Los caracoles no saben que son caracoles (14 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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No sé qué me pasa ahora con Luisma, que me excita como no recordaba. Tiene ventaja, porque me conoce mejor que nadie, pero no es sólo eso, es que ahora me da mucho morbo hacerlo con él. Me pasa desde que tuve aquella conversación con mi madre en la que me confesó que después de separarse había vuelto a tener relaciones con mi padre. En mis últimas sesiones con Lourdes, con la que me seguiré tratando hasta que sea preciso, hemos estado hablando mucho de esta especie de liberación que me ha producido ese secreto de mi madre.

Roberto sigue estando igual de bueno y sigue estando con Carmen, pero a mí me empiezan a dar igual las dos cosas. Ojalá les vaya bien y Carmen no sufra demasiado cuando Roberto la deje, como es probable que suceda tarde o temprano. Esther se ha comprometido a quedarse en la productora hasta que termine
Menudo Talento
, pero la cabeza la tiene en su novela. Me ha enseñado algunas cosas de las que lleva escritas y con bastantes situaciones es imposible no reírte a carcajadas.

Ella quiere llevar su texto permanentemente hacia el humor, pero los editores opinan que la protagonista debe sufrir un poco más para que el público se sienta identificado. A Esther le han dejado clara la fórmula que hay que aplicar para que una historia sea un éxito: una chica de treinta y tantos se fija en un chico malo-guapo-mujeriego que no le hace caso, y ella a su vez no hace caso a uno bueno-tímido-adorable que está loco por ella. Tras múltiples situaciones de enredo, el malo-guapo-golfo se enamora también de la protagonista, aunque ésta acaba casándose con el bueno-tímido-adorable, con el que será muy feliz. Por el medio puede meter lo que le dé la gana, pero así tiene que acabar. Esther casi me mata el otro día cuando le dije que lo que me había dejado para leer era graciosísimo, pero que me recordaba en algunas cosas a Bridget Jones. Le sentó fatal. Lo que ella está escribiendo, dice, tiene muchos más matices.

Con Jaime hablo mucho por teléfono y ya hemos superado nuestro encontronazo de la estación. Va a venir el día de la final de
Menudo Talento
y luego se va a apuntar a la fiesta de después. A él le apetece mucho y no digamos a Esther, que ha puesto a Jaime en su punto de mira y ese día no se le escapa.

Las cosas están más claras ahora entre Jaime y yo. Él puede relacionarse todo lo que quiera con mi padre, pero yo no quiero ver a Maite ni en pintura. Me da igual no llevar razón, pero tanto mi padre como mi hermano nuevo deben respetar mi decisión. No sé por qué sucede, pero si pienso en Maite, quiero más a mi madre. Eso me gusta, es como un pacto de lealtad que nadie me ha pedido, pero que me hace sentir bien. Querer a mi madre me hace feliz, aunque cuando más la quiero es cuando no estoy con ella.

Ya sé más cosas sobre José, el hombre que, junto a sus nietos, le hace más feliz. Es el relojero de la esquina de la calle donde vive mi madre. José es un señor de unos sesenta y pocos, que aparenta los que tiene y que es muy guapo. Es flaco, siempre camina muy recto y es alto. Tiene el pelo blanco, bien peinado hacia atrás. Es de piel morena y tiene la cara muy arrugada, pero con arrugas gordas, lo que le da aspecto de fortaleza, a pesar de su delgadez. Si alguien tiene arrugas gordas es un hombre maduro, pero si las tiene finitas es un hombre viejo. José siempre lleva corbata oscura y lisa y camisa blanca, que combina con una chaqueta de traje gris perla o con una bata blanca cuando se sienta a arreglar relojes. Es elegante, con aspecto de militar retirado y formas de profesor de literatura. José es viudo desde siempre y protagonista de una historia de amor con mi madre de la que no sé casi nada. Mi madre me dosifica la información con cuentagotas, pero viendo a ese señor la comprendo y le alabo el gusto. A mí los relojeros también me fascinan. Creo que podría pasarme horas viéndoles manipular esas piececitas mínimas encima de su mesa de madera repleta de cosas. Lo que pasa es que mi madre y José no me parece que peguen en absoluto, tan arrebatadora ella y pausado él, pero ya digo que me falta información.

Carlos ha traspasado la clínica de traumatología y ayer se marchó a Nueva York. Me ha dejado el contacto de la persona encargada en la empresa a la que ha contratado para que venda todas las propiedades de María y suyas. A pesar de que sabe que a mí no me apetece nada, me suplicó que estuviera pendiente del tema, porque había notado que mi padre lo estaba pasando muy mal haciendo este tipo de gestiones.

Me pidió que fuera al aeropuerto a despedirle porque a lo mejor tarda en volver. Allí estaba su familia, a la que yo apenas conozco, pero todos me dijeron lo mucho que me parezco a María. Carlos llevaba un sombrero y se ha dejado barba, así que casi tuve que reconocerle por su cojera de ambas piernas. ¿Cómo es posible que una persona pueda cambiar tanto de aspecto en tan pocos meses? Cuando ayer se despidió de mí con un fuerte abrazo y un par de besos, tuve la sensación de que pasará mucho tiempo hasta que vuelva a ver a mi cuñado.

Me dijo una vez más que nunca olvidara lo mucho que me quería María, me mandó un beso fuerte para los niños y un saludo para Luis Mariano, que aunque hayan tenido sus cosas, dice que siempre le ha caído bien. Le perdoné esa mentira, le deseé suerte y quedamos en comunicarnos a través del e-mail para mandarle fotos de los niños. Cuando regresaba a casa desde el aeropuerto, iba pensando en que nunca hubiera creído que Carlos quisiera tanto a María. Me he dado cuenta ahora que se ha muerto.

Llevo algunas semanas soñando con María casi todos los días. Son sueños agradables, pero con un final brusco que me despierta en mitad de la noche. María y yo estamos en una habitación y nos tocamos. La habitación que aparece en casi todos los sueños es en la que dormíamos cuando éramos niñas en casa de mis padres. Las paredes de aquella habitación estaban empapeladas con un papel blanco con rayas de un rosa muy claro y amueblada con un par de camas de madera de pino y una mesilla a juego en medio de las dos. Encima de esa mesita había una lámpara diminuta que alumbraba tan poco que casi daba igual encenderla.

En el sueño María y yo no hablamos, pero la sensación cuando nos acariciamos es maravillosa. Estamos cogidas de las manos, con los dedos entrelazados y de vez en cuando nos tocamos el pelo, la cara, nos abrazamos.

Cuando María y yo éramos adolescentes nos dejamos de besar y de abrazar tanto como lo hacíamos de niñas. Nunca supe por qué. Besar a mi hermana siempre había sido fácil hasta un día en el que dejó de serlo. Ya no era fácil decirle cuánto la admiraba.

En el sueño está sonando una música suave, con un ritmo constante, algo así como clásica, pero que sería fácil de bailar. La música no la tengo clara, a lo mejor sólo suena en mi mente.

Hay un momento en el que vamos a decirnos algo, empezamos a hablar las dos a la vez y nos interrumpimos. Nos pedimos perdón y nos decimos cada una de nosotras a la otra que hable ella. Las dos volvemos a hacerlo a la vez, y de nuevo nos interrumpimos. Nos entra la risa y justo en plena carcajada María desaparece y yo me despierto. La risa hacía ruido y, de pronto, el silencio y la ausencia. No sé qué quería decirme María, ni qué tenía que decirle yo a ella. Eso me agobia mucho. Daría lo que fuera por poder escucharla.

Lourdes dice que ahora que han pasado algunos meses es cuando estoy tomando conciencia de la muerte de María. Mi psicoanalista dice que el sueño va por ahí y que deberemos trabajar mucho en él. No estoy de acuerdo en eso de que ahora es cuando empiezo a ser realmente consciente de la muerte de mi hermana. Eso no es así. Ojalá no fuera consciente, así no dolería tanto.

Capítulo 22

P
or fin es sábado, pero no me ha dado tiempo a ir al cine con Miguel como habíamos previsto porque he salido tarde de una boda que tenía que fotografiar. El banquete era a mediodía, pero no ha terminado hasta pasadas las nueve de la noche. Voy corriendo a mi casa para arreglarme, a ver si podemos cenar a una hora prudente sin que los camareros pongan mala cara.

Los novios que he fotografiado hoy eran ecuatorianos y se parecían muchísimo entre sí, tanto que he tardado un rato en darme cuenta de quién era el novio, porque yo pensaba que era el hermano de la novia. Los dos tenían la misma cara, pero a la novia le quedaba peor. Eran muy feos y miedo me da cuando vean las fotos, que la culpa me la van a echar a mí. La gente fea sabe que es fea, pero se piensa que por algún milagro de los cielos el día de su boda se vuelve guapa. Casi siempre es todo lo contrario, porque aparte de seguir siendo feas, se ven raras con el vestido, el recogido y el maquillaje.

La novia de hoy, que se llamaba Gladis, medía apenas un metro cincuenta, estaba gordita y tenía la cara redonda. El vestido lo llevaba todo, recargado desde el cuello hasta el final de la cola. De talle alto y mangas de farol, de las que salía un trocito de brazo rechoncho hasta llegar a unos guantes de encaje casi hasta el codo. El chico, que, además de tener la cara igualita a la de su mujer, medía lo mismo, iba con un traje negro de raso brillante con la chaquetita corta y remates en terciopelo en las solapas y en la costura del pantalón, una camisa blanca con chorreras en el pecho y unos zapatos de charol con la hebilla dorada. El maquillaje de la novia era color arcilla, la sombra de ojos con mucho brillo, la raya negra muy ancha pintada por fuera y los labios rojo intenso.

Ya estoy sentada enfrente de Miguel, que espera hace media hora en la mesa y va por la tercera cerveza. Me piropea lo guapa que estoy y me dice que por mí se puede esperar media vida, así que media hora es un suspiro. Así da gusto empezar. Pronto comenzamos a hablar del programa, porque cuando empiezo a contarle lo horteras que eran los novios del reportaje de esta tarde, noto que no me entiende. Al describir al novio me pregunta que qué tienen de malo las chaquetillas cortas y al contarle lo de la novia me pregunta que qué es llevar el talle alto. Prefiero cambiar de conversación porque por ese camino nuestra relación no tiene ningún futuro. Sigamos pues con el vino y aprovechemos esta noche de verano.

Al finalizar la cena, Miguel me propone pasar la noche en un hotel en vez de ir a su casa. Me apetece el plan, me gusta la parte de aventura que tiene para mí atravesar el hall de un hotel con un hombre sólo para acostarme con él. No es lo mismo hacerlo en un hotel porque estás allí pasando un fin de semana con tu pareja, que ir a un hotel expresamente a acostarte con alguien, sin ni siquiera unas bragas de repuesto.

Miguel pide por teléfono en recepción que suban champán. Mi novio hoy está espléndido, porque esta habitación le ha tenido que costar una pasta. Es grande, con tele de plasma y en el baño hay una bañera y una ducha aparte. Hay albornoces de esos gordos que secan tan bien, y la cama es de dos por dos. Estoy excitada. Más de lo que recuerdo haber estado nunca con Miguel en ninguna de nuestras dos épocas. A lo mejor es el calor, o quizá los escarceos con Luisma, el caso es que me he activado sexualmente más de lo normal en mí. Un montón de noches en las últimas semanas he jugado sola antes de dormir y me tengo cogido el punto de tal manera que la cosa no pasa de dos minutos. Hay días que me gustaría darle a aquello un poco más de importancia, pero ¿para qué?, si estoy sola. Voy directa al grano y en un suspiro me quedo nueva.

Ya hemos empezado a besarnos cuando el camarero llega con el champán. Miguel recoge en la puerta la botella, la cubitera y las copas y le da diez euros de propina al chico, que mira desde el pasillo a ver si ve algo.

Brindamos y nos bebemos la copa de un trago. Miguel baja la intensidad de la luz, nos besamos, nos desnudamos, abrimos la cama y nos tumbamos. Tengo muchas ganas de sexo y no me importa que se me note. Miguel siempre se comporta en la cama siguiendo los parámetros habituales. Las cosas no las hace mal, pero le falta improvisación. Todas las veces hace el mismo camino de ida y vuelta, que consiste en ponerse encima, besar los labios, besar el cuello, besar un pecho, besar el otro, besar el ombligo, besar abajo, besar otra vez el ombligo, besar un pecho, besar el otro, besar el cuello, besar los labios y una vez concluidos lo que él considera preliminares y colocados en la posición adecuada, es el momento del coito, que en realidad es para lo que estamos aquí.

Esta noche tengo que romper esa dinámica y para eso tendré que tomar yo la iniciativa. No puedo estar esperando a que Miguel acierte, porque eso no va a ocurrir. En cuanto llega a mi segundo pecho y antes de empezar a bajar al ombligo decido apartarle y ponerme yo encima. Sentada sobre él, cojo la copa de champán de la mesilla y la vacío en el cuerpo desnudo de Miguel antes de bebería. Como en las películas. Si me viera desde fuera, no me reconocería.

Miguel está tan excitado que me pide que pare si no quiero que esto acabe antes de lo deseado. Eso no puede ocurrir, hoy quiero tener mi primer orgasmo con Miguel. Y lo voy a tener. Nuestra historia se lo empieza a merecer. Le invito a que sea él el que beba champán en mi cuerpo y le marco el camino exacto, el ritmo preciso, la intensidad necesaria. Miguel me pide que le pida lo que quiero. Le excita que le hable y a mí que me haga caso. Vuelvo a ponerme encima y ahora sí es el momento, ahora quiero que esté dentro y él se muere por estar. Nos movemos con ansia, le noto a punto de estallar y yo comienzo a temblar sin poder evitarlo. Miguel me dice que va a acabar y cuando le escucho empiezo a acabar yo. Miguel termina y yo me desplomo encima de él. Tardo bastante rato en que se me pase este temblor involuntario. Pienso, todavía vibrando, que si a Miguel ahora mismo le diera por seguir, yo tendría el segundo en medio minuto. Mejor dejarlo para otro día, porque ahora veo claro que quiero que haya más días con Miguel.

Todavía desnuda encima de la cama me doy cuenta de que estoy agotada. Me levanté a las ocho, recogí la casa, puse dos lavadoras, arreglé a los niños, los llevé a casa de mi suegra, hice la boda de los novios parecidos y lo que ha venido después. Me acurruco con la cabeza encima de su pecho fuerte y cierro los ojos. Miguel levanta la sábana para cubrirnos y noto cómo muy lentamente me voy quedando dormida mientras me acaricia el pelo. El último pensamiento que recuerdo despierta es que me gusta estar así, que me gusta estar con él.

No me queda más remedio que reñir a la madre de Luisma. Una cosa es que quiera que su hijo y yo volvamos a estar juntos y otra es que le empiece a meter a los niños esa idea en la cabeza. Mateo lleva algunos días preguntando cuándo vuelve papá a casa y Pablo me suplica que sea pronto.

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