Los cipreses creen en Dios (39 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Del Banco, sólo Cosme Vila consideraba a los Costa unos burgueses más peligrosos que los demás. Decía que hacían lo mismo que el sacristán del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que contentaba a los chicos ingenuos dándoles un poco de regaliz. Pero el barbero de Ignacio, con su cicatriz en el labio, barbotaba: «¡Bah! Eso es buscar tres pies al gato. Si todo el mundo fuera como ellos, mis dependientes tendrían una casa suya y un huerto».

Todo aquello era complejo y la mentalidad general estaba un poco desconcertada. Se salvaban las inteligencias rectilíneas, obsesionadas: por ejemplo, el Responsable, el Cojo, el Grandullón.

Ellos no habían variado un ápice porque los verdes fueran más intensos o porque hubiera cantado el Orfeón Catalán. Para ellos el principal enemigo, el que era preciso aniquilar inmediatamente, continuaba siendo el mismo:
El Tradicionalista
. Por eso una noche más estrellada que las demás decidieron llevar a la práctica su proyecto, y armados de martillos y otros extraños instrumentos de golpear, irrumpieron en la imprenta del Hospicio por la pequeña puerta indicada por el Rubio, la que daba a la calle del Pavo, y destruyeron la linotipia, la gran rotativa, arrasaron los caracteres de letras, los mordieron, los pisotearon, inundaron hasta deshacerlas las balas de papel. Y luego, pensando en Víctor —jefe comunista, enemigo de los anarquistas, más odioso que los accionistas del periódico— destrozaron todos los utensilios del taller de encuadernación, y el material allí preparado.

Fue un acto decisivo, llevado a cabo por pocos hombres, con eficacia absoluta. El taller daba la impresión de que había pasado por él un huracán.

* * *

La conmoción fue considerable en la ciudad. Cuando el botones llevó la noticia al Banco Arús, a media mañana, todos los empleados dejaron la pluma sobre la mesa y se interrogaron entre sí. Aquél era el primer incidente serio en Gerona, la primera protesta activa.

Ignacio se puso en pie. El Director palideció, porque pocos días antes había llevado al taller de encuadernación las Obras Completas de Pérez Galdós, para que Víctor las encuadernara en pasta española.

Ignacio hasta la hora de la salida se mordió las uñas. ¡De modo que el Responsable se había decidido, a pesar de todo! Le pareció grotesco. Aquello no iba a beneficiar a nadie, y en cambio perjudicaría a muchos.

Todos en comitiva se dirigieron hacia el Hospicio en cuanto terminaron el trabajo. Era difícil acercarse a la puerta, pues, a pesar de los guardias de asalto, la aglomeración era enorme. Sin embargo, se veían dentro hilos eléctricos cortados, astillas. La calle estaba llena de letras de plomo de todos los tamaños. Varios pequeñuelos jugaban con ellas a formar su nombre. Uno buscaba la G por entre los zapatos de los curiosos.

Lo comentarios eran de todas clases. Ignacio quería entrar. ¿Cómo lograrlo? El Jefe de Policía en persona andaba por allí. De repente, salió del local «La Voz de Alerta». Se le veía furioso, desencajado. Sus finos labios le temblaban y su raya a la derecha prolongaba su cráneo. Llevaba entre las manos algo que brillaba: era la cajita de los panes de oro que se empleaban para el dorado en la encuadernación.

—¡Paso, paso!

En medio de la confusión, Ignacio vio que por la calle del Pavo se acercaba Julio García. Adoptó aire decidido y puesto a su lado, y ante la estupefacción de Padrosa y el resto de los empleados, pudo entrar en el taller con pasmosa inmunidad. El cajero comentó: «Ya lo veis, chicos. Tiene cinco años de bachillerato».

Dentro no se podía dar un paso. Pero Ignacio dejó inmediatamente de ver policías, periodistas, astillas. No tuvo ojos sino para el grupo que formaban diez o doce niños del Hospicio, con blusa uniforme, como de presidiario, pelados al rape como él en el Seminario, en un rincón, Junto a las balas de papel inservibles.

En seguida comprendió que eran los aprendices de la imprenta y del taller de encuadernación. Aquellos de los que él había dicho en casa del Responsable: «Por lo menos, que aprendan un oficio». Uno de ellos, alto, espigado, tenía la cara completamente tiznada.

No pudo menos de acercárseles, aunque de momento no se atrevió a decirles nada. Los miró a los rostros. Pensó: desnutrición.

Muy cerca de ellos estaba Julio García. ¡Qué aire de competencia y sentido de la responsabilidad el suyo! Sombrero ladeado, frente combada, escuchaba a unos y otros moviendo la cabeza. En la manera de jugar con la boquilla, Ignacio comprendió que le habían encargado de la investigación.

De pronto el muchacho se decidió a hablar con los aprendices. Se dirigió a todos, en conjunto.

—Es una lástima, ¿verdad? —dijo, señalando el aspecto desolado del taller.

Todos le miraron, sin contestar.

Ante aquel silencio absurdo, Ignacio se dirigió al de la cara tiznada.

—Tú… ¿eres encuadernador? —le preguntó.

—Sí.

Ignacio añadió:

—Bueno… ¿y qué haréis ahora…?

Uno de los chicos, bajito, contestó:

—¿Qué haremos…? ¡Fiesta! —Y el tiznado se rió. Los demás permanecían impasibles, mirándole con hueca curiosidad.

El muchacho quedó perplejo. No supo por qué pensó en la vieja mujer del manicomio que preguntaba: «¿Qué, todavía no?» Dio media vuelta. Avanzó hacia el centro del local pisando un clisé de Alfonso XIII. ¿Dónde estaban los veinticuatro tomos de Pérez Galdós propiedad del Director?

No tenía nada que hacer allí. Don Pedro Oriol había llegado y se había reclinado en el armazón de la linotipia, con aspecto apesadumbrado.

—¡Qué le vamos a hacer!

Ignacio salió. Sin querer adoptó un aire de enterado ante la gente que esperaba fuera. Los empleados ya no estaban. Alguien le pidió detalles. Él no contestó.

Fue a su casa a comer. Carmen Elgazu estaba desconcertada y Matías dijo: «Mal, esto va mal».

Ignacio permanecía callado en la mesa. Reflexionaba, menos concretamente de lo que hubiera deseado. Le pareció un misterio que las cosas fueran como eran, que cinco o seis hombres pudieran reunirse al lado de una estufa y al cabo de unos días destruir una imprenta. ¿Y si se les ocurría hacer lo propio con algo más importante? Pilar lamentaba: «¡Adiós Notas de Sociedad!» Al parecer, las monjas estaban desoladas pues todos los impresos del Colegio se los servían a precios mínimos en la imprenta del Hospicio, Ignacio se preguntaba si los demás sabían como él, con seguridad, quiénes habían sido los autores. Claro que sí. La Torre de Babel no había dudado un momento. Dijo en seguida: «El Responsable».

Comió de prisa. Su intención era ir al Cataluña para saber noticias. Bajó la escalera saltando, como cuando salía a pasear con su primes José.

Cruzó la Rambla. Y nada más entrar en el Cataluña oyó la voz de un limpiabotas que decía:

—Desengañarse. La policía tiene ya sus listas. Lo mismo que en Barcelona. Cuando yo vivía allí, una vez me robaron la cartera. «¿Dónde?», me preguntaron en Comisaría. «En el Metro», contesté. «¿Qué trayecto?» «De Aragón a Urquinaona.» «Entonces ha sido la banda de Fulano de Tal», dijo el policía. ¡Y caray si fue verdad! ¡A las dos horas me devolvieron la pasta!

Era raro que aquel limpiabotas hablara así, pues era tan anarquista como Blasco.

Ignacio se dirigió a uno de los camareros:

—¿Qué ha pasado? ¿Hay alguien detenido?

—Todos. El Responsable. Blasco. Todos.

Era lo normal. Julio García —lo había dicho cien veces, a pesar de simular perfecto afecto por el Responsable— tenía a los anarquistas atragantados. Aquello le daría ocasión de pasarles la factura.

Ignacio miró el reloj. Se había entretenido antes de comer y era tarde. Se dirigió al Banco. La Torre de Babel explicaba que la policía había mandado llamar al más joven de todos, al Rubio, y que empleando alguno de los argumentos persuasivos de que disponían le habían hecho cantar en seguida.

Padrosa opinaba que la pandilla lo iba a pasar mal.
¡El Tradicionalista!
—comentaba con un matiz de fruición en el tono, comiéndose ya el bocadillo destinado a la merienda—. En realidad, todos opinaban que el Responsable y sus satélites lo iban a pasar mal.

Todos… excepto el subdirector. El subdirector llevaba mucho rato sin decir nada, pero negando con la cabeza. Por fin levantó la calva y dijo:

—Nada. No les harán nada.

—¿Cómo que no?

Todos se dirigieron a él. Su comentario era absurdo. Le gustaba llevar la contraria, como siempre, o tal vez la indignación por haberse quedado sin periódico le hubiera sacado de sus casillas.

Viendo la mirada de todos, repitió:

—No les harán nada, no temáis. —Pronunció el «temáis» con visible ironía—. Julio los protegerá.

—¿Julio…?

Cada vez comprendían menos. No acertaban ni siquiera a reírse. Ignacio se estaba preguntando si el subdirector se habría vuelto loco.

—¿Que Julio los protegerá…? —exclamó, por fin, sentándose en el sillón frente al subdirector.

El subdirector le agradeció que hubiera cambiado de lugar. Ahora podía mirarle mientras exponía su teoría, no se vería obligado a dirigirse en abstracto al grupo que formaban los empleados.

—Sí. ¿Por qué no? —añadió.

Ignacio respetaba al subdirector. Sin embargo, insistió:

—Pero… ¿no sabe usted que Julio no puede ver a los anarquistas ni en pintura?

—Claro que lo sé.

Padrosa intervino, masticando:

—¿Y pues…?

El subdirector ocultaba algo.

—Lo sabemos todos —repetía—. Pero…

—¿Pero qué?

Por fin levantó los hombros.

—Es muy sencillo —dijo—. Julio García es masón, y los masones ahora protegen a los anarquistas.

Todos los empleados, excepto Ignacio, pasado el primer estupor, soltaron una carcajada.

—¡Eh, chicos! ¡Ya tenemos a los masones aquí!

—Sí, sí. ¡Reíos! Es el acuerdo que han tomado. Lo que les interesa es que haya malestar, para desprestigiar al Gobierno.

Todos hacían gran juerga. La Torre de Babel se había colocado un pañuelo en el pecho a modo de mandil. Otros se hacían misteriosos signos:

—¡Rito gerundense! —gritó Cosme Vila. Y ensanchando increíblemente su cara, obtuvo una expresión horrible.

—¡Rito escocés! —rubricó La Torre de Babel. Y encorvándose sobre sus gafas ahumadas recorrió los escritorios haciendo: ¡Uh, uh…!

Cuando el sainete acabó, porque se oyeron los pasos del director, Ignacio, que había permanecido frente al subdirector, simulando que escribía le preguntó:

—Oiga una cosa. No les haga caso a esos palurdos. ¿Usted… cómo sabe que Julio García es masón?

El subdirector le miró con fijeza. Y viendo que la pregunta iba en serio le contestó:

—Si no lo supiera yo, ¿quién lo sabría?

—¿Por qué lo dice?

—¿Por qué? ¡Llevo veinte años estudiando ese asunto de la masonería!

Era cierto. El subdirector era un erudito en la materia y estaba desesperado porque contadas personas le hacían caso, a pesar de que él estaba convencido de que era la masonería la que dirigía completamente la política universal. Opinaba que la propia caída de la Monarquía española se fraguó en las logias de París. En Gerona tenía un competidor: el portero de la Inspección de Trabajo, si bien éste era un simple aficionado, no había leído a Benoit ni a Ragon, ni sabía nada de símbolos, ni de carbonarismo, y se limitaba a culpar también de todo a los masones.

—Pero… ¿exactamente la masonería…?

—¿Qué crees? ¿Que es una institución benéfica?

—En Inglaterra…

—¡Déjate de pamplinas! Hay algunos afiliados de buena fe, ya lo sé. ¡Por el Norte, no aquí! Pero son los iniciados los que cuentan, y la finalidad de éstos es el exterminio del cristianismo.

Ignacio puso cara de decepcionado.

—Todo esto huele a leyenda, ¿no le parece?

—¡Bueno! Ya hablaremos del asunto, si te interesa.

—¡Claro que me interesa!

A la salida del Banco, los empleados todavía hacían: ¡Uh, uh…!

Capítulo XVII

Siempre que don Pedro Oriol oía hablar de un accidente preguntaba. «¿Ha habido desgracias personales?» Si le decían que no, consideraba que la importancia de lo ocurrido era escasa.

Fue exactamente esta actitud la que adoptó ante la destrucción de la maquinaria de la imprenta. No pensó sino en la manera de adquirir otra nueva, más moderna, y de instalarse en otro local más conveniente.

«La Voz de Alerta» era otro cantar. No pensaba sino en los agresores. Pedía para el Responsable y los demás culpables el máximo rigor de la Ley, sin descuidar por ello el aspecto práctico de la reinstalación. Pero por de prisa que ésta se llevara a cabo siempre se tardaría un mes en volver a imprimir el periódico. Gerona viviría, pues, un mes lo menos sin
El Tradicionalista
, sin otro medio de información que
El Demócrata
y la emisora local, en manos izquierdistas.

Y, sin embargo, parecía algo difícil contentar a «La Voz de Alerta» con su petición del «máximo rigor de la Ley». La Ley exigía, antes que nada, pruebas. Y en realidad no las había. Julio no contaba sino con la declaración de un niño del Hospicio, que habiendo salido de madrugada a buscar pan de hostia a las Monjas Adoratrices, se cruzó en la calle con un grupo anarquista, armado éste de martillos; y luego la confesión del Rubio. El Rubio, en efecto, en cuanto entró en el despacho de Julio, dijo, no se sabía si por miedo o chulería: «Sí, fuimos nosotros».

Pero el Responsable y los demás lo negaban rotundamente y aseguraban que el Rubio estaba loco. Sus coartadas tenían visos de verosimilitud, según los vecinos. Y el propio Rubio ahora había adoptado un aire malicioso, de persona que ha mentido.

Sin pruebas no se podría mantener indefinidamente a los detenidos. «La Voz de Alerta» estaba furioso. «¡Pero no me va usted a decir que no hay huellas digitales en el taller!» Julio abría los brazos. «Sea usted inteligente, se lo ruego. En el taller de
El Tradicionalista
hay huellas de todo el mundo, empezando por las de usted.»

«La Voz de Alerta» sugería simplemente una bañera. Una bañera de agua helada e introducir dentro, desnudo, al Responsable. Y atarle con cuerdas a los grifos. Luego sentarse allí y esperar. Él mismo se ofrecía para cumplir esta misión.

El jefe de policía y Julio rechazaron tal procedimiento con una mirada muy expresiva.

El dentista no era el único en estar furioso. También lo estaba Víctor. Lo de la imprenta le tenía sin cuidado; pero el taller de encuadernación… Se pasaba el día en la barbería, manejando aparatos fotográficos y diciendo: «Algún día habrá que arreglarles las cuentas a esos hijos de Bakunin».

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