente a los asesinatos de Asturias, se publicaban datos sobre el desconcierto que trajo consigo el primer Gobierno de la República.

El subdirector le decía a Ignacio:

—¿Quién podrá resistir a una campaña semejante? La gente no es tonta. Los que tienen, querrán guardar. La clase media aspira a ver la peseta estabilizada. Y en cuanto a los obreros, salvo los ciegos, los demás están más que hartos de promesas.

Ignacio sonreía.

—Así que… no puede fallar…

El subdirector se ponía serio.

—Te diré… si la cosa anduviera normal, no. Pero… todo el mundo sabe lo que esta vez significa la victoria. Así, que harán lo que puedan. Primero intentarán formar un frente único. Si todo ello fracasa… entonces apelarán a la fuerza.

—¿Cómo a la fuerza?

—Asaltarán las urnas.

* * *

En Liga Catalana el clima era también optimista. Su seguridad partía del mismo principio que la de la CEDA; el de que la gente estaba cansada de ensayos extremistas.

En realidad, los que creían en un aplastante triunfo derechista eran los portavoces de buena parte de la opinión. Mucha gente entendía que los nombres que los partidos derechistas presentaban en las candidaturas eran mucho más solventes que el cráneo mogólico de Cosme Vila y que las ondas brillantes de Porvenir.

«La Voz de Alerta» y Mateo eran los únicos que no compartían el general optimismo. «La Voz de Alerta», en plena luna de miel, le decía a Laura: «Es que nadie se da cuenta de la masa que representan los obreros, del número. Salen de todas partes. Es ridículo estar seguro de ganar. Por ejemplo, en Andalucía…»

Las dudas de Mateo obedecían a razones menos estadísticas. Mateo suponía que las derechas perderían, primero porque se lo merecían —se habían pasado dos años sesteando— y segundo porque no se unirían, «en tanto que sus adversarios, contrariamente a lo que pudiera creer el subdirector, terminarían por agruparse». «Son menos vanidosos, más realistas. Se unirán todos. En Gerona, los Costa se unirán incluso con los que querrían que sus negocios quebraran.»

Ignacio no lo veía claro. Ignacio creía que más bien se unirían los derechistas, cuyas diferencias eran simplemente de detalle. Por el contrario, en el otro campo los abismos le parecían infranqueables. «¿Cómo va a unirse Cosme Vila, que niega el derecho a la propiedad privada, con David y Olga, que esperan tener una casa propia? ¡Habladle a Teo de Porvenir y veréis qué cara pone!»

Por de pronto, Ignacio parecía tener razón. Las disidencias izquierdistas no habían hecho sino crecer en los últimos tiempos.

La situación pertenecía, pues, al orden sobre el que el profesor Civil gustaba de improvisar discursos. En este caso dijo que lanzar pronósticos era aventurado, pues con frecuencia, en el último momento, acontecimientos ajenos al problema básico obligaban a la opinión a dar un viraje en un sentido insospechado.

—Eso es lo terrible de las elecciones —les decía Mateo a sus camaradas—. Se decide el porvenir de la Patria y la opinión está a merced del resultado de un partido de fútbol o del atentado contra un Ministro.

En todo caso, el profesor Civil acertó en lo de los virajes insospechados. El otoño trajo efectivamente acontecimientos que influyeron de forma rotunda en el clima político. Fueron «hechos». Hechos, que era lo que la gente pedía, para supeditar a éstos sus dudas ideológicas.

El primero ocurrió en las alturas gubernamentales. Toda la prensa lo denunció con caracteres sensacionalistas. Parte del Gobierno estaba comprometido en un negocio sucio, había encubierto una colosal estafa: una especie de ruleta llamada Straperlo. Se decía que el hijo adoptivo de Lerroux había cobrado millones para permitir la introducción en España de aquella especie de ruleta fraudulenta. Muchos aseguraban que Gil Robles era del cónclave, de acuerdo con el Ministro de la Gobernación.

—La reoca —se oía en el Banco—. Una firma y ale, a cobrar.

El subdirector se desgañitaba en vano, asegurando que Gil Robles no tenía nada que ver con todo aquello, que era un asunto exclusivamente del Partido Radical; la Torre de Babel ironizaba: «Así cuando el Jefe dice: Por los trescientos, se refiere a trescientos millones de pesetas…» Don Emilio Santos le dijo a Matías Alvear: «En esa ruleta esa gente ha perdido el cincuenta por ciento de las posibilidades de ganar».

Matías Alvear no creía que ello pudiera ser tan definitivo. En Telégrafos, muchos empleados, vencida la cólera inicial, habían comentado: «De todos modos, quien no se aprovecha, es tonto». Un cartero les dijo a los demás: «Yo ministro, no hubiera perdido la ocasión».

Sin embargo, ahí estaban los comentarios, preparando el advenimiento del segundo mazazo, evidentemente mucho más certero. Al oír la noticia por radio, Matías Alvear se quitó los auriculares y barbotó:

—Eso ya… pasa de castaño oscuro.

La noticia era de orden internacional, y se comentaba en todas partes; nadie podía imaginar hasta qué punto tendría repercusiones en una pequeña ciudad como Gerona. Repercutiría incluso en el fanatismo con que muchas mujeres continuarían comprando en tal carnicería y no en tal otra: el 4 de octubre, Mussolini había dado orden de invadir Abisinia, a pesar de las advertencias de la Sociedad de Naciones, organismo presidido por un español, liberal.

La noticia conmovió la ciudad. La gente agitaba
El Demócrata
por las calles, barbotando injurias.

—¡Hay que hacer algo!

—¡Esto no puede quedar así!

El primero en sacar buen fruto de aquel espontáneo movimiento popular fue Cosme Vila. Puso en el balcón la bandera a media asta y convocó Asamblea General. Primero explicó a los militantes la personalidad de Mussolini, «que alguien aquí quiere imitar». Luego describió la vida sencilla y pacífica de los etíopes, «a los que el Fascismo ha ido a cazar en su rincón, como en España Lerroux cazó a los mineros de Asturias cuando lo de octubre». Dijo que aquel atentado iniciaba la serie que Alemania e Italia iban a perpetrar, y que si el proletariado mundial no reaccionaba a tiempo, el pueblo quedaría aniquilado. Finalmente, aseguró que Rusia había sido la primera potencia en protestar contra la agresión a Abisinia.

Cuando, poco después del discurso, Víctor se disponía a llevar su texto íntegro a la imprenta en que se tiraba
El Proletario
, Teo detuvo su carro ante el local y el gigante subió jadeando la escalera: acababa de oír por radio, en el café Gran Vía, que el Padre Santo había bendecido los tanques que partían para África.

Cosme Vila no movió uno de sus músculos.

—De acuerdo —dijo—. Ahora vete.

Teo se puso la gorra, dijo «salud» y se fue. Entonces Cosme Vila volvió a llamar a Víctor, y éste dibujó las siluetas de Pío XI y Mussolini conduciendo un tanque y aplastando a un abisinio, el cual miraba al cielo horrorizado, en medio de un charco de sangre.

Casal fue menos espectacular. Prefirió los números, razonar su postura. En la clase de Economía explicó que la exaltación patriótica, llevaba al paroxismo como en Italia, ocasionaba aumento de natalidad y éste la necesidad de expansión, es decir, la guerra.

En cuanto al Responsable, proyectaba no sé qué represalia, pero Porvenir le tomó la delantera. Porvenir cogió la calavera —de mujer—, la pintó de negro, acopló a ella una peluca de pelo menudo y rizado, de forma que la imagen etíope era perfecta, y seguido de unos cincuenta partidarios se dirigió hacia la casa en que vivía un comerciante italiano, que ejercía las funciones de Cónsul. Los cristales fueron rotos, y la fachada quedó pintarrajeada con amenazas.

Pero, a la postre, lo importante fue el clima que se creó, el efecto producido sobre los tibios y la clase media. Julio dijo en el Neutral: «Mussolini nos ha prestado un gran servicio».
El Demócrata
, en una página extraordinaria, describió el éxodo etíope, bajo una lluvia de bombas. La figura del Negus con su paraguas adquirió caracteres de leyenda. Gente que nunca había imaginado ser extremista se conmovió y hablaba en términos de gran dureza. Matías Alvear miró de otro modo a Marta cuando la chica llegó a «congeniar» con Pilar; y desde luego miró de otro modo a Mateo, de lo cual éste se dio perfecta cuenta.

Don Pedro Oriol, en ausencia de «La Voz de Alerta», tomó en
El Tradicionalista
partido por la aventura mussoliniana. Ello desató los ánimos y fue la señal inicial para que dos hombres recuperaran el terreno perdido: los Costa. Los Costa vieron la ocasión y la aprovecharon; además de que sentían la causa sinceramente. Rompieron lanzas en favor del Negus. Abrieron una suscripción, encabezándola con una suma enorme, lo cual les ganó muchas simpatías. Izquierda Republicana fue el partido que inició la campaña más sistemática, más razonable e inteligente en contra de la acción italiana.

Izquierda Republicana llevó las cosas con tanta habilidad, que se decidió a dar un paso delicado: invitó al doctor Relken a dar una conferencia en el local.

«Abisinia, su vida y sus costumbres.» Esto rezaron los folletos anunciadores. ¡Magnífico! El doctor conocía el país al dedillo.
El Demócrata
publicó en primera página una fotografía en la que se le veía en Addis Abeba al lado de un camello.

Mosén Alberto, que a través del catalanismo estaba interiormente por los negritos, y a quien el tema de la conferencia interesaba en grado sumo, lamentó mucho que el acto tuviera lugar en Izquierda Republicana, donde no podía asistir. Sin embargo, no se notaría su falta. Los muros casi reventaron; tanta gente se reunió. Uno de los Costa hizo la presentación. Y luego el triunfo del doctor Relken fue total. No se refirió para nada a la guerra; sólo dijo que aquellos que suponían que la civilización etíope era primitiva desconocían por completo la cuestión. La civilización etíope, antiquísima, era rica y floreciente, y si muchos de los pueblos de África habían superado el estado salvaje era gracias a la influencia etíope. Por ejemplo, en el aspecto musical gracias a ella algunas tribus, como la de los Bongos, habían alcanzado una rara perfección. El doctor Relken, por medio de proyecciones, mostró al auditorio arpas, pequeñas guitarras, mandolinas, y a medida que la zona se orientalizaba, flautas, instrumentos usados en el interior de África gracias a los etíopes. Luego esculturas, tallas en madera, etc… Para no hablar del
tamtam
. El
tamtam
no era de origen exclusivamente etíope, sino característico de todos los negros del continente; pero, según el doctor Relken, en Abisinia resonaba de una manera especial. La emoción del público cuando el doctor, con la simple ayuda de sus manos y una mesa, imitó múltiples variedades de
tamtam
, todas de ritmo obsesionante y base indiscutible de la revolución musical en el mundo y en el
jazz
, fue indescriptible. Todo el mundo sintió su piel convertirse en tambor, y vio hogueras y desiertos y negros danzando; negros danzando la
danza
de la muerte, en torno a los tanques italianos. La ovación dedicada al doctor Relken fue apoteósica. Era la mejor conferencia que se recordaba en la ciudad.

El éxito del acto organizado por los Costa fue tal, que en seguida surgieron imitadores. David y Olga le dijeron a Casal: «Deberíamos invitar al doctor a dar una conferencia aquí». Casal contestó: «Bueno, pero… en todo caso no ahora, más tarde». También se recibieron invitaciones de varios pueblos. En cambio, Cosme Vila juzgó todo aquello muy hábil, pero se encogió de hombros. «Prefiero invitar a Vasiliev.» Quedaba claro que el doctor Relken no era comunista, y Cosme Vila no admitía heterodoxos en el local.

El orador, personalmente, le dijo a Julio, sonriendo: «Nunca había tenido tanto éxito». Se acostó temprano y rehuyó las aclamaciones. Y a pesar de los ruegos reiterados, mostró no tener prisa en repetir la sesión en algún otro lugar. Aseguró que hablar en público no le gustaba. Prefería evidentemente las pequeñas reuniones. «Soy hombre de… ¿cómo se llama esa palabra tan bonita que tienen ustedes…?»

—¿Para indicar qué?

—Un grupo de personas que se reúnen con asiduidad.

—¿Tertulia…?

—¡Eso es! Tertulia. Soy hombre de tertulia.

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