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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (42 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–No podía parar de pegarle. Zolena trató de detenerme, pero tuvo que buscar a otra persona para que nos separara. Fue una suerte que obrara así. De lo contrario, creo que le habría matado.

Jondalar se levantó, volviendo a caminar arriba y abajo.

–Entonces se descubrió todo. Los más sórdidos detalles. Ladroman lo contó en público, delante de todo el mundo. Me molestó descubrir que nos observaba desde hacía mucho tiempo, que lo había oído todo. Zolena y yo fuimos interrogados... –el simple recuerdo le hizo ruborizarse– Nos condenaron a los dos, pero lo peor, para mí, fue que la consideraran responsable a ella. Y para colmo de males, era el hijo de mi madre, la jefa de la Novena Caverna. La había deshonrado. Toda la Novena Caverna estaba soliviantada.

–¿Qué hizo tu madre? –preguntó Ayla.

–Lo que debía hacer. Ladroman estaba malherido. Había perdido varios dientes. Eso le dificultaba la masticación, y a las mujeres no les gustan los hombres desdentados. Mi madre tuvo que pagar una fuerte multa por mí, a manera de indemnización. Como la madre de Ladroman insistiera, accedió a enviarme lejos.

Se interrumpió y cerró los ojos, tenía la frente surcada de arrugas por el efecto del doloroso recuerdo.

–Esa noche lloré –era evidente que admitirlo le resultaba difícil–. No sabía adónde me enviarían. Ignoraba si mi madre había enviado un mensajero para que preguntara a Dalanar si estaba dispuesto a recibirme.

Tomó aliento y continuó:

–Zolena se marchó antes que yo. Siempre se había sentido atraída por los Zelandonii y se fue para unirse a Los Que Sirven a la Madre. Yo también pensé en hacer lo mismo, tal vez como tallista, pues por entonces creía tener algún talento para ello. Pero llegaron noticias de Dalanar, y antes de que me diera cuenta, Willomar me llevaba a los Lanzadonii. En realidad, yo no conocía a Dalanar. Él se fue cuando yo era aún pequeño; sólo nos veíamos en las Reuniones de Verano. No sabía qué me esperaba, pero Marthona había hecho lo correcto.

Jondalar se interrumpió nuevamente y se acurrucó cerca del fuego. Luego tomó una rama partida, seca y quebradiza, para echarla a las llamas.

–Hasta mi partida, la gente me esquivaba, me colmaba de injurias. Algunos apartaban de mí a sus hijos, para que no se vieran expuestos a mi mala influencia, como si pudieran corromperse con sólo mirarme. Sé que lo merecía, que había hecho algo terrible, y sentía deseos de morir.

Ayla esperaba, limitándose a observarle en silencio. No comprendía del todo las costumbres a que se refería, pero sufría por él, con una simpatía derivada de su propio dolor. También ella había quebrantado tabúes, pagando sus severas consecuencias, pero había aprovechado la lección. Tal vez porque era diferente desde un comienzo, había aprendido a preguntarse si lo que había hecho era realmente malo. Así llegó a comprender que cazar no tenía nada de malo, ya fuera con honda, con lanza o con cualquier otra arma, simplemente porque el Clan creyera que las mujeres no debían cazar, y no se odió por haberse opuesto a Broud contraviniendo todas las tradiciones.

–Jondalar –dijo, compadeciéndole al verle con la cabeza gacha, derrotado y lleno de remordimientos–. Hiciste algo terrible al castigar tan duramente a aquel hombre...

Él hizo una señal afirmativa con la cabeza.

–... Pero ¿qué hubo de malo entre tú y Zolena?

Él levantó la vista, sorprendido por la pregunta. Esperaba de ella desprecio, sarcasmo, el mismo desdén que sentía por sí mismo.

–¿No comprendes? Zolena era mi mujer-donii. Deshonramos a la Madre, la ofendimos. Fue algo vergonzoso.

–¿Por qué? Todavía no sé qué hicisteis de malo.

–Ayla, cuando una mujer asume ese aspecto de la Madre para iniciar a un hombre joven, acepta una responsabilidad importante. Le está preparando para la virilidad, para que sea un hacedor de mujeres. Doni ha dictaminado que sea responsabilidad del hombre abrir a la mujer, prepararla para aceptar los espíritus de la Gran Madre Tierra, a fin de que pueda convertirse en madre. Es un deber sagrado. No se trata de una relación común y corriente, que cualquiera pueda mantener en cualquier momento. No se la puede tomar a la ligera.

–¿Tú la tomaste a la ligera?

–¡Por supuesto que no!

–Entonces, ¿dónde estuvo el mal?

–Profané un rito sagrado. Me enamoré.

–Te enamoraste. Y Zolena también. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No te inundaba de calor y te sentías a gusto con esos sentimientos? Tú no lo planeaste. Ocurrió, eso es todo. ¿No es natural enamorarse de una mujer?

–Pero no de aquella mujer. No comprendes –protestó Jondalar.

–Es cierto, no comprendo. Broud me forzó. Era cruel y odioso; era precisamente eso lo que le proporcionaba placer. Después tú me enseñaste lo que debían ser los Placeres: indoloros, agradables y satisfactorios. Amarte me colmaba de calor y me hacía sentirme feliz también a mí. Pensé que el amor siempre hacía sentir así. Y ahora me dices que puede ser malo amar a alguien, que puede causar gran dolor.

Jondalar echó al fuego otro poco de leña, preguntándose cómo podría hacer que lo entendiera. Se puede amar a la madre, pero sin desear aparearse con ella. Y no se puede desear que la propia mujer-donii tenga los hijos del hogar de uno. No sabía qué decir, pero el silencio estaba cargado de tensión.

–¿Por qué dejaste a Dalanar para volver? –preguntó Ayla, al cabo de un rato.

–Mi madre mandó buscarme... No, había más que esto. Yo quería retornar. Por muy bueno que Dalanar fuera para conmigo, por mucho que me gustaran Jerika y Joplaya, mi prima, ya no me sentía a gusto, aquél no era mi hogar. No estaba seguro de que algún día pudiera regresar. Estaba muy preocupado, pero deseaba hacerlo. Juré no volver a perder nunca más el dominio de mí mismo.

–¿Y te alegraste de volver?

–Ya no era lo mismo, pero al cabo de pocos días me sentí mejor de lo que esperaba. La familia de Ladroman había abandonado la Novena Caverna. Como no estaba allí para recordar el asunto a los demás, los otros lo olvidaron. No sé qué habría hecho yo si él hubiera estado allí. Ya era bastante desagradable verle en las Reuniones de Verano. Siempre que le veía me acordaba de mi desafortunada acción. Cuando también Zolena retornó, algo después, hubo muchas murmuraciones al principio. Yo tenía miedo de verla otra vez, pero al mismo tiempo lo deseaba. No podía evitarlo, Ayla, aun después de todo lo ocurrido. Creo que todavía la amaba.

Su mirada suplicaba comprensión. Volvió a levantarse y a caminar.

–Pero ella había cambiado mucho. Ya ocupaba un rango superior entre los Zelandonii. Era en realidad La Que Sirve a la Madre. Al principio me resistí a creerlo. Quería ver hasta qué punto había cambiado, si aún sentía algo por mí. Quería estar a solas con ella y tracé planes para conseguirlo. Esperé al siguiente festival en honor de la Madre. Ella debió de haberlo adivinado, pues trató de evitarme, pero más tarde cambió de idea. Al día siguiente había algunos escandalizados, aunque en un festival era completamente correcto compartir Placeres con ella –lanzó un resoplido de desdén–. No tenían por qué preocuparse. Ella me dijo que aún me tenía cariño, que deseaba lo mejor para mí, pero que no era igual. En realidad ya no me deseaba.

Con amarga ironía, prosiguió:

–La verdad, según creo, es que todavía me quiere. Ahora somos buenos amigos, pero Zolena sabía lo que quería... y lo consiguió. Ya no se llama Zolena. Antes de que yo iniciara mi Viaje se convirtió en Zelandoni: la Primera entre Las Que Sirven a la Madre. Poco después partí con Thonolan. Creo que fue por eso por lo que quise irme.

Se acercó otra vez a la entrada y se detuvo a contemplar el exterior, por encima del rompevientos. Ayla se levantó para acercarse a él. Con los ojos cerrados, sintiendo el viento en la cara, escuchó la respiración regular de Whinney y la de Corredor, más nerviosa. Jondalar aspiró profundamente. Luego fue a sentarse sobre una esterilla, junto al fuego, pero sin hacer ademán alguno de echarse a dormir. Ayla le siguió y puso agua en un cesto de cocinar, mientras las piedras se calentaban al fuego. Él no parecía aún dispuesto a acostarse. No había terminado.

–Lo mejor de mi retorno fue encontrarme con Thonolan –dijo, prosiguiendo su relato–. Había crecido en mi ausencia. A partir de entonces nos hicimos amigos y comenzamos a realizar muchas cosas juntos.

Jondalar se interrumpió, con el rostro transido de dolor. Ayla recordó lo penosa que había sido para él la muerte de su hermano. Él se dejó caer a su lado, con los hombros abatidos, exhausto. Ella no sabría decir qué le había llevado a hablar del pasado, pero intuía que la tensión había estado acumulándose en él.

–Ayla..., cuando regresemos, ¿crees poder hallar... el sitio en donde Thonolan... murió? –preguntó Jondalar, volviendo hacia ella sus ojos inundados y su voz entrecortada.

–No estoy segura, pero podemos intentarlo. –Ayla agregó algunas piedras calientes y recogió algunas hierbas sedantes.

De pronto recordó todo el miedo y toda la preocupación que sintió la primera noche que él pasó en su cueva: no estaba segura de que pudiera sobrevivir. Había llamado a su hermano, y Ayla, aun sin comprender las palabras, sabía que estaba preguntando por el hombre muerto. Cuando, por fin, ella consiguió hacerle comprender lo que había pasado, él desahogó su terrible dolor entre sus brazos.

–Aquella primera noche, ¿sabes cuánto tiempo hacía que no lloraba? –preguntó. Ella se sobresaltó: se diría que había adivinado sus pensamientos, pero era evidente que acababa de referirse a Thonolan–. Desde entonces, desde que mi madre me dijo que debía marcharme. ¿Por qué tuvo que morir, Ayla? –agregó, con voz tensa y suplicante–. Thonolan era menor que yo. No debió haber muerto tan joven. No pude soportar la idea de que se había ido. Cuando comencé a llorar, mi llanto parecía no tener fin. No sé qué habría hecho sin ti, Ayla. Nunca te lo dije; creo que me daba vergüenza..., vergüenza de haber perdido el control otra vez.

–No es vergonzoso llorar, Jondalar..., ni amar.

Él apartó la vista.

–¿Eso crees? –su voz tenía un dejo de autodesprecio–. ¿Ni siquiera cuando lo haces en tu propio beneficio, perjudicando a otros?

Ayla frunció el ceño, desconcertada. Él se volvió hacia el fuego.

–El verano siguiente a mi retorno se me eligió, en la Reunión de Verano, para los Primeros Ritos. Yo estaba preocupado, como la mayoría de los hombres. Uno tiene miedo de hacer daño a la mujer, y yo no soy menudo. Siempre hay testigos para verificar que la muchacha ha sido abierta, pero también para asegurarse de que no se le ha hecho daño. Uno tiene miedo de no poder demostrar su virilidad, de que sea preciso buscar a otro hombre en el último momento, lo que le cubriría a uno de vergüenza. Pueden ocurrir muchas cosas. Pero debo estar agradecido a la Zelandoni –su risa sonó cáustica–. Hizo exactamente lo que debe hacer una mujer-donii. Me aconsejó... y dio resultado.

»Pero esa noche yo pensaba en Zolena, no en la Zelandoni. Después vi a aquella jovencita asustada y me di cuenta de que tenía mucho más miedo que yo mismo. Y se asustó más aún cuando me vio desnudo. A muchas les pasa eso la primera vez. Pero recordé lo que Zolena me había enseñado: cómo prepararla, cómo dominarme, como darle Placeres. Resultó maravilloso verla transformarse de una muchachita intimidada y nerviosa en una mujer receptiva y bien dispuesta. Se mostró tan agradecida y cariñosa... Esa noche sentí que la amaba.

Cerró los ojos, con ese gesto de dolor que Ayla había visto con tanta frecuencia en los últimos tiempos. Luego volvió a levantarse de un salto y volvió a caminar por la cueva.

–¡No aprendo nunca! Al día siguiente comprendí que, en verdad, no la amaba... ¡Pero ella estaba enamorada de mí! No debía enamorarse de mí. Así como yo no debía enamorarme de mi mujer-donii. Yo tenía que hacerla mujer, enseñarle lo que eran los Placeres, pero no enamorarla. Traté de no herir sus sentimientos, pero cuando logré hacérselo comprender, me di cuenta de que la había desilusionado.

Se detuvo frente a ella, casi gritando:

–¡Es un acto sagrado hacer de una niña una mujer, Ayla! Un deber, una responsabilidad, ¡y yo había vuelto a profanarlo! –echó a andar otra vez–. Y no fue la última vez. Me dije que no volvería a hacerlo, pero en la segunda oportunidad ocurrió lo mismo. Decidí no aceptar jamás ese papel, pues no lo merecía. Pero volvieron a elegirme y no pude negarme. Lo deseaba. Me elegían con frecuencia, y yo comencé a esperar esas ocasiones con ansias; me encantaban los sentimientos de amor de esa noche, aunque al día siguiente me detestara por haber utilizado a esas jóvenes y al rito de la Madre en beneficio propio.

Se detuvo cogido a uno de los postes que sostenían el secadero de hierbas y miró fijamente a Ayla.

–Al cabo de un par de años me di cuenta de que algo andaba mal y comprendí que la Madre me estaba castigando. Los hombres de mi edad iban encontrando compañeras; se establecían y mostraban con orgullo a los hijos de sus hogares. Yo, en cambio, no encontraba a ninguna mujer a la que pudiera amar de esa manera. Conocía a muchas, gozaba de su compañía y de sus Placeres, pero sólo me enamoraba cuando no debía hacerlo: durante los Primeros Ritos... y sólo por esa noche.

Dejó caer la cabeza. Se la hizo levantar una suave risa que le sorprendió.

–Oh, Jondalar, pero si te has enamorado. Me amas, ¿verdad? ¿No comprendes? El castigo no era tal. Me estabas esperando. Te dije que mi tótem te trajo a mí. Tal vez también la Doni. Pero has tenido que cubrir un largo camino. Has tenido que esperar. Si te hubieras enamorado antes, jamás habrías venido. Jamás me habrías encontrado.

«¿Será verdad?», se preguntó Jondalar. Deseaba creerlo así. Por primera vez desde hacía años sintió aligerarse la carga de su espíritu. Una luz de esperanza cruzó su rostro.

–¿Y Zolena, mi mujer-donii?

–No creo que haya estado mal amarla, pero aun si eso iba en contra de vuestras costumbres, sufriste un castigo, Jondalar. Te alejaron del hogar. Eso ya ha pasado. No tienes por qué seguir recordando y castigándote.

–Pero las jóvenes, en los Primeros Ritos, que...

La expresión de Ayla se tornó severa.

–¿Sabes, Jondalar, lo horrible que es verse forzada la primera vez? ¿Sabes lo que es odiar y verse obligada a soportar algo que no es un Placer, sino un horrible y repugnante dolor? Tal vez no hubieras debido enamorarte de esas mujeres, pero para ellas ha de haber sido maravilloso que las trataras con suavidad, experimentar los Placeres que tan bien sabes dar y sentirse amadas en esa primera vez. Si les diste siquiera un poco de lo que me das a mí, les dejaste un bello recuerdo para atesorarlo durante el resto de su vida. ¡Oh, Jondalar, no les hiciste ningún daño! Hiciste siempre lo correcto. ¿Por qué crees que te elegían con tanta frecuencia?

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