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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (18 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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—¿Te duele?

—Casi nada.

—¿Ha sido muy desagradable?

—Ha sido desagradable, claro, pero lo bueno que tiene el dolor físico es que una vez que desaparece no se puede recordar. Se recuerda que ha dolido pero no se siente de nuevo el dolor, así que ya está.

—Podía haber entrado contigo al médico… Pero cuando volví a la sala de espera ya te tenían en el quirófano.

—Bah, da igual. Fueron sólo dos o tres preguntas.

—¿Cuáles?

—La que me esperaba, que por qué había tomado la decisión y todo eso —sabía que no me dejaría escaparme con las respuestas a medias, así que opté por acabar cuanto antes—. Que por qué me había quedado embarazada.

—Y le dijiste…

—Le dije que no estoy pasando una buena época, que no tengo la cabeza en mi sitio.

—Ya…

—Y entonces me dijo que el hecho de haberme quedado embarazada y abortar podía agravar mi estado de ánimo. La subida y bajada de hormonas… Que aun estando inmersa en una depresión hay que ser consciente de las consecuencias de nuestros actos.

—¿Le contestaste algo?

—Pude haberle dicho que precisamente porque dicen que sufro una depresión no mido como debiera las consecuencias de mis actos, que si estuviera en mis cabales no me pasarían cosas así, pero me contuve.

—Lo dices como si estuvieras loca.

—Y creo que lo estoy. No creo que esto que yo tengo, porque algo tengo, se llame depresión. ¿Estoy deprimida? ¿Tú crees que estaba deprimida el otro día cuando cantábamos mientras jugábamos al billar? ¿Estoy deprimida cada mañana, cuando me levanto a las tres y media, me ducho, me pinto y bajo al taxi para marcharme a la radio? ¿Estoy deprimida cuando espero a Gabi en la puerta y le llevo un huevo Kinder los viernes y le digo que cierre los ojos y se lo encuentra en el bolsillo de la chupa? ¿Estoy deprimida cuando, aun estando agotada por el horario, me quedo por las terrazas del parque con los padres de otros niños tomando cañas? ¿Está deprimido alguien que presenta un programa de humor, que se pasa la vida inventando diálogos chispeantes para que la gente se ría? ¿Es compatible eso con la depresión? Alguien que esté deprimido no puede con todo ese esfuerzo. No tiene energía para ser amable ni para ser simpático, ni para follar, ni para estar impaciente porque todo cambie de una puta vez, que cambie, que algo cambie. No, no se llama depresión. Depresión fue el nombre que le dio un médico del seguro porque no tendría ni tiempo ni ganas de entrar en detalles y yo tampoco tengo tiempo ni ganas ni dinero para someterme a una terapia de años. No es depresión. Tengo la sensación de estar a merced de una ventisca, de un tipo de inconsciencia que va y viene, que no es permanente y que cuando aparece lo que busca o lo que busco con furia es hacerme daño, cuanto más mejor. Pero no le dije nada de esto al médico, claro, no era el momento de discutir eso con alguien que trataba de justificar en un informe que yo abortaba por razones psicológicas. ¿Qué más da cuál fuera la razón? Él estaba haciendo su trabajo, y yo quería acabar cuanto antes.

Su mano se deslizó por la mesa y buscó la mía. Cualquiera hubiera pensado que era una manera de dar por concluida la recapitulación de la experiencia, pero yo sabía que no. Lo conocía, me conocía. Por muy extemporáneo que pareciera en ese momento no íbamos a renunciar a hacernos daño.

—Dime, ¿en calidad de qué iba yo esta mañana acompañándote?

—Tampoco es el momento ahora para eso.

—No quisiste presentarme como tu pareja.

—Ay, no sé si somos pareja. Es algo de lo que nunca hemos hablado. Salimos, nos divertimos, nos acostamos. Si te hubiera presentado como «mi novio» hubiera sido la primera vez en referirme a ti de esa manera y nos habría sonado extraño a los dos.

—¿No será que no sabías si el hijo era mío?

—¿Hijo, qué hijo? ¿De qué coño estás hablando?

—Feto, ¿prefieres que diga feto?

—Vete a la mierda. ¿Qué pruebas querías aparte de lo que yo te dije? Te dije que sinceramente creía que era tuyo.

—Creer no significa estar segura.

—¿Y qué debería haber hecho? ¿Probártelo de alguna manera? Yo estaré loca, te lo acabo de decir, no soy dueña de mis actos, pero escúchame, tú eres un acomplejado.

—Un acomplejado.

—Sí, y por alguna razón que no acabo de entender yo aumento tus complejos. No deseo hacerlo, pero te despierto tus antiguos complejos.

—¿De qué me estás hablando?

—No sé cuál es la naturaleza de esos complejos, pero los tienes y lo sabes muy bien.

—Dímelo, ¿en qué los notas? ¿Complejo de inferioridad? ¿De hijo de chulo de barrio?

—Eso lo estás diciendo tú, no lo pongas en mi boca. No te has atrevido en todo este tiempo a decirme que querías ser mi pareja, ¿a qué viene esto ahora, hoy, precisamente, cuando deberías estar tratándome con un poco más de respeto?

—Te trato con respeto, eres tú la que no me has respetado. Te daba vergüenza presentarme como tu pareja.

—¿Te sale el orgullo herido en una sala de espera de un centro abortista? Míratelo, porque lo tuyo es serio. Guárdate el orgullo para otras ocasiones. Me voy.

Su mano me agarró el brazo con fuerza, como si no le importara hacerme daño en su desesperado deseo de retenerme.

—Suéltame, ¿quién te has creído tú que eres?

Cuando aquella tarde llegué a buscar a Gabi encontré a mi hermana en el banco del parque, vigilando los juegos de los niños. Me dijo: «Estás muy pálida.» Y yo le dije: «¿Y qué color quieres que tenga?, me levanto muy temprano.» Miré al frente, a Gabi, que, como siempre que yo le dejaba a dormir en casa de alguien, hacía como que no advertía mi presencia. Su pequeña venganza.

Años más tarde dejé de interpretar cualquier pregunta personal de mi familia como una censura sobre mi vida, pero en aquella época aún entendía cualquier comentario como una agresión, a la manera en la que reaccionan los adolescentes. Mi hermana me confesó que por aquel entonces soñaba con frecuencia conmigo o, para ser más exactos, que yo solía protagonizar sus pesadillas. Mi delgadez extrema y los peligros de la época la llevaron a pensar que era drogadicta. Cuando me lo dijo, me sentí avergonzada retrospectivamente. Ella, entregada a su marido y a sus hijos, era tan ajena al mundo con el que yo me enfrentaba a diario, el de la precariedad emocional y la maternidad atribulada, que sólo podía imaginar lo peor. Siempre hubo dos mundos, el de los que se acuestan temprano y el de los que se acuestan tarde. Yo vivía, exhausta, en mi condición de madre joven, manteniendo un imposible equilibrio entre los dos.

Pero podía haberlo sido, drogadicta, sí, y ella estar en lo cierto. Si indago en mi pasado, si trato de hallar las razones por las que las cosas fueron así y no acabaron fatal, tal vez encuentre que, a pesar de haber padecido la sensación de que el suelo se movía bajo mis pies y sólo podía tratar de hacer equilibrios para no caerme, había en mí una cepa de autoprotección muy resistente que me salvó de mí misma.

Unos meses antes de reencontrarme con Jabato había salido durante un mes con otro amigo del barrio, Jorge. Jorge era cinco años mayor que yo y había abandonado la militancia política en el Partido (Comunista) por la heroína. Era un heroinómano distinguido. No se pinchó jamás, esnifaba y tenía como camello a un antiguo compañero de colegio, también otro querido amigo nuestro, que moriría poco tiempo más tarde. Jorge vivía con su novia, una profesional que se ganaba la vida como correctora de estilo en una editorial. Ella era quien, fundamentalmente, llevaba el dinero a casa. Se pulían el sueldo por las noches. El amigo llamaba al telefonillo, Jorge bajaba y allí mismo en el portal hacían el intercambio. Se jactaba de no dejarlo subir a casa en los últimos tiempos por estar el amigo sucio, deteriorado, por venir del infierno. Yo apreciaba en su comentario un indisimulado desprecio de clase: el del que recibía la heroína en casa hacia el que la buscaba en los poblados. Los dos habían partido de la misma clase media acomodada, pero la droga les había separado en su particular escala social: a uno le llegaba la heroína hasta la puerta; el otro se manchaba de barro, ponía su vida en peligro y se la pinchaba en vena y a la intemperie. Uno, Jorge, se recuperó; el otro murió, para alivio de sus desesperados padres y, por una bendita casualidad, en su propia cama.

Cuando yo anduve con él estaba aún en uno de sus intentos infructuosos de desenganche. Como casi cualquier yonqui que está en proceso de desintoxicación, no hablaba más que de la droga que estaba intentando abandonar. Se diría que tuviera que rendirle un homenaje constante. Evocaba a su novia, que ahora estaba en una granja, idealizaba los atardeceres que pasaban en la cama, adormecidos pero con un espejismo permanente de lucidez. Creo que él me veía vulgar. No era nada personal, sino la tendencia natural del adicto a despreciar las emociones de una vida corriente como era para él la mía. Pero no fue esa arrogancia, difícilmente disimulada por su continuo sarcasmo, lo que me echó para atrás en nuestra relación; porque yo, aun aburriéndome, conservaba la inercia juvenil a admirar aquello que sabía que no estaba a mi alcance: la fe en una ideología, la fe, cualquier fe absoluta, aunque estuviera absurdamente puesta en una diosa como la heroína.

No fue el desprecio, el habitual desprecio de los adictos hacia los que no lo son, ni el sarcasmo que desplegaba hacia mis cosas, hacia mis libros, lo que me llevó a reaccionar y alejarme de él. «¡Ja, la literatura! La literatura es un engaño, nada puede penetrar en el corazón de la manera en que lo hace la música», decía, y yo lo sentía como la impostura de alguien que quiere olvidar que fue brillante en los estudios, que tal vez lo seguía siendo y seguramente habría leído ya el libro que yo tenía sobre la mesa; tampoco me apartó de él ese empeño suyo en demostrarme que su desintoxicación sólo le conduciría a la vulgaridad en la que los demás nos consumíamos. No fue la incomodidad que me produjo el que una noche desplegara el polvo blanco sobre la mesa de la cocina y comenzara a golpearlo con una tarjeta. «Aquí no, preferiría que aquí no sacaras eso», le dije. «No es heroína, es coca.» Aquella excusa estúpida me dejó sin palabras.

Siendo, digo, cada una de esas razones más que suficiente para considerar un disparate nuestra relación, lo que me llevó a dejar de frecuentarle fue algo más simple: una tarde, yendo yo camino de la guardería, lo encontré sentado en una terraza. Me dijo, «Quédate». Le dije, «No, que llego tarde». Sin entender muy bien por qué, me siguió. Me siguió y esperó tras la verja, mirando la salida de los niños torvamente, como uno de esos novios sombríos que no quieren mostrar interés alguno por un hijo que no es suyo. Gabi salió de la mano de su maestra. Apreté su cara fresca y húmeda contra la mía. Sus manos me agarraron la cara para darme un beso en los labios, haciéndome aspirar de pronto la intensa riqueza del olor preescolar.

Le tomé de la mano y echamos a andar por el parque hacia casa. Jorge nos seguía a un metro de distancia. Yo trataba de que algún tipo de comunicación surgiera entre ellos. Le hablaba a Gabi de aquel tiempo en que ese amigo iba con los tíos y conmigo a la escuela. El niño se detuvo y, como si quisiera reconocerle la familiaridad que yo le otorgaba, le tendió la mano. Se volvió y le tendió la mano. El tipo la miró un momento, me miró luego a mí y soltó una risa estúpida que contenía su total desprecio por el mundo. Se metió las manos en los bolsillos y emprendió de nuevo el paso. El niño se quedó desconcertado. Probablemente era la primera vez que un adulto le negaba la mano.

Nos despedimos a los pocos minutos. No volví a contestar a sus llamadas ni le vi de nuevo hasta algunos años más tarde, en la sección infantil de unos grandes almacenes. Él llevaba entonces un crío pequeño de la mano. Estaba mucho más gordo, casi calvo, tenía buen color y parecía un padre corriente, sin signos de haber vivido un pasado turbio. Ante mi presencia debió de sentir una antigua vergüenza y su despreciable desprecio volvió a enfriarle el corazón por un momento porque apartó a su hijo ligeramente. El niño se resistió y le abrazó las piernas, acostumbrado sin duda como estaba a no ser rechazado.

Cuánto nos ampara de la mediocridad sentimental tener la obligación de proteger a un ser más vulnerable, a un hijo.

Gabi se me quedó dormido en el sofá, con mis muslos como almohada. Yo le acariciaba el pelo, sentía el peso de su cuerpo abandonado por completo al sueño tranquilo velado por la madre. Sonó el teléfono y me lancé a responder para que no se despertara. Era mi hermana.

—No busques más, anda —me dijo—, que lo tengo yo.

—¿El qué?

—El bolso, lo tengo yo.

—El bolso… —miré a un lado y a otro del salón.

—Ni sabías que lo habías perdido.

—No, no me había dado cuenta.

—¿Y cómo entras a tu casa?

—Las llaves las llevo en el bolsillo.

—No sabes la suerte que tienes. Te lo dejaste en la acera, en el suelo. Lo vigilaron durante un rato los comerciantes de la avenida, por si volvía la dueña, pero como nadie daba señales de vida, lo recogieron, buscaron en la agenda y dieron conmigo.

—Vaya…

—¿Cómo puedes volver a casa sin darte cuenta de que no llevas el bolso?

—Yo qué sé… —De pronto, volvió el momento concreto: el lento ascenso por la avenida. Gabi despistado, cansado, irritante. Sus cordones desatados y yo agachándome, y dejando, imagino, el bolso en el suelo.

—Tienes una bolsa de la farmacia.

—Ya, ya lo sé —dije secamente.

—¿Te pasa algo?

—No, no, son antibióticos. Tengo una pequeña infección.

—¿Una infección?

—Sí, vaginal… —le dije por si leía el prospecto—, pero nada importante.

—¿Seguro?

—Sí, claro, seguro.

—¿No te harán falta esta noche?

—No, no, ya me paso mañana a recogerlos.

Cargué con Gabi hasta mi cama. Cinco años ya, unos veinte kilos. Aunque a mitad de la noche siempre se colaba en mi habitación, hoy era yo quien no quería dormir sola. Supe que era consciente de dónde le tumbaba porque se le dibujó una sonrisa de entrega, de felicidad. No estaba del todo dormido. Me acosté con él. La persiana dibujaba rayas en las paredes de la habitación. Aquel dibujo de luces y sombras siempre me calmaba el ánimo, me ayudaba a hacer el amor, se prestaba a las confidencias o me consolaba el sentimiento de soledad. Esa noche, la dulzura de los grises y los ocres despertó en mí la conciencia del tremendo cansancio acumulado durante el día. Comencé a sentir dolor en las piernas. La consecuencia de haber tenido los músculos en tensión en aquella postura innoble en la que se tienen hijos y en la que se pierden. Una quemazón me invadió el bajo vientre con la misma intensidad con que duelen las menstruaciones a los quince años. Parecía que todo en mí hubiera empezado a despertar, incluso el recuerdo de aquel aparato que entró en mi cuerpo y aspiró violentamente lo que allí se gestaba desde hacía dos meses. No había optado por la anestesia general y no fue por una cuestión económica. Siendo yo tan temerosa del dolor físico no encuentro la razón por la que preferí someterme a la intervención con plena lucidez. Tal vez fuera una manera de infligirme un castigo. Hay razones que la memoria pierde.

BOOK: Lo que me queda por vivir
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