Los meses de otoño de 1862 transcurrieron velozmente en estas divertidas ocupaciones, interrumpidas por algunas breves visitas a Tara. Estas no le daban la, alegría que ella se prometía cuando hacía sus planes en Atlanta, porque no tenía tiempo de estar sentada junto a Ellen mientras cosía, aspirando el leve perfume de verbena de sus vestidos; era imposible tener largas conversaciones con su madre y sentir sus dulces manos en sus mejillas.
Ellen, flaca y preocupada, estaba en pie desde la mañana hasta bien entrada la noche, mucho tiempo después de que toda la plantación estuviera dormida. Las demandas del comisariado de la Confederación eran cada vez más gravosas, y ella tenía el deber de hacer que Tara rindiese lo más posible. Hasta Gerald estaba ocupadísimo, por primera vez en muchos años, porque no encontraba un capataz que sustituyese a Jonnas Wilkerson, y se veía obligado a recorrer a caballo toda la plantación. En estas condiciones, Scarlett encontraba Tara muy aburrida. Hasta sus dos hermanas se ocupaban de sus propios quehaceres. Suellen se había «puesto de acuerdo» con Frank Kennedy y le cantaba
Cuando esta guerra cruel termine
con una intención maliciosa que Scarlett creía insoportable, y Carreen fantaseaba pensando en Brent Tarleton; así que ninguna de ellas era una compañía interesante.
Aunque Scarlett iba siempre a Tara por su voluntad, se alegraba cuando las inevitables cartas de tía Pittypat y Melanie le suplicaban que volviese. Ellen suspiraba entristecida al pensar que su hija mayor y su único nietecito tenían que dejarla.
—Pero no quiero ser egoísta y entretenerte aquí cuando te necesitan como enfermera en Atlanta —decía—. Sólo... me parece que ya no voy a volver a verte, tesoro mío, y sentir nuevamente que eres mi hijita, como antes.
—Soy siempre tu hijita —respondía Scarlett, y escondía la cara en el seno de Ellen, sintiendo que le remordía la conciencia. No decía a su madre que eran los bailes y sus admiradores lo que la atraía en Atlanta y no el servicio de la Confederación. Había muchas cosas que ella callaba a su madre. Sobre todo conservaba el secreto de que Rhett Butler le hacía frecuentes visitas en casa de la tía Pittypat.
Durante los meses que siguieron a la rifa de beneficencia, Rhett iba a verla cada vez que ella venía a Atlanta y la sacaba a paseo en su coche, llevándola a los bailes y a las rifas y esperándola fuera del hospital para acompañarla a casa. Scarlett ya no temía que él revelase su secreto; pero en el fondo de su pensamiento permanecía el inquietante recuerdo de que la había sorprendido en la peor de las situaciones y que sabía la verdad con respecto a Ashley. Era esto lo que la obligaba a dominarse cuando él la fastidiaba, cosa que sucedía con frecuencia. Butler tenía alrededor de treinta y cinco años; era el más viejo de los cortejadores que tuviera ella nunca, y ante él Scarlett se encontraba turbada como una niña e incapaz de tratarle como a los de su edad. Rhett la hacía rabiar y parecía que nada le divirtiese tanto como verla irritada. Y ella se dejaba llevar por la cólera, porque tenía el ardiente temperamento de su padre bajo la dulce carita que había heredado de Ellen. Por otra parte, no se había tomado nunca la pena de dominarse, excepto en presencia de su madre. Ahora le fastidiaba muchísimo tener que contener sus palabras ante aquella sonrisa guasona. Si él hubiese perdido también el dominio de sus nervios, ella no se encontraría en estado de inferioridad.
Después de esas discusiones con él, de las que raramente salía victoriosa, Scarlett juraba que era un hombre insoportable, descarado, mal educado y con el que no quería volver a tener la menor relación. Pero tarde o temprano él volvía a Atlanta, venía a hacer una visita, aparentemente a tía Pittypat, y presentaba a Scarlett, con exagerada galantería, una caja de dulces que le había traído de Nassau. O reservaba un asiento junto a ella en un concierto o le pedía un baile, y, como siempre, la joven se divertía tanto con su suave descaro, que reía y olvidaba los pleitos anteriores hasta la próxima vez.
Empezó a esperar sus visitas. En él había algo excitante que Scarlett no analizaba, pero que le hacía diferente de todos los demás.
«¡Es casi como si estuviese enamorada de él! —pensó un día, escandalizada—. Pero no le amo, ni entiendo lo que me pasa.»
Pero su emocionada excitación persistía. Cuando Rhett iba a hacerle una visita, la femenina morada señorial de tía Pittypat parecía demasiado pequeña, incolora y casi sofocante. Scarlett no era la única en casa en reaccionar extrañamente en su presencia; también Pittypat se ponía en un curioso estado de agitación.
Aun sabiendo que Ellen habría desaprobado aquellas visitas y conociendo que la sociedad de Charleston le despreciaba, Pittypat se dejaba camelar por sus cumplidos y sus besamanos, lo mismo que una mosca sucumbe ante un vaso de miel. Por otra parte, él le traía siempre de Nassau algún regalito que aseguraba haberse procurado expresamente para ella y haberlo pasado a través del bloqueo arriesgando la vida: ristras de alfileres y agujas, botones, carretes de seda y horquillas para los cabellos. Era casi imposible procurarse estos objetos de lujo en aquella época: las señoras llevaban horquillas de madera curvadas a mano y pedacitos de madera cubiertos de tela a guisa de botones. A Pittypat le faltaba la fuerza moral necesaria para rehusarlos. Por lo demás, sentía una pasión infantil por las sorpresas y no resistía al deseo de abrir los paquetes que encerraban los regalos. Una vez abiertos, no conseguía rechazarlos. Luego, después de haber aceptado los regalos, no tenía valor de decir a Butler que, dada su reputación, las visitas frecuentes a tres mujeres solas privadas de un protector podían dar que hablar. Tía Pittypat sentía necesidad de este protector cada vez que Rhett Butler estaba en casa.
—No sé lo que será —suspiraba angustiada—. Pero..., sí, creo que sería simpático... si una tuviese la impresión de que en el fondo de su corazón respeta a las mujeres.
Después de la devolución del anillo, Melanie le tenía por un caballero lleno de delicadeza y se irritaba ante estas observaciones. Rhett era infinitamente cortés con ella, pero Melanie se sentía un poco intimidada; en gran parte porque generalmente era tímida con los hombres que no conocía desde su infancia. En el fondo le daba lástima; sentimiento éste que habría divertido mucho a Butler si lo hubiese sabido. Estaba convencida de que un desengaño de carácter romántico le había hecho duro y amargo y que de lo que él tenía necesidad era del amor de una mujer buena. En toda su vida, Melanie no había conocido el mal y se resistía a creer que verdaderamente existiese; así que, cuando los chismorreos le informaron de la aventura de Rhett con la muchacha de Charleston, se sintió escandalizada e incrédula. Y esto, en vez de hacerla hostil a él, la hizo mostrarse aún más tímidamente gentil a causa de la indignación hacia lo que consideraba una gran injusticia social.
Scarlett estaba silenciosamente de acuerdo con la tía Pittypat. También ella sentía que aquel hombre no respetaba a ninguna mujer, excepto, quizás, a Melanie. Y tenía la sensación de ser desnudada cada vez que él la miraba; era aquella mirada insolente lo que la enojaba. Parecía como si todas las mujeres fuesen de su propiedad y que pudiese gozar de ellas cuando le parecía o agradaba. Sólo para Melanie no tenía aquella mirada; no había en su semblante ninguna expresión burlona, y sí sólo, en su voz, una nota especial de cortesía, de respeto, de deseos de serle útil.
—No sé por qué es usted más amable con ella que conmigo —dijo Scarlett con petulancia un día. Se había quedado sola con Butler, mientras Melanie y Pittypat se habían retirado para echar la siesta. Había observado durante una hora a Rhett, aprovechando que éste ayudaba a Melanie a ovillar una madeja de lana, notando una expresión inescrutable en el rostro de él mientras su cuñada hablaba larga y órgullosamente del ascenso de Ashley. Scarlett sabía que Rhett nú tenía una gran opinión de Ashley y que no le impresionaba que hubiese ascendido a comandante. No obstante, él respondió gentilmente y murmuró lo que imponía la cortesía a propósito del valor del joven oficial.
«¡Y si yo nombro con frecuencia a Ashley —pensó irritada—, él arquea las cejas y sonríe con esa odiosa sonrisa intencionada.»
—Soy mucho más bella yo —continuó—, y no comprendo por qué es usted más amable con ella.
—¿Puedo atreverme a creer que está usted celosa? —¡Oh, no sea usted vanidoso!
—Otra esperanza destruida. Si yo soy más amable con la señora Wilkes es porque lo merece. Es una de las pocas personas buenas, sinceras y desinteresadas que he conocido. Quizás usted no haya notado estas cualidades. Por otra parte, a pesar de su juventud, es una de las pocas grandes señoras a las que he tenido la suerte de acercarme. —¿Quiere usted decir que yo no soy una gran señora? —Me parece que quedamos de acuerdo en que no era usted del todo una señora en nuestro primer encuentro.
—¡Oh, qué odioso y descortés es usted al hablarme de ello! ¿Cómo puede culparme por un momento de cólera infantil? Ha pasado tanto tiempo que desde entonces me he convertido en una señora; ya lo habría olvidado si usted no me lo hiciese recordar continuamente.
—No creo que fuese cólera infantil ni que haya cambiado. Es usted tan capaz ahora como antes de estrellar un florero si no obtiene lo que desea. Pero, como de costumbre, lo obtiene. Y ahora no tiene necesidad de destruir los objetos.
—¡Dios, cómo es usted...; quisiera ser un hombre! Me batiría con usted en duelo... y...
—Y moriría por su culpa. Hago blanco a los cincuenta metros. Pero mejor es que se sirva de sus armas: hoyuelos en la cara, floreros y otras parecidas.
—Es usted un granuja.
—¿Espera usted verme enfurecer por esto? Me desagrada causarle una desilusión. No podrá hacerme enfadar dándome títulos que me pertenecen. Seguro, soy un granuja, ¿por qué no? Estamos en un país libre, y un hombre puede ser un bribón, si eso le acomoda. Son sólo los hipócritas como usted, querida señora (negros de corazón y que tratan de esconderlo), los que se enojan cuando se los llama por su verdadero nombre.
Frente a su sonrisa tranquila y a sus palabras punzantes, Scarlett permanecía desorientada. Sus acostumbradas armas a base de burla, frialdad e impertinencia se mellaban en sus manos, porque nada de cuanto ella podía decir conseguía herirle. Sabía por experiencia que el embustero es el más ardiente defensor de la propia sinceridad, el cobarde del propio valor, el villano de la propia calidad de señor y el bribón del propio honor. Pero con Rhett no rezaba nada de eso. El lo admitía todo y reía incitándola a decir más aún.
Rhett fue y volvió muchas veces en aquellos meses, llegando sin avisar y partiendo sin despedirse. Scarlett no supo nunca con precisión qué negocios le llevaban a Atlanta, porque pocos comandantes de su clase creían oportuno alejarse tanto de la costa. Descargaban sus mercancías en Charleston o en Wilmington, donde iban a recibirles innumerables negociantes y especuladores del Sur que compraban al contado los géneros importados. Le hubiera agradado saber que él hacía aquellos viajes sólo por verla; pero a pesar de su enorme vanidad se resistía a creer esta suposición. Si él le hubiese hecho un poco la corte, si se hubiese mostrado celoso de los hombres que siempre andaban a su alrededor, si hubiese tratado alguna vez de retener sus manos entre las suyas o le hubiese pedido un retrato o un pañuelo para conservar en recuerdo, ella habría triunfado viéndolo rendido ante sus gracias. Pero él permanecía indiferente y parecía que no se dejaba arrastrar por sus maniobras para postrarle de rodillas.
Cuando Rhett llegaba a la ciudad, entre todas las mujeres surgía un vivo murmullo. No sólo Butler interesaba por la aureola romántica que le daba el hecho de atravesar con grave riesgo el bloqueo yanqui, sino que era también un elemento atrayente por su mala reputación. Cada vez que las señoras de Atlanta hablaban de él, esta reputación se hacía peor, lo que le daba mayor fascinación ante las muchachas. Inocentes en su mayor parte, ellas no sabían con precisión en qué se fundaba tal reputación; pero sabían que una joven no estaba segura con él. Era extraño que, no obstante, ni siquiera hubiera besado nunca la mano de una muchacha desde que vino a Atlanta por primera vez. Eso le hacía aún más misterioso y excitante.
Era el hombre del que se hablaba más, si se excluían los héroes del Ejército. Todos sabían que había sido expulsado de West Point por la bebida y por «asuntos de faldas». El terrible escándalo de la muchacha de Charleston comprometida y del hermano muerto era del dominio público. Cartas de Charleston informaron después que su padre, señor anciano y simpático, dotado de una voluntad férrea, le había echado de casa sin un céntimo, a los veinte años, y había borrado su nombre de la Biblia familiar. Después de esto, se marchó a California, con los buscadores de oro, en 1849, y después a América del Sur y a Cuba; los informes que se tenían de sus actividades en los diferentes países no eran muy respetables. Riñas por causa de mujeres, homicidios, contrabando de armas en América Central y, lo que era peor de todo, actividades de jugador profesional; todo esto había en su carrera, según se decía en Atlanta.
No existía familia en Georgia que no tuviese por lo menos un miembro jugador, el cual perdía sobre el tapete verde dinero, casas, tierras y esclavos. Sin embargo, la cosa era diferente. Se podía jugar hasta el último céntimo y seguir siendo un caballero; pero un jugador de profesión no podía ser más que un descastado.
Si no hubiese sido por las condiciones particulares del tiempo de guerra y por sus servicios al gobierno de la Confederación, Rhett Butler no habría sido jamás recibido en Atlanta. Pero hoy, hasta los más remilgados comprendían que el patriotismo exigía olvidarse de ciertas cosas. Los más sentimentales sostenían que la oveja descarriada de los Butler se había arrepentido y trataba de expiar sus culpas. Así, las señoras afirmaban que era un deber animarle a seguir el buen camino. Por otra parte, todas sabían que el destino de la Confederación reposaba tanto en la habilidad de los navios que eludían el asedio yanqui como en los soldados que estaban en el frente.
Se decía que el capitán Butler era uno de los mejores pilotos del Sur, siempre dueño de sus propios nervios. Criado en Charleston, conocía todos los estuarios, ensenadas, bahías y bajíos de la costa de Carolina y estaba como en su casa en las aguas de Wilmington. No había perdido nunca un barco ni se había visto obligado a arrojar al mar un cargamento. Al estallar la guerra había surgido de la oscuridad con bastante dinero para comprar un bergantín veloz. Ahora, ganando en cada cargamento el dos mil por ciento, era propietario de cuatro barcos. Éstos zarpaban de Charleston y de Wilmington durante las noches oscuras, llevando algodón para Nassau, Inglaterra y Canadá. Las fábricas de hilatura inglesas estaban paradas y los operarios morían de hambre; el que conseguía burlar el bloqueo yanqui podía después pedir el precio que quisiera en Liverpool. Las naves de Rhett eran afortunadas y conseguían traer, a la vuelta, los materiales que el Sur tanto necesitaba. Sí, las señoras creían que se podían perdonar muchas cosas a un hombre tan hábil y valiente.