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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (12 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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—No te extrañe que dentro de unos días te llame y me plante en Madrid para acabar con esto de una puta vez. Sin que él se entere, claro, porque si se entera, encima, me mata.

Procuré que no nos cruzáramos la mirada, porque estaba segura de que no lo haría, que no acabaría con
eso
, como dijo, que dentro de un año, cuando tuviese a su nuevo hijo en brazos, pagaría lo que fuera por no haber pronunciado esas palabras y hasta podría llegar a detestar a quien las hubiera escuchado, como un acto de amor a ese niño que ya será una presencia insustituible en su vida.

Toda la conversación giró en torno a ella, no exactamente a sus sentimientos, que se han enrocado de no expresarlos, sino a los pequeños actos que conforman el presente. Es algo de lo que he sido consciente estos días, he visitado las casas de mis tías, de tías segundas, de vecinas de mis tías, y he temido en cada conversación que me preguntaran algo verdaderamente comprometido, algo tan simple como, «¿Por qué has venido sin tu marido?». Pero no lo han hecho, nadie, y ahora me doy cuenta de que nunca lo hacen: las novedades de un mundo ajeno no les interesan demasiado y prefieren eludir esas confidencias que pudieran alterar la idea que quieren tener de ti.

—¿Y tú, qué? —pregunta al fin Marisol, como considerando que es inevitable enfrentarse en algún momento a esa pregunta.

—Bah, bien, como siempre.

Cuando se acabaron las cenas y la clientela ya sólo pedía copas para acompañar los juegos de cartas o por pereza de irse a casa, nos fuimos al balcón de la buhardilla. Echamos un vistazo al sueño de sus críos. Pensé en el mío, que estaría durmiendo arrimado a la tía, entregado al sueño contra su voluntad, porque ella le habría contado un cuento tras otro, como hacía conmigo. Imaginé a mi hijo abrazado a ella y ese pensamiento tuvo sobre mí un efecto tranquilizador. Sentimientos paradójicos del amor maternal: el disfrute de dejar a tu hijo en unos brazos que lo han de proteger hasta de ti misma.

Ya en el balcón, enfrentadas a la espesura de una oscuridad sin luna que caía como un manto sobre los tejados que descienden, apoyados unos sobre otros, hasta la vega y el río, Marisol sacó del bolsillo del vaquero una china y empezó a liarse un porro. Estábamos sentadas en el suelo, disfrutando del contacto de las baldosas aún calientes tras un día de sol de agosto. Ella se descalzó y cruzó las piernas, y así, iluminada por la luz pobre del farolillo que colgaba encima de la puerta, quedó camuflado el desgaste que la insatisfacción más que el tiempo había provocado en su cuerpo. El rostro volvió a ser el mismo, idéntico, los gestos los mismos que los de la muchacha temeraria que planeaba vivir en Valencia o en Madrid.

—A Pedro no le gusta que fume canutos cuando él no está, pero yo me harto de esperarle y alguno cae. La semana es muy larga y estoy muy sola… Se cree el bobo que es él quien trae el hachís a esta casa. Qué inocente, en el fondo. Si hay algo que sobra ahora mismo en este pueblo son camellos —dibujaba anillos con el humo y soltaba el resto en un hilo fino, mirando al cielo lenta, sensualmente, como si cada calada tuviera la capacidad de trasladarla un paso atrás, y otro, y otro, hasta devolverle a su cara la luz de la juventud.

Me lo pasó. Yo fumé como si se tratara de un cigarrillo, consciente de que si no lo hacía así, de manera prosaica, estaría imitándola, como tantas veces cuando éramos adolescentes. Ella jugaba con la melena, la melena abundante, ligeramente rizada, y se la recogió con un palo que llevaba en el bolsillo, habilidosamente, repitiendo un gesto tan suyo como la manera de fumar. En el tobillo izquierdo, reconocí aquel pequeño tatuaje, una hoja de maría. Una nube de vello claro le coronaba la frente y las sienes. Volvía a tener la vida intacta, toda por delante.

—Y a ti —me dijo—, ¿no te gustaría tener otro?

—Ahora no puedo pensar en eso.

—¡Pensar, pensar! Si una se lo pensara igual no los tenía nunca. ¿Quién piensa antes de hacer las cosas? —aspiró el porro, ahora diminuto, sujetándolo por el pulgar y el índice, con la maestría de quien se ha fumado muchos—. Si estuviera preñada tendría que dejar de fumar… ¡Ja! Eladio fue concebido una noche histórica.

—¿Cuál?

—La del 23 de febrero. La del 81.

—No puedes tenerlo tan claro.

—Clarísimo. Habíamos ido a Valencia, a la boda de un primo de Pedro. A la salida nos perdimos los dos solos, por la playa, hasta que se hizo de noche. En cuanto oscureció nos buscamos un rincón apropiado y no sé cuánto tiempo pasamos tapados con una manta del coche, follando, pasando frío, fumando porros. Debían de ser las doce o así, cuando a mí me dio el bajón, me entró el agobio…, porque no había llamado a mi madre ni nada. Un desastre, como siempre. Por entonces yo nunca me preocupaba por lo que vendría después. Ahora tampoco. Bueno, a lo mejor es que no tengo esa capacidad. Sabía que mi madre lloraría, mi padre me cruzaría la cara, pero el caso, jajá, es que en cuanto me veía en una situación emocionante olvidaba las consecuencias. Y mira que a mí me han pegado, Antonia. Ahora me dice mi madre que se siente culpable. Yo le digo: «No te atormentes con eso a estas alturas, y no me atormentes a mí con tu culpa.» A mí las tortas no me disuadían de hacer una gamberrada detrás de otra. Yo siempre digo que maduré en la sala de partos; fue como si después de aquel dolor insoportable me hubiera nacido la capacidad de sentir cuándo me hacen daño y cuándo lo hago yo. A mí todo me importaba una mierda. Tú lo sabes. Me acuerdo la primera vez que le arreé a Eladio, porque se puso muy terco y no había forma de hacerle entrar en razón, le di en el culo y no se inmutó, le di entonces en la cara, como tantas veces me habían dado a mí mis padres y entonces vi cómo se encogía, igual que hacen los animales, cómo me miraba con cara de susto, como si yo fuera otra y me tuviera miedo. Lo vi tan frágil cuando se echó a llorar sin consuelo, que me di cuenta del daño mezclado con la humillación que le había causado, y me eché también yo a llorar, ¡yo!, que no había soltado una lágrima por una bofetada en mi vida. No creo que los palos me endurecieran, no, es que yo nací dura, y no sabía rendirme, ni tan siquiera para evitar otra bofetada. Sólo ahora puedo entender el miedo que pasaba mi madre cuando me veía salir por la puerta, sabía que haría lo que fuera con tal de pasármelo bien. Entonces no existían los psicólogos, el único método que tenían mis padres era la hostia limpia, pero que conste que tampoco la quiero justificar. Por eso me busca, para que la perdone y la justifique, y no quiero, porque yo creo que la respuesta que yo tenía a las hostias era ser aún más loca.

—Para mí era un lujo y un peligro ser la preferida de una chavala tan desafiante.

—Pues te confieso que a mí no me gustaría que mi Eli tuviera un amigo como yo.

—Ah, pero los niños temerarios siempre son atractivos aunque provoquen inquietud en los demás. Yo te admiraba; también temía que me dieras de lado por no estar a la altura.

—Tú no sólo eras un buen público, también dabas ideas.

—Sí, sí, jajajá, siempre hay que tener cuidado con la mansita que va tres pasos por detrás. Yo creo que tu madre me miraba a veces como dudando si la torta, en realidad, me la merecía yo.

—Bueno, ahora ya pienso en las consecuencias de mis actos. Mi madre se pasa el día relatando mis fechorías, parece que vistas con la distancia del tiempo le hacen gracia. Se las cuenta a Eladio a cada rato. A veces la corto en seco. No te sabría explicar por qué pero lo siento como si fuera una venganza, no entiendo esa insistencia por querer darle al niño esa imagen de mí. Y es también como si echara de menos a aquella otra que daba tanto por culo.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué?

—¿Tú no echas de menos a aquella otra que dices que eras? No creo que uno pueda cambiar tanto.

—Es verdad… A lo mejor la tengo ahí, esperando. Esperando a dar la campanada, jajajá. A veces me da por pensar que, si no fuera por mis hijos, yo seguiría dando por culo, que desaparecería sin avisar, volviendo a las tantas, olvidándome de todo aquello que no tuviera delante de las narices. Mi madre suele decirme: «Lo increíble es que con lo inconsciente que eras hayas servido para ser madre.» Y es verdad. Igual una no sirve para estar casada sino para ser madre. Quién sabe, a lo mejor, cuando los niños se vayan… —la sonrisa se le cortó en seco, se levantó, se apoyó en la baranda.

—Y después de la noche en la playa, qué —dije, para sacarla del ensimismamiento.

—De pronto, ya te digo, caí en la cuenta de las horas que eran, y le dije a Pedro, «Tenemos que volver corriendo a Valdemún, que seguro que mis padres han debido de llamar ya a la Guardia Civil». —Se giró hacia mí y, animada con el recuerdo de aquella noche, se encendió un cigarro y volvió a sentarse—. Total, que nos montamos en el coche y entramos a la ciudad para buscar una cabina y llamar por teléfono. Sería la una de la madrugada; entonces ya sí que estaba pensando en la bronca y en la angustia de mis padres. No llegaríamos al pueblo hasta las tres. De pronto, como si nos estuviéramos metiendo en otro planeta, vemos las calles vacías, ni un solo coche, sólo tanques parados a un lado y otro de las aceras. De vez en cuando, un tanque se movía lentamente para situarse en el centro de la calle. Hubo un momento en que creí estar dentro de un sueño. Pedro paró el coche en un semáforo y nos quedamos mirando aquello. Era tal nuestro desconcierto que no recuerdo que dijéramos nada. Estábamos en un estado muy raro: imagínate que llevábamos en el cuerpo la flojera de haber estado follando toda la tarde, de los porros que nos habíamos fumado y la necesidad repentina de avisar a mis padres de que estábamos bien. «Pensarán que hemos tenido un accidente», fue lo último que le dije a Pedro antes de que nos quedáramos paralizados, sin saber qué significaba lo que estábamos viendo. Se nos acercó un soldado y nos dijo: «Pero ¿qué hacéis por aquí?» «Vamos a casa, a Valdemún, pero estábamos buscando una cabina para llamar por teléfono», dijo Pedro. «A casa iréis», dijo el soldado, «pero no por aquí, meteos en la autopista. ¿De dónde salís?». «De la playa», le dije yo, con una sonrisa, como para congraciarme con él. Bajó la cabeza para mirar en el interior del coche y verme. Se me quedó mirando. «Pero ¿es que no sabéis lo que ha pasado?» El tío estaba, no sé, como acojonado él también. «No», dijimos los dos a la vez. «Venga, idos pitando, antes de que uno con más mala hostia que yo os lo explique de mala manera.» Fue un viaje muy extraño, porque no hablábamos, sólo de vez en cuando hacíamos especulaciones. Pedro decía: «Esto es que han matado a Suárez, se veía venir.» Queríamos parar en un bar y preguntar, pero todo estaba cerrado. El mundo había muerto. Llegamos a casa a las cuatro de la mañana.

—Y cuando llegasteis, qué.

—Pues nada, ahí estaban mis padres, despiertos, con otros vecinos. Se me echaron a los brazos, me besaron, lloraban. Yo me dejaba abrazar. No decíamos nada. Nos pusimos frente a la tele. Al saber más o menos de qué iba la cosa, Pedro contó que nos habían retenido, que nos habían retenido por la fuerza, y eso les conmovió aún más. Yo me fui a la cama, tan pancha, tan feliz por haberme librado de una buena. Me da vergüenza decirlo, tía, siendo además mis padres de familia de rojos de toda la vida, pero es así. Yo no pensé en España ni un momento, ni en España, ni en el futuro, en nada. Además, ya había salido el Rey en la tele y parecía que la cosa se arreglaba. ¡Ja! A ellos se les ha quedado para siempre la idea de que estuvimos retenidos, y cuando sale la conversación, lo cuentan. He contado tantas mentiras en mi vida que a veces casi no sé distinguir entre la versión que le he hecho creer a mi madre o la verdad. Pero cómo dormí esa noche, Dios mío. Y a los quince días la regla, que no me venía. En fin. Luego vino la boda aprisa y corriendo y, a los seis meses, Eladio. Fue esa noche, ya te digo, la del 23F. Una noche histórica.

—El día de tu boda me acerqué a tu mesa, me fui a sentar a tu lado y me dijiste, «Ahí no te sientes, esa silla es la de mi marido». —Al decirlo, yo misma me asombré de cómo ese insignificante recuerdo, elegido entre tanta vida común, sonaba años después, cuando la amistad estaba hecha más de pasado que de presente, como la constatación del inicio de un declive.

—¿Eso te dije? Menuda gilipollas.

—Sí, eso mismo pensé yo, menuda gilipollas —dije, regodeándome en cierta falta de piedad.

—¡Mi marido! Está claro, una se vuelve tonta… —dijo, y se quedó pensando.

Ésa es la última vez que la vi siendo íntegramente ella misma. Cinco años más tarde, la carne, comida por un cáncer de hígado, habría desaparecido, sólo quedaría la piel descamada para cubrir su gran envergadura ósea. No vería nunca más ese pelo, el vello rizado y sensual que le enmarcaba la cara. La cabeza pelona quedaría oculta por una peluca de melena recta, oscura, con el brillo artificial de los pelos de las muñecas, que le conferiría un aspecto, según el ángulo desde el que se la mirara, de niña desvalida o de la vieja de
Las tres edades de la vida
de Lucas Cranach. Eladio, Pedro Javier y la pequeña Esther, que nacería siete meses después de esa noche de agosto, disfrutarían con ansiedad inconsciente de lo que la enfermedad fuera dejando de su madre, exigentes en su necesidad de cariño hasta la última semana, aquellos siete días en los que casi no se les iba a permitir entrar en el cuarto para que no vieran esos treinta y cinco kilos de madre que agonizaban sobre la cama. Pero mi amiga sabría ser ella misma hasta la noche en que su madre le pasó la mano por los párpados para cerrárselos. Cada mañana, se despertaría diciéndole a su madre, con un tono de esperanza: «Hoy sí, mamá, hoy al fin creo que me muero.»

Yo no llegaría a presenciar el último hachazo del deterioro, sólo su principio, la peluca, la cara de niña aviejada o de vieja aniñada, los repentinos ataques de llanto por los hijos a los que no podría ver crecer ni echar de menos. No sé si creía en Dios, en el pueblo parece ser algo que se da por hecho, o no sé si creía hasta el punto de albergar la esperanza de ver a sus chiquillos en otro mundo; lo que está claro, pensé mientras ascendía entre la gente camino del cementerio, es que la vida no le dio esa segunda oportunidad de rebelión con la que fantaseaba aquella noche apoyada en la baranda: una huida a los cincuenta y cinco años, más o menos, cuando los hijos se hubieran ido, a esa edad en la que ella presentía que tantas mujeres hacen recuento de todos aquellos deseos incumplidos.

Todo el pueblo asistió a su entierro. Es una costumbre de los pueblos hacer recuento de la capacidad de convocatoria de un muerto. Así parecen medirse las que fueran sus virtudes. Siempre se exageran, las virtudes y los asistentes. Pero en su caso fue cierto, estaba todo el pueblo y los que vinimos de fuera. La pena era honda, colectiva y franca. Nada más descorazonador que la muerte de una madre joven a la que todo el mundo vio jugar de niña. Delante de mí vería avanzar a Eladio, al adolescente Eladio, que para entonces tenía ya quince años. Alguien, probablemente su abuela, le debió de hacer el nudo de la corbata negra que, sobre la camisa blanca y bajo el jersey de pico azul marino, le daba el aire de un muchacho que va a recibir un diploma en el instituto.

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