—¿Falta algo más? —preguntó Thomas.
Escolme lo miró.
—¿Se refiere a si tengo algún otro objeto de valor incalculable por aquí? —preguntó Escolme con repentino desdén—. ¿Un bodegón olvidado de Van Gogh, quizá, o una estatua de mármol tiempo ha perdida de Miguel Ángel…?
—Eso es un no, entonces —le cortó Thomas.
—Es un no —dijo Escolme, de nuevo abatido.
—Deberíamos llamar a la policía —dijo Thomas.
—No —dijo Escolme—. Rotundamente no. También podría llamar al Tribune, por qué no. Si lo hiciera, estaría acabado.
—Al propietario, pues.
—Una vez más, no —dijo Escolme con el cauteloso énfasis de quien advierte a un niño persistentemente irritable—. Y por el mismo motivo.
—¿Quién sabía que lo tenías? —dijo Thomas.
—Nadie —respondió Escolme—. Solo mi cliente.
—¿Que es…?
—No puedo responderle a eso —afirmó.
Thomas resopló.
—Quizá sea mejor que me vaya —dijo.
—No —dijo Escolme—. No lo haga. Pero eso no puedo decírselo.
Thomas miró su reloj.
—Tiene que saberlo más gente de la agencia literaria —dijo.
—No. VFL nos da mucha libertad de acción. No tenemos a nadie encima de nosotros porque somos muy buenos en nuestro trabajo. —Esbozó una sonrisa rapaz. Su mirada seguía ausente—. No tengo que responder ante nadie.
—Lo siento, David —dijo Thomas—. No veo en qué puedo ayudarte. No entiendo por qué me has llamado.
David cogió una de las botellas de champán, por hacer algo, y la colocó sobre la mesilla de la cama. Estaba llena y todavía tenía la chapa de hierro sobre el corcho. Thomas miró la etiqueta de la botella para apartar los ojos de la mirada fija de Escolme. Era francés. Saint Evremond Reims. Nunca lo había visto antes. Se aventuró a mirar de nuevo a Escolme.
El fiero gesto desafiante del agente se había venido abajo y el colegial que había sido titiló como la imagen de una televisión estropeada. Parecía perdido, herido, solo.
—Parece una historia de Sherlock Holmes, ¿verdad? —dijo, no en voz muy alta—. Habitaciones cerradas y papeles perdidos. La aventura de El tratado naval. ¿La recuerda?
—Vagamente —respondió Thomas. Algo en aquella referencia hizo que se preocupara, y tal preocupación se reflejó en su rostro.
—Tiene que ayudarme —dijo Escolme, repentinamente suplicante.
—No veo cómo —dijo Thomas.
Y era la verdad, aunque la verdad completa era que no estaba seguro de si quería ayudarle. Toda aquella situación le daba mala espina y le aliviaba poder librarse de aquello de manera honesta, parapetándose en su innegable ignorancia.
—No sé qué hacer —dijo—. Yo hablaría con tu cliente o con la policía, pero entiendo que no quieras obrar así.
—Gracias.
—Lo siento —dijo Thomas—. Voy a marcharme. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte, llámame.
Escolme parecía atontado. Asintió, sus ojos estaban vidriosos, pero no dijo nada.
—¿Estás bien? —preguntó Thomas—. Si necesitas que me quede…
—Daniella Blackstone —dijo.
Thomas se quedó pensativo unos instantes. Aquel nombre le sonaba, pero no sabía de qué.
—¿Es tu cliente? —preguntó.
—Blackstone, la de Blackstone y Church —dijo Escolme—. Sí.
Thomas, impresionado, soltó un silbido involuntario.
—No se deje impresionar —dijo Escolme—. No consigo publicar nada de ella. No es tan buena escritora.
—Entonces lo que tiene es una suerte increíble —dijo Thomas—. No recuerdo una semana en la que Blackstone y Church no hayan figurado en la lista de best sellers del New York Times.
Blackstone y Church escribían novelas de misterio situadas en Inglaterra cuyo protagonista era un inspector que también poseía el título de sir y que resolvía los casos con una facilidad sobrenatural. Thomas había leído dos de sus libros y le habían resultado absurdos y entretenidísimos a partes iguales.
—Pero claro, son Blackstone y Church —prosiguió Escolme—. No solo Blackstone. Esa mujer no podría escribir una historia decente ni aunque su vida dependiera de ello. Ha sido un lastre para Elsbeth Church durante más de una década. Escribieron su último libro juntas hace dos años y un año después anunciaron que iban a escribir material por separado en un futuro inmediato. Blackstone ha sido incapaz de publicar nada desde entonces, y teniendo en cuenta la basura que publican las editoriales, resulta de lo más significativo.
—Entonces, ¿por qué la representas? —preguntó Thomas.
—Porque mis otros autores están esperando la llamada de la comisión de los Nobel —dijo el agente, mordaz de nuevo—. Porque al romper con Church también rompió con su representante y porque su editor había hecho tal trabajo ocultando la ínfima parte que Blackstone era en Blackstone y Church que no quisimos dejarla escapar. Claro, solo fueron necesarios diez minutos, diez páginas para ser más precisos, para darnos cuenta de que era un peso muerto, y otros diez minutos para que su anterior editor lo filtrara para impulsar el trabajo en solitario de Elsbeth Church. Así que llevo ocho meses moviendo su mierda, intentando encontrar a un negro que pueda meter mano en sus escritos. Entonces ella aparece en Nueva York con una obra teatral escrita a mano.
Thomas se lo quedó mirando. Nada parecía tener sentido.
—¿Escrita a mano?
—Oh, no escrita por el propio Shakespeare —dijo el agente—. Por ella. Primero dice que la escribió como una respuesta a Shakespeare y que cómo podría obtener el copyright. Con solo leer las diez primeras líneas supe que estaba mintiendo. Era tan probable que ella hubiera escrito eso como que hubiese llegado volando a la luna. Se lo hice saber y ella se enfadó. Una semana después me llama. No, ella no lo había escrito, me dijo. Lo copió. El original es de Shakespeare y nadie sabe de su existencia. ¿Se me ocurre alguna manera de hacer que ella pueda lograr algunos derechos sobre la obra que le aseguren no tener que volver a escribir una palabra más? Le digo que, si se trata de una obra de Shakespeare, es de dominio público y que no tendría derechos sobre su contenido más allá del valor del propio manuscrito. «Entonces tendremos que restringir el número de personas a las que se lo enseñemos», dijo. «No puedo obtener el copyright de la obra, pero sí de la edición, y asegurarme de que todas las obras posteriores partan de esta». Le digo que el primer paso es verificar de manera discreta que se trata de lo que ella afirma que es. Me dice que siga adelante, con cautela, y me da esas páginas escritas a mano. No se atreve siquiera a fotocopiarlas por si alguien pudiera verlas. Bajo ninguna circunstancia me daría el original, así que solo tengo su transcripción. Cualquier investigación acerca del texto depende de sus palabras, no de la composición de la tinta, la antigüedad del papel…
—Me parece que no lo he entendido muy bien —dijo Thomas—. Es decir, si solo es su copia, entonces carece de valor alguno, ¿no? Y ella está en posesión del original. Entonces, ¿cuál es el problema?
—¡Que nadie puede saberlo! —dijo—. Si hay otra copia suelta por ahí no habrá forma de mantener en secreto su contenido. El siguiente paso será que lo cuelguen en la red y se convierta en dominio público, y entonces nadie verá un centavo.
—No puede mover tanto dinero —comenzó Thomas—. Seguramente…
—¿Está de broma? —le espetó Escolme, alzando la voz, tensándose los músculos de su rostro—. Un libro en cuarto de Hamlet alcanzó veinte millones de dólares en una subasta hará un año, y se trata de una obra que ya conocemos, de la que existen múltiples copias de múltiples ediciones y tiradas. ¿Puede poner precio a la única versión existente de una obra de Shakespeare que se daba por perdida? Yo no. Pero no se trata del valor de la obra en sí. Incluso aunque el copyright fuera considerado de dominio público, el propietario de esa copia podría exigir cantidades desorbitadas para dejar que los productores de películas, libros y teatros pudieran echarle simplemente un vistazo.
—Lo sé… —comenzó Thomas.
—No —dijo Escolme con una seriedad levemente amenazante—. No lo sabe. Sería el descubrimiento artístico del siglo. Coparía los titulares de los periódicos de todo el mundo. De todo el mundo —repitió—. Porque Shakespeare es global, la base de la cultura y la educación en todo el planeta. No importa si la obra es oscura o incluso mala. No importa si es el manuscrito original de Shakespeare o si se trata de una copia hecha por un niño con sus ceras de colores. Es una obra nueva de Shakespeare, y si la gente se muestra conforme con su autoría, no se necesita más. En cuestión de un año, estará viendo una película protagonizada por todos los actores que se le vengan en mente y el libro alcanzará unas ventas que harán llorar a Dan Brown y a J. K. Rowling. Miles de millones de dólares, señor Knight. Miles de millones. Esa pila de papeles no era solo un libro, era una industria en potencia.
Independientemente de cualquier posible escepticismo que Thomas pudiera sentir con respecto a la existencia de las hojas extraviadas, suponía que Escolme estaba en lo cierto. Si la obra era auténtica, sería una mina de diamantes mucho más allá de la academia literaria. Pero seguía sin saber qué podía hacer para ayudar o por qué Escolme lo había llamado en primer lugar.
—No se trata de quién tiene el original —concluyó Escolme—. Eso supondría dinero, sí, pero nada comparado con el que conseguiría la primera persona que lo publicara. Esa es la cuestión. Ese es el problema. Daniella Blackstone podría seguir teniendo una versión en cuarto del Renacimiento, en perfecto estado, en una caja de seguridad y venderla por una bonita cantidad de dinero, pero el dinero de verdad se encuentra en la primera edición y en lo que esta supone. La única manera que tiene de controlarlo es asegurándose de que nadie vea la obra salvo en su publicación protegida por copyright. ¿Lo comprende ahora, señor Knight? Teníamos el control y lo hemos perdido. Lo he perdido. Y, con ello, una cantidad de dinero que no alcanza siquiera a imaginar.
Thomas no dijo nada durante unos segundos. Toda esa charla sobre dinero estaba distrayéndolo, pero incluso aunque Escolme tuviera razón, eso no cambiaba la cuestión que había estado rondándole desde su primera conversación telefónica.
—¿Por qué me llamaste? —le preguntó—. No sé qué hago aquí.
—Quería que lo leyera —dijo Escolme—. Que me dijera qué pensaba. Si creía que era auténtico.
—¡Soy profesor de instituto! —exclamó Thomas—. Necesitas expertos. Académicos. Esos tipos que introducen elecciones de palabras y variantes ortográficas en su ordenador para averiguar quién escribió qué. Es un campo de estudio que desconozco por completo. Incluso aunque tuviera la obra delante de mis narices no sabría por dónde empezar. ¡Ni siquiera acabé el doctorado, David! —dijo Thomas. Se puso en pie. Aquello había llegado demasiado lejos—. Lo siento. Ha sido un día muy extraño. Me ha alegrado volver a verte, David, pero no soy la persona que necesitas.
Thomas Knight regresó a casa, al 1247 de la calle Sycamore (casi en Skokie) con la tarjeta de Escolme en el bolsillo del pecho. Estaba desconcertado, frustrado y con una sensación de fracaso que era absolutamente irracional. Después de todo, no era Thomas quien había perdido el manuscrito, ni tampoco ninguna persona en su sano juicio podía esperar que fuera a volcarse en recuperarlo.
Si es que alguna vez ha existido.
Y había otro motivo para su decaimiento. Al igual que todos los profesores, Thomas se había sentido orgulloso del éxito de su antiguo estudiante, aunque Escolme se hubiera pavoneado de ello. Pero si Escolme era un granuja del tres al cuarto, o peor, un estafador, entonces todo ese éxito no significaba nada.
La alternativa, que estaba diciendo la verdad, tampoco era mucho mejor. Si Escolme había encontrado una obra desaparecida de Shakespeare, cualquier gloria que hubiese podido lograr se desvanecería por haberla perdido. Era una triste ironía que en el momento en que había reaparecido en la vida de Thomas, el pavo real estuviera en proceso de desplume. Thomas no era capaz de decidir qué habría sido peor, no haber sabido nada de Escolme de nuevo o haber sido invitado a participar de la confidencia del agente justo a tiempo para tener un asiento de primera fila desde donde contemplar como la vida de su antiguo alumno se iba por el retrete.
Dando por sentado que todo esto sea verdad.
La referencia a la aventura de El tratado naval no le había gustado. Escolme tenía razón en que la historia de Sherlock Holmes era similar: un valioso manuscrito desaparece de una habitación cerrada con llave, por lo que las sospechas recaen en el hombre encargado de su seguridad. Holmes se pone del lado del sospechoso, demuestra su inocencia y encuentra el manuscrito.
Todo muy pulcro.
Esa era la razón por la que le preocupaba que Escolme se hubiese referido a ella. Le convertía hábilmente en la parte demandante. Pero ¿y si fuera un subterfugio? La tarde había sido de lo más extraña, y no solo por la historia de la obra desaparecida. Thomas tenía la sensación de haber ido a ver la representación de una obra ya comenzada, que la habitación arrasada no era más que un escenario. ¿Qué había dicho Escolme acerca del teatro en la universidad? ¿Era posible que toda su angustia y pánico no fueran, después de todo, más que una actuación?
Aun así, pensó, ¡imagina lo que sería encontrar una obra perdida de William Shakespeare!
Era una idea excitante, aunque absurda. Sí, sin duda valdría mucho dinero, independientemente de todos esos asuntos legales del copyright, pero solo pensar en sacar algo así a la luz, en compartirlo con el mundo…
Thomas Knight, que abandonó sus estudios de doctorado, hace el mayor descubrimiento en la historia de la erudición shakesperiana…
¿No estaría bien? Se quedó meditabundo mientras se servía una de las dos bebidas que se concedía por la noche. Rara vez se permitía la segunda, pero esa noche lo haría.
Creo que podremos hacer una excepción para los días que empiezan con cadáveres en la ventana de tu cocina, pensó.
Al día siguiente comenzaría a corregir los trabajos finales de sus clases, por lo que no volvería a beber hasta el fin de semana, le gustara o no la idea.
Era la primera semana de junio y los chavales ya podían oler las vacaciones de verano, el aroma de las barbacoas junto al gran lago, la crema solar y la cordita de los fuegos artificiales. Solo tenían un último escollo (en forma de trabajos y exámenes finales) que superar, y luego serían libres. Thomas casi podía recordar ese olor, la infinita expansión de los gloriosos días sin clases que este auguraba y todos aquellos obstáculos de final de curso, que eran como atravesar el río Estigia hacia los Campos Elíseos.