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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (124 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Nadie la oía. Del interior del templo surgían también llamas. Unas llamas inmensas, lenguas de monstruo, de tonos diversos. El material parecía más combustible que el del Sagrado Corazón; los olores menos penetrantes.

En toda la ciudad se estableció una suerte de competencia. Lo que empezó siendo una multitud, eran ahora grupos dispersos de cincuenta a cien individuos. La sensación de que eran libres había despertado en muchos de ellos la idea de constituirse en jefes. No se resignaron a ayudar a Porvenir a tirar a Cristo al río. Quisieron obrar por su cuenta.

Ello originó que en dos horas escasas fueran ocho las iglesias que se incendiaran en la ciudad. Y tres conventos de monjas —el de Pilar, las Dominicas y las Escolapias— habían quedado destrozados. ¡El pupitre en el que Pilar había estudiado, hecho astillas! Y las camas virginales de las monjas, orinadas. Y los pianos. Los pianos de aquellos conventos cuya Madre Superiora no quiso seguir el consejo de mosén Alberto. ¿Y dónde se habían metido las monjas? Los milicianos no encontraban una sola, pero, en cambio, descubrían sus secretos… En las Escolapias, víveres para cinco años; en el convento del Corazón de María… un pasadizo subterráneo.

«¡Las catacumbas, las catacumbas de que hablaban!» «Sí, sí, catacumbas, esto debe de comunicar con la sacristía de San Félix, con los curas. ¿O creéis que dormían solas?» El capitán de aquel grupo era Ideal. El chico, con una lámpara eléctrica, se internó por el oscuro pasillo. Adelante, adelante. Los demás le seguían con la seguridad de dar, ¡por fin!, con el centro vivo y oculto donde radicaban las orgías eclesiásticas y las torturas. De pronto notaron humedad. Agua, mucha agua. «¿Cómo puede ser si el nivel de esto es mucho más elevado que el río?» «¡Lo habrán inundado, lo habrán inundado para que no veamos nada!» Desesperados, tuvieron que regresar. Pero pronto descubrieron una bifurcación. Y entonces, a pocos pasos, hallaron una especie de patio rectangular en el que se veían losas adosadas a la pared y montones de tierra removida. Ideal se detuvo. Le acompañaba el brigada Molina, de la Milicia Popular. «¿Qué hay aquí?» Alguien trajo un pico y un martillo. Con el pico despegaron una de las losas, que cedió con facilidad y la atrajeron hacia sí. «¡Esqueletos!» ¡Allí estaban! «¡Miserables!» «¡Allí escondían los cadáveres!» Alguien dijo: «Los cadáveres de los críos que tenían de extrangis». Bien claro se veía. Eran esqueletos raquíticos, como encogidos. Una a una fueron despegando las losas. Ideal hundió sus manos entre los huesos de un esqueleto y el armazón se desmoronó. En cambio, otros se conservaban enteros dentro de ataúdes de madera. «¡Afuera con eso, afuera con eso!» Sacaron los ataúdes. Subieron con ellos al convento. Salieron. «¿Dónde los dejamos?» «¡Ahí en la acera, para que todo el mundo los vea!» «¡Puercas, cochinas!» «¡Traed aquel del crío, el pequeño!»

La exposición de los esqueletos en la acera desató la imaginación de todos. Murillo, que capitaneando su célula trotkista era quien trabajaba en el convento de enfrente, en el rico convento de las Escolapias, fue informado del hallazgo en el convento del Corazón de María. Le pareció que limitándose a no dejar títere con cabeza y a comerse los víveres de cinco años, hacía el ridículo. ¡Un disidente tenía que superar a los adversarios en todo! Su lugarteniente era Salvio, el novio de la criada de Mateo. Murillo había visto demasiado yeso roto en sus tiempos de decorador para que derribar imágenes o fusilarlas le impresionara. Por lo demás, desde aquella parte de la ciudad se veían cuatro incendios. El más cercano, el de San Félix. De modo que quiso superarse. La plaza del convento era la de las escalinatas de la Catedral. El decorado era, pues, grandioso. Entró en la sacristía con un grupo y todos se pusieron las vestiduras sagradas. Murillo un alba que le llegaba a media pierna y luego la casulla más dorada que encontró y un bonete viejo que colgaba en el perchero. Salvio se puso una sobrepelliz y se enroscó una faja roja en la cintura. Y otra casulla. Ni uno solo dejó de ponerse casulla. Tomaron el hisopo, dos incensarios y misales. Y luego el palio. Alguien descubrió un pequeño palio que las monjas utilizaban cuando el obispo visitaba su capilla. Y luego la custodia, que Murillo tomó en sus manos. Y de este modo salieron afuera.

Al otro lado, en la acera, los esqueletos. A este lado la procesión improvisada, cantando
Miserere nobis
. Todos cantaban
Miserere nobis
. En el centro, la inmensa escalinata de la Catedral y luego la fachada, altísima, majestuosa, y luego el campanario, que continuaba dando las horas como siempre, como cuando las oía Matías Alvear, de noche, desde la cama.

Ideal fue informado a su vez. Salió con los demás a contemplar la farsa. Murillo, bajo palio, subía ya los peldaños de la escalinata. Los incensarios bamboleaban en el aire. Sus poseedores eran inhábiles en el manejo y se golpeaban las rodillas, lo cual provocaba hilaridad. De pronto, Murillo se volvió con la custodia. Sus grandes bigotes le daban aspecto feroz. Y en aquel momento se cansó de todo aquello. Le pareció que, en realidad, aquello no era nada al lado de los esqueletos que había encontrado Ideal. Lanzó la custodia al aire y quiso bajar de prisa como poseído repentinamente de una idea. Pero la casulla le estorbaba. Todo el mundo se rió. Los del palio se sintieron desamparados. Por suerte, alguien con un cáliz iba repartiendo vino. Aquello alegró a todos, aunque pronto unos y otros volvieron a mirar a uno y otro lado, como queriendo contemplar de nuevo lo hecho, e imaginar nuevas cosas que hacer.

En realidad, era increíble lo poco que daba de sí una custodia. Ideal hubiera creído que uno podía mofarse de ella durante toda una vida; una vez rota no era nada, no se diferenciaba de cualquier trasto de los que Blasco tenía en su habitación.

Sin embargo, los cuatro incendios crecían en tamaño y mantenían aquel estado de ánimo. «¡A ver lo que ha pasado en San Félix!» Todos juntos, Murillo y los suyos, anarquistas y el resto se lanzaron pendiente abajo. Sólo dos o tres mujeres permanecieron ante los esqueletos, montando guardia a los huesos y repitiendo: «Hay que ver, esas cochinas».

La iglesia de San Félix olía a sangre. Las llamas brotaban de aberturas inverosímiles y mucha gente se había congregado en la plaza contemplándolo. El campanario era hermoso como cuando, en otros tiempos, en la noche de San Juan, lo iluminaban con focos desde abajo.

En el centro de la muchedumbre congregada destacaba por encima de toda ella un hombre, un gigante: Teo. A las nueve de la mañana había salido liberado junto con el gitano y el mozo que persiguió a un hermano suyo con una hoz. Teo sabía que Cosme Vila había dado la orden de liberación; pero no se lo agradeció. ¡Días y días olvidado! No quiso presentarse a Cosme Vila. Contempló el paso de los oficiales desde el balcón de un amigo. Y luego vio que la multitud se dirigía al templo del Sagrado Corazón… sin contar con él. Ni una vez se habla vuelto Cosme Vila para preguntar: «¿Dónde está Teo?»

Entonces Teo obró por cuenta propia. Bajó a la calle en el momento en que el Responsable había formado su columna dirigiéndose hacia el convento de las Dominicas. La imponente humanidad de Teo consiguió arrastrar consigo unos cincuenta de estos hombres y dirigirse a San Félix. «¡Después de la Catedral es lo más importante!» Antes hubiera querido ir al piso de «La Voz de Alerta» y al de don Jorge, pero comprendió que la gente exigía trabajos de importancia.

Por ello San Félix olía ahora a sangre. Porque los que siguieron a Teo, casi en bloque, fueron los murcianos. Cosme Vila los intimidaba, pero no Teo. De modo que al penetrar en el templo y descubrir que, contrariamente a lo ocurrido en el Sagrado Corazón, los bancos no estaban desiertos, todo el sol que había caído sobre sus cabezas en la plaza de S'Agaró, todas sus súplicas al arquitecto para obtener agua potable, todas las escenas de su infancia en su tierra pusieron una venda ante sus ojos, los cegaron y apenas se dieron cuenta de lo que hacían.

Se acercaron a los bancos, antes de incendiar nada. Cada uno llevaba un fusil ametrallador: en el cuartel habían sido «de los sagaces». Y en los bancos hicieron otro descubrimiento: las personas que había allí arrodilladas no eran personas como ellos las entendían, no eran como sus hermanas o sus mujeres: eran monjas. Y los murcianos, contrariamente a Ideal, que acusaba a éstas de tener bebés en los pasadizos subterráneos, las acusaban de no querer tenerlos, de no querer ser madres, de traicionar a la humanidad. Por ello, y por sus moños ridículos, y por sus vestidos largos, y por sus aires de moscas muertas, y por el pánico de sus ojos al volverse y ver aquellos hombres con pañuelos rojos en la cabeza, y por los diminutos puntos luminosos de los rosarios que tenían en las manos, las acribillaron a balazos. No sabían cuántas eran; cinco o seis. Unas se doblaron hacia delante, apoyadas en el banco de enfrente como si continuaran rezando. Otras se cayeron de lado, sobre las piernas de las primeras. Una, la más joven, se echó para atrás y su cara, chata, desorbitada, se quedó contemplando la bóveda del templo, extendidos los brazos.

Teo no supo si aquello era bueno o malo. En todo caso, algo, era un acierto: se había hecho sin tener orden de Cosme Vila. Por lo demás, ¿qué más daba? ¿No creían en el cielo? Allá se encontrarían con el hermano Alfredo. Por más que, según decían, a éste no le gustaban las mujeres…

De todos modos, a Teo el espectáculo le desagradó. Llevaba días sin ver la plataforma gigantesca de su carro y no creía ya en una disciplina que aconsejaba a un jefe abandonar en la cárcel a un militante como él. Su alma individual se había reencontrado a sí misma. De modo que no pudo resistir la visión de los murcianos introduciendo las manos entre los vestidos de las monjas para ver qué había dentro, si joyas o carne que no era de mujer. Y decidió quemar la iglesia. Lo decidió sin que ello hubiera sido su intención al ponerse en cabeza de la columna. Su intención había sido simplemente comprobar una cosa que le torturaba desde su infancia: la historia de la incorruptibilidad del cuerpo de San Narciso, que era el patrón de la ciudad y que guardaban en una urna de cristal en aquella iglesia, tras el altar que llevaba el nombre del Santo. Teo recordaba que su madre, cuando las Ferias, los había llevado allí a él y a su hermano y les hacía besar el relicario. ¡Quería conocer la verdad! Porque estaba seguro de que todo el cuerpo era de madera. No le quedaba más remedio que quemar la iglesia, para que el espectáculo de las monjas muertas no le persiguiera y para no ver a los murcianos haciendo tonterías. Ahora bien… ¿por qué no sacar antes, afuera, la urna con el cuerpo del Santo e incendiar la iglesia luego? «¡Eh, eh…!» Llamó a los más forzudos. Todos querían ayudarle. Les costó horrores, la urna estaba empotrada. Pero lo consiguieron. Teo era un gigante. «¡A mi casa, a mi casa!» leo vivía allí mismo, al comenzar la calle de la Barca. Subieron a su casa y abandonaron la reliquia. Y cuando regresaron al templo, ya éste ardía por dentro, ya las llamas brotaban de inverosímiles aberturas.

Aquello olía a sangre… y no a madera ni a incienso. Olía a sangre para los murcianos y para Teo, los únicos que conocían la verdad, Murillo, al ver al gigante, retrocedió. Recordó que cuando su expulsión en la Asamblea, al escapar del escenario, Teo había intentado hacerle la zancadilla. Y, sin embargo, ahora todo ocurría de otro modo. Teo también le había visto, y al descubrir la casulla, el alba hasta media pierna y el bonete en la cabeza, todos sus resquemores desaparecieron y hasta el desagrado por los cinco —o seis— asesinatos. Teo lanzó una carcajada. «¡El obispo, el obispo!» Se acercó a Murillo, Todo el mundo le siguió. Teo recordó que Murillo odiaba a Cosme Vila. Le abrazó. Murillo no comprendía. Detrás de él, Ideal, con su hisopo, bendecía la escena.

La ciudad entera parecía un campo volcánico del que de pronto pudiera surgir la última llama, la grandiosa y definitiva. Docenas de corazones sentían en su centro, en ese diminuto y exacto centro sólo perceptible en las grandes ocasiones, que la humanidad del hombre había muerto, que en su lugar se había introducido entre los huesos algo inferior, ajeno a él, participante a la vez del estado primitivo y del que tal vez dominara en los últimos instantes del universo, que le convertía en un ente desenfrenado, que buscaba saciar su sed precipitando al abismo el agua de todas las fuentes.

Mosén Francisco, desde una ventana de cocina parecida a la que se asomó tantas veces Mateo en casa de Pedro, había visto a Teo sacando en hombros la urna del cuerpo de San Narciso, y luego vio las llamas brotar del templo. Se arrodilló en el suelo de la cocina, con las manos en el rostro, y sus sollozos inundaron la casa y un gato que había allí, sobre los fogones, le miró como electrizado y se le acercó, restregando su pelo suave en su sotana. De pronto mosén Francisco se levantó y quiso lanzarse escaleras abajo, como si recordara la frase del Caíd que César le había aplicado desde el fondo de su memoria; pero los dueños de la casa le detuvieron. Le dijeron que era demasiado joven para morir. Mosén Francisco quería salvar la Custodia, el cáliz, el cuerpo de San Narciso, a Teo y al mundo; el dueño de la casa pidió una cuerda a su esposa y ató el vicario a una silla. Le ató las manos y los pies y le puso en un rincón. Mosén Francisco entendió que la voluntad de Dios era que continuara vivo y entonces dejó de presionar con sus brazos para romper las cuerdas. Sonrió. Dijo: «Hágase tu voluntad». Y rogó al dueño que le liberara una mano, una mano tan sólo para acariciar al gato.

Docenas de personas seguían con angustia la división de las columnas por la ciudad, y sabían que el Responsable, en las Dominicas, incendiaba no sólo la capilla, sino el edificio entero, e Ignacio había visto al huir del Banco —¡el Banco trabajaba, a pesar de todo!— que Cosme Vila subía en persona, escoltado por seis milicianos, al domicilio de don Jorge, y otros al de «La Voz de Alerta» y otros al de don Santiago Estrada, y cómo inesperadamente, de una tienda de música brotaban guitarras, violines —¡y pianos!— e iban a parar al río, donde unos se hundían en el barro hasta quedar ocultos y otros se clavaban en él como el Cristo del Sagrado Corazón.

Todo el mundo sabía que el general y los veinte oficiales habían llegado ya al cuartel de Infantería y que los veinte detenidos habían quedado encerrados en el calabozo, sin estrellas, sin guantes blancos. Todo el mundo sabía que Julio había salido alocado, echándose el sombrero a uno y otro lado, en busca de Cosme Vila, para que pusiera coto a su obra demoledora. Todo el mundo sabía que en muchas ciudades de España los combates continuaban, que en Barcelona los anarquistas habían llevado el peso de la batalla, que otros como Cosme Vila y el Responsable alcanzaban su plenitud revolucionaria, que misteriosas radios anunciaban que en el puerto de Cartagena los marineros se habían sublevado contra los oficiales y los habían tirado uno a uno con piedras y bolas de hierro atadas al cuello y en los pies, al mar, al Mediterráneo que tanto amaba el profesor Civil, y aquella noticia había paralizado el corazón de don Emilio Santos, pensando que su hijo mayor estaba allí, y, en cambio, había llenado de gozo a su criada, la cual por primera vez desde que estaba a su servicio le dijo a don Emilio que le odiaba, «por fascista».

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