Scarlett fue al gabinete, buscando a Wilkes como un animal helado busca el fuego. Pero no estaba allí. Tenía que encontrarlo. Había descubierto la fortaleza de Melanie y su dependencia de ella, sólo para perderla en el mismo momento de descubrirla; pero aún le quedaba Ashley. Quedaba Ashley, que era fuerte y sabio y consolador. En Ashley y en su amor había fuerza en la que apoyar su debilidad, valor para dominar su miedo, consuelo para su pena.
«Debe de estar en su habitación», pensó; y, cruzando de puntillas el vestíbulo, llamó suavemente con los nudillos. Nadie contestó. Scarlett empujó la puerta. Ashley estaba en pie frente a la mesita-tocador, mirando un par de guantes de Melanie, zurcidos. Primero cogía uno y lo miraba, como si nunca lo hubiera visto antes. Luego lo dejaba sobre la mesa con cuidado, como si hubiera sido de cristal, y cogía el otro.
Scarlett dijo con voz temblorosa: «Ashley», y él se volvió lentamente y la miró. Sus ojos ya no estaban dormidos y distantes, como cuando ella había llegado a la casa. Los ojos grises eran grandes y claros. En ellos vio un miedo que corría parejas con el miedo de ella, una desesperanza más triste que la suya, un asombro más profundo que el que ella pudiese sentir jamás. El sentimiento de terror que se había apoderado de ella en el vestíbulo se hizo más intenso al ver su rostro. Se dirigió hacia él.
—Tengo miedo —dijo—. ¡Oh, Ashley, ayúdame! ¡Tengo tanto miedo!
Ashley no hizo ningún movimiento para aproximarse a ella, pero se estremeció apretando el guante con ambas manos. Ella le puso una mano en el brazo y murmuró:
—¿Qué ocurre?
Los ojos de él persiguieron insistentemente los de Scarlett, buscando, buscando desesperadamente algo que no encontró. Por fin habló con una voz que no era la suya.
—Estaba anhelando verte —dijo—. Iba a correr en tu busca, a correr como un niño que necesita ánimo, y encuentro una niña aún más asustada que corre hacia mí.
—Tú no... Tú no puedes estar asustado —gritó ella—. Nunca te asustó nada. Pero yo... Tú has sido siempre tan fuerte...
—Si yo he sido siempre fuerte era porque ella estaba detrás de mí —dijo él con voz entrecortada.
Y volvió a mirar el guante y acarició los dedos.
—Y... y toda la fuerza que yo he tenido se está yendo con ella.
Había tal acento de desesperación en la voz de Ashley, que Scarlett dejó caer la mano que apoyaba en su brazo y se hizo atrás. Y, en el pesado silencio que cayó entre ellos, sintió que realmente le comprendía entonces por primera vez en su vida.
—¡Cómo la amabas! ¿Verdad, Ashley? —dijo lentamente.
Él habló haciendo un esfuerzo.
—Es el único sueño que he tenido en mi vida, un sueño que vivía, respiraba y no se desvanecía frente a la realidad.
«¡Sueños! —pensó Scarlett con algo de su antigua irritación—. ¡Siempre sueños en él, nunca sentido común!»
Con el corazón dolorido y algo amargado, le dijo:
—¡Has estado loco, Ashley! ¿Cómo no te dabas cuenta de que valía por mil como yo?
—¡Scarlett, por favor! ¡Si supieses todo lo que he sufrido desde que el doctor...!
—¡Que has sufrido! ¿No comprendes que yo...? ¡Oh, Ashley, debías haber sabido hace mucho tiempo que la querías a ella y no a mí! ¿Por qué no lo comprendiste? Todo hubiera sido tan distinto, tan... ¡Oh, debías haberte dado cuenta y no haberme embaucado con toda tu palabrería de honor y sacrificio! Si me lo hubieras dicho hace años, me habría..., me habría matado. O tal vez hubiera podido soportarlo. Pero esperar hasta ahora, hasta que Melanie se esté muriendo, para descubrirlo, ahora que es demasiado tarde para hacer nada... ¡Oh, Ashley! Los hombres son los que tienen que saber esas cosas, no las mujeres. Debías haber visto tan claramente que durante todo este tiempo sólo la amabas a ella, y a mí tan sólo me deseabas como... como Rhett desea a esta mujer, la Watling.
Ashley retrocedió ante aquellas palabras; pero sus ojos siguieron buscando los de Scarlett, implorando silencio y consuelo. Todas las líneas de su rostro admitían la verdad de sus palabras. El encogimiento de sus hombros demostraba que su propio castigo era superior a cualquiera que ella pudiera infligirle. Permanecía en pie, silencioso ante ella, oprimiendo el guante como si fuera una mano comprensiva. Y, en la quietud que siguió a sus palabras, Scarlett sintió ceder su indignación, y una piedad mezclada de desprecio ocupó su lugar. La conciencia se lo reprochó: estaba pisoteando a un hombre indefenso. Y había prometido solemnemente a Melanie que velaría por él.
«Y tan pronto como acabo de prometérselo, le digo cosas mezquinas e hirientes y que no necesito para nada decirle. Él sabe la verdad y ello lo está matando —pensó Scarlett con desconsuelo—. No es una persona mayor. Es un niño como yo, y lo abruma el temor de perderla. Melanie sabía lo que iba a ocurrir... Melanie lo conocía mucho mejor que lo conozco yo. Por eso es por lo que me recomendó en un mismo suspiro que velase por él y por Beau. ¿Cómo va a poder Ashley soportar esto? Yo sí puedo soportarlo. Yo puedo soportarlo todo. ¡He tenido ya que soportar tanto! Pero él no puede, no puede soportar nada sin ella.»
—Perdóname, querido —dijo cariñosamente, tendiéndole los brazos—. Comprendo lo que sufres. Pero acuérdate de que ella no sabía nada, de que nunca había ni siquiera sospechado... Dios ha sido bueno con nosotros.
Él se acercó a ella y sus brazos la rodearon ciegamente. Scarlett se puso de puntillas para poner su mejilla a la altura de la de Ashley y con una mano le acarició el cabello.
—No llores, querido. A ella le gustaría que fueses valiente. Puede querer verte dentro de un instante y tienes que ser valiente. No debe darse la más mínima cuenta de que has estado llorando. La disgustaría.
Ashley la apretó de tal modo que Scarlett casi no podía respirar, y la voz entrecortada resonó en sus oídos.
—¿Qué voy a hacer yo? No puedo..., no puedo vivir sin ella.
«Tampoco yo puedo», pensó Scarlett, estremecida ante la idea de los largos años venideros sin Melanie. Pero se dominó. Ashley dependía de ella, Melanie confiaba en ella. Aquella vez, a la luz de la luna, en Tara, exhausta, sin fuerzas, había pensado: «Las cargas son para los hombros suficientemente fuertes para soportarlas». Ahora pensó lo mismo. Bueno; sus hombros eran fuertes, y los de Ashley, no. Enderezó sus hombros ante la carga
y,
con una tranquilidad que estaba lejos de sentir, besó las húmedas mejillas de Ashley, sin fiebre, sin deseo ni pasión, sólo con fría bondad.
—Haremos lo que podamos —le dijo.
Una puerta se abrió én el vestíbulo con súbita violencia, y la voz del doctor Meade llamó con urgencia:
—¡Ashley! ¡Pronto!
«¡Dios mío, ha muerto! —pensó Scarlett—. Y Ashley no ha llegado a decirle adiós. Pero ¿quién sabe?...»
—¡De prisa! —le gritó, empujándolo, porque él continuaba mirándola como asustado—. ¡De prisa!
Abrió la puerta y lo hizo salir por ella. Galvanizado por las palabras de Scarlett, Ashley corrió al vestíbulo apretando aún el guante en una de sus manos. Scarlett oyó sus rápidos pasos y luego el cerrar de una puerta.
Scarlett murmuró: «¡Dios mío!», y acercándose lentamente a la cama se sentó sobre ella y hundió la cabeza entre las manos. Se sentía cansada de repente, más cansada de lo que se había sentido nunca en su vida. Con el ruido del cierre de la puerta, la tensión bajo la cual había estado luchando, la tensión que le había dado fuerzas, cedió de pronto. Se sintió exhausta de cuerpo y vacía de toda emoción. Ahora no sentía pena, ni remordimiento, ni miedo, ni asombro. Estaba cansada y su mente latía monótona y mecánicamente como el reloj de la chimenea.
De aquella monotonía surgió un pensamiento. Ashley no la amaba ni la había; amado nunca verdaderamente; pero el saberlo no le hizo daño. Debería hacérselo. Debería estar desconsolada, con el corazón destrozado, presta a maldecir al destino. ¡Había confiado en su amor durante tanto tiempo! ¡La había sostenido sobre tantos abismos! Sin embargo, allí estaba la verdad. Él no la quería, y a ella no le importaba. A ella no le importaba porque tampoco le quería. No lo amaba y por eso nada de lo que él hiciese o dijese podría causarle daño.
Se tendió en la cama y, rendida, recostó la cabeza sobre la almohada. Inútil tratar de combatir la idea, inútil decirse a sí misma: «¡Pero yo lo amo, yo lo he amado durante muchos años! El amor no puede cambiarse en indiferencia en un minuto».
Pero podía cambiar y había cambiado.
«Realmente, ese amor nunca ha existido más que en mi imaginación —pensó con cansancio—. Yo amaba algo. Me fabriqué algo que está tan muerto como lo está Melanie. Hice un lindo vestido y me enamoré de él. Y cuando Ashley llegó a caballo, tan hermoso, tan único, le coloqué aquel vestido y se lo hice llevar, le sentase bien o le sentase mal. Y no lo veía como él era realmente. Seguí enamorada del lindo vestido... y no de él.»
Ahora retrocedía en su imaginación varios años y veíase con su traje de organdí blanco salpicado de flores verdes, de pie en el porche de Tara, estremecida a la vista del joven jinete de cabellos rubios que brillaban como un casco de oro. Podía ver ahora muy claramente que su amor no había sido más que un capricho de niña, no más importante en realidad que el deseo colmado de aquellos pendientes de berilo que había conseguido de Gerald. Porque en el momento en que había poseído los pendientes habían perdido todo su valor, como todo, excepto el dinero, perdía valor en cuanto era suyo. Y, así, él hubiera sido una futesa si en aquellos días lejanos ella hubiese podido tener la satisfacción de casarse o negarse a casarse con él. Si lo hubiese tenido a su merced, si lo hubiera visto cada vez más apasionado, importuno, celoso, mustio, implorante como los otros muchachos, el salvaje capricho que la había poseído hubiera pasado, se habría disipado tan ligero como la niebla ante el sol y el viento, cuando ella hubiera encontrado otro hombre.
«¡Qué loca he sido! —pensó con amargura—. Y ahora tengo que sufrir las consecuencias. Lo que yo había deseado tan frecuentemente, ha ocurrido. Deseé que Melanie muriera para poder conseguir a Ashley. Y ahora Melanie ha muerto, y ya lo tengo, y no lo amo. Su condenado honor le hará preguntarme si quiero divorciarme de Rhett y casarme con él. ¿Casarme con él? ¡No lo querría ni en bandeja de plata! Pero lo tendré que aguantar lo mismo, colgado de mi cuello para todo el resto de mi vida. Mientras viva, tendré que velar por él, y cuidar de que no se muera de hambre, y de que la gente no hiera sus sentimientos. Va a ser otro niño cogido a mis enaguas. He perdido mi amante y he ganado otro niño. ¡Y si no se lo hubiese prometido a Melanie no me... importaría no volver a verlo jamás!».
Scarlett oyó fuera un murmullo de voces y, acercándose a la puerta, vio a los asustados negros en pie en el vestíbulo. Dilcey con los brazos combados por el peso del dormido Beau, el tío Peter llorando y Cookie secándose con el delantal la cara, húmeda de lágrimas. Los tres la contemplaban, preguntando sin palabras lo que debían hacer ahora. Miró a través del vestíbulo hacia el saloncito y vio a India y a tía Pitty también de pie, sin hablar, cogidas de la mano. Por una vez, India parecía haber perdido su tiesura. Lo mismo que los negros, ellas también miraban, implorantes, a Scarlett, esperando sus instrucciones. Se dirigió al saloncito y las dos mujeres se acercaron a ella.
—¡Oh, Scarlett, qué...! —empezó tía Pitty, con su gruesa boca infantil sacudida por un temblor.
—No me hables o empezaré a llorar —dijo Scarlett. Sus nervios destrozados dieron un tono agudo a su voz, y sus manos se crisparon sobre sus caderas. La idea de hablar ahora de Melanie, de hacer los preparativos indispensables que siguen a una muerte, le agarrotaba la garganta.
—No quiero oír ni una palabra de ninguno de vosotros. Ante el acento autoritario de su voz, todos se echaron atrás, con expresión de desamparo en los rostros. «No debo llorar delante de ellos —pensaba Scarlett—, no debo estallar ahora, o si no empezarán a llorar también, y los negros empezarán a gritar, y todos nos volveremos locos. Debo dominarme. Es mucho lo que voy a tener que hacer. Ver a los empleados de la funeraria, y disponer el entierro, y vigilar que la casa esté limpia, y estar aquí para hablar a la gente que llorará ante mí... Ashley no puede hacer esas cosas. Pitty e India tampoco pueden hacerlas. Tengo que hacerlas yo. ¡Oh, qué peso tan terrible! Siempre ha sido un peso terrible y siempre lo ha soportado alguien que no he sido yo.»
Miró los rostros doloridos de India y de Pitty y sintió una oleada de contrición. A Melanie no le gustaría que fuese tan dura con aquellos que tanto la habían querido.
—Siento haberme puesto así —dijo, hablando con dificultad—. Es sencillamente que... siento haber estado desagradable. Voy un minuto al porche, tía. Necesito estar sola. Luego volveré, y haremos... Dio unas palmaditas a tía Pitty y salió rápidamente por la puerta principal, comprendiendo que, si permanecía un minuto más en aquella habitación, sus nervios saltarían. Necesitaba estar sola. Y necesitaba llorar o le estallaría el corazón.
Salió al porche oscuro, cerrando la puerta tras de sí, y el aire frío le dio de lleno en el rostro. La lluvia había cesado y no se oía más ruido que el monótono caer de las gotas de la parra. El contorno estaba envuelto en una niebla espesa que llevaba en su aliento el perfume del año que moría. Todas las casas al otro lado de la calle estaban a oscuras, excepto una, y la luz de una lámpara en la ventana, al caer en la calle, luchaba débilmente con la niebla, con las partículas de oro que flotaban en sus rayos. Era como si el mundo entero estuviera envuelto en una manta de humo gris. Y el mundo entero estaba en silencio.
Inclinó la cabeza contra una columnita del porche y quiso llorar, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. ¡Era una desgracia demasiado grande para llorar! Se estremeció. Aún resonaban en su imaginación, atronando sus oídos, los derrumbamientos de las dos inconquistables ciudadelas de su vida. Permaneció un rato tratando de requerir las palabras mágicas de su existencia: «Pensaré en todo esto mañana, cuando pueda soportarlo mejor». Pero las palabras mágicas habían perdido su poder. Ahora tenía que pensar en dos cosas: en Melanie y en cuánto la quería y la necesitaba, y en Ashley y en la inexplicable ceguera que le había impedido verlo como realmente era. Y sabía que estos pensamientos la herirían con la misma intensidad mañana y todos los mañanas de su vida.