—¿Cuánto vale esta copa?
—Seiscientos francos. —Luego agregó defensivamente: —Ese dibujo representa mucho trabajo.
—Sí, me doy cuenta. Bueno, lo llevaré. ¿Podría envolverlo para que no se quiebre?
—Sí. No será muy elegante, pero sí bastante seguro.
Dejó el trabajo que estaba haciendo y comenzó a empacar la copa en una sucia caja de cartón llena de desechos plásticos. Jean Marie, mirándola trabajar, observó cuan delgada se veía, y cómo al menor esfuerzo, el sudor perlaba sobre sus sienes; notó que sus manos temblaban al manejar el frágil objeto. En el momento de pagarle, él dijo:
—Soy un coleccionista muy sentimental. Siempre me ha gustado celebrar mi compra con el artista. ¿Querría acompañarme a beber algo y a comer un emparedado?
Ella le lanzó de nuevo aquella cautelosa mirada de soslayo y dijo, cortante:
—Gracias, pero ya ha pagado un buen precio. No tiene por qué hacerme ningún favor.
—Al contrario, yo le estaba rogando a usted que me hiciera el favor a mí —dijo Jean Marie Barette—. He tenido una mañana muy dura y un almuerzo bastante incómodo. Estoy muy contento de tener a alguien con quien hablar. Además, el café está sólo a tres pasos de aquí.
—¡Oh! Muy bien.
Depositó el paquete en las manos de él, llamó a un pintor vecino para que vigilara su mesa durante su ausencia y caminó al lado de Jean Marie hasta el café de la esquina de la Place. Tenía una curiosa manera de andar a saltos por lo que, a cada paso que daba, prácticamente giraba sobre sí misma. La curva de su espina dorsal era muy pronunciada y su cabeza, bella como la de un elfo, no calzaba con el resto de su cuerpo, como si fuera obra de un escultor borracho que la hubiera dejado inconclusa.
Ordenó café, un cognac, jamón y un huevo duro. Comió con voracidad en tanto que Jean Marie jugaba con un vaso lleno de agua de Vichy y se esforzaba por mantener la conversación.
—Esta tarde tuve un golpe de suerte. Encontré una primera edición de las Fêtes Galantes de Verlaine.
—¿Colecciona libros también?
—Me gustan las cosas bellas; pero éstos son regalos para otras personas. Su copa está destinada a una señora que vive en Versalles y que sufre de esclerosis múltiple. Le escribiré y le explicaré el simbolismo del diseño…
—Puedo ahorrarle el esfuerzo. He escrito yo misma algo explicando mi diseño. Se lo daré antes que se vaya…
Extraño que me preguntara cuál era, en mi diseño, el lugar de Dios.
—¿Por qué extraño?
—Porque mucha gente encuentra que el tema es embarazoso.
—¿Y usted qué piensa?
—Oh, yo hace mucho tiempo que dejé de avergonzarme. Acepto el hecho de que soy una extravagancia de la naturaleza. Dar por sentado que soy una rareza facilita las cosas tanto para mí como para la gente. Pero a veces, no deja de ser duro. Porque a la Place llegan, naturalmente, toda suerte de personas extrañas. Y no falta quien desea acostarse con una mujer contrahecha. Es por eso que comencé siendo algo cortante con usted. Algunos de los tipos raros tienen aún más edad que usted.
Jean Marie echó la cabeza atrás y rió hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. Finalmente se controló lo suficiente para balbucear.
—¡Dios santo! ¡Y pensar que tuve que regresar a Francia para oír esto!
—¡Por favor! ¡No se ría de mí! Las cosas pueden ser muy duras, aquí, créamelo.
—Le creo. —Jean Marie se reponía poco a poco de su ataque de risa—. Ahora, ¿le importaría decirme su nombre? —Está firmado en la pieza que le vendí: Judith.
—¿Judith qué?
—Judith solamente. En la comunidad sólo usamos nombres de pila.
—¿La comunidad? ¿Es usted entonces una monja?
—No exactamente. Somos una docena de mujeres que vivimos juntas. Todas tenemos algún defecto que, de alguna manera, hace de nosotras impedidas, aunque no se trate en todos los casos de impedimentos físicos. Compartimos lo que ganamos. Nos ayudamos mutuamente. Constituimos también una especie de refugio para muchachas jóvenes del sector que se encuentran en apuros. Todo parece muy primitivo y lo es. Pero resulta muy satisfactorio y nos acerca —por lo menos así lo sentimos— a la idea de una comunidad cristiana primitiva. —Por primera vez una sonrisa iluminó la cara de la muchacha. —Por el precio que usted ha pagado hoy, merece ser recordado a la hora de la oración de la cena. ¿Cómo se llama usted? Me gusta llevar una lista de las personas que han comprado mis obras.
—Jean Marie Barette.
—¿Es usted alguien importante?
—Sólo le pido que me recuerde a la hora de la oración de la cena —dijo Jean Marie Barette—. Pero dígame algo más: ¿cómo comenzó esta comunidad de ustedes?
—Fue en realidad algo muy curioso. ¿Recuerda que hace algunos meses el papa abdicó y se nombró a otro en su lugar? Normalmente eso no habría importado mucho. Nunca hemos conocido a nadie más arriba del párroco vecino. Para mí, sin embargo, aquél había sido un período muy malo. Nada me salía bien. Parecía como si hubiera alguna conexión entre ese acontecimiento y mi vida. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Lo comprendo muy bien —dijo emocionado Jean Marie Barette.
—Poco después de eso, estaba yo un día trabajando en mi estudio en una pequeña mansarda no muy lejos de aquí. Una muchacha que conozco, que hace de modelo para varios pintores, entró tambaleándose. Estaba completamente borracha, había sido violada, la habían herido y su conserje la había echado. La calmé, la llevé a la clínica para que la curaran y luego la traje de vuelta a mi cuarto. Aquella noche ella se volvió muy extraña: lejana y hostil y ¿cómo explicarlo? desconectada de todo. Yo me asusté y no me atreví ni a estar cerca de ella ni a dejarla. De manera que, nada más que para tratar de interesarla en algo, comencé a tallar una muñeca en un pedazo de madera de un colgador de ropa. Hice así tres muñecas; nos sentamos e hicimos vestidos para ellas como si fuéramos las madres y ellas nuestras hijas… Aquella noche ella durmió en mi cama, muy tranquila, con su mano en la mía. Al día siguiente, conseguí que dos amigas vinieran a acompañarla durante el día y así continuó hasta que ella recuperó su normalidad. Para entonces ya habíamos formado un pequeño grupo y nos dio pena deshacerlo. Nos dimos cuenta de que podíamos ahorrar dinero y vivir en forma más confortable si nos uníamos para habitar juntas, como si fuéramos una familia… ¿En cuanto a lo religioso? Bueno, eso resultó solo, muy naturalmente. Una de las muchachas había estado en la India y había aprendido técnicas de meditación. Yo había sido educada en un convento y me gustó la idea de reunimos para una oración en común. Un día otra de las muchachas trajo a casa un sacerdote obrero que había encontrado en una cervecería. Nos habló, nos prestó libros. Además, cuando, por la noche, nos sentíamos aburridas, lo llamábamos por teléfono y él llegaba con un par de amigos de la fábrica. Y créame que eso sí que era una ayuda. Bueno, después de un tiempo, nos arreglamos para organizar un modelo de vida que nos conviniera a todas. Casi ninguna de nosotras era virgen. Ninguna tampoco se siente madura para mantener una larga relación con un hombre. Es posible que alguna llegue a casarse. Pero todas somos creyentes y nos esforzamos por vivir según el Libro… Y aquí estamos. Estoy segura de que nada de esto significa mucho para usted, pero, para nosotras, es fuente de mucha paz…
—Estoy muy contento de haberla conocido —dijo Jean Marie Barette—, y muy orgulloso de tener su copa-cosmos. ¿Querría aceptar que le hiciera un regalo?
—¿Qué clase de regalo? —dijo ella con la vieja mirada suspicaz.
El se apresuró en disipar sus temores.
—El Verlaine que encontré hoy. Hay aquí una línea que el poeta podría muy bien haber escrito especialmente sobre usted. Está trazada por su propia mano. —Sacó de su bolsillo el pequeño volumen y leyó el cuarteto inscrito dentro de la tapa—: "Votre ame est un paysage choisi… " —Preguntó humildemente—: ¿Querría por favor, aceptarlo?
—Siempre que me lo dedique.
—¿Qué clase de dedicatoria?
—Oh, la usual. Solamente unas palabras y su autógrafo.
El pensó un momento y luego escribió.
"Para Judith, que me mostró el universo en una copa de vino.
Jean Marie Barette, ex papa Gregorio XVII".
La muchacha permaneció mirando, incrédulamente, la clásica caligrafía. Levantó la vista, esperando ver la burla en la sonriente faz de él. Dijo, temblorosamente.
—No comprendo… yo…
—Yo tampoco lo comprendo —dijo Jean Marie Barette— pero creo que usted acaba de darme una lección de fe.
—No sé lo que quiere decir —dijo la pequeña jorobada.
—Significa que ha llevado a cabo, en una mansarda de París, lo que yo he estado tratando de explicar al mundo desde la colina del Vaticano. Permítame tratar de explicarle…
Y cuando terminó de contarle la extensa, completa historia, ella extendió hacia él una larga, extenuada mano que los utensilios de su trabajo habían tornado muy áspera y la colocó suavemente sobre la mano de él. Dijo, con una traviesa sonrisa:
—Espero que podré contar esto a las muchachas en la misma forma en que usted me lo ha contado a mí. Si fuera capaz de hacerlo sería una gran ayuda para todas nosotras. De vez en cuando nuestra pequeña familia nos da la impresión de carecer de sentido, nos encontramos desorganizadas y nos cansamos. Pero yo siempre sostengo que es muy bueno, haber llegado al fondo del abismo porque el único lugar hacia el cual se puede ir desde allí es hacia arriba. —Su sonrisa se desvaneció y agregó gravemente: —Usted ahora está abajo, de manera que sabe de qué se trata. ¿Querría venir a comer con nosotras?
—Gracias, pero no me es posible. —Trató cuidadosamente de no desilusionarla. —Ve usted, Judith querida, lo que ocurre es que no me necesita. Su propio corazón le ha enseñado mucho más de lo que yo nunca podría enseñarle. Y ustedes ya tienen a Cristo viviendo en medio de ustedes.
El tránsito de aquella tarde era bárbaro, asesino. Pero él cruzó a través de París y regresó a la
Hostellerie
envuelto en una blanca nube de serenidad. Hoy, tal vez más que en ninguna otra ocasión de su vida, había sido testigo de la forma en que el Espíritu —más allá y no obstante los planes de los poderosos de la tierra— lleva a cabo sus propios planes. Este diminuto grupo de mujeres, solteras y amenazadas, se había organizado para formar una familia. No habían pedido credenciales, no habían pensado en las devoluciones. Tenían amor para compartir y lo habían compartido. Necesitaban pensar y pensaban. Habían sentido la necesidad de orar y oraban. Habían descubierto un maestro en un bar de obreros y las jóvenes en apuros acudían a ellas porque presentían el calor de este corazón de fuego.
Era posible que el grupo no fuera muy estable. No existían garantías de continuidad para él. Carecía de constitución o de sanciones que le otorgaran identidad legal. Pero ¿qué importaba? Era como el fuego del campamento en el desierto, que se prendía al llegar la noche y se apagaba al amanecer; pero mientras duraba constituía un testimonio de habitación humana para el Dios que visitaba al hombre en sus sueños. Una vez más, la voz de Carl Mendelius se introdujo en las reminiscencias de Jean Marie.
"… El reino de Dios es un lugar para que lo habite el hombre. Y no significa otra cosa que la condición para que la existencia humana no sólo sea tolerable sino llena de gozo, porque está abierta para recibir al infinito…" ¿Y qué mejor forma de expresar este fenómeno que una pequeña, contrahecha muchacha que grababa el cosmos en una copa de vino y constituía una familia para mujeres heridas en una mansarda de París?
En cuanto llegó a la
Hostellerie
su primer acto fue telefonear a Tübingen. Lotte estaba en el hospital, pero Johann se encontraba en casa. Tenía buenas noticias.
—El estado de papá se ha estabilizado. La infección está controlada… Aún no sabemos nada sobre su vista, pero al menos sabemos que sobrevivirá. ¡Oh! Y otra noticia más. Acerca de ese valle nuestro. Hoy se firma el contrato de compra. Iré allá la próxima semana para hablar con los contratistas, arquitectos e ingenieros. Y debido a la compasión que inspira el caso de papá, me han eximido del servicio militar. ¿Y cómo van sus cosas, tío Jean?
—Bien, muy bien. ¿Puede transmitirle un mensaje a su padre? Pórtese bien y escríbalo por favor.
—Adelante.
—Dígale de parte mía: "Hoy he recibido otro signo. Y vino de una mujer que me mostró el cosmos en una copa de vino". Repita eso, por favor.
—Hoy recibió una vez más un signo. Provino de una mujer que le mostró el cosmos en una copa de vino.
—Si alguna vez recibe algún mensaje que diga venir de mí, deberá llevar esa identificación.
—Comprendido. ¿Y cuáles son sus próximos movimientos, tío Jean?
—No lo sé, pero posiblemente tendrán que ser apresurados. Recuerde lo que le he dicho. En cuanto pueda saque a su familia de Tübingen. Mi cariño para todos ustedes.
—Y el nuestro para usted. ¿Cómo está el tiempo en París?
—Amenazante.
—Lo mismo que aquí. Hicimos lo que nos indicó y dispersamos el club.
—Y se libraron del equipo que habían reunido.
—Sí.
—Espléndido. Cada vez que pueda, me mantendré en contacto. Mis mejores recuerdos para la profesora Meissner. Auf Wiedersehen.
Acababa de colgar el teléfono cuando llegó Pierre Duhamel con el nuevo pasaporte, la tarjeta de identidad, inscrita como J. M. Grégoire,
pasteur en retraite
. Explicó a Jean Marie los usos y limitaciones de ambos documentos.
—… Todo es auténtico, ya que usted realmente llevó el nombre de Gregorio. Es ministro de una religión, está retirado. Los números de los documentos pertenecen a una serie que se usa para categorías especiales de agentes del gobierno de manera que ningún oficial de inmigración francés le hará ninguna pregunta. En cuanto a los consulados extranjeros no tendrán problema en otorgar una visa a un pastor retirado que viaja por motivos de salud… De todos modos, trate de no perder estos documentos, trate de no verse mezclado en nada que lleve a nadie a cuestionarlos. Eso podría resultar muy embarazoso para mí. Y a propósito de eso, monseñor, usted habló más de la cuenta en la reunión de esta mañana con los banqueros. De manera que cuando esta gente llegó a sus oficinas las líneas telefónicas comenzaron a zumbar… Una vez más, está siendo considerado como un peligroso aguijón volante.