Los Caballeros de Takhisis (14 page)

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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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Siguiendo sus indicaciones, la joven salió de un callejón a la sombra de una torre de aspecto ominoso que estaba rodeada por un oscuro robledal. Aunque un momento antes estaba sudando, ahora se estremeció sacudida por repentinos escalofríos. Una oscuridad fría y húmeda parecía fluir de los robles. Tiritando, se dio media vuelta y huyó y se sintió aliviada al encontrarse de nuevo bajo el ardiente sol. En cuanto a lord Dalamar, a Usha sólo se le ocurrió pensar que el monje se había equivocado. Era imposible que alguien viviera en un lugar tan espantoso.

Pasó ante un bello edificio que era, según la inscripción, un templo a Paladine. Pasó junto a parques y mansiones de potentados, magníficas pero de aspecto aséptico, de tal manera que Usha las tomó por museos. Pasó delante de tiendas llenas de objetos maravillosos, de todo tipo, desde joyas resplandecientes a espadas y armaduras como las que llevaban los jóvenes caballeros que habían estado en la isla.

Y siempre, multitud de gente.

Perdida y aturdida, sin saber por qué la habían mandado a esta desconcertante ciudad, Usha siguió deambulando por las calles. Estaba debilitada por el calor y sólo se percató, de manera gradual, de que la gente se quedaba mirándola por dondequiera que iba. De hecho, algunos llegaron a pararse y observarla con asombro, boquiabiertos. Otros —por lo general hombres que iban vestidos a la moda— se quitaban los sombreros adornados con plumas y le sonreían.

Naturalmente, Usha dedujo que se mofaban de su fealdad, y juzgó su actitud muy cruel. Con la ropa sucia, sintiéndose desdichada y compadeciéndose de sí misma, se preguntó cómo el Protector había podido enviarla a un sitio tan odioso. Poco a poco, sin embargo, acabó por comprender que las miradas y el quitarse los sombreros y las reverencias eran de admiración.

Llegando a la peregrina idea de que el viaje debía de haber cambiado su aspecto, Usha se paró para examinar su reflejo en el cristal del escaparate de una tienda. El cristal estaba ondulado y distorsionaba sus rasgos, pero también lo hacía el agua del pequeño estanque que acostumbraba utilizar como espejo en su tierra. No había cambiado. Su cabello seguía siendo rubio plateado, sus ojos aún tenían el mismo color extraño, sus rasgos eran regulares, pero faltos de la exquisita y cincelada belleza de los de los irdas. Era, como siempre lo había sido —a su forma de ver—, fea.

—Qué gente tan rara —se dijo, después de que un joven, que la estaba mirando embobado, se diera de bruces contra un árbol.

Finalmente, cuando casi había desgastado las suelas de sus botas de piel, Usha reparó en que el ardiente sol se estaba poniendo por fin, y las sombras de los edificios se iban alargando y haciéndose un poquito más frescas.

El número de personas en las calles disminuyó. En las puertas aparecían madres que gritaban a sus hijos que volvieran a casa. Mirando por las ventanas de algunas bonitas viviendas, Usha vio familias reunidas. Ella estaba rendida, sola, debilitada. No tenía dónde pasar la noche y —de pronto cayó en la cuenta de ello— tenía un hambre de lobo.

El Protector le había proporcionado provisiones para el viaje, pero se lo había comido todo antes de desembarcar en Palanthas. Por fortuna había ido a parar de manera accidental a un sector de la ciudad donde había mercado.

Los vendedores estaban cerrando los puestos antes de dar por terminada la jornada. Usha se había estado preguntando qué hacía la gente para comer en esta atareada ciudad. Ahora sabía la respuesta. Al parecer, aquí, en Palanthas, la gente no servía la comida en mesas, sino que la repartía por las calles. A Usha le pareció muy chocante, pero todo en esta ciudad lo era, al fin y al cabo.

Se acercó a un puesto en el que quedaban unas cuantas piezas de fruta. Estaban mustias y ajadas al haberse resecado con el calor durante todo el día, pero a ella le parecieron maravillosas. Cogió varias manzanas y le dio un mordisco a una; la devoró en un visto y no visto, y se guardó las demás en uno de sus bolsillos.

Dejó atrás el puesto de frutas y llegó al de un panadero, de donde cogió una porción de pan. Usha miraba en derredor, buscando un puesto en el que hubiera vino, cuando se desató un espantoso alboroto a su alrededor.

—¡Cogedla! ¡Que no escape! ¡A la ladrona!

9

Un Ataque.

Arrestada.

Tasslehoff se sorprende

Usha miraba sin salir de su asombro a un hombre alto y delgado, con un delantal de cuero, que brincaba a su alrededor.

—¡Ladrona! —chillaba al tiempo que la señalaba—. ¡Me ha robado la fruta!

—¡Se largó llevándose mi pan! —añadió, jadeante, una mujer pringada de harina que había llegado corriendo detrás del hombre—. ¡Ahí está, asomando por esa bolsa! Devuélvemelo, bribona.

La panadera hizo un ademán para coger el pan y Usha le apartó la mano de un cachetazo. La mujer empezó a aullar.

—¡Asesina! ¡Ha intentado matarme!

Los holgazanes y maleantes que por lo general merodeaban por los mercados, echando tragos de vino malo y esperando a que se produjera algún jaleo, no tardaron en acercarse oliendo problemas. Una multitud abucheante se aglomeró alrededor de Usha. Un hombre harapiento y de aspecto grosero la agarró.

—¡Me ofrezco como voluntario para registrarla! —gritó—. ¡Me da en la nariz que se ha metido esas manzanas debajo de la blusa!

La muchedumbre rió y se acercó más.

Usha jamás había sufrido un trato semejante. Mimada, consentida, criada en una sociedad de personas que no levantaban la voz, y mucho menos los puños, sufrió un fuerte choque emocional que casi la hizo perder el conocimiento. No tenía armas, y no se le ocurrió, en su pánico inicial, utilizar los objetos mágicos que los irdas le habían regalado. En cualquier caso, tampoco habría sabido cómo usarlos, ya que apenas había prestado atención a las instrucciones recibidas. Las sucias manos del hombre le rasgaron la blusa y sus dedos le rozaron la piel. Sus compinches lo jaleaban, animándolo a seguir.

El pánico dio paso a la rabia, y la ferocidad de un animal acorralado estalló en su interior. Golpeó salvajemente, con una fuerza nacida del terror. Pegó, mordió y pateó sin saber y sin importarle a quién daba, queriendo hacerles daño a todos, deseando herir a todo ser viviente de esta odiosa ciudad. Fue entonces cuando unas fuertes manos le agarraron el brazo y se lo retorcieron dolorosamente mientras una voz, clara y firme, decía:

—¡Vale, tranquila, déjelo ya, jovencita!

El rojizo velo que le nublaba los ojos se disipó. Usha parpadeó, inhaló hondo, y miró a su alrededor, aturdida.

Un hombre musculoso y alto, vestido con túnica y polainas de un apagado tono carmesí, y que tenía aire de oficial, la sujetaba. Al llegar él, la multitud se había dispersado rápidamente mientras intercambiaba expresivos comentarios sobre ciertos guardias que siempre les estropeaban la diversión. El hombre que la había acosado yacía en el suelo, gimiendo y agarrándose sus partes pudendas.

—¿Quién empezó esto? —El guardia miró a su alrededor con ferocidad.

—Ella me robó pan de mi puesto, su señoría —chilló la panadera—, y después intentó matarnos a todos.

—Y ésas manzanas son mías —acusó el frutero—. Se largó con ellas, más fresca que una lechuga.

—En ningún momento tuve intención de robar a nadie —protestó Usha al tiempo que lloriqueaba un poco. Las lágrimas siempre le habían funcionado con el Protector cuando tenía problemas, y le fue fácil caer en la vieja costumbre—. Pensé que la fruta y el pan estaban puestos ahí para que los cogiera cualquiera. —Se enjugó los ojos—. No quería hacer daño a nadie. Estoy cansada, me he perdido y tengo hambre, y entonces ese hombre... me tocó en...

Las lágrimas brotaron de nuevo al recordar la horrible escena. El guardia la miró con impotencia e intentó consolarla.

—Vamos, vamos. No llore. Seguramente ha sido el calor lo que la ha atontado así. Págueles a estos dos el precio de lo que cogió y zanjaremos el asunto. ¿Verdad? —añadió el guardia al tiempo que lanzaba una mirada feroz a los dos vendedores, que se la devolvieron con igual intensidad pero aceptaron con la cabeza, de mala gana.

—No tengo dinero. —Usha tragó saliva con esfuerzo.

—¡Vagabunda! —espetó el hombre.

—Peor aún —intervino la mujer, encogiendo la nariz en un gesto desdeñoso—. ¿Qué puede esperarse de alguien así? ¡Fijaos en esas ropas estrafalarias! ¡Quiero que la pongan en el cepo y la azoten!

El guardia parecía disgustado, pero no tenía opción. El pan de la discordia estaba tirado en el suelo al haberse caído de la bolsa de Usha durante la trifulca, y la propia chica soltaba un fuerte olor a manzanas pasadas y despachurradas.

—Dejaremos que sea el magistrado quien arregle el asunto. Vamos, joven. Y vosotros dos tendréis que venir también si queréis ordenar una detención.

El guardia echó a andar conduciendo a Usha. Los dos vendedores los siguieron, la mujer muy estirada, en actitud de justa indignación, y el vendedor de fruta preguntándose con inquietud si esto no le iría a costar dinero.

Aturdida y agotada, Usha no se fijó hacia dónde la llevaban. Caminaba a trompicones al lado del guardia, con la cabeza inclinada, sin querer volver a ver a nadie de este horrible lugar. Advirtió por encima que dejaban las calles y entraban en un edificio grande construido totalmente de piedra, con un enorme y pesado portón de madera guardado por otros hombres que llevaban la misma vestimenta carmesí que los identificaba como soldados. Abrieron el portón. El guardia la condujo al interior.

La habitación de paredes de piedra en la que entraron estaba agradablemente oscura y fresca, después del resol y el calor de las calles. Usha miró a lo alto y en derredor. El guardia estaba discutiendo con los dos vendedores. Usha hizo caso omiso de ellos. Aunque estaba involucrada en el tema, era como si nada de esto tuviera que ver con ella. Todo era parte de la horrible ciudad, de la que se marcharía en cuanto hubiera entregado la carta.

Un hombre corpulento, que tenía aspecto de estar aburrido de todo el asunto, se encontraba sentado tras un escritorio y garabateaba algo en la página grasienta de un libro. A su espalda había una habitación enorme llena de gente, sentada o durmiendo en el frío suelo de piedra. Numerosas barras de hierro, encajadas en el suelo y en el techo, separaban a la gente que estaba dentro de la habitación grande de los que estaban fuera.

—Aquí tienes a otra, carcelero. Robo menor. Enciérrala con los demás hasta que el magistrado pueda ver su caso por la mañana —dijo el guardia.

El hombretón alzó la vista con desgana, pero al ver a Usha sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Si el Gremio de Ladrones está reclutando más como ella yo también me apunto! —dijo en voz baja al guardia—. Veamos, señorita, tendrá que entregarme sus bolsas para dejarlas aquí.

—¿Qué? ¿Por qué? ¡No las toques! —Usha aferró sus pertenencias contra sí con todas sus fuerzas.

—Probablemente se le devolverán —le aseguró el guardia mientras se encogía de hombros—. Vamos, joven, no vaya a armarla ahora. Ya tiene suficientes problemas tal como están las cosas.

Usha continuó agarrando las bolsas un momento más. El hombretón frunció el ceño y dijo algo sobre quitárselas a la fuerza.

—¡No, no me toquéis! —exclamó Usha que, de mala gana, se despojó de las dos bolsas (la pequeña, con sus ropas, y la grande, con los regalos) y las puso sobre el escritorio, delante del carcelero.

»Debo advertiros —dijo con una voz ahogada por la rabia— que algunos de los objetos que hay en esa bolsa son mágicos, y más vale que los tratéis con respeto. Además, llevo una misiva que tengo que entregar a alguien llamado lord Dalamar. No sé quién es el tal Dalamar, pero estoy segura de que no le gustará que andéis manoseando sus cosas.

Usha había esperado impresionar a sus captores, y lo hizo, aunque no como era su intención. El carcelero, que se había lanzado sobre las bolsas ansioso, de repente apartó bruscamente la mano de ellas como si fueran alguna invención de los gnomos que probablemente pudiera estallar en cualquier momento.

—¡Retiro todos los cargos! —chilló el frutero, que se marchó a toda carrera.

—Una bruja —masculló la panadera, aguantando el tipo—. Ya me lo figuraba. Quemadla en la hoguera.

—Ya no se hace eso —gruñó el carcelero, pero estaba pálido y tembloroso—. ¿Dijiste Dalamar?

—Sí, eso es. —Usha estaba más que sorprendida con todo este alboroto, pero, viendo que ese nombre significaba algo para estas personas, se aprovechó de ello—. Y más vale que me tratéis bien o estoy segura de que
lord Dalamar
se sentirá muy disgustado.

Los dos hombres conferenciaron en voz baja.

—¿Qué podemos hacer? —susurró el carcelero.

—Mandar llamar a la dama Jenna. Ella lo sabrá.

—¿La meto en las celdas?

—¿Es que quieres que ande suelta por aquí?

La conversación terminó y Usha fue escoltada —respetuosamente— a la gran habitación que había tras la reja de hierro. Casi de inmediato, se encontró rodeada por lo que al principio tomó por niños humanos. Se preguntaba qué crimen podían haber cometido estos chiquillos cuando oyó al carcelero gritarles e insultarlos:

—¡Apartaos, condenados kenders! ¡Alto! ¿Dónde están mis llaves? ¡Eh, tú, bribón, devuélvemelas! Encuentre un asiento, señorita. La persona que va a venir no tardará —le chilló el carcelero a Usha al tiempo que agarraba y quitaba cosas a los kenders—. ¿Qué haces tú con mi pipa? Y tú, entrégame esa bolsita de hierbas de mascar o, por Gilean, que te...

Rezongando y maldiciendo, el carcelero salió de la celda y se retiró, agradecido, a su escritorio.

¡Así que éstos eran los kenders! Usha tenía interés en conocer a las personas a las que el Protector había apodado los «alegres ladrones de Krynn». Conocerlos no era ningún problema, puesto que los siempre curiosos kenders estaban en cualquier momento más que dispuestos a conocer a cualquier forastero que entrara en lo que ellos consideraban «su» celda.

Hablando todos a un tiempo, haciéndole preguntas a una media de treinta cada cinco segundos, los kenders se arremolinaron a su alrededor, cotorreando, riendo al tuntún, toqueteando y dando palmaditas. El jaleo, el clamor, el calor, el miedo y el hambre... de repente fue más de lo que la muchacha pudo soportar. La habitación empezó a oscilar y después se ladeó. El aire se llenó de repente de chispeantes estrellas.

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