Lo que sé de los hombrecillos (8 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: Lo que sé de los hombrecillos
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Tras permanecer un buen rato en ese estado, dejándome ir de una habitación a otra, de un cuerpo a otro, cabría decir, como el que se balancea agradablemente en un columpio, apareció de súbito el hombrecillo, es decir, su mente, que se comunicó telepáticamente conmigo, como si volviéramos a ser dos. Y éramos dos, pero a la manera de unos siameses que compartieran el mismo aparato digestivo, el mismo hígado, los mismos pulmones, aunque no siempre el mismo cerebro, ni por tanto los mismos intereses. Dijo que había estado unos días fuera de la circulación debido a los efectos del tabaco que fumaba yo y de las copas de vino que me tomaba. Me disculpé por mis excesos, pero añadió que no me preocupara, pues le gustaban los efectos de la nicotina y el alcohol, hacia los que había desarrollado finalmente una tolerancia saludable. También agradeció que me hubiera masturbado en cuatro o cinco ocasiones utilizando para mis fantasías eróticas la imagen de mi esposa. Esto me turbó un poco, pues aunque era cierto que desde que dormía solo venía practicando el onanismo casi como cuando era joven, no se me había ocurrido pensar que estaba alguien más en el secreto.

—Para agradecerte todas estas experiencias, y para que las repitas en mi provecho — añadió el hombrecillo—, te voy a proporcionar yo una inolvidable.

Dicho esto, se levantó y salimos a la calle, que estaba desierta. Mientras recorríamos la ciudad, que tenía hermosos puentes de piedra sobre ríos domesticados, percibí en los ojos de mi siamés asimétrico un punto de excitación malsana. Al principio pensé que quizá me conducía a un prostíbulo de hombrecillos (¿cómo, si sólo tenían una mujercilla y era reina?). Enseguida comprendí que se trataba de algo peor.

18

Aquella manera errática de andar en medio de las sombras no era, en efecto, la del que se dirige a un burdel. Tampoco, me pareció, la del que busca una taberna o un casino. ¿Qué otras experiencias podría proporcionar la noche en una ciudad desierta, con todas sus puertas y postigos clausurados? ¿Quizá el simple placer del paseo a la luz de la luna? Tal vez sí, pensé ingenuamente, pues apreciaba la limpieza del aire que acariciaba mi piel y penetraba en mis pulmones, y de la que se beneficiaba también mi versión grande, cuyo cuerpo, sobre el diván del estudio, consumía con gusto el cigarrillo recién encendido. Aquellos dos sabores mezclados, el del tabaco rubio y el del aire oscuro, proporcionaban a mis dos extensiones tal grado de bienestar que sentí un arrebato de euforia física y mental inolvidable.

No duraría demasiado aquel estado de plenitud, ya que al dar la vuelta a una esquina, y en un instante en el que la cobertura mental entre el hombrecillo y yo alcanzó la intensidad de nuestros primeros días, comprendí de súbito que pensaba hacerme partícipe de una experiencia criminal.

—¿Qué experiencia es ésa de la que hablabas? —pregunté entonces.

—La que estás imaginando —dijo él—, vamos a matar a alguien, para que veas qué se siente.

—No quiero saber qué se siente al matar a alguien —protesté. —Tampoco querías beber ni fumar ni follar ni masturbarte...

Los pasos de mi siamés enano (y los míos por tanto) sonaban sobre el empedrado de un modo fúnebre y seductor, como esas canciones que a la vez de hundirnos en la melancolía nos elevan espiritualmente, espoleando nuestras capacidades creativas. Había también en aquel ritmo un eco como de música sacra, de cántico espiritual, de celebración religiosa relacionada con las postrimerías. Entonces, sin dejar de errar por aquellas calles estrechas, flanqueadas por edificios de piedra, abrí los ojos en mi versión gigante (sin que en esta ocasión se cerraran por eso en la otra) y apagué el cigarrillo, que estaba a punto de consumirse entre mis dedos. Del lado de acá, en fin, teníamos a un profesor de economía insomne; del lado de allá, a un asesino en busca de su víctima.

Comprendí que necesitaba un vaso de vino para afrontar aquella situación moral de la que no me era posible huir y que constituía también un peligro físico. De modo que mientras mi doble, conmigo en su interior, deambulaba por las calles de aquella extraña ciudad en busca de alguien a quien asesinar, fui a la cocina y me serví una copa con la que regresé a mi despacho para tumbarme de nuevo en el diván. Fue oler el vino y sentir la necesidad de encender otro Camel. Y así, fumando y bebiendo con uno de mis cuerpos, callejeaba con el otro por una ciudad desconocida, laberíntica y, por cierto, muy hermosa.

De súbito, se oyeron otros pasos procedentes de la calle perpendicular a la nuestra y que estábamos a punto de alcanzar. Con el corazón en la garganta, nos detuvimos en la esquina y esperamos la llegada del dueño de aquel taconeo rítmico. Toe tac, toe tac, toe tac, toe tac..., cada pie sonaba diferente, como si las suelas de los zapatos de uno y otro fueran distintas. Parecían los pasos de un bailarín, de un artista, más que los de un transeúnte. Pero tenían también algo del tableteo armonioso de las antiguas máquinas de escribir.

Vimos su sombra, muy alargada por la posición de la Luna, antes que su cuerpo. Se trataba de un hombrecillo casi idéntico a mi doble, quizá un poco más pálido, algo más consumido y de cejas color zanahoria. Sorprendido por nuestra presencia, se detuvo unos instantes, nos miró con expresión de alarma y emitió unos ultrasonidos, que no supe interpretar, antes de continuar su camino. Apenas nos dio la espalda nos lanzamos sobre él y pasando el brazo derecho por su cuello comenzamos a apretar mientras con el izquierdo intentábamos controlar sus manos. El hombrecillo pataleaba con una desesperación tal que por un momento pensé que se nos escapaba. De hecho, fue preciso añadir a la fuerza física de mi versión pequeña el ímpetu mental de mi versión grande, pues algo me decía que las consecuencias de dejar aquella faena a medias podrían resultar desastrosas.

En el transcurso de la pelea tuve la impresión de que sin dejar de ser formalmente un hombrecillo adquiría las habilidades de un insecto, quizá de un arácnido, y lo mismo ocurría con nuestra víctima. Así, mientras forcejeábamos, me vinieron a la cabeza las imágenes de una batalla a muerte entre una araña y un saltamontes a la que había asistido hacía años en el campo. El saltamontes, no muy grande, había caído en la red de la araña, que se apresuró a inmovilizarlo entre sus patas tanteando su cuerpo en busca del lugar adecuado para inocularle el veneno. El saltamontes, pese a que sus movimientos estaban ya muy limitados por la materia pegajosa de la tela y la presión mecánica de las patas de la araña, se defendía con una desesperación tranquila, si fuera compatible. Lo más sobrecogedor de aquella lucha era que se producía en medio de un silencio espeluznante y de una indiferencia total por parte de la naturaleza.

De ese modo animal luchaban los dos hombrecillos, uno de los cuales era yo. Nuestra víctima logró liberar de la presión a la que lo teníamos sometido el brazo derecho, que comenzó a agitar desordenadamente en el aire, como el ala de una mariposa medio engullida por una lagartija. Respondimos a ese movimiento, que podría hacernos perder el equilibrio y caer al suelo con consecuencias imprevisibles, aumentando la presión del brazo derecho sobre el cuello y sosteniendo con firmeza el brazo izquierdo de nuestra víctima. Pero la muerte o el desfallecimiento tardaban en llegar pese a que apenas ingresaba aire en los pulmones. Entonces, en un movimiento instintivo, y sin dejar de oprimirle el cuello, buscamos con la boca, debajo del ala del sombrero, una de sus orejas, en la que hincamos nuestros dientes, percibiendo, como cámara lenta, el crujido de los cartílagos y el sabor de su sangre. Es probable que nuestros dientes liberaran, en el acto de morder, alguna sustancia venenosa, pues el hombrecillo se aflojó de inmediato, como un traje sin cuerpo. Por razones de seguridad, mantuvimos durante unos instantes la presión sobre su cuello y luego, exhaustos, lo dejamos caer sobre la acera.

Mientras contemplábamos el cadáver, mi siamés moral me pidió telepáticamente que fumara y bebiera porque aquella combinación de tabaco, alcohol y crimen le resultaba (me resultaba en realidad) extrañamente placentera. Tras alejarnos del muerto, el hombrecillo y yo perdimos el contacto, de modo que me incorporé, ventilé la habitación, limpié el cenicero y la copa, regresé al dormitorio y me metí en la cama con los movimientos con los que una cucaracha grande se introduciría en una grieta.

19

Al poco de haberme embutido entre las sábanas, y como el sueño no acudiera en mi ayuda, apareció la desolación, el desconsuelo, la tristeza, quizá la realidad. Dios mío, habíamos matado a un hombre, a un hombre pequeño, sí, a un hombrecillo, pero dotado de los mismos órganos que yo, quizá de semejantes sentimientos. Y ello me había procurado un placer insano, una excitación morbosa, una delectación que ahora me repugnaba. Busqué alivio en la idea de que la víctima pertenecía a una especie que tenía algo de ovípara y con la que quizá en su estado embrionario podría haberme hecho ingenuamente una tortilla, pero eso —debido a la rigidez de mi constitución moral o al tamaño que adquieren los problemas por la noche— tampoco me calmó.

Por si fuera poco, al sentimiento de culpa se sumó enseguida el pánico a ser detenido por la policía de los hombrecillos, caso de existir. En aquel preciso instante uno de los dos (quizá los dos) había entrado en una zona de sombra y carecíamos de cobertura, de modo que ni yo sabía nada del hombrecillo ni el hombrecillo, cabía suponer, nada de mí, pero la comunicación podía restablecerse en cualquier momento, de manera gratuita. Si lo detuvieran, ¿de qué modo me afectaría, ya que soy un poco claustrofóbico, su falta de libertad? Y si en el mundo de los hombrecillos existiera la pena capital, ¿moriría en mi versión de hombre al ser ejecutado en la de hombrecillo?

Pasé el resto de la noche dando vueltas sobre mi estrecha cama, torturado por estas ideas, mientras mi mujer reposaba sosegadamente en la de al lado. Deseé que el hombrecillo no volviera a aparecer jamás. Imaginé que transcurrían dos, tres, cuatro, cinco años, y que la comunicación entre ambos continuaba interrumpida. Fantaseé con que recordaba lo sucedido como una pesadilla de la que había sido víctima en un tiempo remoto, pero que no constituía ya una amenaza para mi vida.

Pero el hombrecillo volvió casi antes de que terminara de formular este deseo. De súbito, en una de las ocasiones en las que cerré los ojos en mi cuerpo de hombre, los abrí en mi cuerpo de hombrecillo, y me vi corriendo con desesperación por aquellas calles estrechas (que ahora me recordaron las de Praga), perseguido por varios hombrecillos cuya carrera provocaba un zumbido semejante al del revoloteo de los insectos. Y aunque me faltaba la respiración y mis pulmones parecían a punto de reventar, corrí y corrí en medio de la noche hasta encontrar refugio en un portal abierto en el que me colé cerrando la puerta tras de mí. Todavía sufro al recordarlo, todavía jadeo. Jamás los pulsos de mis sienes estuvieron tan activos. Nunca antes me había dolido el cerebro por falta de oxígeno.

Agazapado en la oscuridad, escuché pasar de largo a nuestros perseguidores, que emitían por medio de sus ultrasonidos característicos expresiones de desconcierto. Pero no me parecieron policías, no en el sentido que damos a esta palabra en el mundo de los hombres grandes, sino un grupo de insectos de un enjambre distinto a aquel al que pertenecíamos el hombrecillo y yo, por el que tal vez se habían sentido amenazados. En otras palabras, no buscaban justicia, ni siquiera venganza, pues parecían ajenos a conceptos que implicaran una condición política o moral, sino que se defendían de un intruso al modo en que las avispas protegen su panal de los ataques de un enjambre extranjero. Quizá, pensé, en nuestro deambular por las calles nos habíamos introducido en un territorio ajeno.

En todo caso, la identificación que venía sintiendo con el mundo de los insectos desde la pelea a muerte con el otro hombrecillo provocaba curiosas sensaciones físicas en mi cuerpo de hombre grande. Así, al revolverme entre las sábanas en busca de una postura física que calmara mi inquietud, pensaba en mis brazos como «apéndices», tal como los libros de ciencias naturales se refieren a determinadas extremidades propias del mundo animal. No era todo: de vez en cuando, y por culpa sin duda del alcohol y la nicotina, me llegaba desde el vientre hasta la boca un jugo ácido que por alguna razón imaginaba que era propio del aparato digestivo de algunos escarabajos. La sugestión alcanzó tal grado que hube de salir de la cama para comprobar que continuaba siendo un hombre. Y lo era, era un hombre en toda mi extensión. Y en la cama de al lado dormía una mujer que era mujer de arriba abajo. Ninguno de los dos teníamos artejos o apéndices, sino brazos y piernas y dedos y falanges... Y sin embargo, la sensación de que participábamos de un modo u otro de ese territorio del mundo animal no me abandonaba.

Salí con cuidado del dormitorio, fui al cuarto de baño y, tras contemplar mi cuerpo en el espejo, me senté sobre la taza del retrete e intenté poner orden en mis emociones. No resultaba fácil, pues mientras permanecía en aquel extraño lugar (nunca un cuarto de baño me había parecido una construcción tan rara), en mi versión de hombrecillo bajaba ahora al sótano del edificio en el que me había ocultado, donde descubría una especie de cuarto de calderas y, en una de sus paredes, una enorme grieta que resultaba un escondite perfecto. El hombrecillo y yo decidimos ocultarnos en aquella grieta hasta que pasara el peligro, pero lo hicimos como sin opinión, sin llevar a cabo un juicio estimativo, por mero instinto, al modo en que una lagartija busca el refugio de una rendija al detectar un peligro. Pensé que sin perder mi forma de hombre en ninguna de mis dos versiones, estaba realizando un viaje sorprendente al mundo animal.

Una vez más calmado y más seguro (más calmados y más seguros, debería decir), regresé a la cama en mi versión de hombre grande con la idea de descansar un poco, incluso de dormir si fuera posible, pues apenas faltaban un par de horas para que sonara el despertador.

20

Pasó el tiempo y comenzó a amanecer en mi versión de hombre, de modo que me levanté de la cama y tras echar un vistazo a mi mujer, que dormía, fui directamente a la cocina para preparar el desayuno. Aturdido como me encontraba, abrí la ventana que daba al patio interior para respirar el aire de la mañana. En esto, una avispa se posó sobre las cuerdas de la ropa. Me pareció raro, por la época del año, e intenté comunicarme telepáticamente con ella sin resultado alguno. Entonces, la aparición de una sombra la espantó e inició ese vuelo errático característico de su especie. Levanté la vista y distinguí en la ventana de enfrente a mi vecina, la de los vinos, recién levantada también, que me hizo un gesto de saludo con la mano.

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