Amerotke vio la mirada de dolor en los ojos de Dalifa.
—Yo no le amo. —La mujer extendió las manos en un gesto de súplica—. Era un hombre cruel, un matón. Mi señor, he encontrado el deseo de mi corazón. Compartiré mi herencia para quedarme con Paneb.
—La justicia del faraón no actuará deprisa —anunció Amerotke—. La esposa de un hombre es la esposa de un hombre.
Dalifa se tapó el rostro con las manos y rompió en sollozos.
—Pero, ¿de qué hombre? —añadió Amerotke con un tono zumbón—. Esto es lo que decidirá este tribunal. Y, hasta que lo haga, declaro cerrada la casa de Dalifa. La joven se alojará en la Sala de Reclusión del templo de Isis.
El juez se apresuró a mirar a Antef y, por segunda vez en aquella mañana, vio el deseo de matar en los ojos de otro hombre.
E
n las Tierras Rojas, el buitre de alas anchas, con las plumas encrespadas por la brisa del desierto, sobrevolaba como un heraldo de la muerte el pequeño oasis cercano a la inmensa Sala del Mundo Subterráneo. El buitre era capaz de adivinar el derramamiento de sangre antes incluso de que se hubiera producido. Experto en las cosas del desierto, siempre sobrevolando a los asesinos, el buitre había descubierto al devorador de hombres, al quebrantahuesos, que avanzaba con el vientre rozando la arena. El león acechaba a un buhonero que se había detenido en el oasis para dar de beber a su burro y lavarse la arena y la mugre de los ojos y la boca.
El buhonero, un antiguo soldado de Memfis, viajaba arriba y abajo a lo largo del Nilo, dedicado a la venta de anillos de cobre y otros adornos. No tenía la menor sospecha de que la muerte le acechaba. En realidad, no había ningún indicio. En el oasis todo estaba en calma. Las hojas de las palmeras, por encima de su cabeza, apenas si se movían con el aire ardiente que distorsionaba la visión del paisaje desierto. Sin embargo, el burro estaba inquieto. El hombre miró al buitre.
—Hoy no, gallina del faraón —masculló.
Se arrodilló en la orilla y bebió como los perros, mientras el agua le refrescaba el rostro. Cuando sació la sed, levantó la cabeza, abrió la bolsa de lino que había dejado sobre una roca a su lado y sacó un puñado de dátiles secos. El burro, un veterano de los caminos del desierto, permanecía atento con las orejas levantadas. De vez en cuando soltaba un rebuzno. El buhonero se puso en pie. Se ató el sucio pañuelo de forma tal que le tapara la nariz y la boca, y caminó hasta el límite del oasis.
¿Nómadas, moradores del desierto? se preguntó. Sin duda, los bandidos no vacilarían en atacar, pero el oasis no estaba lejos de la ciudad. Alzó la mirada: el buitre continuaba volando en círculos. El buhonero, cada vez más inquieto, se acercó al agua. Se sentó en cuclillas y escuchó con mucha atención. Recordó las historias de los demonios que vivían en el desierto: el bebedor de sangre, el picoteador de ojos, el devorador de carne. Tenía la boca seca, así que se quitó el pañuelo y una vez más sumergió la cabeza en el agua. Era tan agradable. Levantó la cabeza y miró en derredor. Por primera vez vio algo entre el oasis y el terrible laberinto. ¿Eran huesos? ¿Los restos de un carro? Parecía como si los que vivían en el desierto ya se hubieran llevado todo lo utilizable.
El buhonero se levantó. De pronto, el burro rebuznó aterrorizado. Diose la vuelta. El hombre se quedó paralizado de espanto, sin hacer caso de que el burro, que huyó al galope, estuvo a punto de derribarlo. Un enorme león de melena dorada había aparecido en medio de la nada. ¿Se trataba de un león o era Sekhmet el Destructor? La bestia parecía una estatua, con una garra apenas levantada y todo el cuerpo inmóvil. No se trataba de una visión, sino de un cazador avezado que se había movido contra el viento para que la presa no oliera su pestilencia. El buhonero no había visto nunca una fiera tan temible.
El león se agazapó. Era precavido. Había cazado hombres antes y conocía el peligro de la espada, la daga y el arco; sus flancos mostraban las huellas dejadas por tales armas. Sin embargo, sabía el miedo que provocaba. Una víctima que huía era una presa fácil. Abrió las fauces y rugió. El buhonero volvió a la vida y echó a correr, nunca había corrido tan rápido. Un segundo rugido rompió el silencio. El hombre miró fugazmente por encima del hombro, el león se había enredado en los bultos y los arneses que el buhonero había dejado en el suelo. Continuó corriendo. Ahora se encontraba a pleno sol y la arena le quemaba los pies y los tobillos, corrió hacia el laberinto. Conocía las historias y leyendas pero ¿qué otra cosa podía hacer? Volvió la cabeza; el león había iniciado la persecución.
El buhonero llegó a la entrada del laberinto, y casi agradeció la fresca umbría de los impresionantes bloques de piedra negra. No le importaba donde acabaría ni lo que haría; lo único que deseaba era perderse, ocultarse de la furia que rugía a sus espaldas. Se adentró cada vez más en el laberinto. Sabía por los sonidos que sonaban detrás de él que el león lo seguía. El hombre maldecía y jadeaba cada vez que, en su desesperada carrera, chocaba contra las paredes de piedra.
Por encima del cazador y la presa, el gran buitre esperaba; habría sangre, carne y huesos que comer; siempre era así con el devorador de hombres. El buitre veía a los dos participantes de la tragedia; aprovechó una corriente de aire para ascender, con las alas y la cabeza quietas y el cuello estirado. El carroñero dio un par de vueltas y bajó en picado pero, confuso, interrumpió la bajada y volvió a subir: no lo entendía. Cualquier presa, fuera un conejo o una gacela, se escondía en el primer hueco que le ofreciera refugio, pero esto era diferente. En el laberinto reinaba el silencio, ya no veía al buhonero que corría ni al león que lo perseguía. Era como si el cazador y la víctima se hubieran esfumado de la faz de la tierra. Nada: ni sonidos ni luchas. Sólo el laberinto, la Sala del Mundo Subterráneo que se extendía en silencio iluminado por los ardientes rayos del sol.
Amerotke, juez supremo de Tebas, miraba el suelo en la Sala de las Dos Verdades. Intentaba controlar su temperamento. En el espacio de unas pocas horas, le habían insultado, casi asesinado, y ahora este soldado arrogante se negaba a aceptar su veredicto. Antef, de rodillas ante el magistrado, lo miraba con los ojos encendidos de rabia. Amerotke inspiró con fuerza y alzó la mirada. Podía despedir a Antef…
—¿Eras oficial con los nakhtu-aa?
—Sí, mi señor.
—¿Y serviste en el regimiento de Anubis, a las órdenes del general Omendap, en la gran batalla contra los mitanni?
—Sí, mi señor.
—¿Qué edad tienes? —Amerotke intentó mantener la cortesía.
—Unos veintisiete veranos.
—¿Y tú, Dalifa?
—Acabó de pasar mi vigésimocuarto verano. Nací el…
Amerotke reclamó silencio con un ademán.
—¿Cuántos años lleváis casados? Al menos —señaló apresuradamente—, antes de que ocurriera todo esto.
—Nueve años —contestó Antef.
—¿Nueve años?
La curiosidad hizo que a Amerotke se le pasara el enojo. Estudió a Dalifa. Era muy bonita, con las mejillas suaves, el cuello esbelto, los pechos grandes y la cintura fina. Se arrodillaba con elegancia y le miraba tímidamente con sus grandes ojos sombreados por unas pestañas muy largas. Shufoy la llamaría una «golosina» o una «alegre compañera de cama». Paneb, el joven escriba y su nuevo marido, parecía muy inocente. El juez advirtió una momentánea expresión de astucia en el rostro de la muchacha. Sin duda había algún tipo de vínculo entre ella y Antef. Amerotke estaba decidido a descubrir qué era.
—Lleváis casados nueve años. ¿Fueron años felices? —preguntó el juez—. ¿Habéis estado en alguna ocasión ante un magistrado? ¿La policía ha acudido alguna vez a vuestra casa? ¿Vuestros parientes han intervenido alguna vez en alguna pelea?
—Mi único pariente —manifestó Dalifa en voz baja, con un pestañeo que a Amerotke le recordó cada vez más a una encantadora tórtola—, era mi pobre padre, que ha muerto.
—¿Y tú, Antef?
—No soy de Tebas, mi señor. Vengo del delta.
—¿Quiénes son tus parientes?
El magistrado advirtió la agitación de Dalifa, sólo un poco, cuando se acomodó en el almohadón, con los dedos en los labios. También Antef parecía desconcertado.
—¿Qué pasa? —preguntó Amerotke, cada vez más intrigado—. Antef, ¿no tienes parientes?
—Me trajo aquí una anciana tía, junto con mi hermano mellizo.
Amerotke lo miró fijamente. El público, los escribas, el director de su gabinete, los policías apostados en la puerta, captaron la impaciencia del juez y se movieron inquietos.
—Quiero que respondas a mis preguntas sin rodeos —manifestó Amerotke con un tono desabrido—. Dices que tienes un hermano mellizo. ¿Dónde está ahora?
—Mi señor. —Antef levantó las manos—. Llevo rato esperando en tu sala. He escuchado los rumores…
—¿Quieres hacer el favor de responder a mi pregunta?
—Tenía un hermano —respondió el soldado rápidamente—. Era un jugador, un manirroto. Me uní al regimiento. El se hizo albañil pero pasaba la mayor parte del tiempo en las tabernas y los prostíbulos de los muelles. Se metió en una discusión y aceptó una apuesta.
—¿Sí? ¿Cuál era la apuesta?
—Que atravesaría sano y salvo la Sala del Mundo Subterráneo.
Un sonoro suspiro colectivo resonó en la sala. Los escribas, con las tablas sobre las rodillas, se miraron los unos a los otros y sonrieron. Amerotke mantuvo el rostro impasible.
—¿Sabes algo de la Sala del Mundo Subterráneo?
—Sí, mi señor.
El juez supremo levantó una mano.
—No deseo que un caso se mezcle con otro. No quiero que me des una descripción o alguna explicación del laberinto, sólo quiero saber el resultado de la apuesta de tu hermano.
—Fue a la Sala del Mundo Subterráneo. Yo mismo lo llevé hasta allí al anochecer. Había dado mi palabra de oficial de que él lo atravesaría mientras yo le esperaba.
—¿Qué ocurrió?
Antef volvió a levantar las manos.
—Mi señor, no salió. Era el último de mi sangre. No entiendo que tiene que ver él con mi matrimonio.
—Sí, volvamos al tema de tu matrimonio —asintió Amerotke—. Llevas casado nueve años. ¿Has combatido con el ejército del faraón?
—Sí, mi señor, en campañas menores en las Tierras Rojas.
—¿Y en la batalla contra los mitanni?
—Aquello fue otra cosa.
—Si, lo fue —admitió Amerotke.
¿Cómo podía alguien olvidar aquella larga, sudorosa, y polvorienta marcha? La desesperación de Hatasu por conocer dónde estaba el ejército de los mitanni; la traición de algunas de las tropas egipcias. Hatasu, fiera e implacable como una pantera, había demostrado ser digna hija de su padre. Había aplastado al enemigo para después regresar a Tebas cubierta de gloria, pero no había ocurrido lo mismo con este hombre. Amerotke miró a la pareja con una expresión reflexiva la mano sobre los labios. Aquí ocurría algo muy, pero que muy extraño. Tenía delante a un joven soldado que se había cubierto de gloria pero que había perdido la memoria, y que había vagado por las ciudades de Egipto antes de regresar a Tebas, donde se había encontrado con que su esposa, convertida ahora en una mujer rica, estaba casada con otro hombre.
—¿Y tú, Dalifa? —Amerotke sonrió a la muchacha—. Repasemos lo que ha dicho tu marido.
—¡No es mi marido!
—¡Eso lo decidirá el tribunal! —replicó Amerotke, tajante—. Por lo tanto, regresemos a aquellos días frenéticos cuando el ejército salió de Tebas. ¿Le dijiste adiós a tu esposo? ¿Lo besaste con cariño?
La joven asintió.
—¿Le deseaste lo mejor? Por favor, responde.
—Sí, mi señor. Le deseé lo mejor.
—¿A qué templo fuiste a orar para que regresara sano y salvo? —prosiguió Amerotke, con un tono amable—. Ésa es la costumbre de las esposas de los soldados, ¿no es así?
—Mi padre me dio incienso para las oraciones —respondió Dalifa sin vacilar—. Hice una ofrenda en el templo de Osiris.
Amerotke no hizo caso de la sonrisa de Prenhoe.
—Ah, ¿fue allí donde conociste al joven Paneb? —preguntó el juez—. Aunque él es un escriba, y no un sacerdote.
—Estaba muy preocupada —manifestó Dalifa—. Quería saber dónde había ido el ejército. Él me enseñó los mapas. Fue muy amable conmigo.
El juez supremo miró ceñudo a los escribas, que se cubrían la boca con las manos para disimular las risas.
—Paneb —le sonrió al escriba—, ¿sabías que Dalifa era una mujer casada? ¿La esposa de uno de los valientes soldados del faraón?
El joven permaneció mudo.
—Se mostró muy correcto en su trato —señaló Dalifa.
—¿Cómo es posible? —replicó Amerotke—. Ahora es tu marido, al menos a tus ojos. Es verdad que es costumbre que la viuda se vuelva a casar, sobre todo si es joven y bonita como tú.
Dalifa le sonrió con una sonrisa tonta.
—Pero, ¿por qué tanta prisa?
—Esperé ansiosa tener noticias —contestó ella, llorosa—. Nos enteramos de la extraordinaria victoria de los ejércitos del faraón. Cuando el regimiento de Anubis acampó delante de las puertas de Tebas, me enteré de que Antef no había regresado con ellos. Un oficial me informó de que había muerto en combate.
Amerotke levantó una mano.
—Lo siento. ¿Te informaron con toda claridad de que tu marido había muerto? ¿O sea que encontraron un cadáver? ¿Dónde está ahora ese oficial?
Dalifa extendió las manos en un gesto de indefensión.
—No lo sé, mi señor.
El director del gabinete se levantó, con una hoja de papiro en la mano.
—Mi señor, tengo la lista de los muertos pertenecientes al regimiento de Anubis.
Amerotke asintió y el escriba se acercó para entregarle el papiro. Repasó la lista con mucha atención. Junto al nombre de Antef aparecía la inscripción: «Mutilado; muerto en combate.»
—¿Qué significa esto? ¿«Mutilado; muerto en combate.»?
—Describe el estado del cadáver, mi señor —respondió el escriba—. Como sabes, intentamos que todos nuestros muertos tuvieran un entierro honorable.
—Así que el cadáver de Antef fue identificado.
—Sí, mi señor. Hemos citado al médico del regimiento.
Amerotke tuvo que esperar mientras el médico, un individuo con una barriga impresionante, cruzaba la sala, con un abanico en una mano y un pequeño frasco de perfume en la otra; olía el perfume continuamente, como si encontrara al resto del mundo como algo sucio y contagioso. La tira de una de sus sandalias se había roto y a cada paso golpeaba sonoramente contra el suelo. Le hacía parecer un payaso. Miró alrededor con una expresión de furia al escuchar las risas ahogadas que saludaron su presencia. Se inclinó ante el juez que le señaló los cojines dispuestos para los testigos. El médico se sentó entre jadeos y resoplos. A Amerotke le resultó difícil imaginárselo marchando con el regimiento, que hubiera sido capaz de soportar el terrible azote del viento seco y ardiente, el resplandor del sol, las prisas y el terror de un ejército que se despliega para la batalla. Entonces recordó haberlo visto durante la campaña. Por supuesto, el médico no había dado ni un paso sino que lo habían llevado como si fuese un trofeo del regimiento en uno de los carros.