Ella también intentaba asimilar lo que veía. Dawson llevaba una camisa de color beis metida holgadamente dentro de unos descoloridos pantalones vaqueros, que resaltaban sus caderas todavía angulosas y sus hombros parecían fornidos. Su sonrisa no había cambiado, pero llevaba el pelo oscuro más largo que cuando era adolescente, y se fijó en sus sienes salpicadas por algunas canas. Sus ojos oscuros eran tan impactantes como los recordaba, aunque le pareció detectar una nueva nota de recelo en ellos, la marca de alguien a quien le había tocado llevar una vida más dura de la esperada. Quizá fuera el resultado de verlo allí, en aquel lugar donde habían compartido tantos momentos inolvidables, pero, en el vertiginoso estallido de emociones que la embargaba, a Amanda no se le ocurría nada que decir.
—¿Amanda? —balbuceó él con cierto nerviosismo, al tiempo que avanzaba hacia la mujer.
Ella detectó la sorpresa en su voz al pronunciar su nombre, y fue eso lo que le hizo constatar que no estaba soñando, que él era real.
«Está aquí —pensó—. Es él.»
Y a medida que Dawson acortaba la distancia, sintió que los años se desvanecían lentamente, por más imposible que pudiera parecer. Cuando por fin estuvieron a tan solo unos pasos, él abrió los brazos y Amanda avanzó hacia ellos con naturalidad, como había hecho tanto tiempo atrás. Dawson la estrechó con fuerza. Ella se apoyó en su pecho, sintiéndose de repente como si tuvieran de nuevo dieciocho años y fueran otra vez un par de enamorados.
—Hola, Dawson —susurró.
Permanecieron abrazados durante un buen rato, bajo los últimos destellos del lánguido sol de la tarde. Por un instante, él tuvo la impresión de que ella se estremecía. Cuando se separaron, Amanda notó su emoción contenida.
Escrutó su cara varonil con interés, fijándose en los cambios originados por el paso del tiempo. Allí delante tenía a un hombre hecho y derecho, con la cara curtida y bronceada, propia de alguien que pasaba muchas horas bajo el sol; su cabello solo había empezado a ralear sutilmente.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó él, al tiempo que le tocaba el brazo como si quisiera confirmar que ella no era fruto de su imaginación.
La pregunta la ayudó a recuperar la compostura, y de repente se recordó a sí misma en quién se había convertido. Amanda retrocedió un paso.
—Lo más probable es que esté aquí por la misma razón que tú. ¿Hace mucho que has llegado al pueblo?
—No, acabo de llegar —contestó él, preguntándose por el impulso que lo había empujado a realizar aquella inesperada visita a la casa de Tuck—. No puedo creer que estés aquí. Tienes… muy buen aspecto.
—Gracias. —Por más que Amanda intentaba controlar el rubor, notó que se le encendían las mejillas—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—No lo sabía —se excusó él—. He sentido la necesidad de venir; entonces he visto el coche aparcado, he echado un vistazo y…
Cuando se calló, Amanda terminó la frase por él.
—Y me has encontrado.
—Sí. —Dawson asintió y la miró a los ojos por vez primera—. Y te he encontrado.
La intensidad de su mirada no había cambiado. Amanda retrocedió otro paso, esperando que el espacio entre ellos suavizara la incómoda situación, esperando que él no se llevara una falsa impresión. Enfiló despacio hacia la casa.
—¿Te quedarás aquí a dormir?
Dawson contempló la casa unos momentos con interés antes de volver a mirarla.
—No, he reservado una habitación en una pensión en el pueblo. ¿Y tú?
—Dormiré en casa de mi madre. —Cuando vio su expresión perpleja, añadió—: Mi padre murió hace once años.
—Vaya, lo siento.
Amanda asintió, sin decir nada más. Dawson recordó que, en el pasado, ella solía zanjar los temas de ese modo. Transcurridos unos instantes, la mujer desvió la vista hacia el taller y Dawson dijo:
—¿Te importa si echo un vistazo? Hace muchos años que no piso el taller.
—No, por supuesto que no, adelante —contestó ella.
Amanda lo observó mientras él se alejaba y notó que se le relajaban los hombros; no se había dado cuenta de la tensión acumulada. Dawson examinó unos segundos el pequeño despacho abarrotado de trastos antes de deslizar la mano por el banco de trabajo y por una llave de cruz oxidada. Caminaba despacio, inspeccionando las paredes revestidas con tablas de madera y el techo con vigas. Se fijó en el bidón situado en un rincón, donde Tuck tiraba el aceite sobrante; en la pared del fondo vio un gato hidráulico y una enorme caja de herramientas parapetada por una pila de ruedas. Al otro lado del banco de trabajo había una lijadora eléctrica y un equipo de soldadura. Un ventilador polvoriento descansaba en un rincón cerca del pulverizador de pintura, las bombillas colgaban de los cables, y cada superficie útil estaba ocupaba por piezas de vehículo.
—Está igual que siempre —comentó Dawson.
Ella lo siguió hasta el fondo del taller, todavía notando el temblor en las manos, procurando mantener una distancia suficientemente cómoda.
—Probablemente esté igual, aunque Tuck se había vuelto más meticuloso respecto a dónde guardaba las herramientas, sobre todo en los últimos años. Creo que se daba cuenta de que se estaba volviendo olvidadizo.
—Teniendo en cuenta su edad, me cuesta creer que todavía siguiera restaurando coches.
—Se lo tomaba con más calma. Uno o dos al año, y solo cuando estaba seguro de que podría hacerlo. Ya no aceptaba restauraciones importantes ni nada parecido. Este es el primer coche que he visto aquí desde hace mucho tiempo.
—Hablas como si os vierais a menudo.
—No, la verdad es que no; una vez cada tres o cuatro meses, más o menos, aunque estuvimos muchos años sin tener contacto.
—Tuck nunca te mencionó en sus cartas —apuntó Dawson.
Amanda se encogió de hombros.
—Tampoco te mencionó a ti en nuestras conversaciones.
Él asintió antes de centrar la atención, de nuevo, en el banco de trabajo. En uno de los extremos vio uno de los enormes pañuelos de Tuck cuidadosamente doblado. Dawson lo alzó y pasó los dedos por el banco.
—Mira, todavía están las iniciales que grabé, y también las tuyas.
—Lo sé —dijo ella.
Debajo de las iniciales, sabía que había un par de palabras más grabadas:
PARA SIEMPRE.
Se cruzó de brazos, intentando no prestar atención a las manos de Dawson. Fuertes y curtidas, las manos de un peón, y sin embargo, largas y refinadas a la vez.
—No puedo creer que haya muerto —se lamentó él.
—Yo tampoco.
—¿Y dices que se estaba volviendo desmemoriado?
—Un poco. Teniendo en cuenta su edad y lo mucho que fumaba, la última vez que lo vi pensé que aún gozaba de buena salud.
—¿Cuándo fue eso?
—A finales de febrero, creo.
Dawson se dirigió hacia el Stingray.
—¿Sabes qué es lo que se suponía que tenía que hacer con este coche?
Amanda sacudió la cabeza.
—No. Hay una orden de trabajo entre los papeles, pero, aparte del nombre del propietario, no he conseguido descifrar nada más. Mira, ahí está la ficha con la información.
Dawson tomó la ficha y repasó la lista antes de examinar el coche. Amanda observó en silencio cómo él abría el capó y se inclinaba hacia su interior. Con el movimiento, se le tensó la camisa alrededor de los hombros. Amanda se volvió hacia la puerta para que él no se diera cuenta de que se había fijado en aquel detalle. Al cabo de un minuto, Dawson puso toda su atención en las pequeñas cajas que descansaban sobre el banco de trabajo. Abrió las tapas y hurgó en los compartimentos en actitud concentrada, con el ceño fruncido.
—Qué raro —dijo Dawson.
—¿El qué?
—No se trataba de una restauración, sino solo de reparar el motor y revisar el carburador, el embrague y poco más. Supongo que Tuck estaba esperando recibir alguna pieza. A veces, con estos viejos coches, no es fácil encontrar recambios.
—¿Qué significa eso?
—Básicamente que, tal y como está ahora, el dueño no podrá sacar este coche de aquí conduciéndolo.
—Le diré al abogado de Tuck que contacte con el propietario. —Amanda se apartó un mechón de pelo de los ojos—. De todas formas, he de reunirme con él.
—¿Con el abogado?
—Sí —asintió ella—. Fue él quien me llamó para decirme que Tuck había muerto. Me dijo que era importante que viniera.
Dawson cerró el capó.
—No me digas que ese abogado se llama Morgan Tanner…
—¿Lo conoces? —preguntó, sorprendida.
—Es que yo también tengo una cita con él, mañana.
—¿A qué hora?
—A las once. Supongo que a la misma hora que tú, ¿no?
Amanda necesitó unos segundos para asimilar lo que Dawson ya había deducido: era obvio que Tuck había planeado aquella pequeña reunión. Si no se hubieran encontrado allí por casualidad, lo habrían hecho de todos modos a la mañana siguiente. Amanda pensó que no sabía si hubiera deseado estrangular o besar a Tuck por lo que había hecho.
Su cara debía reflejar sus sentimientos, porque Dawson dijo:
—Me parece que tú tampoco tenías ni idea de lo que Tuck planeaba.
—No.
Una bandada de estorninos alzó el vuelo, y Amanda observó cómo se alejaban, cambiando de dirección, trazando dibujos abstractos en el cielo. Cuando volvió a mirar a Dawson, él estaba apoyado en el banco de trabajo, con la cara entre las sombras. En aquel lugar, rodeada de tantos recuerdos, tuvo la impresión de que de nuevo podía ver al joven Dawson de antaño, pero intentó recordarse a sí misma que en la actualidad eran dos personas diferentes, dos perfectos desconocidos.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? —apuntó él, rompiendo el silencio.
—Así es.
—Tengo mil preguntas que hacerte.
Amanda enarcó una ceja.
—¿Solo mil?
Él rio, pero a ella le pareció detectar tristeza en sus ojos.
—Yo también tengo muchas preguntas —continuó ella—, pero antes quiero que sepas que estoy casada.
—Lo sé. Me he fijado en tu anillo. —Dawson hundió un pulgar en el bolsillo antes de volver a recostarse sobre el banco de trabajo, luego cruzó una pierna por encima de la otra—. ¿Hace mucho que te casaste?
—El próximo mes hará veinte años.
—¿Tienes hijos?
Amanda se quedó un momento callada, pensando en Bea. Nunca sabía cómo contestar a aquella pregunta.
—Tres —dijo finalmente.
Él se dio cuenta de su vacilación, sin saber qué significaba.
—¿Y tu marido? ¿Me gustaría?
—¿Frank? —Amanda recordó súbitamente las deprimentes conversaciones con Tuck acerca de Frank y se preguntó qué era lo que Dawson sabía. No porque no se fiara del silencio de Tuck, sino porque estaba segura de que Dawson sabría de inmediato que ella estaba mintiendo—. Llevamos muchos años juntos.
Él pareció evaluar aquellas palabras antes de apartarse del banco de trabajo. Pasó delante de ella, en dirección a la casa, moviéndose con la agilidad de un atleta.
—Supongo que Tuck te entregó una llave, ¿no? Necesito tomar algo.
Ella pestañeó sorprendida.
—¡Espera! ¿Tuck te dijo que yo tenía la llave?
Dawson se dio la vuelta y siguió caminando de espaldas.
—No.
—Entonces, ¿cómo lo sabías?
—Porque a mí no me la envió, y uno de los dos ha de tenerla.
Ella se quedó inmóvil, todavía intentando comprender cómo era posible que él lo supiera. Finalmente, decidió seguirlo.
Dawson subió los peldaños del porche con gran agilidad y se detuvo delante de la puerta. Amanda sacó la llave del bolso, y le rozó el brazo al hundirla en la cerradura. La puerta se abrió con un crujido.
Dentro, la temperatura era agradablemente más fresca, y lo primero que Dawson pensó fue que el interior era una extensión del bosque: madera, tierra y máculas naturales. Con el paso de los años, las paredes de cedro y el suelo de tablas de madera de pino se habían deteriorado y habían adquirido un aspecto deslucido, y las cortinas marrones no conseguían ocultar las filtraciones a través del marco inferior de las ventanas. Los apoyabrazos y los cojines del sofá a cuadros estaban totalmente raídos. La argamasa de la chimenea había empezado a agrietarse, y los ladrillos alrededor de la boca estaban ennegrecidos, reminiscencias carbonizadas de cientos de fuegos que habían calentado aquella estancia. Cerca de la puerta había una mesita sobre la que se amontonaba una pila de álbumes de fotos, un tocadiscos que probablemente tenía más años que Dawson y un desvencijado ventilador de mesa. El aire olía a cigarrillos rancios. Después de abrir una de las ventanas, Dawson encendió el ventilador y escuchó el traqueteo de las aspas. La base tembló un poco.
Amanda se había detenido cerca de la chimenea, con la vista fija en la fotografía que descansaba sobre la repisa. Tuck y Clara; una foto tomada en sus bodas de plata.
Dawson se colocó a su lado.
—Recuerdo la primera vez que vi esta foto —dijo—. Tuck no me invitó a entrar en su casa hasta un mes después de mi llegada. Recuerdo que le pregunté quién era. Ni siquiera sabía que había estado casado.
Amanda podía notar el calor que irradiaba aquel cuerpo tan cercano, pero intentó no prestar atención a la sensación.
—¿Cómo es posible que no lo supieras?
—Porque no lo conocía. Hasta aquella noche en que me presenté en su taller, nunca había hablado con Tuck.
—¿Y por qué se te ocurrió venir aquí?
—No lo sé —contestó él, sacudiendo la cabeza—. Y tampoco sé por qué él permitió que me quedara.
—Porque quería que estuvieras aquí.
—¿Te lo dijo él?
—No con esas mismas palabras. Pero no hacía tanto que Clara había muerto, cuando apareciste tú, y creo que eras precisamente lo que Tuck necesitaba.
—¡Y yo que creía que dejó que me quedara porque aquella noche él había bebido más de la cuenta! Bueno, la verdad es que estaba borracho, como casi todas las noches.
Amanda se quedó un momento pensativa.
—No recuerdo que Tuck bebiera.
Dawson acarició la foto con su sobrio marco de madera, como si todavía estuviera intentando asimilar un mundo sin la presencia de Tuck.
—Eso fue antes de que tú lo conocieras. En esa época, Tuck tenía debilidad por el whisky, Jim Beam, para ser más exactos. A veces aparecía en el taller, arrastrando los pies, con la botella medio vacía en una mano, se secaba la cara en su enorme pañuelo y me pedía que me marchara, que me buscara otro sitio. Por lo menos me lo repitió cada noche durante los primeros seis meses; entonces yo me pasaba la noche en vela, rezando para que a la mañana siguiente se hubiera olvidado de lo que me había dicho. Y entonces, un día, dejó de beber, y nunca más volvió a pedirme que me marchara. —Se volvió hacia ella. Su cara estaba a escasos centímetros de distancia—. Era un buen hombre.