Read Lo que dure la eternidad Online

Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (30 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bonita historia. ¿No te interesaría ser mi colaborador en la novela de misterio? Tienes madera.

El asintió con admiración.

—Eres una mujer con redaños. Me encantará gozarte antes de volarte la tapa de los sesos, te lo juro.

—Me halagas, Tyron. —Si conseguía aproximarse un poco más a él, estaría lo bastante cerca para intentar saltarle encima. Parnell tenía un brazo ocupado con el cofre, y si ella lograba eludir el arma, si era realmente rápida, podría hacerle perder el equilibrio y… Estaba muerta de miedo, le temblaban las rodillas y sabía que se estaba jugando la vida, pero debía intentarlo—. De manera que el plan es ése. Matas al conde, me violas a mí y luego me pegas un tiro en la cabeza. Cuando descubran los dos cadáveres e investiguen, encontrarán las dagas en mi cuarto, escondidas sin duda en un lugar inverosímil. —Necesitaba distraerlo como fuera. Había leído en algún sitio que las mentes criminales gustaban de alardear de sus logros—. Y dime, Tyron, ¿cómo pudiste robarlas sin que las cámaras te filmasen?

El americano cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. Se encogió de hombros con aire aburrido.

—No me he dedicado nunca a diseñar edificios.

—Lo suponía. —Avanzó un poco más.

—Mi campo es la electrónica. Para mí fue un juego de niños trucar las cámaras para que grabaran un salón vacío. Cambiar la cinta me llevó menos de cinco minutos.

—¡Brillante! —aceptó Cristina—. Creo haberlo visto antes en alguna película. Pero, óyeme, esas dagas valen una fortuna. Soy experta en antigüedades y puedo asegurarte que el cofre que ahora tienes en tus manos ni siquiera posee la mitad de valor, salvo en el sentido espiritual. ¿Por qué desestimar las dagas y dejarlas como prueba de mi… crimen?

Las llamas de los candelabros seguían con su danza, alumbrando en las facciones de Tyron un desdén infinito.

—Sigues sin entender. Esa reliquia me pertenece. ¡Debía haber obrado en poder de mi familia desde hace 469 años!

—¿Por qué? ¿Qué familia?

La pregunta de Dargo lo hizo parpadear con rapidez, retrocediendo un paso, como si acabara de caer en la cuenta de que la muchacha no estaba sola.

—Mi nombre es Tyron Hibert —pronunció despacio, levantando el arma y encañonando de nuevo a su enemigo—. Mi bisabuelo cambió ligeramente el apellido cuando emigró a Estados Unidos. «De Hibern» sonaba demasiado extranjero.

Los ojos de Dargo fulguraron en la penumbra. Todo su cuerpo se tensó, y sus dedos se hundieron en el hombro de Cristina.

¡¡¡De Hibern!!! Era, pues, un descendiente del bárbaro que…

—Tu antepasado fue un bastardo —le escupió Dargo, extremadamente sereno, aunque ella captaba su furia con tanta claridad como si fuera un fuego que se extendía por la cripta—. ¡Un jodido bastardo que acabó con mi familia! Un cabrón sin alma que permitió que violasen y asesinasen a una niña de 12 años, a mi hermano, a mi…

—¡Basta ya de idioteces! —gritó Tyron, retrocediendo un paso más y chocando con el primer escalón. A Cris le pareció el momento adecuado para abalanzarse sobre él, pero el hombre recobró el equilibrio en un segundo y no le dio tiempo ni a moverse—. ¡Esa gente murió hace cinco siglos, coño!

—Y tú vas a morir ahora —sentenció el fantasma.

—Te equivocas, milord —le apuntó a la cabeza—. Eres tú quien va a morir ahora.

Como en una película rodada a cámara lenta, Dargo hizo a un lado a Cristina y caminó con paso elástico hacia Tyron. Ella vio la mano de aquel chiflado, su dedo índice curvado sobre el gatillo. No podría explicar ni en un millón de años lo que pasó por su cerebro en ese instante. No pensó en que Dargo era inmortal, en que no estaba vivo, en que era solamente un espectro. Ni se planteó que las balas no podían herirle. Únicamente vio que Tyron iba a dispararle. ¡Que iba a disparar contra el hombre a quien ella amaba!

Con un alarido de desesperación, cruzó por delante de Dargo y se interpuso entre él y la pistola justo en el momento en que el americano apretaba definitivamente el gatillo.

El estampido del disparo en el interior de la cripta hizo que incluso Hibert se encogiera.

Cristina notó la mordedura de la bala en su brazo izquierdo y se quedó paralizada, mirando como una boba hacia el punto donde había recibido el impacto. No sentía dolor, sólo estupor y el calor pegajoso de su propia sangre.

El cerebro de Tyron trató de procesar lo que ocurría. ¡El no había disparado a la mujer! Aunque ella se había colocado delante del conde, en el último instante, por una fracción de segundo, el cuerpo del lord había cubierto de nuevo a la joven. ¡El había disparado a Killmar pero la bala había atravesado su cuerpo y alcanzado el brazo de Cristina!

Dargo echó un rápido vistazo a la joven y comprobó que la herida no revestía gravedad. Se volvió lentamente hacia Tyron, que retrocedió, confundido. La confusión se trocó en terror ante unos ojos iridiscentes, irreales y fantasmagóricos, con un halo de violencia pavoroso. Intentó tragar aire, ascendió de espaldas un par de escalones, sin dejar de apuntarle, pero su mano temblaba de forma incontrolada.

El fantasma avanzó hacia él despacio, su rostro una máscara fiera. Su negra cabellera ondeaba sobre sus hombros. Tyron percibió un frío repentino que le traspasaba los huesos.

—¡¡¡Quieto ahí!!!

Dargo se detuvo, curvando sus labios en una sonrisa salvaje y perversa. Una sonrisa sarcástica, con olor a triunfo. Respiró un par de veces muy hondo, llamando a su alma atormentada a la calma, obligándose a abandonar el impulso fiero que lo hacía totalmente visible.

—¿Quieto? ¿Dónde? —preguntó—. ¿Aquí?

La imagen de Dargo desapareció del lugar en que Tyron la tenía fijada y reapareció al segundo siguiente al fondo de la cripta. A Hibert se le escapó una exclamación de asombro inducida por el miedo.

—¿Mejor aquí? —oyó preguntar ahora a Dargo, como si le hablara desde ultratumba.

Su cuerpo se materializó a la derecha, tras la sepultura de Fionna.

—¿Tal vez aquí, Hibert?

El americano notó un aliento helado en la nuca. Se volvió y lanzó un alarido de pavor al ver a Dargo a su espalda. Disparó una y otra vez, a ciegas, contra sombras que lo aturdían. El espanto que lo dominaba le nubló la razón. Quería huir pero antes debía destruir al demonio que lo enloquecía. Lo veía por todas partes, pero no lo encontraba en ninguna.

Descompuesto por el miedo, era un pelele sin recursos. El arma le temblaba en la mano, se le escapó y cayó rebotando del escalón al suelo.

—No… puede… ser —balbuceó Tyron.

—Es, señor Hibert.

Hasta Cristina se estremeció cuando la risa de Dargo retumbó entre los muros de piedra. Encogida en el suelo y apretándose la herida como podía, se le puso la carne de gallina. Dargo iba a tomar venganza. No tendría misericordia. Volvía a ser el guerrero de antaño, presto a cobrar su deuda. Se había convertido en un ser destructivo, dispuesto a matar como lo habría hecho quinientos años atrás, con el mismo dolor por la muerte de los suyos pero también con la misma determinación. Era como si la historia quisiera repetirse, pero ahora él estaba allí, estaba donde debía estar, defendiendo lo que era suyo.

En algún momento Tyron Hibert debió de tomar conciencia de la situación. Entre alaridos y trompicones, abandonó la cripta.

Dargo lo dejó escapar. No pareció importarle.

—Dargo… —llamó Cristina, sollozante.

El espectro le regaló la mirada más tierna que ella había visto nunca. Se acercó, se inclinó y depositó en sus labios un beso casto que apenas la rozó.

—Todo ha concluido,
acushla. Tha gradh agam ort
—le dijo como si saliera de las tinieblas—. Te amaré siempre.

Luego desapareció y ella gritó su nombre una, mil veces, convulsionada por los sollozos, el dolor, y la pérdida.

La maldición de Augustus había desaparecido para siempre. «Hasta que el firmamento alumbre la reliquia… y alguien ofrezca su vida por ti.» El sexto conde de Killmar podía ya descansar en paz.

A varias millas de allí, en la suite Cork de su clínica privada, el monitor que controlaba las pulsaciones de Kevin Dargo Killmar pareció imantarse. De ochenta pasó a indicar ciento veinte, y de ciento veinte pasó a ciento cuarenta. Segundos después la enfermera de guardia empujó la puerta de la habitación llamando a un médico a voz en grito. Cuando se personó a la carrera la doctora Bridge, una mujer alta y rubia, el monitor marcaba ya las ciento sesenta pulsaciones.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó, perpleja.

Ciento setenta. Ciento ochenta. Tanto la doctora como la enfermera observaban las oscilaciones de la pantalla sin capacidad de respuesta. Nunca habían visto nada semejante. Era imposible que el corazón de un paciente soportase semejante presión.

Con la misma rapidez con que se dispararon, las pulsaciones cesaron. Exactamente un minuto después de que el corazón de lord Killmar comenzara a desbocarse, se paró en seco. El pitido monocorde del monitor pareció alentar la línea horizontal que anunciaba la muerte clínica.

Pálida como un cadáver, la doctora Bridge se acercó al enfermo y buscó el latido en la carótida. Mantuvo los dedos en el cuello, buscando un pulso que sabía no iba a encontrar, sin dar aún crédito a lo que acababa de suceder. Luego, con la vista clavada en la enfermera, cuyo rostro había adquirido un tinte verdoso y que parecía a punto de desmayarse, negó en silencio. Miró su reloj de pulsera y dijo:

—Hora de la muerte, las dos y cinco minutos.

Con el embozo de la sábana cubrió el rostro del cadáver. A paso lento, se aproximó a la otra mujer, le pasó el brazo por los hombros y juntas abandonaron la habitación después de apagar la luz, sin molestarse siquiera en desconectar los aparatos.

Aunque la temperatura en el interior de la clínica era siempre alta y estable, tanto la doctora como la enfermera se encontraron en el pasillo palmeándose los brazos, como si repentinamente una corriente fría se hubiera colado dentro.

Aquel invierno estaba resultando francamente extraño, pensó la doctora. El clima se estaba rebelando.

En el exterior, la tormenta que acompañaba al suave manto de nieve que arropaba toda Irlanda fue in crescendo. La única luz visible en la suite Cork era la verde del monitor, que seguía posicionada en aquella línea horizontal, monótona y fatídica; la prueba técnica que certificaba la parada cardiorrespiratoria con resultado de muerte.

Exactamente cinco minutos después, aquella línea verde, sin explicación alguna, comenzó a formar escalas ascendentes y descendentes, contraviniendo toda lógica médica: el corazón de aquel paciente latía de nuevo.

Cuando dos celadores entraron en la habitación empujando una camilla para hacerse cargo del cadáver, Kevin Dargo Killmar se encontraba sentado en la cama y se había arrancado todos los cables y sondas que le mantenían unido a aparatos de la última tecnología. Uno de los celadores abrió la boca pero volvió a cerrarla; el otro salió a escape y poco después regresó a la carrera con la doctora Bridge, que prácticamente cayó en estado de apoplejía a la vista del «resucitado». De inmediato solicitó la presencia de otro colega y exigió proceder a otro examen del enfermo. Él no sólo hizo oídos sordos a sus órdenes, sino que se levantó, sin pudor alguno en su desnudez, buscó sus ropas en el armario y comenzó a vestirse, ante el pasmo total de quienes lo contemplaban como si de un aparecido se tratara.

A Dargo le costó calzarse los zapatos, pero aun así se los puso. No eran las botas que él había utilizado permanentemente durante los últimos siglos.

Para entonces, en la suite Cork se había congregado ya el personal de la clínica en pleno. Todos hablaban al mismo tiempo.

Lord Killmar, abstraído de aquel bullicio, se metió en el cuarto de baño y se quedó mirando el cuerpo que se reflejaba en el espejo. Inspiró hondo, familiarizándose con aquel rostro conocido y extraño a la vez. Tenía el cabello más corto, pero el iris verde de sus ojos no había cambiado.

—¿Puede alguien conseguirme cuchillas de afeitar? —pidió desde dentro. Un silencio sepulcral se hizo en el cuarto contiguo—. Y que alguien llame a Lian Watford.

Capítulo
25

24 de diciembre. Castillo de Killmarnock

D
obló, por enésima vez, la misma chaqueta.

Ni siquiera era consciente de lo que estaba haciendo, pero sabía que debía marcharse. El inspector Powell sabía dónde podría encontrarla si hiciera falta. Cristina habría deseado escapar de allí unas horas después de los últimos sucesos, pero le había resultado imposible. De todos modos, le daba lo mismo. Todo le daba ya lo mismo. Absolutamente todo, excepto quedarse un segundo más entre aquellos muros donde había conocido la felicidad y que ahora la ahogaban. Vivir o morir carecía de importancia para ella, y solamente ante la insistencia de Miriam había consentido en quedarse aquella semana, recuperándose de la herida del brazo, pero se había prometido irse al día siguiente de Navidad. No podía soportar durante más tiempo vagar por las salas y galerías sin la presencia de Dargo.

Tenía los ojos hinchados de llorar, pero ya ni le quedaban lágrimas. Con un suspiro lastimero, se sentó en el alféizar de uno de los ventanales y miró al exterior. La campiña irlandesa estaba preciosa. La nevada lo cubría todo y las copas de los árboles se vencían bajo el peso del blanco algodón. A lo lejos, las montañas parecían de postal. Acá y allá se apreciaban pequeñas pisadas de animalillos y pájaros sobre el césped, ahora blanco como un mantel. La terrible tormenta de la noche en que encontraran la reliquia y Dargo saliera definitivamente de su vida dio paso nuevamente a una intensa nevada. Ni uno solo de los moradores del castillo se ahorró comentarios acerca de lo extraño de aquellos fenómenos atmosféricos que se alternaban de un modo tan inusual que parecía que el cielo tratara de castigar a Irlanda. Hasta los noticiarios de televisión hacían referencia expresa a las sorprendentes condiciones meteorológicas de aquellos días.

Se puso de pie y trató de ordenar sus enseres en las maletas. Cogió la chaqueta que acababa de meter, la desdobló y la plegó de nuevo, como un autómata.

La llamada a la puerta la distrajo. Miriam entró y Cristina eludió saludarla.

—¿Lo ha pensado mejor?

—Lo lamento, Miriam, pero de veras que no podría.

—Lleva una semana encerrada, señorita.

BOOK: Lo que dure la eternidad
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Show Me by O'Brien, Elle
Street Divas by De'nesha Diamond
Wool by Hugh Howey
Pandora Gets Lazy by Carolyn Hennesy
Resist (London) by Breeze, Danielle
House of Many Gods by Kiana Davenport
The Perfect Christmas by Debbie Macomber