Los O'Hara eran como una tribu unida, ligada en la prosperidad y en el infortunio, no por excesiva afección familiar, sino porque habían aprendido durante los años dolorosos que una familia debe, para poder sobrevivir, presentar al mundo un frente compacto. Prestaron el dinero a Gerald y, en los años siguientes, aquel dinero volvió a ellos con intereses. Gradualmente, la plantación se ensanchó, porque Gerald compró más hectáreas situadas en las cercanías; y con el tiempo la casa blanca llegó a ser una realidad en vez de un sueño.
Los esclavos construyeron un edificio pesado y amplio, que coronaba la cima herbosa dominando la verde pendiente que descendía hasta el río; a Gerald le agradaba mucho porque aun siendo nuevo tenía un aspecto añejo. Las vetustas encinas que habían visto pasar bajo su follaje a los indios circundaban la casa con sus gruesos troncos y elevaban sus ramas sobre la techumbre con densa umbría. En el prado, limpio de cizaña, crecieron tréboles y una hierba para pasto que Gerald procuró fuese bien cuidada. Desde la avenida de los cedros que conducía a las blancas cabanas del barrio de los esclavos, todo el contorno de Tara tenía un aspecto de solidez y estabilidad, y cuando Gerald galopaba por la curva de la carretera y veía entre las ramas verdes el tejado de su casa, su corazón se henchía de orgullo como si lo viese por primera vez.
Todo era obra suya, del pequeño, terco y tumultuoso Gerald. Estaba en magníficas relaciones con todos sus vecinos del condado menos con los Macintosh, cuyas tierras confinaban con las suyas a la izquierda, y con los Slattery, cuya hectárea de terreno se extendía a la derecha junto a los pantanos, entre el río y la plantación de John Wilkes.
Los Macintosh eran escoceses, irlandeses y orangistas; y, aunque hubiesen poseído toda la santidad del calendario católico, su linaje estaba maldito para siempre a los ojos de Gerald. Verdad era que vivían en Georgia desde hacía setenta años o más y, anteriormente, habían vivido durante una generación en las dos Carolinas; pero el primero de la familia que había puesto el pie en las costas americanas procedía del Ulster, y esto era suficiente para Gerald.
Era una familia taciturna y altanera, cuyos miembros vivían estrictamente para ellos mismos, casándose con parientes suyos de Carolina; y Gerald no era el único que sentía antipatía por ellos, porque la gente del condado era cortés y sociable pero poco tolerante con quienes no poseían esas mismas cualidades. Los rumores que corrían sobre sus simpatías abolicionistas no aumentaban la popularidad de los Macintosh. El viejo Angus no había libertado jamás ni a un solo esclavo y había cometido la imperdonable infracción social de vender alguno de sus negros a los mercaderes de esclavos, de paso hacia los campos de caña de Luisiana; pero los rumores persistían.
—Es un abolicionista, no hay duda —hizo observar Gerald a John Wilkes—. Pero en un orangista, cuando un principio es contrario a la avaricia escocesa, se viene abajo.
Los Slattery eran cosa diferente. Pertenecientes a los blancos pobres, no se les concedía siquiera el envidioso respeto que la independencia de Angus Macintosh conseguía forzadamente de las familias vecinas. El viejo Slattery, que permanecía desesperadamente aferrado a sus escasas hectáreas de terreno, a pesar de las constantes ofertas de Gerald y de John Wilkes, era inútil y quejumbroso. Su esposa, una mujer desgreñada de aspecto enfermizo y pálido, era la madre de una prole de chicos ceñudos y conejiles que aumentaba cada año. Tom Slattery no poseía esclavos; él y sus dos hijos mayores cultivaban a ratos sus pocas hectáreas de algodón, mientras la mujer y los hijos menores atendían lo que se suponía una huerta. Pero de todos modos el algodón se malograba siempre y la huerta, a causa de los constantes embarazos de la señora Slattery, no producía lo suficiente para nutrir su rebaño.
El ver a Tom Slattery haraganeando ante los porches de sus vecinos, mendigando semillas de algodón o un trozo de tocino «para salir adelante», era cosa frecuente. Slattery odiaba a sus vecinos con toda la poca energía que poseía, percibiendo su desprecio bajo la cortesía aparente. Y odiaba especialmente a los «negros engreídos de los ricos». Los esclavos negros del condado se consideraban superiores a los pobretones blancos y su visible desprecio le hería, así como su más segura posición en la vida excitaba su envidia. En contraste con su propia existencia miserable, ellos estaban bien alimentados, bien vestidos y cuidados cuando eran viejos o estaban enfermos. Se sentían orgullosos del buen nombre de sus amos y, la mayor parte de ellos, de pertenecer a gente de calidad, mientras que él era despreciado por todos. Tom Slattery podía haber vendido su granja por el triple de su valor a cualquier plantador del condado. Éstos hubieran considerado bien gastado el dinero que librase a la comunidad de un indeseable; pero él prefería quedarse y vivir miserablemente del provecho de una bala de algodón, y de la caridad de sus vecinos.
Con el resto del condado Gerald mantenía relaciones de amistad, y con algunos de sus vecinos, de intimidad. Los Wilkes, los Calvert, los Tarleton, los Fontaine, todos sonreían cuando la figurilla del irlandés sobre el gran caballo blanco galopaba por sus carreteras y le hacían señas para que vaciase grandes copas en las que echaban una buena cantidad de aguardiente de maíz sobre una cucharadita de azúcar y una ramita de menta picada. Gerald era simpático y los vecinos se enteraban con el tiempo de lo que los niños, los negros y los perros descubrían a primera vista, esto es, que detrás de su voz retumbante y de sus modales truculentos se escondía un buen corazón, un oído acogedor y servicial y una cartera abierta a todos.
Su llegada tenía lugar siempre entre un tumulto de perros que ladraban y de negritos que gritaban, corriendo a su encuentro, disputándose el privilegio de sujetar su caballo y retorciéndose y gesticulando al oír sus afables insultos. Los niños blancos querían sentarse sobre sus rodillas para que les hiciese el caballito, mientras él denunciaba a los mayores la infamia de los políticos yanquis; las hijas de sus amigos le confiaban sus asuntos amorosos y los jovencitos de la vecindad, que temían confesar a sus padres sus deudas de honor, encontraban en él un amigo en la necesidad.
—¿Cómo tienes esa deuda desde hace un mes, bribón? —les gritaba—. ¡Por Dios! ¿Por qué no me has pedido el dinero antes?
Su ruda manera de hablar era demasiado conocida para que nadie se ofendiese; y el jovencito se limitaba a sonreír burlonamente, respondiendo avergonzado:
—Bueno, es que no quería molestarle, y mi padre...
—Tu padre es un buen hombre; generoso, pero un poco rígido; toma esto y que no te vuelva a ver por aquí.
Las mujeres de los plantadores fueron las últimas en capitular. Pero la señora Wilkes («una gran señora que posee el raro don del silencio», como la definía Gerald) dijo una tarde a su marido después de haber visto desaparecer entre los árboles el caballo de Gerald: «Tiene una manera ordinaria de hablar, pero es un caballero.» Gerald había triunfado definitivamente.
No se daba cuenta de que había tardado cerca de diez años en triunfar, pues jamás se le ocurrió que sus vecinos le hubieran mirado con recelo al principio. A su juicio era indudable que lo había logrado desde el primer momento en que puso los pies en Tara.
Cuando Gerald cumplió cuarenta y tres años (tan robusto de cuerpo y coloradote de cara que parecía uno de esos nobles cazadores que aparecen en los grabados deportivos) se le ocurrió que, por queridos que le fuesen Tara y la gente del condado, por abiertos que tuviesen el corazón y la casa para él, no era bastante. Necesitaba una mujer.
Tara reclamaba una dueña. El grueso cocinero, un negro del corral elevado a aquel puesto por necesidad, no tenía jamás a tiempo las comidas; y la criada, que antes trabajaba en el campo, dejaba que el polvo se acumulase sobre los muebles y no tenía nunca un paño de limpieza a mano, así que la llegada de huéspedes era siempre motivo de mucho jaleo y barahúnda. Pork, el único negro educado de la casa, tenía a su cargo la vigilancia general de los otros sirvientes, pero se había vuelto también perezoso y descuidado después de varios años de presenciar la manera de vivir descuidada de Gerald. Como criado tenía en orden el dormitorio de Gerald y como mayordomo servía a la mesa con dignidad y estilo; pero, aparte de esto, dejaba que las cosas siguiesen su curso. Con un infalible instinto africano, todos los negros habían descubierto que Gerald ladraba pero no mordía y se aprovechaban de ello vergonzosamente. Estaba siempre amenazando con vender los esclavos y con azotarlos terriblemente, pero jamás fue vendido un esclavo de Tara y sólo uno de ellos fue azotado, castigo que le administraron por no haber cepillado el caballo favorito de Gerald después de una larga jornada de caza.
Los ojos azules de Gerald observaban lo bien cuidadas que estaban las casas de sus vecinos y con qué facilidad dirigían a sus sirvientes las señoras de cabellos repeinados y de crujientes faldas. Él no sabía el trajín que tenían aquellas mujeres desde el alba hasta medianoche, consagradas a la vigilancia de la cocina, a la crianza, a la costura y al lavado. Veía únicamente los resultados exteriores y éstos le impresionaban.
La urgente necesidad de una esposa se le apareció claramente una mañana mientras se vestía para ir a caballo a la ciudad a asistir a una vista en la Audiencia. Pork sacó su camisa plisada preferida, tan torpemente zurcida por la doncella que sólo su criado hubiera podido ponérsela.
—Señor Gerald —dijo Pork, agradecido, doblando la camisa mientras Gerald se enfurecía—, lo que usted necesita es una esposa, una esposa que le traiga muchos negros a la casa.
Gerald regañó a Pork por su impertinencia, pero comprendió que tenía razón. Necesitaba una mujer y necesitaba hijos; y si no se apresuraba a tenerlos sería demasiado tarde. Pero no quería casarse con la primera que se presentase, como había hecho el señor Calvert, que había dado su mano a la institutriz inglesa de sus hijos, huérfanos de madre. Su mujer debía ser una señora, una verdadera señora, digna y elegante, como la señora Wilkes, y capaz de dirigir Tara como la señora Wilkes regía su propiedad.
Pero en las familias del condado se presentaban dos dificultades en el sistema matrimonial. La primera era la escasez de jóvenes casaderas. La segunda, más seria, era que Gerald era un «hombre nuevo», a pesar de sus diez anos de residencia, y además un extranjero. No se sabía nada de su familia. Aun siendo menos inexpugnable que la aristocracia de la costa, la sociedad de Georgia septentrional no habría admitido jamás que una de sus hijas se casase con un hombre cuyo abuelo era un desconocido.
Gerald sabía que a pesar de la simpatía sincera de los hombres del condado, con los que cazaba, bebía y hablaba de política, no habría podido casarse con la hija de ninguno de ellos. Y no quería que se pudiese murmurar durante la sobremesa de la cena acerca de que este o aquel padre había negado a Gerald O'Hara, lamentándolo mucho, permiso para hacer la corte a su hija. No por esto se sentía Gerald inferior a sus vecinos. Nada podría hacerle sentirse inferior a ninguno. Era sencillamente una costumbre inveterada en el condado que las hijas se casaran únicamente entre familias que llevaran viviendo en el Sur mucho más de veinte años y que durante todo aquel tiempo hubiesen sido propietarias de tierras y de esclavos, entregándose únicamente a los vicios elegantes de la sociedad.
—Prepara el equipaje. Nos vamos a Savannah —dijo a Pork—. Y si te oigo decir «¡Punto en boca!» o «¡Vaya!» una sola vez, te vendo, porque ésas son palabras que rara vez empleo.
James y Andrew habrían podido ciertamente darle algunos consejos sobre el asunto del matrimonio; y quizás entre sus viejos amigos podía haber alguna hija que reuniese las condiciones deseadas y que lo encontrase aceptable como marido. Sus hermanos escucharon pacientemente su historia, pero le dieron pocas esperanzas. No tenían en Savannah parientes a los que recurrir, porque ambos estaban ya casados cuando llegaron a Estados Unidos. Y las hijas de sus viejos amigos se habían casado hacía tiempo y tenían ya hijos.
—Tú no eres un hombre rico ni perteneces a una gran familia —dijo James.
—He llegado a ser rico y podré formar una gran familia. Y no quiero casarme con una cualquiera.
—Vuelas muy alto —replicó Andrew secamente.
Pero hicieron lo que pudieron por Gerald. Eran viejos y estaban bien situados. Tenían muchos amigos y durante un mes llevaron a Gerald de casa en casa, a cenas, bailes y meriendas.
—Sólo hay una que me agrada —dijo finalmente Gerald—. Y ésa no había nacido aún cuando desembarqué aquí.
—¿Y quién es?
—La señorita Ellen de Robillard —dijo Gerald, aparentando indiferencia, porque los ojos negros y ligeramente oblicuos de Ellen de Robillard habían despertado algo más que su atención. A pesar de sus modales de una desconcertante apatía, tan extraña en una muchacha de quince años, le había fascinado. Por otra parte, Ellen tenía generalmente un aspecto de desesperación que le llegaba al corazón y le hacía ser más amable con ella de lo que lo había sido en toda su vida con nadie.
—¡Pero si podrías ser su padre!
—¡Estoy en la flor de la vida! —exclamó Gerald, picado.
James habló con calma:
—Escúchame, Jerry
[5]
, no hay muchacha en todo Savannah con la que puedas tener menos probabilidades de casarte. Su padre es un Robillard; y estos franceses son orgullosos como Lucifer. Y su madre, ¡Dios la tenga en la gloria!, era lo que se dice una verdadera gran señora.
—No me importa —se obstinó Gerald—. Además, su madre ha muerto y el viejo Robillard me aprecia.
—Como hombre, sí; pero como yerno, no.
—Y la muchacha no te aceptará, de todas maneras —intervino Andrew—. Hace ahora un año estuvo enamorada de ese pollo alocado, primo suyo, Philippe de Robillard, a pesar de que su familia ha estado día y noche detrás de ella para hacerla desistir.
—Se marchó el mes pasado a Luisiana.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —contestó Gerald, quien no deseaba descubrir que Pork le había proporcionado aquella valiosa información ni que Philippe se había marchado al Oeste por expreso deseo de su familia—. Además, no creo que esté tan enamorada como para no poder olvidarle. Quince años son muy poco para saber mucho de amor.
—Preferirán para ella a ese impetuoso primo, antes que a ti.