—¡Pobre Frank! ¿Qué va a decir cuando usted le cuente que lo ha comprado y se lo ha arrebatado? ¿Y cómo piensa usted explicar un préstamo de ese dinero sin comprometer su reputación?
Scarlett no había pensado para nada en ello, concentrada su mente como estaba en el dinero que el taller habría de reportarle.
—Con no decirle nada...
—Pero él sabe que el dinero no se encuentra por las calles.
—Le diré...; ya está... Le diré que le vendí a usted mis arracadas de brillantes... Y se las daré. Ésta será mi garantía cola...; bien, como usted la llame...
—Yo no la privaré de sus arracadas.
—No las quiero. No me gustan. No son mías en realidad, ¿sabe?
—¿De quién son?
La imaginación de Scarlett se retrotrajo prontamente a aquella calurosa mañana de verano, en que el silencio campestre envolvía Tara y el hombre vestido de azul yacía al pie de la escalera.
—Me las dejó... alguien que ha muerto... Son mías, mías realmente. Tómelas. No las quiero. Prefiero su valor en dinero.
—¡Por Dios santo! —exclamó él, con impaciencia—. ¿No sabe usted pensar más que en el dinero?
—No —replicó ella con franqueza, volviendo hacia él sus verdes ojos—. Y, si usted hubiese pasado lo que yo, tampoco sabría pensar en otra cosa. He descubierto que el dinero es lo más importante del mundo, y Dios me sea testigo de que me propongo no verme sin dinero de aquí en adelante.
Rememoraba el ardiente sol, la blanda tierra rojiza bajo sus pies, el olor a negros de la cabana tras de las ruinas de Doce Robles. Recordó el estribillo que su corazón repetía: «¡Nunca he de volver a tener hambre! ¡Nunca he de volver a tener hambre!»
—Volveré a poseer dinero algún día, mucho dinero, para poder comer todo lo que se me antoje. Y nunca más aparecerán las gachas o los guisantes secos en mi mesa. Y voy a tener preciosas ropas, todas ellas de seda...
—¿Todas?
—Todas —repitió ella secamente, sin molestarse siquiera en ruborizarse por la insinuación—. Voy a tener dinero suficiente para que los yanquis no puedan desposeerme de Tara. Voy a poner en Tara un tejado nuevo, y nuevo establo, y buenas muías para arar, y más algodón del que haya usted visto en su vida. Y Wade no va a saber jamás lo que es tener que pasarse sin las cosas que necesite. ¡Jamás! Va a poseer todo lo que quiera. Y toda mi familia jamás volverá a pasar hambre, se lo aseguro. Usted no comprende esto; es usted un miserable egoísta. Nunca tuvo usted esos advenedizos yanquis queriéndole arrojar de su casa. Usted jamás se ha visto helado y harapiento y teniendo que matarse a trabajar para no morir de hambre.
Él contestó quietamente:
—Estuve ocho meses en el Ejército confederado. No conozco lugar mejor para aprender lo que es el hambre.
—¡El Ejército! ¡Bah! Usted jamás ha tenido que recoger algodón ni destruir las malas hierbas entre el maíz. Usted ha... ¡No se ría usted de mí!
Las manos de Rhett se posaron otra vez sobre las suyas al oírla gritar.
—No me reía de usted. Me reía de la gran diferencia que hay entre lo que parece usted ser y lo que es realmente. Y recordaba la primera vez que la vi en una merienda al aire libre, en casa de los Wilkes. Llevaba un vestido verde y zapatitos verdes, y estaba archirrodeada de hombres y muy pagada de su personita. Apostaría a que usted no sabía entonces cuántos centavos tenía un dólar. Sólo había entonces una idea en su cerebro: la de pescar a Ashley.
Scarlett desasió violentamente sus manos de las de Rhett.
—Rhett, si hemos de continuar tratándonos, tendrá usted que abtenerse de hablar de Ashley Wilkes. Siempre discrepamos, porque usted no puede comprenderle.
—Supongo que usted lee en él como en un libro —dijo Rhett con malicia—. No, Scarlett, si le presto el dinero ha de ser reservándome el derecho de discutir sobre Ashley todo lo que quiera. Renuncio al derecho de percibir intereses sobre el préstamo, pero a eso otro no. Y hay un gran número de cosas referentes a ese joven que me interesaría saber.
—No tengo por qué hablar de él con usted —contestó Scarlett con sequedad.
—¡Oh, sí tiene por qué! Yo poseo los cordones de la bolsa, ya lo sabe. Algún día, cuando sea usted rica, tendrá facultades para hacer lo mismo con otras personas... Es obvio que todavía le quiere.
—No le quiero.
—¡Oh, se ve en la manera de apresurarse a defenderlo! Usted...
—No tolero que se haga mofa de mis amigos.
—Bueno, dejemos eso a un lado por el momento. Y él, ¿la quiere todavía, o Rock Island le hizo olvidarla? ¿O es que ya ha aprendido a apreciar la joya que tiene por esposa?
A la mención de Melanie, Scarlett comenzó a respirar trabajosamente, y apenas pudo abstenerse de contarle todo y decirle que solamente el honor retenía a Ashley al lado de Melanie. Abrió la boca para hablar, pero la cerró en seguida.
—¿No tiene aún el suficiente buen sentido para apreciar a su mujer? ¿Y los rigores de la prisión no entibiaron su ardor por usted?
—No necesito discutir el asunto.
—Yo sí deseo discutirlo —insistió Rhett—. Había en su voz una iiota baja que Scarlett no comprendía ni le gustaba percibir—. Y, vive Dios, lo discutiré y espero que usted me responda. ¿Así que está todavía enamorado de usted?
—Bueno, ¿y qué si lo está? —gritó Scarlett, perdida ya la paciencia—. No quiero hablar de él con usted porque no puede comprenderle ni a él ni la índole de su amor. Usted sólo comprende esa #specie de amor..., sí, ese amor que siente por las criaturas como la Watling.
—¡Oh! —dijo Rhett suavemente—. ¿Es que yo sólo soy capaz de Sentir apetitos carnales?
—Bien sabe usted que es verdad.
—Ahora comprendo sus escrúpulos en discutir el asunto conmigo. Mis sucios labios profanan la pureza de su amor. —Bueno, sí..., algo por el estilo. —Me interesa ese amor tan puro.
—No sea usted tan malvado, Rhett. Si es usted tan ruin que cree ha podido existir algo censurable entre nosotros...
—¡Oh, esa idea jamás entró en mi cabeza, de veras! Pero ¿por qué no ha existido nada criticable entre ustedes dos? —Si piensa usted que Ashley podría jamás... —¡Ah! Luego es Ashley y no usted quien luchó para que no se perdiese esa pureza. La verdad, Scarlett, no debería usted delatarse tan fácilmente.
Scarlett dirigió una mirada rebosante de confusión y de ira a la amable pero enigmática fisonomía de Rhett.
—No hay por qué continuar la conversación y no necesito su dinero. Por lo tanto, váyase.
—Sí, necesita usted mi dinero, y, puesto que hemos profundizado ra tanto en el asunto, ¿por qué abandonarlo? Seguramente no puede laber mal alguno en discutir un idilio tan casto..., ya que no ha labido en él nada pecaminoso. ¿De modo que Ashley la quiere a tsted por su inteligencia, por su alma, por su nobleza de carácter? Scarlett se estremeció interiormente al oír tales palabras. Era evidente que Ashley únicamente la quería por estas cualidades. Era una certidumbre lo que le permitía soportar la existencia, la certidumbre de que Ashley, esclavo de su honor, la quería y la respetaba por todas las cosas bellas encerradas en el fondo de sí misma y que sólo él podía ver. Sin embargo, todo perdía su belleza sublime cuando Rhett hablaba de ello en tono meloso lleno de sarcasmo.
—Me devuelve mis ideales de adolescente el saber que un amor así puede existir en este picaro mundo —continuó diciendo Rhett—. ¿De modo que no hay obsolutamente nada de carnal en su amor por usted? ¿Sería igual si fuese usted fea y no poseyese esa piel tan blanca? ¿Y si no tuviese esos ojos verdes que le hacen a un hombre desear saber lo que usted haría si él la cogiese entre sus brazos? ¿Y un modo de mecer las caderas que es una tentación para cualquier hombre que no haya cumplido noventa años? ¿Y esos labios, que son...? Bueno, no debo permitir que aparezcan mis carnales apetitos. ¿No ve Ashley nada de esto? O, si lo ve, ¿no le produce ningún efecto?
Sin proponérselo, la imaginación de Scarlett se retrotrajo al día en que, en el huerto, los brazos de Ashley la sacudían violentamente entre los suyos mientras la tenía asida, en que su boca parecía quemar la de ella, como si no pudiese despegarse. Un color rojo vivo se esparció sobre sus mejillas, y ello no pasó inadvertido a Rhett.
—Ya lo veo. La quiere sólo por su cerebro —dijo en un tono vibrante, casi de cólera, en su voz.
¿Cómo se atrevía él a escudriñar con sus sucios dedos, haciendo que lo único bello y sagrado que existía en su vida pareciese bajo y ruin? Fríamente, resueltamente, forzaba los últimos reductos de Scarlett y la información que él exigía iba a aparecer.
—¡Sí, sólo por eso! —gritó, procurando deshacerse del recuerdo de los labios de Ashley.
—Querida mía: no se ha enterado siquiera de si usted tiene o no cerebro. Si era su cerebro lo que le atraía, no hubiera necesitado luchar contra usted como debe haber hecho para mantener este amor tan... ¿diremos tan santo? Podía vivir muy tranquilo, porque, después de todo, un hombre puede admirar la mente y el alma de una mujer y ser no obstante un dignísimo caballero y un hombre fiel a su esposa. Pero debe ser difícil para él reconciliar el honor de los Wilkes con el deseo de su cuerpo que sin duda siente.
—¡Juzga usted los pensamientos de los demás por los propios, tan ruines!
—¡Oh, yo no he negado nunca que la deseaba, si esto es a lo que usted se refiere! Pero, a Dios gracias, a mí no me estorban los escrúpulos del honor. Lo que deseo, lo tomo si puedo, y por lo tanto no tengo que luchar ni con ángeles ni con demonios. ¡Qué vida más infernal debe de haber proporcionado usted al pobre Ashley! Soy capaz hasta de compadecerle.
—¿Yo... hacer su vida infernal?
—¡Sí, usted! Allí estaba usted, una tentación constante para él, pero, como la mayor parte de los de su cuerda, él prefiere lo que aquí pasa por ser el honor a cualquier amor verdadero. Y me parece que el pobre diablo se ha quedado sin honor y sin amor que pueda consolarle. —¡Tiene amor!... Quiero decir, ¡me ama!
—¿La ama? Entonces contésteme a lo que voy a decirle y termino ya por hoy y puede coger el dinero y tirarlo por la alcantarilla si quiere, por lo que a mí respecta.
Rhett se puso en pie y arrojó su cigarro a medio fumar en la escupidera. Había en sus movimientos la misma soltura pagana y la misma fuerza contenida que Scarlett había observado en él la noche de la caída de Atlanta, algo siniestro y terrible.
—Si la amaba, ¿cómo demonios le permitió venir a Atlanta a buscar el dinero para la contribución? Antes de que yo permitiese a una mujer que amo hacer esto, yo...
—¡Nada sabía! No tenía la menor idea de que yo... —¿No se le ocurre que debiera haberlo sabido? —Había en su voz brutalidad apenas reprimida—. Queriéndola como dice usted que la quiere, debería saber lo que usted habría de hacer en su desesperación. ¡Debió matarla antes de dejarla venir aquí... y a buscarme a mí precisamente! ¡Santo cielo! —¡Pero él no lo sabía!
—Si no lo adivinó sin necesidad de que se lo dijesen, jamás conocerá a usted ni a su sublime cerebro.
: ¡Qué injusto era! ¡Como si Ashley pudiese leer los pensamientos!
¡Como si Ashley hubiese podido retenerla, aun sabiendo! Pero, ahora lo comprendía repentinamente, Ashley podía haberla detenido. La más leve insinuación suya en el huerto de que acaso algún día las circunstancias variarían, y jamás hubiera pensado ella en salir de Tara.
Una palabra de ternura, una simple caricia de despedida cuando subía al tren, la hubieran retenido allí. Pero sólo había hablado del honor. No obstante..., ¿tendría razón Rhett? ¿Debía Ashley haber conocido sus propósitos? Se apresuró a descartar de sí tal desleal idea. Por supuesto, él nada sospechaba. Ashley no podía sospechar más que ella pudiese soñar tan siquiera en hacer algo tan inmoral.
Ashley era demasiado decente para abrigar tales pensamientos. Rhett sólo trataba de destrozar su amor. Trataba de destruir lo más precioso que existía para ella. Algún día, pensó con encono, cuando la tienda uncionase como debía y el aserradero estuviese en marcha y ella tuviese dinero, haría pagar a Rhett la tortura y la humillación que ahora le causaba.
Él estaba de pie a su lado, mirándola vagamente divertido. La Emoción que le había agitado estaba disipada.
—¿Qué le importa eso a usted después de todo? —preguntó—. Es cosa de Ashley y mía, no de usted.
—Solamente esto. Siento una profunda e impersonal admiración por su temple, Scarlett, y detesto ver su espíritu aplastado por tantas piedras de molino. Está Tara. Esto ya es una empresa más que regular para cualquiera. Está su padre, enfermo por añadidura. Jamás podrá ayudarla en nada. Y tiene a las chicas y a los negros. Y ahora se ha echado encima a un marido y probablemente a la señorita Pittypat también. Lleva ya bastantes cargas para que caigan sobre usted Ashley y su familia.
—No es una carga. Él ayuda...
—¡Oh, por amor de Dios! —prorrumpió él, impacientemente—. ¡No me venga más con eso! No es una ayuda. Es una carga y lo será para usted o para otro, hasta que se muera. Personalmente, estoy harto de él como tema de conversación... ¿Cuánto dinero quiere usted?
Afluyeron a los labios de Scarlett mil palabras injuriosas. Después de todos sus insultos, después de arrebatarle todo lo que era más precioso para ella y pisotearla, ¡creía todavía que ella iba a aceptar su dinero!
Pero estas palabras no llegaron a pronunciarse. ¡Qué maravilloso sería poder despreciar su ofrecimiento y arrojarlo de la tienda! Mas sólo los que son ricos y están muy seguros pueden permitirse tales lujos. Mientras fuese pobre, tendría que soportar escenas como ésta. Pero, cuando fuese rica, no toleraría nada que no le gustase, no se abstendría de nada que desease, no sería ni siquiera cortés con las gentes a menos que le fuesen simpáticas.
«Entonces les diré a todos que se vayan al quinto infierno, ¡y Rhett Butler será el primero!»
El placer de pensarlo hizo chispear sus verdes ojos y dibujó una semisonrisa en sus labios. Rhett se sonrió también.
—Es usted una criatura muy bonita, Scarlett —le dijo—. Especialmente cuando está meditando alguna maldad. Y, sólo por haber visto esos hoyuelos, estoy dispuesto a comprarle una docena de muías, si las quiere.
Se abrió la puerta de la calle y entró el chico del mostrador limpiándose los dientes con una pluma de ave. Scarlett se levantó, se arrebujó en su chal y anudó las cintas de la capota por debajo de su barbilla. Había tomado una decisión.