Cuando sus estudiantes llegaron corriendo después de la explosión, lo encontraron yaciendo en el suelo con la mano volada y la cara transformada en una masa sanguinolenta.
"Una voz clama: En el desierto
abrid camino a Yavhé.
Trazad en la estepa una calzada recta
a nuestro Dios".
Isaías
Cap. XL, vers. 3
Su santidad el papa León XIV acomodó en la silla su voluminoso cuerpo, apoyó en el banquillo bajo el escritorio su gotoso pie y, a la manera de un águila vieja, cansada y malhumorada examinó a su visitante al tiempo que le decía con su rudo acento natal:
—Francamente, amigo mío, usted representa una gran molestia para mí.
Jean Marie Barette aprobó estas palabras con una helada sonrisa.
—Desgraciadamente, Su Santidad, parece que es mas fácil librarse de reyes sobrantes que de papas supernumerarios.
—No me gusta nada la idea de esta visita suya a Tübingen. Y me gusta menos aún pensar que usted pueda andar dando vueltas por el mundo a la manera de un intelectual jesuita. Recuerdo que, cuando usted abdicó, hicimos un pacto.
—Corrijo eso —dijo Jean Marie en forma cortante—; no hubo pacto alguno. Firmé aquel instrumento bajo coacción. Me coloqué voluntariamente bajo la regla de obediencia al abad Andrew y él mismo me ha dicho que el deber de caridad me obliga a visitar a Carl Mendelius y a su familia. El estado de Mendelius es muy crítico. Puede morir en cualquier momento.
—Sí, claro… —Su Santidad llevaba la burocracia en la sangre de manera que, casi instintivamente rehuía toda forma de confrontación—. No intento interferir con la decisión de su abad, pero debo decirle que usted no está investido de ninguna misión canónica. Le está expresamente prohibido predicar o enseñar públicamente y su facultad de ordenar sacerdotes está asimismo suspendida aunque por supuesto, puede continuar celebrando la santa misa y administrando los sacramentos.
—¿Por qué tiene tanto miedo de mí, Santidad?
—¿Miedo? Qué tontería.
—¿Entonces, por qué nunca me ha ofrecido devolverme a mis funciones de obispo y sacerdote?
—Porque no me ha parecido conveniente para el bien de la Iglesia.
—Se da cuenta, supongo, de que en lo que concierne a mi vocación apostólica, estoy reducido a la impotencia. Creo que tengo el derecho de saber cuándo y en qué circunstancias esas facultades mías podrán ser restauradas y cuándo se me dará nuevamente una misión canónica.
—No puedo decírselo. No hemos tomado ninguna decisión a ese respecto.
—¿Y cuál es el motivo de esa tardanza?
—Tenemos otras preocupaciones más absorbentes e inmediatas.
—Con gran respeto. Santidad, me permito hacerle notar, que, cualesquiera que sean sus otras preocupaciones, ellas no lo dispensan de ejercer la más elemental justicia.
—¿Se atreve a llamarme la atención? ¿Aquí, en mi propia casa?
—Yo también viví aquí una vez. Y nunca me sentí propietario, sino solo un arrendatario, lo que según probaron los acontecimientos era lo que en realidad fui.
—Volvamos al asunto que motivó su visita. ¿Qué desea de mí?
—Una dispensa para vivir en estado laical, viajar libremente y poder ejercer mis funciones sacerdotales en privado.
—Es imposible.
—¿Cuál es la alternativa, Santidad? Seguramente es mucho más embarazoso para usted guardarme como prisionero bajo palabra, en Monte Cassino.
—La situación en realidad es muy conflictiva. —Su Santidad arrugó la nariz mientras movía su gotoso pie sobre el banquillo.
—Le ofrecí una forma de resolver este problema, recuérdelo. Mire: Rainer y Mendelius publicaron un honrado informe sobre la abdicación. Al hacerlo, pensaron que me defendían. Pero, ¿cuál fue en realidad el resultado de esos esfuerzos? La Iglesia trató todo el asunto a su manera acostumbrada y usted presidió aquello, sentado fuera de todo alcance humano, en la silla de Pedro. Si yo intentara cambiar esta situación —lo que créame, no pretendo ni he pretendido en ningún momento hacer— lo único que conseguiría es aparecer ante los ojos de todos como un perfecto idiota. ¡Por favor! ¿No se da cuenta de que, lejos de ser un problema o una amenaza puede, al contrario, representar una ayuda para usted?
—Si se dedica a propagar esas ideas locas y lunáticas sobre los Últimos Días y la Segunda Venida, difícilmente podrá ayudarme.
—Ahora que está sentado aquí, ¿le parecen realmente tan lunáticas esas ideas?
Su Santidad se movió inquieto en su silla. Luego se aclaró ruidosamente la garganta y se limpió la cara con un pañuelo de seda.
—Bueno… admito que nos estamos acercando a una situación que sin duda es altamente crítica; pero aun así eso no me produce pesadillas. Continúo haciendo, lo mejor que puedo, mi labor de todos los días y… —Al llegar aquí, confundido por el helado escrutinio a que lo estaba sometiendo el hombre que había echado, se interrumpió. Jean Marie no dijo nada. Finalmente, Su Santidad logró recuperar el control de su voz. —Ahora veamos. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, esta petición suya… Si no está contento en Monte Cassino, si desea retornar a la vida privada, hagamos en el ínterin, in petto, un acuerdo entre nosotros, así sencillamente sin documentos ni formalismos. Si no resulta, entonces ambos podremos buscar otro tipo de convenio. ¿Le parece bien?
—Me parece muy bien, Santidad. —Jean Marie se mostraba estudiadamente agradecido.
—Tomaré las medidas necesarias para que no tenga que arrepentirse de lo que está haciendo. Presumo que este acuerdo comienza en este minuto.
—Por supuesto.
—Entonces viajaré a Tübingen mañana por la mañana. He obtenido un pasaporte francés de tal manera que he podido devolver mi documento Vaticano a la Secretaría de Estado.
—Pero eso no era necesario. —Su Santidad estaba tan aliviado que se permitía ser magnánimo.
—Pero era deseable y preferible —dijo blandamente Jean Marie Barette—. Soy un hombre sin misión canónica alguna, de manera que no debo producir la impresión de que tengo una.
—¿Qué se propone hacer?
—No estoy todavía muy seguro, Santidad —la sonrisa que acompañó estas palabras fue límpida como la de un niño—, probablemente terminaré por enseñar el Evangelio a los chicos, por los caminos. Pero, antes que nada, debo visitar a mi amigo Carl.
—¿Cree usted…? —Curiosamente, Su Santidad parecía avergonzado. —¿Cree usted que a Mendelius y su familia les agradaría recibir una bendición papal?
—Mendelius está gravemente enfermo, pero estoy seguro de que su esposa apreciaría el gesto.
—Entonces firmaré la bendición y haré que mi secretario la envíe a primera hora mañana por la mañana.
—Gracias. ¿Puedo retirarme ahora?
—Tiene nuestro permiso.
Inconscientemente el papa había reasumido la antigua fórmula del "nosotros". Pero en seguida, como deseando pedir disculpas por esta innecesaria formalidad, se levantó penosamente sobre sus gotosos pies y extendió su mano. Jean Marie se inclinó sobre el anillo que una vez había llevado él mismo por derecho propio. Y por primera vez en el curso de la entrevista, León XIV pareció estar genuinamente apesadumbrado. Dijo torpemente:
—Tal vez… tal vez si nos hubiéramos conocido mejor, nada de esto que ha ocurrido hubiera sido necesario.
—Si esto no hubiera ocurrido, Santidad, si yo no hubiera clamado hacia él en busca de auxilio y ayuda en mi soledad, Carl Mendelius estaría ahora sano y salvo en su propio hogar.
Más tarde, aquella misma noche, comió con el cardenal Drexel, pero la naturaleza de su conversación fue por completo diferente. Jean Marie, esta vez, se apresuró en explicar, gustosa y abiertamente lo que con tanto empeño había escondido en su entrevista con el pontífice.
—… Cuando me enteré de lo que le había ocurrido a Carl, supe, más allá de toda duda, que éste era el signo que había estado esperando. Es un pensamiento terrible, Antón, pero el signo es siempre un signo de contradicción: un hombre agónico clamando que lo liberen. ¡Pobre Carl!¡Pobre Lotte! Fue el hijo quien me envió el telegrama diciéndome que sentía que su padre deseaba verme y que su madre me rogaba que acudiera. Y yo estaba aterrado de que nuestro pontífice me negara el permiso. Habiendo llegado tan lejos en la aceptación de la voluntad de Dios, no deseaba librar una batalla en esta ocasión.
Ha sido muy afortunado —dijo Drexel secamente— porque él no ha visto todavía esto que Georg Rainer me envió, esta tarde, por un mensajero especial.
Extendió la mano detrás de él, hacia el bufete y cogió un gran sobre color manila lleno de fotos y comentarios de prensa provenientes de Tübingen. Mostraban una ciudad que parecía sumida en una atmósfera de fervor medieval, con grandes arrestos de valor y que no obstante por otra parte sólo era puro y vulgar tumulto.
Se presentaba a Mendelius en el hospital, vendado como una momia egipcia, enseñando sólo la boca y los orificios de la nariz, con una enfermera vigilando al lado de la cama y un policía armado montando guardia al lado de la puerta. En la Stiftskirche y en la Jacobskirche, se podía ver a hombres, mujeres y niños arrodillados orando. Los estudiantes desfilaban por los campus llevando enseñas crudamente redactadas "Fuera los asesinos extranjeros" "Trabajadores extranjeros" "Asesinos extranjeros" "¿Quién silenció a Mendelius?" "¿Por qué la policía guarda también silencio?"
En los sectores industriales de los suburbios, jóvenes de la localidad aparecían luchando con trabajadores turcos. En la plaza del mercado un político dirigía la palabra a una muchedumbre que a aquella hora salía de oficinas y fábricas a almorzar. Detrás de él, un enorme panel en colores proclamaba: "Si quiere seguridad en las calles, vote por Muller…" Jean Marie Barette estudió aquellas fotos, pero no dijo nada. Drexel habló entonces:
Es increíble, ¿no le parece? Da la impresión de que todos ellos hubieran estado esperando la llegada de un mártir. Y en varias otras ciudades alemanas han tenido lugar las mismas demostraciones.
Jean Marie Barette se estremeció, como si lo hubiera tocado un reptil.
¡Imaginar a Carl Mendelius en el papel de Horst Wessel! ¡Qué pensamiento tan horrible! Me pregunto lo que la familia pensará de todo esto.
—Le pregunté a Georg Rainer. Me dijo que la mujer de Mendelius está profundamente impactada y que desde entonces ha permanecido casi invisible. La hija cuida de la casa. El hijo dio una entrevista de prensa en la que manifestó que su padre se sentiría horrorizado si supiera lo que se está haciendo en su nombre. Declaró también que la tragedia estaba siendo manejada para crear un clima de venganza social.
—¿Manejada por quién?
—Por extremistas tanto de la derecha como de la izquierda.
—Nada de específica la declaración, ¿no le parece?
—Pero éstas —Drexel palmeó las fotografías dispersas sobre la mesa, éstas son terribles, peligrosamente específicas. Esto forma parte de la misma vieja, conocida magia negra de los manipuladores y de los demagogos.
—Creo que hay algo más que eso. —Jean Marie Barette se había vuelto súbitamente sombrío. —Es como si el demonio, que nunca deja de acechar al hombre, hubiera encontrado un foco privilegiado para su acción en esta pequeña ciudad de provincia. Mendelius es un hombre bueno. Y sin embargo, en esta hora de prueba de su vida, lo han transformado en héroe de esta fiesta de brujas. Todo esto forma parte de un humor macabro, Antón, y me atemoriza. Drexel le lanzó una aguda mirada de soslayo y comenzó a colocar nuevamente las fotografías en el sobre. Luego preguntó, con cuidada indiferencia.
—Y ahora que usted ha sido liberado y puede vivir anónimamente, ¿tiene algún plan en especial?
—Sí, planeo visitar a algunos viejos amigos, oír lo que tengan que contarme sobre este triste mundo, pero esperando siempre el momento en que me sea dado sentir el contacto de una mano, o escuchar la voz que me dirá adonde debo ir y lo que debo hacer. Comprendo que lo que le digo pueda parecer extraño, pero para mí es perfectamente natural. Soy el junco pensante de Pascal esperando por el viento que me doblegará al pasar.
—Pero enfrentado a este demonio —Drexel levantó y sacudió el sobre con las fotografías que yacían sobre el escritorio—, enfrentado a los otros demonios que sin duda seguirán a éste, ¿qué hará? No puede inclinarse ante todos los vientos, ni tampoco dejar sin respuesta todos los gritos llamándolo.
—Si Dios desea servirse de mi vagabunda voz, encontrará las palabras que deberé usar.
—Habla como un Iluminista —Drexel sonrió para quitar a sus palabras toda intención hiriente— y me siento feliz de que mis colegas de la Congregación no puedan oírlo.
—Al contrario, no deberá ocultar nada a sus colegas, y contarles esto. —En la respuesta de Jean Marie subyacía una acerada e implacable determinación—. Porque muy pronto ellos oirán el grito de batalla del Arcángel San Miguel: Quis sicut Deus? "¿Hay alguien semejante a Dios?" Y por muchos que sean los silogismos que sus colegas son capaces de manejar, me pregunto cuántos de ellos podrán enfrentar el desafío y encararse con el Anti-Cristo. ¿Alguno de los Hermanos del Silencio ha denunciado por casualidad los excesos que están ocurriendo en Tübingen y en otros lugares?
—Si lo han hecho —Drexel se alzó de hombros—, aquí no hemos sabido nada. Pero no debemos olvidar que ellos son hombres prudentes que siempre antes de hablar prefieren dejar que las pasiones se enfríen… De todos modos, usted y yo somos ya demasiado viejos para lamentarnos por las locuras de nuestras ovejas, y demasiado gastados también para intentar sanarlas. Y ahora, Jean, le ruego que me diga algo. La pregunta podrá parecerle impertinente, pero es importante para mí.
—Pregunte entonces.
—Usted tiene sesenta y seis años y ha llegado hasta el sitial más alto que un hombre puede llegar. Ahora se encuentra de regreso en un punto cero. No hay llamado alguno, ni futuro para usted. ¿Qué es lo que realmente desea?
—Lo único que deseo es que Dios me conceda la luz suficiente para percibir el sentido divino de este mundo loco y fe suficiente para seguir esa luz. Porque es ahí donde reside la raíz misma de todo el problema, ¿no es así? Fe para mover las montañas, para decirle al lisiado "Levántate y anda".
—Pero también necesitamos de algún amor para hacer tolerable esta oscuridad.
—Amén para eso —dijo suavemente Jean Marie—. Debo irme, Antón. Lo he hecho velar demasiado.