Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Le miré.
—¿Reconsiderarás tu postura? —preguntó.
—No —le respondí.
—¡Allí! —dijo Rim señalando hacia estribor con el arco—. ¡En la parte alta de la playa!
Su esclava, Cara, que llevaba una breve túnica de lana, tejida con la lana de los Hurt, sin mangas, descalza sobre la cubierta, con el collar que su nuevo amo le había impuesto, se quedó de pie detrás de él, algo a la izquierda.
Protegí mis ojos del sol con una de mis manos.
—Pásame el cristal de los Constructores —dije.
Thurnock, de pie junto a mí, me alargó el cristal.
Lo abría e inspeccioné la playa.
En la parte alta distinguí dos pares de mástiles inclinados. Eran unas estructuras altas, amplias y pesadas. Su parte inferior estaba plantada profunda y sólidamente en la arena; la parte superior, que era donde se inclinaban para unirse, la tenían sujeta. Formaban algo parecido a una A, pero sin una barra en medio. Por la parte interior de cada A, sujetas por las muñecas a unas anillas, unas muchachas colgaban. Todo su pase pendía de sus muñecas, sujetas fuertemente por unas gruesas tiras de cuero. Ambas llevaban las pieles de las mujeres pantera. Eso es lo que eran, y habían sido capturadas. Sus cabezas pendían hacia delante; sus rubios cabellos, también. Les habían separado bastante los tobillos, atándolos con cuero a unas anillas metálicas situadas algo más abajo, en los mástiles.
Era un punto de intercambio.
Es así como exponen su mercancía los proscritos a los barcos que pasan por una determinada zona.
Nos encontrábamos a cincuenta pasangs al norte de Lydium, cuyo puerto se halla situado en la desembocadura del río Laurius. En la distancia, por encima de la playa, nos era posible distinguir los verdes límites de los bosques del norte.
—¡Al pairo! —le dije a Thurnock.
Poco a poco el esfuerzo de los hombres consiguió plegar las velas. No las sacaríamos de la verga. Hicieron girar le verga también, y, paralela al barco, fue bajada. No retiramos el mástil. No queríamos batalla. Los remos estaban ahora en el interior del barco, y la galera se movía con el viento.
—Hay un hombre en la playa —dije.
Tenía la mano levantada. También él se cubría con pieles. Su pelo era largo y llevaba una espada de acero.
Le pasé el cristal de los Constructores a Rim, que estaba de pie junto a mí.
Sonrió.
—Le conozco —dijo—. Es Arn.
—¿De qué ciudad?
—De los bosques.
Me eché a reír.
También Rim rió.
Era más que evidente que el hombre era un proscrito.
Varios hombres se le unieron en la playa. Como él, llevaban pieles, y sujetaban su cabello con tiras de cuero. Eran cuatro o cinco, sin duda de su banda. Algunos llevaban arcos, dos portaban lanzas.
El hombre que Rim había identificado como Arn, un Proscrito, se adelantó hacia nosotros, acercándose al borde de la playa.
Hizo la señal universal del comercio, gesticulando como si tomase algo nuestro y nos diera algo a cambio.
Una de las muchachas que estaba atada alzó la cabeza y, con aire desconsolado, inspeccionó nuestro barco, que estaba lejos de la orilla, en las verdes aguas del Thassa.
Cara miró a las muchachas que pendían indefensas de los mástiles y al hombre que se acercaba a la orilla, y a los otros, que estaban allí arriba, en la parte alta, detrás de él, detrás de los mástiles.
—Los hombres son unas bestias —dijo—. ¡Los odio!
Devolví el gesto que invitaba a comerciar, y el hombre de la orilla alzó los brazos comprendiendo mi señal y se dio vuelta comenzando a caminar pesadamente sobre la arena, playa arriba.
Cara tenía los puños apretados y los ojos llenos de lágrimas.
—Si te parece bien, Rim —sugerí—, tu esclava podría traernos vino de la segunda bodega.
Rim, el Proscrito, sonrió.
Miró hacia Cara.
—Trae vino —le ordenó.
—Sí, amo —dijo ella, al tiempo que se alejaba.
El barco, una galera, era uno de los más rápidos que yo poseía. Se llamaba
Tesephone de Puerto Kar
y tenía cuarenta remos, veinte a cada lado. Su primera bodega mide apenas un metro de alto. Estos barcos no se usan para transportas carga, a menos de que ésta sea esclavos escogidos o algún tesoro. Suelen utilizarse como patrullas y para comunicarse rápidamente. Los remeros, como en la mayoría de las galeras goreanas, son hombres libres. Los esclavos se envían a aquellas que transportan carga. La segunda bodega no es realmente una bodega en absoluto. Es el espacio que queda libre entre la quilla y la cubierta de la primera bodega. Es un espacio de medio metro sin luz, frío y húmedo.
—Haznos entrar —le dije a Thurnock—, pero no la fondees en la playa.
Es frecuente varar en la playa las galeras. Por la noche se acampa en tierra. Pero yo no tenía ningún deseo, en tales circunstancias, de hacer llegar el barco hasta la playa. Quería que estuviese libre, a cierta distancia de la orilla. Con los hombres en los remos preparados por si había que partir rápidamente, respondiendo a una orden, hacia aguas más profundas.
Thurnock gritó sus órdenes.
La cabeza de tarn de madera, que sobresalía de la proa del
Tesephone
, con sus grandes ojos tallados en la madera y pintados, se volvió lentamente hacia la playa.
Las muchachas pantera habían sido retiradas de sus mástiles.
Me quité las ropas de capitán y me quedé tan sólo son mi túnica. Sostenía mi espada con una mano.
Rim también se preparó.
Cara estaba junto a nosotros. Parecía no encontrarse demasiado bien, algo enferma, por haber estado en la segunda bodega. Pero el aire fresco la reanimaría. Llevaba mucha arena húmeda en las rodillas, la parte inferior de las piernas, las manos y hasta en los codos. Había también algo de arena en su breve túnica blanca.
Llevaba dos grandes botellas de vino, Ka-la-na rojo, de los viñedos de Ar.
—Ve a buscarnos unas cuantas copas.
—Sí, amo —dijo ella.
—¡Remos hacia dentro! —gritó Thurnock—. ¡Pértigas!
Nos hallábamos a unos pocos metros de la orilla. Oí cómo se deslizaban hacia dentro los cuarenta remos.
El
Tesephone
, dudó, retrocedió un poco, y finalmente se acercó a las rocas.
Salté por el costado de la embarcación manteniendo en alto la espada, su funda y el cinturón.
El agua estaba muy fría y me llegaba a la cintura.
El sonido de otro chapoteo en el agua me dio a entender que Rim me había seguido.
Me acerqué a la orilla.
Me dí la vuelta y vi a Thurnock ayudando a Cara a deslizarse con las botellas de paga y las copas hacia los brazos de Rim que estaba esperando.
Pero no la llevó en brazos. La colocó de pie en el agua, dio media vuelta y me siguió.
Thurnock había atado las dos botellas de vino alrededor del cuello de la muchacha, para que aquello no resultase tan complicado, y ella sostenía un saco con las copas por encima de su cabeza, para que no se mojasen con agua salada. Así tuvo que llegar hasta la orilla.
Sentí la arena de la playa bajo mis pies. Me coloqué la espada sobre el hombro izquierdo, al estilo goreano.
La arena estaba caliente.
Los proscritos, que pude comprobar eran seis incluyendo a su jefe, descendían para salir a nuestro encuentro llevando con ellos a las muchachas.
Todavía llevaban puestas las pieles de las mujeres pantera. Les habían atado las manos a la espalda y las habían unido la una a la otra por medio de una rama gruesa, que habían colocado detrás de sus nucas. Cada una estaba unida a la rama por la garganta con fibra de atar. El fuerte brazo de Arn, sujetando la rama por el centro, controlaba a ambas muchachas.
Arn, apretando la rama hacia abajo, obligó a ambas jóvenes a arrodillarse. A continuación colocó un pie sobre la rama de manera que ellas tuvieron que agachas la cabeza hasta el suelo. Cuando apartó el pie, permanecieron tal como él las había dejado.
—¡Rim! —rió Arn—. ¡Ya veo que caíste en manos de mujeres!
Rim no había querido ponerse nada para cubrirse la cabeza y ocultar su vergüenza. Le había crecido algo el cabello, pero era del todo evidente, y aún habría de serlo durante unas cuantas semanas más, lo que le habían hecho. Rim, y yo lo admiraba por ello, había decidido no negar la vergüenza que había caído sobre él.
—¿Tendremos que discutir ese asunto con las espadas? —le preguntó Arn.
—¡No! Hay asuntos más importantes que discutir.
Nos sentamos sobre la arena con las piernas cruzadas, y Cara se arrodilló a un lado.
—Vino —ordenó Rim.
La esclava se aprestó a servirnos.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Arn.
—Hemos estado fuera, en el Thassa. No somos más que ignorantes pescadores.
—Hace cuatro días —dijo Arn—, disfrazado de vendedor ambulante, estuve en Lydius.
—¿Te fueron bien los negocios?
—Conseguí cambiar hilo de acero por unas cuantas chucherías de oro —dijo Arn.
—Son buenos tiempos —respondió Rim.
Cara se arrodilló junto a Rim y vertió vino en su copa. Él la tomó sin fijarse en ella.
Ella sirvió a los demás de igual manera, luego se hizo a un lado para arrodillarse donde estaba antes.
—En una taberna —dijo Arn—, encontré a una muchacha vestida con una breve túnica que, aunque era libre, menuda, de ojos y cabello oscuros, tenía una oreja mellada. Se llamaba Tina.
Algunas muchachas libres, sin familia, se mantienen a sí mismas, lo mejor que pueden, en algunas ciudades portuarias. Las muescas de su oreja indicaban que había sido considerada culpable de un robo por un magistrado. Este tipo de castigo es el que se inflige tanto a hombres como a mujeres libres en todo Gor. La segunda vez que se castiga a un hombre por el mismo motivo, se le corta la mano izquierda, la tercera vez, la derecha. En el caso de una mujer, la segunda vez, si se la condena, se la reduce al estado de esclava.
—Parece ser que ella —prosiguió Arn—, oliendo mi oro y haciendo ver que era presa de un deseo irresistible por mí, decidió quedarse con él. Pidió servirme en una alcoba.
Rim rió.
—Lo que me dio a beber —dijo Arn sonriendo— estaba drogado, por supuesto. Me desperté al amanecer con un dolor de cabeza espantoso. Se había llevado mi bolsa con el dinero.
—Son tiempos difíciles —dijo Rim.
—Fui a protestar ante un magistrado —dijo Arn riéndose—, pero desgraciadamente, había uno que se acordaba muy bien de mí, uno con el que ya había tratado asuntos anteriormente… —dio una palmada en su rodilla—. Ordenó a los soldados que me apresasen y escapé de milagro saltando por los tejados y corriendo hacia el bosque.
—¿Hay alguna otra novedad de Lydius? —pregunté yo.
Arn sonrió.
—Marlenus de Ar —dijo—estuvo en Lydius hace cinco días.
No dejé traslucir ninguna emoción.
—¿Qué hace el gran Ubar tan lejos de Ar? —inquirió Rim.
—Está buscando a Verna —dijo Arn.
Me pareció detectar un leve movimiento en el hombro de una de las muchachas pantera, que seguían con la cabeza sobre la arena y sujetas por la rama.
—Capturó a Verna en una ocasión —prosiguió Arn—, pero se le escapó —me miró—. Y eso no le gustó nada a Marlenus.
—Además —añadió uno de sus hombres—, dicen que ahora Verna retiene como esclava a la hija de Marlenus.
Arn rió.
—¿Dónde está Marlenus ahora? —pregunté.
—No lo sé —dijo Arn—. Pero desde Lydius iba a seguir el rio hasta Laura, doscientos pasangs corriente arriba. Después iba a adentrarse en el bosque.
—Veamos estas muchachas —dijo Rim, señalando con la cabeza hacia las dos mujeres pantera.
—Alzad las cabezas —dijo Arn.
Inmediatamente, ambas muchachas levantaron las cabezas al tiempo que las sacudían, para echas su pelo sobre la espalda. Los dos eran rubias, de ojos azules, como muchas de las mujeres pantera. Tenían la cabeza alta. Estaban arrodilladas en la postura de las esclavas de placer, pues sabían que aquello era lo que se esperaba de ellas.
—Son muchachas vulgares —dijo Rim—. Nada extraordinario.
Los ojos de las muchachas brillaron de rabia.
—Ambas son magníficas —protestó Arn.
Rim se encogió de hombros.
Las muchachas permanecieron de rodillas, orgullosas, enfadadas, mientras las pieles de pantera con que se cubrían les eran arrebatadas.
Eran increíblemente bellas.
—Nada extraordinario —dijo Rim.
Las muchachas contuvieron la respiración.
Arn no parecía satisfecho.
Rim le hizo una señal a Cara.
—Ponte de pie, esclava, y quítate la ropa.
Llena de ira, Cara obedeció.
—Suéltate el pelo —dijo Rim.
Cara tiró de la cinta de lana con la que se recogía el cabello, dejándolo caer libremente.
—Coloca las manos detrás de la cabeza, inclina la cabeza hacia atrás y date la vuelta —ordenó Rim.
Furiosa, Cara obedeció, allí sobre la playa, mientras era inspecionada por aquellos hombres.
—Eso —dijo Rim—, es una muchacha.
Arn la miraba, obviamente impresionado.
Era ciertamente bella, quizás más que las mujeres pantera. Eran todas mujeres extraordinariamente bellas.
—Vístete —le dijo Rim a Cara.
Rápidamente, agradecida, ella obedeció, poniéndose la breve túnica y volviendo a colocarse la cinta que sujetaba su cabello en la cabeza. Luego se arrodilló de nuevo a un lado de su amo, algo detrás de él. Tenía la cabeza gacha. Contuvo un sollozo. Nadie le prestó atención. Ero sólo una esclava.
—Puesto que somos amigos y nos conocemos desde años, Rim —comenzó Arn, afablemente—, estoy dispuesto a dejar ir a estas dos bellezas por diez piezas de oro cada una, diecinueve si te llevas las dos.
Rim se puso de pie.
—No voy a hacer ningún negocio con estas condiciones —dijo.
También yo me puse de pie. Sin embargo, para mí era importante obtener al menos una de aquellas muchachas. Formaba parte de mi plan el tratar de obtener información entre las personas próximas a Verna, o a su grupo. Me daba la impresión de que al menos una de ellas podría saber algo que me interesase para llevar a cabo mi empresa. Era por aquella razón por lo que nos habíamos detenido en aquel punto de intercambio.
—Nueve monedas de oro por cada una —dijo Arn poniéndose también de pie.