Los cipreses creen en Dios (52 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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César quedó estupefacto. Le entró una rabia desconocida. ¡San Francisco de Asís! Sin darse cuenta de lo que hacía se acercó a la cama de Ignacio, le arrebató la revista, la despedazó y luego le dio una patada al borde del colchón sobre el que yacía su hermano.

Ignacio se levantó de un salto e hizo ademán de agarrar a César de la solapa del pijama. El seminarista parecía llorar. Entonces Ignacio se vio de soslayo en el espejo del armario y al instante su estado de ánimo cambió. Soltó a César. Se encogió de hombros. Se pasó la mano por la cabeza. Se vistió rápidamente —la noche era calurosa— y salió dando un portazo.

Si la Rambla fuera el mar… Si hubiese podido tomarse un baño de medianoche…

Capítulo XXV

Ignacio:

Te escribo desde la playa, desde la barca que tú conoces, a última hora de la tarde. No quería escribirte, no te lo mereces, pero lo hago para que veas que las chicas con brillantes en las orejas a veces no somos tan malas ni rencorosas como supones. ¿Por qué no me has escrito? ¿He de pensar que no me escribirás? ¿Dónde está todo lo que dijiste? Yo he cumplido, Ignacio. He reseguido todos nuestros itinerarios. Nuestras iniciales en las rocas… no estaban: pero ahora sí están, con el corazón atravesado.

Escríbeme, por favor. No me tengas con esa zozobra. ¿Es que estás enfermo? ¿Te ocurrió algo después de despedirnos? Me pregunto si te bañarías después de comer, y si te haría daño…

San Feliu… ha cambiado mucho en pocos días. Mucha gente se va marchando. Nosotros también nos marcharemos pronto —Muntaner, 180, Barcelona—, pues papá dice que la situación política no le gusta.

Loli me da recuerdos para ti y me dice que a ver si aprendes a estrechar la mano con corrección, que lo haces como si fueras un boxeador. Un saludo de «tu novia de vacaciones».

Ana María.

A veces voy a leer donde tú y yo nos sentábamos, en la punta de Garbí. Vale.

* * *

Luego se habló de las primeras lluvias por el lado de Cadaqués… Y aquello barrió, como siempre, la gente de playas y montañas y la devolvió a Gerona. La ciudad parecía un rompecabezas, al que cada tren, coche o bicicleta llevaba una nueva pieza hasta que quedase completa. Visto desde lo alto habría sido un espectáculo maravilloso comprobar la precisión con que cada persona iba a ocupar su puesto.

Su puesto, primero en el piso que le correspondía, luego en el corazón de las familias que le recobraban; luego en el despacho, en la fábrica, en los partidos políticos…

Los partidos políticos… Apenas los calendarios anunciaron septiembre, se sintió una sacudida eléctrica. ¡La tregua había terminado!
El Demócrata
estaba ahí,
El Tradicionalista
estaba ahí. El verano no había hecho más que calentar las cabezas, acusar las diferencias. Todo el mundo había tenido tiempo de rumiar su represalia.

Los obreros de los Costa habían regresado en sus autobuses. Y se habían reincorporado a la fundición —gafas de motorista y pistola en las manos que despedían chorros de fuego—, o a las canteras de Montjuich, donde los martillos repiquetearon de nuevo. Los Costa regresaron del Norte, de comprar hierro y de bañarse en San Sebastián, y entraron en Izquierda Republicana, con sus trajes grises y la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo del pecho y diciendo: «Amigos, los vascos nos dan ejemplo. Elecciones municipales por su cuenta y riesgo. Hay que acabar con el Gobierno de Madrid. Vamos a celebrar Asamblea General».

Los Costa tenían una hermana soltera, Laura, quien se asustó al verlos llegar tan excitados.

Al Partido Socialista, se había presentado, ¡por fin!, Antonio Casal, y mirando el retrato de Largo Caballero que presidía el salón y señalando la puerta a la izquierda que ponía «Comité Directivo de la UGT» dijo: «Camaradas, los socialistas en Madrid y Asturias continúan repartiendo armas. Aquí parece que nos dejaremos pillar en traje de baño».

El Responsable —su expediente por lo de la imprenta estaba en un punto muerto: faltaban pruebas— convocó reunión general en el Gimnasio, CNT-FAI. Y unos sentados en los potros de madera, otros colgados de las anillas oyeron que el Jefe les decía: «Cuidado, que nosotros fuimos los primeros en zumbar, y ahora los socialistas y demás ralea pretenderán que los verdaderos proletarios son ellos».

En Estat Català, el arquitecto Ribas, el arquitecto Massana, David y Olga iban a alcanzar la máxima violencia. Valencia iba a ser declarada puerto franco, para escamotearles el tráfico a los de Barcelona y Tarragona… Querían levantar fábricas textiles en la provincia de León y en Andalucía para competir con Sabadell y Tarrasa… Y, sobre todo, el problema del campo, como si quisieran convertir el jardín que era Cataluña en un erial como Aragón, donde unos cuantos don Jorge pudieran ir de caza.

En la barbería comunista, la estrella de Víctor declinaba. La prebenda de Cosme Vila le había asestado el golpe de gracia. Todo el mundo intuyó la diferencia que había entre un jefe que lo era por azar y otro que lo era por temperamento, y porque llevaba mucho tiempo preparándose para ello. Había un carretero, un gigante, Teo, que le dijo al empleado de Banca: «Se avecinan acontecimientos. A mí y a unos cuantos camaradas nos gustaría que el jefe fueras tú». Cosme Vila se hacía el remolón. Decía que trabajar ocho horas y además ocuparse en serio del Partido, que ya había quedado constituido, era imposible. «Cuando todos los demás —describió un ademán que englobó a todos los partidos izquierdistas— se hayan estrellado entonces hablaremos…» Mucha gente se iba acercando a la barbería. Un tal Gorki, perfumista; Murillo, el decorador del taller Bernat. Sus bigotes de foca entusiasmaban al barbero. «Un pequeño trabajo, camarada, y te parecerás a Stalin», le ofrecía, tijereteando. Cosme Vila les decía a todos que lo mismo daba que el puerto franco en el Mediterráneo fuera Valencia, Barcelona o Tarragona. «Para nosotros —explicaba—, el puerto de Odesa. Por cierto, Víctor —añadía, deferente con el Jefe—, que Vasiliev me dio esas fotografías de Odesa… Aunque allí, ya lo ves, por donde la luna resbala es por las fábricas y por los aeródromos…»

En el otro lado, todo el mundo se alineaba para resistir la embestida. «La Voz de Alerta», al regresar de Puigcerdá, pasó por el pueblo de su criada, Dolores, para recogerla y llevarla en coche a Gerona. Cuando el automóvil del dentista se detuvo ante la puerta, toda la familia salió, y a poco todo el pueblo. Dolores quería que el señorito se quedara a comer con ellos. El sitio que hubiera ocupado en la mesa, habría sido respetado para siempre; pero «La Voz de Alerta» no quiso molestar.

Y además, tenía prisa. En Gerona le esperaba
El Tradicionalista
, le esperaban sus amigos en el casino, sus jefes, en el café de los militares. Había pasado unas vacaciones magníficas. Muchos monárquicos y mucho
golf
. En Puigcerdá alguien había querido casarle; él sonrió. Realizó misteriosas visitas a varios propietarios de la comarca. En cambio se negó rotundamente a poner un pie en Francia. Cuando la pelota de
golf
cruzaba la línea fronteriza, algún chaval se cuidaba de recogerla. Él no cruzaría la línea jamás. «La Voz de Alerta» atribuía a Francia el origen de todos los males, de la corrupción de costumbres y del ateísmo. Aseguraba que los dirigentes republicanos españoles obedecían las órdenes de los prohombres franceses, especialmente de León Blum.

Mientras el coche iba dejando a su espalda los Pirineos, le dijo a la criada:

—Bien, Dolores… Puedo asegurarle que la concentración será un éxito sin precedentes.

—¿Qué concentración?

—Todos los propietarios del Instituto de San Isidro se concentrarán en Madrid, para protestar contra la imbécil política agraria que sigue la Generalidad.

La criada parpadeó.

—Pero… ¿los propietarios de Puigcerdá…?

—¡De toda Cataluña!

Dolores ya estaba acostumbrada a recibir confidencias de este tipo. Contestó: «Mientras no ocurra nada malo…»

¡Qué iba a ocurrir nada malo! Los de Estat Català creían que ellos dormían, que se dejaban asustar por sus bravatas…

Don Pedro Oriol se alegró del regreso de «La Voz de Alerta».
El Tradicionalista
sin él era papel muerto. Don Pedro Oriol no se había movido de Gerona, salvo algún viaje que hizo con su carromato por necesidades de su negocio de bosques y madera. Su veraneo consistió en ir a diario, del brazo de su esposa, a la Dehesa, al atardecer. La Dehesa le gustaba enormemente y no era cierto, como aseguraba
El Demócrata
, que cuando miraba sus plátanos milenarios calculara lo que podría sacar de ellos, una vez talados, si el Municipio se los vendiera. Iba a la Dehesa porque, desde la muerte de su hijo le gustaban la tranquilidad, el fresco y la sombra de los árboles.

A su paso mucha gente humilde saludaba a su esposa, señora de expresión triste, pero dulce, ahora eternamente de luto. La muerte del hijo había unido al matrimonio aún más. Por su parte, don Pedro Oriol asistía al vertiginoso encanecimiento de su pelo. Una especie de milagro posaba de un golpe luz de plata en su cabellera.

Don Santiago Estrada… regresó de Mallorca. Sus dos hijos se fueron al Internado. Él entró en la CEDA y saludó al subdirector del Banco Arús, que copiaba no sé qué fichas sobre masonería. Le dijo:

—¡Hombre, aquí tenemos al hombre fiel! A Mallorca tendría usted que ir. Hay mucho masón, mucho masón y mucho judío…

El subdirector, después de saludarle, extendió ante sus ojos el último número de
El Demócrata
, cuyo titular ponía: «Nuevo atentado de Gil Robles contra Cataluña». Don Santiago Estrada comentó: «Nuestra respuesta es ésa… concentración del Instituto de San Isidro en Madrid».

Don Jorge regresó con su esposa, sus siete hijos y las dos criadas. Estaba algo inquieto por su heredero, Jorge. Éste, a pesar de las advertencias de su padre, se pasó el verano cuchicheando con los colonos. «Señorito, si usted supiera…», le decían éstos. Le enseñaban los vidrios de las tapias, las rotas alpargatas de los chiquillos. A Jorge todo aquello le impresionaba. Su padre acabó prohibiéndole que saliera solo por los campos. «¿Qué pasa? ¿Vamos a tener un demagogo en la familia?»

Don Jorge le echó un sermón que hizo reflexionar al chico. Le dijo que los colonos estaban equivocados, que era mucho más fácil ser buen colono que buen propietario. «Ya ves la vida que nosotros llevamos, porque tenemos una responsabilidad y hay que dar ejemplo. ¿Crees que no me gustaría poder ir por ahí, por los mercados, y entrar en el café que me apeteciera, y divertirme un poco y recorrer las Fiestas Mayores de los pueblos vecinos, como ellos hacen? Figúrate que ignoro lo que son estas alegrías. Tener un patrimonio que defender es muy duro, muy duro. Ya te irás dando cuenta. Ninguno de esos hombres con quienes has hablado resistiría un mes. Se lo vendería todo y se iría a la ciudad. O pondría colonos y lo haría mucho peor que yo lo hago.»

Don Jorge al entrar en la Liga Catalana se encontró con el notario Noguer. El notario Noguer, más encorvado que nunca, con sus párpados caídos dando a sus ojos una forma triangular, estaba sentado en el sillón presidencial, ocupando de él una parte mínima. Era raquítico, y, sin embargo, tenía autoridad. Se la conferían su calvicie, su cráneo noble y lo impecable de su cuello blanco.

El notario Noguer le dijo a don Jorge que se encontraban entre dos fuegos. De una parte, la vergonzosa ofensiva contra Cataluña era un hecho; de otra los Sindicatos entregaban armas a los obreros no sólo en Madrid, sino en Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona… «Ahora ya no se trata de licencia de armas. Lo hacen a la descarada, Alianza Obrera, las Casas del Pueblo.»

Don Jorge le dijo: «Yo me encuentro muy fatigado. Lo dejo en sus manos. Pero, desde luego, nosotros nos adherimos al Instituto de San Isidro. Yo, personalmente, quiero ir a Madrid y desfilar como el primero, junto a don Santiago Estrada».

Era inaudito que don Jorge quisiera emprender aquel largo viaje. Lo que pedían los campesinos y la Generalidad debía de afectar a algo vital, al centro de lo que don Jorge creía que convenía a la tierra.

En el centro de unos y otros se encontraba situado Julio García. Era cierto que se había pasado el verano yendo de acá para allá. Muchos viajes a Barcelona, de donde siempre regresaba hablando de aquel doctor Relken de gran personalidad, que ahora se encontraba allí… También era cierto que cultivaba un fichero particular de suicidas. Ciento sesenta y ocho fichas; con el taponero de San Feliu ciento sesenta y nueve…

Ahora Julio tenía uno por uno todos los hilos del rompecabezas de la ciudad en la mano. Disfrutó mucho viendo que a Comisaría volvía a llegar el personal, que todos los agentes y guardias se incorporaban a sus puestos, que la tertulia del Neutral volvía a completarse, que en la barbería de Raimundo volvía a hablarse de corridas de toros, que el Orfeón volvía a cantar.

Raimundo había visto dos corridas de todos en el verano, en Barcelona, y dijo: «Hay que ver. Hay que ver un cuerno de cerca para saber lo que es. A los extranjeros que critican las corridas querría yo verles allí».

Julio tenía los hilos de Gerona en la mano. Era quien mejor sabía lo que iba a pasar. Concedía suma importancia a la Asamblea de propietarios en Madrid y decía que había que tomar represalias contra todos los que asistieran a ella. «Caiga quien caiga, ésa es mi opinión.» Los arquitectos Ribas y Massana asentían, pero les parecía todo aquello de mucha trascendencia.

Julio les dijo, a ellos, al doctor Rosselló y a los Costa, con quienes celebró una reunión:

—No vamos a dejar que el Responsable nos de lecciones, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice?

—Pues… porque él y su sobrino, el Cojo, se van a Madrid, dispuestos a armar bulla en la manifestación.

Era cierto. En el bar Cataluña se lo habían dicho a Ignacio. Tío y sobrino ya tenían los billetes. Habían dicho: «Vamos a ver si hacemos tragar un puro a alguno de esos propietarios». Por lo demás, el aspecto catalanista de la revolución de que se hablaba les interesaba poco. Ellos eran de la CNT-FAI. Querían hablar con los anarquistas de Barcelona, desde luego, pero también con los de Madrid. El Responsable no había olvidado a José, el primo de Ignacio. Cuanto más tiempo pasaba, más le parecía que era un elemento de gran valor, que en Madrid debía de actuar con gran eficacia.

Julio hablaba con unos y otros, con una elasticidad que asombraba a Matías Alvear. Tan pronto estaba en la redacción de
El Demócrata
como David y Olga le encontraban en el jardín de la Escuela contemplando el surtidor. Se iba a Telégrafos a ver a Matías y a Jaime, se pasaba una hora en el balcón de su casa, fumando, con el sombrero ladeado y acariciando la tortuga. A veces entraba en la barbería comunista a afeitarse. Le gustaba porque siempre había mujeres. En la Rambla no faltaba nunca si se tocaban sardanas. En su casa oía música y cante flamenco y hasta canciones de Navidad. A Ramón el camarero le hablaba de Nietzsche, de Voltaire, de Kant… Con frecuencia se iba al cuartel de Infantería a jugar una partida a las damas con el coronel esquelético, el coronel Muñoz… Iba a todas partes, cuidaba de todo el mundo… excepto de su esposa, doña Amparo Campo. Hasta el punto de que ésta le había dicho: «Si no fuera una mujer decente, te aseguro que me iría con otro hombre».

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