Read Los chicos que cayeron en la trampa Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (12 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
12.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero el daño ya estaba hecho, porque Kimmie y el nuevo alumno de la clase, Kristian Wolf, se embebieron del mensaje de ambas películas sin el menor asomo de crítica y encontraron en él nuevas posibilidades de liberación y venganza.

Fue Kristian quien tomó la iniciativa. Tenía casi dos años más que el resto, no mostraba respeto por nada y toda la clase lo admiraba. Siempre llevaba mucho dinero en el bolsillo a pesar de que iba contra las reglas del centro. Un tipo de ojos despiertos que escogió con gran esmero para el grupo a Ditlev, Bjarne y Ulrik. Eran muy parecidos en muchos aspectos, inadaptados, llenos de odio hacia el colegio y hacia cualquier otro tipo de autoridad. Sí, eso y
La naranja mecánica
constituían un buen aglutinante.

Localizaron la película en vídeo y la vieron varias veces a escondidas en el cuchitril de Kristian y Ulrik, y, bajo los efectos de su fascinación, hicieron un pacto. Serían como la banda de
La naranja mecánica
: indiferentes a cuanto los rodeaba; siempre a la caza de emociones, de transgresiones; desenfrenados y despiadados.

Cuando agredieron al chiquillo que los sorprendió fumando hachís, las cosas pasaron de pronto a un nivel superior. Fue entonces cuando a Torsten, con su habitual olfato para la puesta en escena, se le ocurrió que podían llevar máscaras y guantes.

Ditlev y Ulrik recorrieron la distancia que los separaba de Fredensborg con varias rayas de cocaína en la sangre y el acelerador pisado a fondo. Gafas oscuras y unos abrigos largos baratos. Un sombrero en la cabeza, guantes en las manos. El cerebro despejado, nada de sentimientos. Un equipo de usar y tirar para una noche de diversión en el anonimato.

—¿A quién buscamos? —preguntó Ulrik una vez frente a la fachada de color azafrán del café JFK que había en la plaza de Hillerød.

—Ya lo verás —contestó Ditlev mientras abría la puerta y se sumergía en aquel estruendo de viernes. Había gente ruidosa por todas partes. Un buen sitio para los amantes del
jazz
y las reuniones poco ceremoniosas. Ditlev detestaba ambas cosas.

Encontraron a Helmond en la zona del fondo. Con su cabeza redonda y resplandeciente a la luz de la lámpara del bar, gesticulaba apasionadamente en compañía de otro político local aún más insignificante que él. Su modesta cruzada pública.

Ditlev lo señaló.

—Puede tardar un buen rato en marcharse, así que vamos a pedir una cerveza mientras tanto —dijo retrocediendo hacia otra barra.

Pero Ulrik permanecía inmóvil observando a su presa con las pupilas dilatadas debajo de las gafas de cristales oscuros, seguramente más que satisfecho con lo que veía y con los músculos de la mandíbula en plena actividad.

Ditlev conocía a su amigo.

Hacía una noche brumosa y tibia y Frank Helmond y su acompañante pasaron largo rato charlando ante la puerta del local antes de despedirse y encaminarse cada uno en una dirección. Frank echó a andar lentamente por la calle Helsingørsgade y ellos, conscientes de que la comisaría no estaba a más de doscientos metros, empezaron a seguirlo a unos quince metros de distancia. Un factor más que hacía que la respiración de Ulrik se entrecortara de deseo.

—Vamos a esperar a que llegue al callejón —susurró—. Hay una tienda de ropa de segunda mano a la izquierda. Nadie pasa por allí tan tarde.

Algo más adelante, una pareja mayor avanzaba por la calle envuelta en la niebla con los hombros encogidos, a punto de llegar al final de la zona peatonal. Se les había pasado la hora de irse a la cama.

A Ditlev le traía sin cuidado, esos eran los efectos de la cocaína. Aparte de la pareja, todo estaba desierto y era perfecto. El suelo estaba seco. Una brisa húmeda se adhería a las fachadas y a los tres hombres, que al cabo de unos segundos adoptarían cada uno su papel en un ritual cuidadosamente planeado y sometido a numerosas pruebas.

Ulrik le entregó la máscara a Ditlev ya a escasos metros de Frank Helmond. Cuando lo alcanzaron, llevaban puestas las máscaras de látex. De haber sido carnaval, le habrían hecho sonreír. Ulrik tenía una caja llena de máscaras como aquellas. Así tenían donde elegir, solía decir. Para esta ocasión había escogido los modelos 20027 y 20048. Las vendían por internet, pero él no usaba ese sistema. Las compraba cuando viajaba al extranjero. Siempre las mismas máscaras y de los mismos números. Imposible seguirles el rastro. No eran más que dos viejos con el rostro surcado por las marcas de la vida, muy realistas y muy distintos de las caras que se ocultaban debajo.

Como siempre, Ditlev golpeó primero. Fue él quien hizo vacilar a la víctima hacia un lado con un pequeño suspiro mientras Ulrik la agarraba y la arrastraba hasta el callejón.

Una vez allí, Ulrik asestó sus primeros golpes. Tres directos a la frente y luego uno más a la garganta. En función de la fuerza con que los descargara, al llegar a este punto muchas de sus víctimas ya estaban inconscientes. Esta vez no se empleó tan a fondo, Ditlev le había dado instrucciones.

Condujeron el cuerpo casi inerte del hombre con las piernas arrastrando a lo largo del callejón y al llegar al estanque del castillo, diez metros más adelante, la escena se repitió. Primero unos golpecitos por el cuerpo, luego un poco más fuerte. Cuando la paralizada víctima se dio cuenta de que la estaban matando, de entre sus labios brotaron unos breves sonidos inarticulados. No hacía falta que dijera nada, las víctimas no tenían por qué hablar. Sus ojos solían decirlo todo.

Siempre que llegaba a ese punto, Ditlev empezaba a sentir oleadas palpitantes de calor por todo el cuerpo; eso era lo que buscaba, aquellas maravillosas oleadas cálidas. Como cuando jugaba al sol en el jardín de sus padres, tan pequeño que su mundo aún seguía componiéndose únicamente de elementos que querían lo mejor para él. Cuando lograba sentir aquello tenía que refrenarse para no acabar con la vida de sus víctimas.

Ulrik era diferente. A él la muerte no le interesaba demasiado. Lo que le atraía era el espacio vacío que mediaba entre el poder y la impotencia, y aquel era el punto donde se encontraba su víctima en ese preciso instante.

Se sentó a horcajadas sobre aquel cuerpo inmóvil y clavó su mirada en la de la víctima a través de la máscara. A continuación se sacó del bolsillo la navaja Stanley y la sostuvo de tal modo que su enorme manaza la ocultaba casi por completo. Por un momento pareció discutir consigo mismo si debía seguir las directrices de Ditlev o llevar a cabo un trabajo más concienzudo. Los ojos de ambos se encontraron a través de los agujeros de sus respectivas máscaras.

Me pregunto si tengo una mirada tan de loco como él, se dijo Ditlev.

Ulrik acercó la navaja al cuello del hombre y le deslizó el lado romo de la hoja por las venas. Después se la pasó por la nariz y por los párpados temblorosos; la víctima empezó a hiperventilar.

No era como jugar al ratón y el gato, era mucho peor. La presa no tenía escapatoria alguna.

Ya se había abandonado en manos del destino.

Ditlev inclinó la cabeza con parsimonia y volvió la vista hacia las piernas del hombre. Enseguida vería los cortes de Ulrik y aquellas piernas patalearían de terror.

Ahora. Un espasmo sacudió las piernas de Helmond. Esa maravillosa sacudida que dejaba más patente que nunca la impotencia de la víctima. Esa embriaguez con la que nada en la vida de Ditlev se podía comparar.

Vio la sangre que goteaba en la gravilla, pero Frank Helmond no emitió sonido alguno. Había asumido su papel. Al menos mostraba un mínimo de respeto.

Lo dejaron gimiendo a la orilla del estanque, conscientes de que habían hecho bien su trabajo. Físicamente sobreviviría, pero por dentro estaba muerto. Tardaría años en atreverse a salir a la calle.

Los dos Mr. Hyde ya podían irse a casa y dejar reaparecer a los doctores Jekyll.

Al llegar a su casa, en Rungsted, la mitad de la noche había volado y tenía la cabeza más o menos despejada. Ulrik y él se habían lavado, habían quemado los sombreros, los guantes, los abrigos y las gafas de sol en la caldera y habían ocultado la Stanley debajo de una piedra del jardín. Después habían llamado a Torsten para planificar la noche. Torsten, como era de esperar, se puso como un energúmeno. Les gritó que no era el momento de hacer lo que habían hecho y ellos sabían que estaba en lo cierto, pero Ditlev no tenía que disculparse ante él ni suplicarle. Torsten sabía perfectamente que iban en el mismo barco. Si uno caía por la borda, caían todos; así estaban las cosas. Y si intervenía la policía, lo mejor era tener lista una coartada.

Por eso y por nada más, Torsten aceptó la historia que habían urdido: Ditlev y Ulrik se habían encontrado en el JFK de Hillerød ya algo entrada la noche y, después de tomar una cerveza, habían ido a Ejlstrup a ver a Torsten. Llegaron a las 23. 00, esa era la clave de todo, media hora antes de la agresión. Nadie podría demostrar lo contrario. Tal vez alguien los hubiese visto en el bar, pero ¿quién iba a acordarse de quién estaba dónde y por cuánto tiempo? Ya en Gribskov, los tres habían estado bebiendo coñac y hablando de los viejos tiempos, nada especial, solo una noche de viernes con los amigos. Eso dirían. Eso mantendrían.

Ditlev entró en el vestíbulo y comprobó con satisfacción que toda la casa estaba a oscuras y que Thelma se había retirado a su guarida. Después se tomó tres copas de
brandy
chipriota, una detrás de otra, junto a la chimenea para serenarse un poco y para que la alegría que lo embriagaba después del éxito de su venganza siguiera un curso más natural.

Fue a la cocina con la intención de abrir una lata de caviar que pensaba disfrutar tumbado cuan largo era con la imagen del rostro aterrorizado de Frank Helmond en la retina. El suelo de esa cocina era precisamente el talón de Aquiles de su empleada del hogar. Cada vez que Thelma lo inspeccionaba, la escena acababa en regañina; por más que se esforzara la mujer, nunca lograba dejar a Thelma satisfecha. ¿Y quién sí?

Por eso estaba tan claro como el sol de la mañana que ocurría algo raro. Al bajar la vista para observar el ajedrezado, descubrió huellas de pisadas. No muy grandes, pero tampoco como las de un niño. Pisadas sucias.

Frunció los labios y permaneció inmóvil un instante con todos los sentidos en máxima alerta, pero no percibió nada. Ni olores ni sonidos. Después se deslizó de costado hasta la tabla de los cuchillos y escogió el más grande, un Misono. Fileteaba el
sushi
como ninguno, de modo que si alguien se cruzaba en su camino, peor para él.

Al abrir con cautela la puerta de doble hoja para ir al invernadero, advirtió de inmediato que había corriente a pesar de que todas las ventanas estaban cerradas. Entonces descubrió el agujero en uno de los cristales. Un orificio pequeño, pero ahí estaba.

Paseó la mirada por las baldosas del jardín. Más pisadas y más daños. Los cristales caóticamente desperdigados indicaban que se trataba de un simple robo, y si la alarma no había sonado debía de haberse producido antes de que Thelma se acostara.

De pronto lo invadió el pánico.

De regreso hacia el vestíbulo cogió otro cuchillo de la tabla. Sentir los mangos en ambas manos le daba una sensación de seguridad. No temía tanto la fuerza del ataque como el factor sorpresa, de modo que empuñó los dos cuchillos con la punta hacia los lados y empezó a avanzar sin dejar de lanzar miradas por encima del hombro a cada paso.

Luego subió las escaleras y llegó hasta la puerta del dormitorio de su mujer.

Por debajo de la puerta se filtraba un fino haz de luz.

¿Habría alguien esperándolo?

Asió con fuerza los cuchillos y empujó con sigilo la puerta que daba a aquel océano de luz. Allí estaba Thelma, en la cama. Vivita y coleando, en
negligé
y con unos enormes ojos furiosos.

—¿Vienes a matarme a mí también? —le soltó con una abrumadora repugnancia en la mirada—. ¿Es eso?

Sacó una pistola de debajo del edredón y le apuntó.

Lo que le detuvo y le hizo soltar los cuchillos no fue la pistola, sino el frío de su voz.

La conocía. De haber sido cualquier otra persona podría haberse tratado de una broma, pero ella no bromeaba. No tenía sentido del humor. Por eso se quedó petrificado.

—¿Qué ocurre? —le preguntó mientras examinaba el arma.

Parecía auténtica y era tan grande que bastaría para cerrarle la boca a cualquiera.

—He visto que ha entrado alguien, pero ya se han ido, así que puedes dejar eso —añadió. Sentía los efectos de la cocaína corriéndole por las venas. La mezcla de adrenalina y droga podía ser algo incomparable, pero no en ese momento.

—¿De dónde coño has sacado esa pistola? Vamos, sé buena chica y déjala, Thelma. Cuéntame qué ha pasado.

Pero ella no se movió ni un milímetro.

Era toda una tentación, allí tumbada. Una tentación como no había visto en muchos años.

Quiso acercarse, pero ella lo evitó empuñando la pistola con más fuerza.

—Has atacado a Frank, Ditlev —afirmó—. No podías dejarlo en paz, ¿no, monstruo?

¿Cómo demonios lo sabía? Y tan pronto.

—¿Qué quieres decir? —contestó tratando de sostenerle la mirada.

—Vivirá, para que lo sepas. Y eso a ti no te conviene, Ditlev, lo entiendes, ¿verdad?

Ditlev apartó la mirada y buscó los cuchillos por el suelo. No debería haberlos soltado.

—No sé de qué me estás hablando —dijo—. Me he pasado la noche en casa de Torsten. Llama y pregúntaselo.

—Te han visto con Ulrik en el JFK de Hillerød; estarás de acuerdo conmigo en que no necesito saber más.

En otro momento habría sentido que sus mecanismos de autodefensa lo prevenían contra la posibilidad de decir una mentira, pero ahora no sentía nada. Thelma ya lo tenía donde ella quería.

—Correcto —corroboró sin pestañear—. Pasamos por allí antes de ir a casa de Torsten. ¿Y?

—No me apetece escucharte, Ditlev. Ven, firma. O te mato.

Señaló hacia unos documentos que había a los pies de la cama y disparó una bala que se incrustó con un chasquido en la pared que había detrás de su marido. Él se volvió a valorar el alcance de los daños. El agujero tenía el tamaño de la palma de la mano de un hombre.

Echó un rápido vistazo al papel que había en lo alto del montón. Era duro de tragar. Si firmaba, le estaba regalando treinta y cinco millones por cada uno de los doce años que habían pasado acechándose como fieras.

—No vamos a denunciarte, Ditlev. Si firmas, así que venga.

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
12.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Thomas The Obscure by Maurice Blanchot
The Girl from the Savoy by Hazel Gaynor
The Florians by Brian Stableford
Norman Invasions by John Norman
Call My Name by Delinsky, Barbara
Pies & Peril by Janel Gradowski
Moses, Man of the Mountain by Zora Neale Hurston
The Toilers of the Sea by Victor Hugo