Lo que el viento se llevó (69 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Quizás en alguna parte quedara un mundo de familias que comían y dormían seguraç, bajo su propio techo. En alguna otra parte habría muchachas vestidas con elegancia, que flirtearan alegremente y cantaran
Cuando se acabe esta guerra cruel,
como lo había cantado ella pocas semanas antes. En alguna otra parte había guerra y atronadores cañones y ciudades incendiadas y hombres que se pudrían en los hospitales entre hedor a medicamentos. En alguna otra parte, un ejército descalzo, con sucios uniformes de confección casera, marchaba, luchaba, dormía, ayunaba y se fatigaba, con esa pesada fatiga que abruma cuando se han perdido ya las esperanzas. Y en alguna otra parte, los cerros de Georgia azuleaban bajo los uniformes de los yanquis, de yanquis bien nutridos, montados sobre caballos ahitos de buen maíz.

Más allá de Tara estaba la guerra, estaba el mundo. Pero en la plantación, la guerra y el mundo sólo existían como recuerdos que era preciso olvidar si se agolpaban en la mente en algún momento de renuncia y agotamiento. El mundo exterior pasaba a segundo plano ante las demandas de los estómagos vacíos, y la vida venía a condensarse en dos ideas unidas: procurarse alimento y comer.

¡Comida! ¡Comida! ¿Por qué el estómago tenía la memoria más sensible que el cerebro? Scarlett podía apartar de su ánimo las penas, pero no podía olvidar el hambre y todas las mañanas, estando aún medio dormida, antes de que la memoria trajese otra vez a su mente las ideas de guerra y de hambre, se acurrucaba en la cama esperando percibir los apetitosos aromas del pan que se doraba en el horno y del tocino que se freía en la sartén. Y, cada mañana, su olfato imaginaba oler aquellas cosas que la impulsaban a despertar de sus nocturnas pesadillas.

Tenían en Tara manzanas, ñames, cacahuetes y leche; pero aun estos humildes alimentos no abundaban. Al verlos, tres veces al día, su memoria no podía por menos de retroceder a los tiempos y a las comidas de antaño, a la mesa iluminada por innumerables velas, a los sabrosos manjares que perfumaban el aire.

¡Con cuánta indiferencia consideraban entonces la cuestión alimenticia! ¡Qué pródigo derroche! Barritas de pan, bollos de maíz, bizcochos, barquillos, mantequeras colmadas, todo en una comida. A un extremo de la mesa, el jamón; al otro, el pollo; patos silvestres que nadaban en cacerolas de reluciente grasa; habichuelas que se amontonaban en amplias fuentes de florida loza; calabaza frita, zanahorias en salsas tan espesas que podían cortarse. Y para que todos estuviesen contentos, tres clases de postre: tarta de chocolate, merengue de vainilla y bizcocho cubierto de nata. El recuerdo de tan sabrosos platos tenía el poder de hacerle derramar más lágrimas que la muerte y la guerra; tenía la fuerza de hacer que su ansioso estómago pasase de una vaciedad de mareo a las náuseas. En cuanto al buen apetito que Mamita había deplorado siempre, el natural apetito de una muchacha sana de diecinueve años, estaba cuadruplicado ahora por una dura e incesante labor, desconocida hasta entonces.

Su apetito no era el único que podía inquietar en Tara, pues por todos lados sus ojos sólo encontraban caras hambrientas, tanto en negros como en blancos. Muy pronto, Carreen y Suellen mostrarían el hambre insaciable de unas convalecientes de tifus. Ya el pequeño Wade gemía monótonamente: «Wade tiene mucha hambre. Wade quiere más ñames.»

También los demás refunfuñaban:

—Señora Scarlett, si no tengo algo más que comer, no sé como voy a ocuparme de las niñas.

—Señora Scarlett, como no me eche algo más al estómago, no voy a poder cortar leña.

—Niña mía, estoy deseando comer algo.

—Hija, por Dios, ¿no hay más que ñames para la comida?

Melanie era la única que no se quejaba. Melanie, cuyo rostro estaba más pálido y más delgado cada día y que hacía muecas de dolor incluso dormida.

—No tengo hambre, Scarlett. Da mi parte de leche a Dilcey. La necesita para alimentar a los nenes. Las personas enfermas nunca tienen hambre.

Aquella resignada actitud irritaba a Scarlett más que las quejas plañideras de los otros. Podía obligar, y obligaba, a los demás a que se callasen, con sus amargos sarcasmos; pero ante el espíritu de sacrificio desplegado por Melanie se sentía desarmada, tan desarmada como furiosa. Gerald, los negros y Wade se arrimaban ahora a Melanie, porque ésta, aun en su debilidad, se mostraba compasiva y cariñosa, y Scarlett en aquellos días era todo lo contrario.

Wade, especialmente, no salía del cuarto de Melanie. A Wade le pasaba algo, pero Scarlett no tenía tiempo para descubrirlo. Aceptó lo que decía Mamita, respecto a que el chiquillo tenía lombrices, y le hizo tomar una medicina compuesta de ciertas hierbas secas y de corteza de árbol, que Ellen empleaba siempre para los negritos. Pero el vermífugo sólo sirvió para que el niño palideciese aún más. En aquellos días, Scarlett casi no consideraba a Wade como a un ser humano. Era para ella tan sólo una preocupación más, una boca más que alimentar. Más tarde, cuando pasaran aquellos apuros, jugaría con él, le contaría cuentos, le enseñaría el abecedario; pero ahora no tenía ni tiempo ni ganas de hacerlo. Y como se lo encontraba constantemente en medio cuando ella estaba más cansada o más preocupada, muchas veces le hablaba con dureza.

Incluso le enojaba que sus breves reprensiones hiciesen asomar a los ojazos del niño una expresión de verdadero espanto, porque, cuando se asustaba, parecía como idiotizado. Ella no se hacía cargo de que el pequeño había vivido entre terrores demasiado fuertes para que un adulto pudiese comprenderlos. El miedo se había apoderado de Wade, un miedo que agitaba su espíritu y hacía que por las noches despertase dando gritos. Cualquier ruido inesperado, cualquier regaño, le hacía temblar porque, en su mente, los ruidos inesperados y las voces violentas estaban indisolublemente ligados a los yanquis, y tenía más miedo a los yanquis que a los fantasmas de Prissy.

Hasta que empezó la tormenta del sitio, jamás había conocido el chiquillo más que una vida tranquila, plácida y feliz. Aunque su madre no se ocupaba mucho de él, no había recibido nunca más que mimos y palabras cariñosas hasta la noche en que fue arrancado del sueño para encontrarse bajo el cielo enrojecido por el resplandor de los incendios y las explosiones que retumbaban en el aire. Aquella noche y al siguiente día, le abofeteó su madre por primera vez y él escuchó de su boca los primeros gritos de regaño. La vida que él conocía en la linda casa de ladrillo de la calle Peachtree, la única vida que conociera hasta entonces, se había desvanecido aquella noche y no podría recobrarla jamás. En la huida de Atlanta, nada comprendió él de lo que pasaba, excepto que los yanquis le perseguían, y vivía aún ahora bajo el terror de que los yanquis le cogiesen y le hiciesen pedazos. Cada vez que Scarlett levantaba la voz para regañarle, le asaltaba el terror, y su vaga memoria infantil evocaba los horrores de la primera noche en que ella le había regañado. Ahora, los yanquis y las palabras duras estaban perpetuamente unidos en su mente, y sentía un miedo muy grande a su madre.

Scarlett no podía por menos que notar que el niño comenzaba a rehuirla, y, en los raros momentos en que sus interminables quehaceres le permitían pensar en ello, se preocupaba bastante. Aquello era todavía peor que tenerle todo el día colgado de su falda, y la molestaba que el refugio del niño fuesen Melanie y el cuarto de ésta, en donde jugaba pacíficamente a lo que Melanie le sugería, o escuchaba los cuentos que ésta le contaba. Wade adoraba a su «tifta», que tenía la voz dulce, que sonreía siempre, que nunca le decía: «¡Cállate, Wade! Me mareas», o bien: «Estáte quieto, Wade, por amor de Dios!»

Scarlett no tenía tiempo ni ganas de acariciarle, pero se sentía celosa de que Melanie lo hiciese. Al verle un día haciendo volatines en la cama de Melanie y dejándose caer sobre ésta, le pegó.

—¿No se te ocurre nada mejor que dar esos golpetazos a tu tía, que está mala? ¡Ya te puedes ir a jugar al patio y no volver por aquí! Pero Melanie extendió el débil brazo y atrajo al gimiente niño hacia ella.

—Vamos, vamos, Wade. Tú no querías darme ningún golpe, ¿verdad? No me molesta, Scarlett; déjale que se quede aquí. Déjame que me ocupe de él un poco. Es lo único que puedo yo hacer hasta que me ponga buena, y tú estás demasiado atareada para hacerlo.

—No seas tonta —respondió secamente Scarlett—. No estás todavía tan repuesta como debieras; y que Wade se deje caer sobre tu vientre no creo que te venga muy bien. Y a ti, Wade, si te vuelvo a pescar en la cama de tu tía, ya verás la que te espera. Y menos lloriqueos. Siempre andas gimiendo. Debes procurar portarte como un hombrecito.

Wade, sollozante, escapó para ir a esconderse en los sótanos. Melanie se mordió el labio, y los ojos se le inundaron de lágrimas, mientras Mamita, que estaba de pie en el corredor y había presenciado la escena, frunció el ceño y respiró trabajosamente. Pero nadie le ponía objeciones a Scarlett en aquellos días. Todos tenían miedo a su acerada lengua, todos tenían miedo al nuevo ser que se había posesionado de su cuerpo.

Ahora, Scarlett era la reina suprema de Tara, y, como sucede a otros cuya autoridad cae repentinamente en sus manos, todos los tiránicos instintos de su naturaleza afloraron a la superficie. No es que ella fuese mala por esencia. Era por estar tan asustada y tan insegura de sí misma por lo que se mostraba cruel, por miedo a que los demás descubriesen su flaqueza y se negasen a obedecerla. Además, le causaba cierto placer gritar a la gente y saber que le tenían miedo. En ello encontraba cierto alivio para su tensión nerviosa. No se le ocultaba el hecho de que su personalidad se transfiguraba. A veces, cuando sus secas órdenes hacían que Pork adelantase el labio inferior y que Mamita murmurase: «A algunas personas se les han subido los humos en estos días», ella no podía por menos de asombrarse de haber perdido sus buenos modales. Toda la cortesía, toda la suavidad que Ellen le había inculcado, se habían desprendido de ella como se desprenden las hojas de los árboles al soplo del primer viento otoñal.

Una y otra vez, Ellen le decía: «Sé firme, pero amable con los inferiores, especialmente con los negros.»

Mas si fuese amable, los negros permanecerían sentados en la cocina todo el día, hablando incesantemente de los buenos tiempos pasados en que a un criado de casa no se le exigía que hiciese el trabajo de un peón de campo.

«Ama y cuida bien a tus hermanos. Sé buena con los afligidos —decía Ellen—. Muéstrate cariñosa con los que tienen penas y dificultades.»

Pero no podía amar a sus hermanas. No eran más que un peso muerto cargado sobre sus hombros. En cuanto a cuidarlas, ¿no las bañaba, las peinaba y les daba de comer aun a costa de tener que caminar kilómetros al día para ir a buscar legumbres? ¿No estaba aprendiendo a ordeñar la vaca, aunque el corazón se le subía a la garganta cada vez que el terrible animal agitaba los cuernos en dirección suya? En cuanto a ser amable, era perder el tiempo. Si se mostraba demasiado amable con ellas, probablemente se quedarían en la cama más tiempo del que debían, y ella quería verlas en pie lo antes posible, a fin de contar con cuatro manos más para ayudarla.

Convalecían lentamente, y yacían, débiles y esqueléticas, en su camita. Mientras reposaban inconscientes, el mundo había cambiado. Habían llegado los yanquis, los negros se habían ido y su madre había muerto. Estos tres acontecimientos eran increíbles, y sus mentes no podían comprenderlos. A veces les parecía estar delirando todavía, y que tales cosas no habían ocurrido. Realmente, Scarlett había cambiado tanto que aquello no podía ser cierto. Cuando les exponía el programa de lo que quería que hiciesen cuando estuvieran buenas, la miraban como si fuese un ser del otro mundo. El no tener ya cien esclavos para trabajar era algo que sobrepasaba su comprensión. También excedía a ésta la idea de que una O'Hara debiese hacer trabajos manuales.

—Pero, hermana —decía Carreen, mostrando en su carita infantil y dulce toda su consternación—, ¡yo no podría cortar astillas! ¡Me estropearía las manos!

—Mira las mías —contestó Scarlett, con pavorosa sonrisa, poniendo ante sus ojos dos palmas callosas y llenas de ampollas.

—¡Es odioso que nos hables así a la niña y a mí! —gritaba Suellen—. Creo que estás mintiendo y tratando de asustarnos. ¡Si mamá estuviese aquí no te dejaría hablarnos así! ¡Mira que partir astillas nosotras!

Suellen miraba con débil expresión de odio a su hermana mayor, segura de que Scarlett decía tales cosas únicamente por espíritu de maldad. Suellen había estado a punto de morir, había perdido a su madre y se sentía sola y atemorizada, y quería que la mimasen y le hiciesen mucho caso. En vez de esto, Scarlett las examinaba todos los días desde los pies de la cama, calculando el grado de su mejoría con un nuevo y aborrecible destello de sus oblicuos ojos verdes y les hablaba de hacer las camas, de preparar la comida, de llevar cubos de agua y de partir astillas. Y parecía gozar al decir cosas tan horribles.

Scarlett gozaba realmente al hacerlo. Tiranizaba a los negros y torturaba los sentimientos de sus hermanas, no sólo porque estaba demasiado preocupada, inquieta y fatigada para hacer otra cosa, sino porque contribuía al olvido de sus propias amarguras el comprobar que todo lo que su madre le había enseñado sobre la vida era erróneo.

Nada de cuanto su madre le enseñara le servía ahora para nada, y el corazón de Scarlett estaba dolorido y extrañado. No se le ocurría que Ellen jamás pudo prever aquel colapso de la civilización en la que había educado a sus hijas, ni pudo tampoco profetizar la desaparición de la vida social para cuya ascensión las había preparado con tanto cuidado.

A Scarlett no se le ocurría que Ellen contemplaba entonces una perspectiva de plácidos años futuros, semejantes a los tranquilos años de su propia vida, cuando le enseñó a ser gentil y condescendiente, modesta, amable, buena y sincera. La vida trataba bien a las mujeres que habían aprendido a ser así, decía Ellen.

Scarlett pensaba con desesperación: «¡No, nada, nada de lo que ella me enseñó me sirve ahora para nada! ¿De qué me serviría ahora la cortesía? ¿De qué la dulzura? Más me hubiera valido haber aprendido a arar, o a recolectar algodón como un negro. ¡Oh, madre, qué equivocada estabas!»

No se detenía a pensar que el mundo ordenado de Ellen había desaparecido, siendo sustituido por un mundo brutal, un mundo en el que todo patrón, todo valor, eran distintos. Ella sólo veía, o le parecía ver, que su madre estaba equivocada y se esforzaba en cambiar rápidamente a fin de adaptarse a aquel nuevo mundo para el cual no estaba preparada.

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