Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (11 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
6.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Al Museo de Historia Natural, al otro lado del parque, por favor —le dijo Pendergast al chófer. Mientras aceleraban y se internaban en el tráfico, se giró hacia O'Shaughnessy y preguntó—: ¿Cómo se aficiona a la ópera italiana un policía irlandés?

O'Shaughnessy se sobresaltó. ¿Él había dicho algo sobre ópera?

—Disimula mal sus pensamientos, sargento. He visto que, mientras miraba los dibujos de
El barbero de Sevilla
, con el índice derecho marcaba sin querer el compás del aria de Rosina, «Una voce poco fa».

O'Shaughnessy se le quedó mirando.

—Seguro que se cree un Sherlock Holmes.

—No es habitual encontrar a un policía aficionado a la ópera.

O'Shaughnessy le devolvió la pregunta.

—¿Y a usted? ¿También le gusta?

—La odio. La ópera era la televisión del siglo diecinueve: ruidosa, vulgar y chillona, con argumentos que sólo se pueden calificar de infantiles.

O'Shaughnessy sonrió por primera vez y negó con la cabeza.

—Sólo le digo una cosa, Pendergast: su capacidad de observación no es ni la mitad de infalible de lo que se cree. ¡Pero qué ignorante, por Dios!

Se le amplió la sonrisa, y vio que por la cara del agente del FBI pasaba fugazmente una expresión irritada. Por fin le había pillado.

4

Nora, ligeramente aliviada por no haberse equivocado de camino, cedió el paso a Pendergast y su acompañante, un policía bajito y muy serio, y entraron los tres en el archivo.

Justo después de entrar, Pendergast se detuvo y respiró hondo.

—¡ Aaah! Olor a historia. Empápese, sargento.

Levantó un poco las manos con los dedos extendidos, como si quisiera calentárselas con los documentos. Reinhart Puck se acercó moviendo la cabeza, se secó la calva reluciente con un pañuelo y se lo volvió a guardar en el bolsillo con poca maña. Daba la impresión de reaccionar a la presencia del agente del FBI con una mezcla de satisfacción y de inquietud.

—¡Doctor Pendergast! —dijo—. ¡Qué alegría! Me parece que no habíamos vuelto a vernos desde… a ver… desde los hechos del noventa y cinco. ¿Al final hizo el viaje a Tasmania?

—Pues sí. Gracias por acordarse. Y mis conocimientos sobre flora australiana han aumentado en la debida proporción.

—¿Y cómo anda el… mmm… su departamento?

—Estupendamente —dijo Pendergast—. Le presento al sargento O'Shaughnessy.

El policía, que estaba detrás, se adelantó, y Puck puso cara de contrariedad.

—¡Anda! Es que hay una regla… Los que no sean empleados del museo…

Yo respondo por él —dijo Pendergast tajantemente—. Es un miembro muy destacado de la policía de nuestra ciudad.

—Claro, claro —dijo Puck con mala cara, manipulando loscerrojos—. Bueno, pues van a tener que firmar. —Dio la espalda a la puerta—. Les presento al señor Gibbs.

Osear Gibbs saludó con un simple movimiento de la cabeza. Era un afroamericano bajo, macizo, sin vello en los brazos y con la cabeza casi rasurada al cero. Pese a su estatura, tenía un cuerpo de tal solidez que parecía tallado en madera maciza. Iba lleno de polvo, y se le notaba incómodo.

—El señor Gibbs ha tenido la amabilidad de dejarlo todo ordenado en la sala de consulta —dijo Puck—. Primero cumplimos los trámites, y después, si son tan amables, me acompañan.

Tras firmar en el registro, se internaron en la oscuridad, y Puck, que iba delante, volvió a iluminar el camino accionando la hilera de interruptores de marfil. Al término de una caminata que se les antojó interminable, llegaron a una puerta en la pared del fondo del archivo; la pared era blanca, y la puerta tenía una ventanilla de rejilla metálica y cristal. Puck, con gran estrépito de llaves, manipuló el cerrojo con dificultad y abrió la puerta para que pasara Nora. Ella entró, y al ver encenderse la luz estuvo a punto de gritar de sorpresa.

Las paredes estaban forradas de roble en toda su extensión, desde el suelo de mármol hasta el suntuoso techo rococó, lleno de molduras y dorados. El centro de la sala estaba ocupado por una serie de mesas de roble macizo rodeadas por sillas de la misma madera, con asientos y respaldos de cuero rojo. No había mesa sin su correspondiente araña de filigrana de cobre y cristal tallado. En dos de las mesas había un surtido de objetos heterogéneos. Otra estaba cubierta de cajas, libros y papeles. Al fondo de la sala había una chimenea muy grande, tapiada y con estructura de mármol rosado. La pátina de muchos años prestaba a todo un aspecto vetusto.

—¡Es increíble! —dijo Nora.

—En efecto —dijo Puck—. Una de las salas más bonitas del museo. Antes la investigación histórica era muy importante. —Suspiró—. Eran otros tiempos. Ya se sabe: O
tempo, o mores…
En fin. Por favor, saqúense de los bolsillos cualquier instrumento de escritura, y antes de manipular cualquier objeto pónganse los guantes de tela. Doctora, voy a tener que cogerle el maletín.

Dirigió una mirada de censura a la pistola y las esposas que colgaban del cinturón de O'Shaughnessy, pero no dijo nada.

Dejaron los bolígrafos y lápices en la bandeja indicada, y tanto Nora como los demás se pusieron los inmaculados guantes.

—Bueno, les dejo. Cuando hayan terminado avísenme por el teléfono, aquel de allá. La extensión es cuatro, dos, cuatro, cero. Si quieren fotocopias, o lo que sea, rellenen uno de esos formularios.

El ruido de cerrar la puerta dió paso al de una llave girando.

—¿Nos ha encerrado? —preguntó O'Shaughnessy.

Pendergast asintió.

—Es su obligación.

O'Shaughnessy volvió a internarse en la penumbra. Nora pensó que era una persona peculiar: callado, inescrutable y guapo, con esa belleza de los irlandeses morenos. Parecía que a Pendergast le caía simpático, mientras que el propio O'Shaughnessy daba la impresión de no tener simpatía por nadie.

El agente del FBI juntó las manos a la espalda y rodeó lentamente la primera mesa examinando todos los objetos. Tras someter la segunda mesa a la misma operación, se acercó a la tercera, la de los documentos.

—Ha dicho que había un inventario, ¿no? —le dijo a Nora.

Nora señaló el pagaré y la lista que había encontrado el día anterior. Pendergast la miró, se la quedó en la mano y repitió el circuito. Al llegar a un okapi disecado, asintió.

—Eso era de Shottum —dijo—. Y eso también. —Señaló con la cabeza la caja de pata de elefante—. Las tres fundas para el pene, el hueso peniano de ballena franca, la cabeza reducida de jíbaro… Todo de Shottum, en pago a la labor de McFadden. —Se agachó para examinar la cabeza reducida—. Falsa. Es de mono, no de hombre. —Miró a Nora—. Doctora Kelly, ¿me haría el favor de revisar los documentos mientras examino estos objetos?

Nora se sentó a la tercera mesa. Había una cajita con la correspondencia de Shottum, otra mucho mayor, y dos carpetas que por lo visto contenían los papeles de McFadden. Empezó abriendo la caja de Shottum, y se le confirmó el comentario de Puck sobre lo desordenada que estaba. Había pocas cartas, y casi todas en la misma línea: preguntas sobre clasificaciones e identificaciones, polémicas con otros científicos sobre cuestiones crípticas… Todo ello muy revelador de ciertos aspectos poco conocidos de la historia natural del siglo XIX, pero con escasa información sobre un crimen atroz del mismo período. Mientras leía la escasa correspondencia, empezó a formársele una imagen mental de J. C. Shottum, y no se correspondía con la de un asesino en serie. Parecía un individuo bastante inofensivo, quisquilloso, algo quejica, quizá, y muy sensible a las rivalidades académicas. Por lo visto, carecía de intereses al margen de la historia natural. Claro que nunca se sabe, pensó al pasar las páginas mohosas.

Como no encontraba nada de especial interés, pasó a las cajas de la correspondencia de Tinbury McFadden, que, además de ser mucho más grandes, estaban más ordenadas. Casi todo eran notas sobre una gran variedad de temas curiosos, y estaban escritas con letra muy pequeña, de fanático: listas de clasificaciones de plantas y animales, dibujos de flores (algunos francamente buenos)… Al fondo había un grueso fajo de correspondencia entre McFadden y varios científicos y coleccionistas, unido por una cordel que de tan viejo se partió al tocarlo. Nora fue mirando las cartas hasta llegar a las que habían intercambiado Shottum y McFadden. El encabezamiento de la primera era «Estimado colega».

Por la presente le envío una curiosa reliquia que supuestamente procede de la isla de Kut, en las costas de Indochina. Es de colmillo de morsa, y representa a un simio in coito con una diosa hindú. ¿Tendría usted la amabilidad de identificar la especie del simio?

Su colega, J. C.SHOTTUM

Extrajo la siguiente carta.

Querido colega:

En la última reunión del Lyceum, el profesor Bickmore presentó un fósil diciendo que se trataba de un crinoide de la era devoniana, de los Dolomitas de Montmorency. El profesor comete una grave equivocación. Ya demostró LaFleuve que los Dolomitas de Montmorency son pérmicos. Es necesario publicar una nota correctiva en el próximo boletín del Lyceum.

Echó un vistazo al resto. También había correspondencia con otras personas, un reducido círculo de científicos que compartían la misma orientación, y al que pertenecía Shottum. Se notaba que tenían mucho trato. Quizá uno de ellos fuera el asesino. No resultaba improbable, puesto que sólo podía tratarse de alguien con acceso al gabinete de Shottum; suponiendo, claro, que no fuera este último el culpable.

Empezó a confeccionar una lista de los corresponsales, y de las características de su trabajo. Se arriesgaba a estar perdiendo el tiempo, puesto que nada impedía que el asesino fuera el portero o el carbonero de la finca. Sin embargo, se acordó de las marcas de escalpelo en los huesos, precisas y profesionales, y de la naturaleza casi quirúrgica de los desmembramientos. No, estaba claro que era obra de un científico.

Sacó su libreta y empezó a tomar apuntes.

Cartas de y a Tinbury McFadden:

C
ORRESPONSAL
T
EMAS DE LA CORRESPONDENCIA
P
ROFESIÓN
F
ECHAS DE LA CORRESPONDENCIA
J. C. Shottum
Historia natural, antropología, el Lyceum
Propietario del Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales Shottum, Nueva York
1869-1881
Prof Albert Bickmore
El Lyceum el museo
Fundador del Museo de Historia Natural de Nueva York
1865-1878
Dr. Asa Stone Gilcrease
Pájaros
Ornitólogo, Nueva York
1875-1880
Sir Henry C. Throckmorton
Mamíferos africanos (caza mayor)
Coleccionista, explorador y deportista, Londres
1879-1880
Prof. Enoch Leng
Clasificación
Taxonomista y químico, Nueva York
1872-1881
Guenever Lareu
Misiones cristianas para Borrioboolan Gha, en el Congo
Filántropa, Nueva York
1870-1872
Dumont Burleigh
Fósiles de dinosaurios, el Lyceum
Petrolero y coleccionista, Cold Spring, Nueva York
1875-1881
Dr. Ferdinand Huntt
Antropología, arqueología
Cirujano y coleccionista, Oyster Bay, Long hland
1869-1879
Prof. Hiram Howlett
Reptiles y anfibios
Herpetólogo, Stormhaven, Maine
1871-1875

El penúltimo nombre le dio que pensar. Un cirujano. ¿Quién era el tal Ferdinand Huntt? Había varias cartas de su puño y letra, escritas con caligrafía grande y descuidada en un papel muy grueso, con una hermosa cimera en relieve. Las leyó.

Querido Tinbury:

Respecto a los odinga, sigue vigente la costumbre bárbara del parto masculino. Durante mi viaje al Volta gocé del privilegio, si así puede llamarse, de presenciar un alumbramiento. Por supuesto que no me dejaron intervenir, pero oí muy claramente los gritos del marido en el momento en que su esposa, con cada contracción, tiraba de la cuerda que le habían atado a los genitales. Después del parto le curé al pobre hombre las heridas (graves desgarros), y…

Querido Tinbury:

El falo de jade olmeca que le envío por la presente, procedente de La Venta, México, es para el museo, ya que tengo entendido que carecen ustedes de piezas de aquella cultura mexicana tan sumamente peculiar.

Nora siguió examinando el fajo de cartas, pero topó con la misma monotonía temática: descripciones de extrañas costumbres médicas observadas por Huntt en sus viajes por Centroamérica y África, y notas que, a juzgar por todos los indicios, habían acompañado el envío de piezas al museo. A Huntt se le apreciaba un interés morboso por las prácticas sexuales de los nativos, interés que, en opinión de Nora, le convertía en uno de los principales sospechosos.

Se giró de golpe, notando que tenía a alguien detrás. Era Pendergast, con las manos a la espalda y mirando los apuntes de Nora. Su expresión se había vuelto tan lúgubre, tan de mal agüero, que le dio escalofríos.

—Siempre me espía —dijo ella con un hilo de voz.

—¿Algo interesante?

Parecía una pregunta meramente formal. Tuvo la seguridad de que Pendergast ya había descubierto algo importante en la lista, algo espantoso, pero no le pareció que tuviese muchas ganas de contarlo.

—Así, a primera vista, no. ¿Le suena un tal doctor Ferdinand Huntt?

—Huntt —repitió Pendergast, tras unos instantes de silencio—. Sí, era de una familia importante. De los primeros mecenas del museo. —Se irguió—. Lo he examinado todo menos la caja de pata de elefante. ¿Me ayuda?

Nora le acompañó a la mesa donde estaban dispuestas las añejas, y francamente variopintas, colecciones de Tinbury McFadden. Los rasgos de Pendergast habían recuperado su habitual serenidad. El agente O'Shaughnessy emergió de la penumbra con expresión escéptica. Nora se preguntó por la naturaleza exacta de su vínculo con Pendergast.

Los tres miraban la pata de elefante, grande, grotesca y con cierres de metal dorado.

—Una pata de elefante —dijo O'Shaughnessy—. ¿Y qué?

—No, sargento, no es una simple pata —contestó Pender gast—; es una caja hecha con una pata de elefante. Un artículo bastante habitual entre los cazadores y los coleccionistas del siglo diecinueve. Esta es de calidad, aunque esté un poco gastada. —Se giró hacia Nora—. ¿Miramos qué contiene?

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
6.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tales of the Witch by Angela Zeman
The Last Execution by Jesper Wung-Sung
Tale of the Warrior Geisha by Margaret Dilloway
Under the Mercy Trees by Heather Newton
Historias de hombres casados by Marcelo Birmajer
The Hudson Diaries by Kara L. Barney
Mattie Mitchell by Gary Collins
The Buried Giant by Kazuo Ishiguro