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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (26 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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Entiendo la impaciencia de mi marido, sé que tiene razón, tiendo a analizar en exceso el comportamiento de las personas que más quiero. Sueño con ellas, con peligros que pueden acecharlas, vivo con el temor de perderlas. Lo sé, aunque él se equivoca en un aspecto que me resulta trabajoso explicar porque temo que al verbalizarlo se reduzca a palabrería sentimental y no lo es en absoluto: no fui yo quien protegió al niño. O lo protegí, pero —no busco atormentarme— no en la medida en que debía. Fue él quien me protegió a mí, quien me sobreprotegió, porque en aquellos años en los que vivimos solos su presencia, siempre vigilante, atenta y correctora me obligó a sobrevivir.

El recuerdo todo lo literaturiza, lo sé, la nostalgia embellece lo perdido y crea símbolos donde no los hay, pero ese temor a la cursilería no debiera tampoco convertir en prosaico aquello que fue conmovedor. Recuerdo que íbamos un día de verano de camino a casa, uno de esos días desabridos de primeros de septiembre que anticipan la llegada del otoño. Corría un aire molesto que levantaba la tierra del parquecillo y nos la metía en los ojos. De pronto, un golpe seco de viento me levantó la falda hacia arriba, era una falda fruncida a la cintura que primero se hinchó como un globo y luego se levantó por completo. Yo me eché a reír a carcajadas porque no era capaz de controlarla, trataba de bajarla por un lado y se me levantaba por otro, miraba a mi alrededor y agradecía que no hubiera nadie más que nosotros en ese momento en la calle. Entonces noté sus brazos abrazando mis piernas, tratando de agarrar la falda para devolverla a su sitio. Pensé que se estaba riendo como yo, hasta que oí sus palabras entrecortadas por el llanto: «¡No te vueles, no te vueles!» Me agaché, ya despreocupada de estar con las piernas al aire, y le abracé. Le miré la cara. Estaba congestionado, llevaba en el rostro dibujado el terror. Lo llevé en brazos hasta casa y le besé la cara una y otra vez hasta que se le pasó el susto. Cómo explicarle a un niño que su pavor estaba injustificado, que es imposible que el viento arranque a su madre de la tierra.

Creo que nunca en la vida, nunca, he visto con más claridad en la mirada de alguien el miedo a la desaparición de un ser querido. Pude presenciar en toda su crudeza lo que para él hubiera sido que yo desapareciera. Me propuse tenerlo muy presente. Lo he tenido siempre muy presente.

Ahora, trece años después, soy yo quien debo protegerle. Aunque él se resista. Adelanté una semana la vuelta a España para mirarle a los ojos y pedirle que no rehuyera mis preguntas. «¿Qué haces todas las mañanas? ¿Deambulas solo? ¿Por qué? ¿Qué buscas? ¿Esperas a alguien? ¿Dices que vas a clase y no vas a clase?» Todos los hijos mentimos, pero todos los padres queremos que los hijos nos cuenten la verdad. No le he confesado a mi marido la razón por la que viajamos una semana antes de lo previsto. No quiero discutir sobre algo que aún no sé y que voy a tratar de averiguar.

Hace tres días me dejé caer en el sofá rendida a la caída de la tarde, con esa sensación de cansancio y suciedad imbatibles que dejan las mudanzas. Reposé la cabeza en un cojín y deseé que el tiempo se acortara hasta la llegada a Madrid. Cuando te rodean cajas de embalaje sabes que tu alma ya se está yendo hacia otro sitio.

Traté de concentrarme como tantos otros atardeceres en las vistas sobre el East River que habíamos disfrutado durante todo este año. Algunas tardes me sentaba con la intención de escribir en una silla escolar de un colegio público que encontramos tirada en un contenedor en Brooklyn. Bajo la bandeja que hacía las veces de mesa había una excrecencia de chicles que los años habían fundido con la madera y la formica. Tenía la ingenua ilusión de recuperar la ligereza de cuando tenía dieciséis años y me sentaba en los cafés para anotar en un cuaderno tres o cuatro ideas que habrían de crecer hasta convertirse en una novela impúdica y tremenda, con experiencias copiadas de otras novelas, ya que ni mi infancia, ni mi presente, ni tan siquiera la reciente muerte de mi madre me parecían literariamente memorables; pero no dio resultado. Ese rincón inspirador, el pupitre escolar y la vista imponente hacia el río desde aquella altura, no contribuyeron más que a la contemplación, y esos cuentos que pensaba escribir sobre los años más tormentosos de mi vida y que a menudo fluían en mi cabeza como si ya estuvieran escritos se quedaron en meros apuntes. La distancia de aquellos años y la experiencia de vivir en otro país no me han convertido en escritora como yo esperaba, me han faltado el coraje y la disciplina que tampoco tuve cuando todo el futuro estaba por delante. El abandono definitivo de un sueño juvenil produce también cierto alivio y así me he sentido yo finalmente, aliviada. Entre la vida y la invención de la vida, me tienta más perder el tiempo en la primera. Dejé la silla escolar y volví a mi mesa del cuarto de trabajo, a la luz del flexo; me resigné, creo que ya para siempre, a escribir mis guiones de encargo, que es lo único que sé hacer, trabajar bajo presión.

La perspectiva sobre el río no habría podido considerarse espectacular de no ser porque cualquier espacio lo es siempre que se mire desde una gran altura, y nosotros hemos vivido en un piso 27. Ante mis ojos, el gris plata del agua y el azul brumoso del cielo de mayo se confundían y parecía que el cielo se reflejara en el río y viceversa, dando una sensación de simetría acuática. Por lo demás, nada memorable, algunas chimeneas industriales, un antiguo cartel de fábrica desvaído que era la joya de la corona para nuestros ojos y algunas torres mostrencas. Sabía que algún día lo echaría de menos, que lo apreciaría más de lo que he sido capaz. De lo vivido, quedará la excitación que supuso la ciudad nueva, la vida inesperada, el rejuvenecimiento que propicia integrarse en otro mundo. Un esfuerzo que exalta y agota casi en la misma medida. Quedarán borrados, en cambio, en la caprichosa selección de la memoria, los tiempos muertos, las horas de soledad y ese recurrente «qué hago yo aquí» que se le viene a la mente al extranjero cada vez que se topa con un irritante contratiempo.

Fue entonces, mientras presentía lo que habría de ser la nostalgia futura, cuando caí en la cuenta del paquete que seguía sobre una de las cajas desde aquella mañana. Lo abrí. Había un libro primorosamente encuadernado en cuero y, en su primera página, una carta. La firmaba mi amiga María:

Querida amiga:

Mi padre murió hace un mes. Ha sido muy duro. De pronto pensé que era posible que nadie te lo hubiera dicho y me dio pena que no lo supieras, por el cariño que él te tenía y porque sé el cariño que tú nos tienes a nosotros. Ha muerto de un ataque al corazón, sin sufrir, en la cama, al lado de mi madre. No ha podido tener mejor muerte y no pudo tener mejor vida. Es su vida precisamente la que está escrita en este libro. En estos dos últimos años se compró un ordenador y se puso a escribir sus memorias. Como si previéramos su marcha, en su último cumpleaños se las entregamos editadas, con fotos en el centro, igual que si fuera un libro de verdad. Como apareces en ellas me hacía ilusión que las tuvieras. Verás que carece de estilo literario, el hombre no sabía más que certificar los hechos, ni los comentaba ni los juzgaba. Sus sentimientos quedan expresados de manera formularia, como si fuera uno de tantos balances técnicos que tuvo que redactar a lo largo de su vida. Es muy curioso que un hombre que fue tan cálido, generoso, amante de su familia, cariñoso siempre con los niños y que exteriorizaba tan frecuentemente sus afectos fuera incapaz de convertirlos en palabra escrita. Tal vez creyera que ése era el tono adecuado para unas memorias.

Te digo esto para que no te extrañes si cuando lees la página que te dedica (que está marcada) encuentras su descripción algo seca. No es falta de afecto, de todos nosotros habla con la misma parquedad.

Cuando vuelvas, llámame, me gustaría verte. A mi madre también. No sé de qué manera irrumpiste en nuestra vida pero nunca hemos dejado de tenerte presente.

Todo mi cariño,

María

Abrí las páginas centrales, donde se encontraban las fotos: los padres, muy jóvenes, en los años cincuenta, con un físico peculiar, poco habitual para una pareja española: ella, bajita, con la cara mofletuda, melena rizada y un aire a Shelley Winters; él, muy alto, delgado pero de gran envergadura ósea, con una barbilla cuadrada que le ennoblece la cara y le hace parecer un ejecutivo americano. Hay muchas fotos de obras públicas, de oficinas, del padre dibujando planos en una gran mesa de dibujo, de niños pequeños luciendo el casco que el padre llevaba para la supervisión de las obras. Hay imágenes de bautizos y de abuelos con nietos e, inesperadamente, distingo la cocina en la que comí tantas veces. En ella, sentados a la mesa de formica, todos los hermanos comiendo, y entre ellos, yo. Debemos de tener cinco o seis años. Llevamos la servilleta anudada al cuello y comemos una sopa de fideos con pollo en platos de Duralex. Yo le hago un gesto de burla al fotógrafo.

Ese inesperado salto en el tiempo me conmovió enormemente. Verme en una foto que no conocía, tan pequeña, tan integrada entre mis amigos de infancia, me trajo intacta la felicidad de esos años en aquel campo agreste de una sierra pobre, carente de voluptuosidad vegetal o belleza salvo las que le otorgaban la misma nada y esa inmensa obra pública, el pantano aún vacío, que era como un gran mordisco en la tierra detrás de mi casa. Los niños nos asomábamos temerariamente al socavón, con vértigo y curiosidad, hasta que mi padre mandó colocar una precaria valla metálica.

La vida al aire libre de los niños, que corríamos sin control de la mañana a la noche; la amistad diplomática de las madres, que se aplicaban en llevarse bien por ser todas esposas de empleados; la extraña disposición de aquel universo artificial. Todo era conservador, repetido y previsible para la imaginación de un niño. Los obreros solteros viviendo en barracones, los obreros con familia en bloques, los cargos medios en chalets de una planta, los ingenieros en casas inmensas. La vida resumida y estratificada de los adultos; la vida más democrática de los niños, que íbamos en tropel a la misma escuela. Y el polvo permanente que levantaban los camiones transportando a los obreros a la presa a primera hora de la mañana y devolviéndolos a sus barracones a la noche. El ruido de los barrenos al atardecer o el anuncio, no infrecuente, de algún obrero muerto en el tajo.

Abrí por la página señalada y me encontré con las palabras de Eduardo, el padre:

Como solíamos hacer en todos los traslados, Marina y yo llegamos antes que los niños para preparar la casa. Estábamos en plena faena colocando los muebles cuando detrás del camión de mudanzas vimos a una niña de unos cinco años, que se nos presentó con mucho desparpajo. Sus padres le habían dicho que a nuestro chalet estaba a punto de llegar una familia con cuatro niños. Marina la invitó a unas galletas y un vaso de leche y la cría se presentó todas las mañanas de aquel mes de julio hasta que llegaron mis hijos. Durante cuatro años pasó más tiempo en nuestra casa que en la suya y le tomamos un enorme afecto. Es hoy una célebre guionista.

No recuerdo si salí de detrás de un camión de mudanzas. Yo creo que no fue así. Llamé al timbre una mañana en que estaba Marina sola. Me presenté muy formalmente y pregunté por los niños, de los que había planeado, con la determinación de la niña sociable que era, ser amiga de inmediato. Me senté en la cocina y esa madre, Marina, cálida y atenta a las palabras de los niños como pocas personas que he conocido en la vida, me escuchó con una sonrisa, me hizo preguntas con un interés que jamás había percibido hacia mi persona y me dijo que volviera cuando quisiera. Y yo volví, eso es verdad, volví todos los días hasta que los niños llegaron y fueron, como yo había previsto, mis amigos.

De esta vida errante en la que he ido perdiendo casi todo, muebles, cartas, fotos y amistades, ahí están ellos, manteniéndome como en esa foto, en lo mejor de mí misma: determinada a hacer amigos, con una tendencia enfermiza al juego, a la risa repentina y a la fragilidad también. «Quien no te vea frágil», me dijo María la última vez que me vio, «es que no te conoce».

La evocación de sus padres, tan queridos para mí, la foto de los niños comiendo fideos, me devolvió involuntariamente a la memoria un episodio que por lo vergonzoso que me resulta he mantenido olvidado en algún lugar remoto del recuerdo. Sólo he hablado muy por encima de él a mi marido, a quien me creí en la obligación de contárselo en los primeros momentos confesionales del noviazgo. Por fortuna él a menudo se muestra prudente o, sospecho, poco curioso, y no manifestó mucho interés en conocer los detalles. Yo me quedé con la tranquilizadora sensación de haberle confesado quién era yo, como si la verdadera esencia de uno estuviera más en lo que nos resulta vergonzoso que en aquello que nos enorgullece.

Abro los ojos y me veo en una camilla. Tengo la boca tan abierta que creo que se me puede desgarrar por las comisuras. No puedo cerrarla, ni tragar saliva, me lo impide un tubo que entrando por la boca me cruza el cuerpo. Aún no sé por qué estoy aquí, el recuerdo se va despertando de manera más lenta que la sensación de dolor. Una enfermera se me acerca, pone una mano sobre mi frente y con la otra extrae el tubo. Tengo la lengua de esparto, ganas de toser, pero no encuentro las fuerzas para hacerlo porque perdura la sensación de que el tubo sigue dentro, arañándome el interior del pecho. Veo su cara, la de Alberto. Veo su cara cuando se me acerca como si me fuera a besar, pero no, se acerca porque habla en voz muy baja. Me pregunta, «¿Cómo estás?». Yo no digo nada, cierro los ojos. Siento su mano en la mía. Un momento tan breve que antes de que me haya dado tiempo a abrir la mía para tomar la suya la ha retirado. Aún no han comenzado a rondar en mi cabeza ni las preguntas ni las dudas. No me inquieta saber ni qué hago aquí ni quién me ha traído. No tengo tampoco una necesidad perentoria de saber dónde estoy. Noto su aliento. Su aliento familiar, el mismo de quien me dijo, «Te voy a dejar, aunque te quiero, te tengo que dejar»; el mismo aliento que me llegaba entrecortado al oído la noche de agosto en que concebimos al niño.

Como el que se despierta de una anestesia y empieza a sentir conciencia del propio cuerpo dolorido por una brutal agresión, voy notando cómo la saliva entra por mi garganta hinchada.

—Quiero agua —le digo—.

—Voy a ver si consigo un vaso —dice.

Se va. Se va pero vuelve enseguida. Se le ha olvidado algo.

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