Ted tampoco parecía sorprendido de no encontrar a Dawson allí, aunque eso no significaba que estuviera menos enfadado. Abee podía ver cómo se tensaban los músculos de su mandíbula mientras acariciaba el gatillo de la Glock con un dedo. Después de estar rabiando un minuto en la explanada, Ted enfiló hacia la casa de Tuck y derribó la puerta de una patada.
Su hermano se apoyó en la furgoneta, decidido a dejar que se desahogara de su berrinche. Podía oír el alud de improperios que lanzaba, mientras rugía de rabia y estampaba objetos contra las paredes y el suelo. Una vieja silla salió volando por la ventana y el cristal estalló en mil pedazos. Ted apareció finalmente en el umbral de la puerta, donde apenas se detuvo unos instantes. Con la furia animal que le poseía, avanzó a grandes zancadas hacia el viejo taller.
En su interior había un Stingray clásico. No estaba allí la noche anterior, otra señal de que Dawson había venido y se había marchado. Abee no estaba seguro de qué se proponía Ted, aunque, en realidad, le importaba bien poco. Mejor que Ted sacara toda la rabia que llevaba dentro. Cuanto antes se calmara, antes volverían las aguas a su cauce. Necesitaba que su hermano se centrara menos en lo que quería y más en lo que Abee le ordenaba que hiciera.
Contempló cómo agarraba una llave de cruz del banco de trabajo. La levantó bien alto por encima de su cabeza y la lanzó con todas sus fuerzas contra el parabrisas. A continuación, empezó a aporrear la capota con un martillo y no tardó en agujerearla. Agarró nuevamente la llave de cruz y destrozó los faros y los espejos retrovisores, pero, por lo visto, la fiesta solo acababa de empezar.
Durante los siguientes quince minutos, Ted se dedicó a desguazar minuciosamente el coche, utilizando cualquier herramienta que estuviera a su alcance. El motor, las ruedas, la tapicería y el salpicadero quedaron reducidos a chatarra. Ted ventilaba su furia hacia Dawson con una intensidad frenética.
«¡Qué pena!», pensó Abee. El Stingray era una preciosidad, un verdadero clásico. Pero no era su coche. Se consoló pensando que si con eso Ted se sentía mejor…
Cuando su hermano dio por concluido el trabajo, se dirigió hacia Abee. No caminaba tan inseguro como habría esperado; además, su respiración era agitada y sus ojos centelleaban de una forma peligrosa. Por un momento, pensó que Ted lo apuntaría con la pistola y le dispararía por pura rabia.
Pero Abee no habría llegado a ser el cabeza del clan si hubiera mostrado cobardía ante situaciones similares, ni siquiera cuando su hermano estaba fuera de sí. Continuó apoyado en la furgoneta con una estudiada actitud despreocupada mientras Ted se le acercaba. Abee se hurgó los dientes con una uña y cuando acabó se examinó el dedo con atención. Tenía a su hermano plantado justo delante de él.
—¿Qué? ¿Has acabado?
Dawson estaba en el embarcadero situado detrás del hotel en New Bern, entre un par de embarcaciones amarradas. Había conducido hasta allí directamente desde el cementerio. Se había sentado en el borde, junto al agua, mientras el sol iniciaba su descenso.
Era el cuarto lugar en el que había estado en los últimos cuatro días. El fin de semana lo había dejado extenuado física y emocionalmente. Por más que lo intentara, no podía imaginar su futuro.
El día siguiente y el próximo, así como las semanas y años que le quedaban por vivir, se le antojaban un sinsentido. Había vivido una vida en concreto por unas razones en concreto, y ahora esas razones habían desaparecido. Amanda, y después Marilyn Bonner, lo habían liberado para siempre. Tuck estaba muerto. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Irse a vivir a otro sitio? ¿Quedarse donde estaba? ¿Continuar con su trabajo? ¿Intentar hacer algo diferente? ¿Cuál era su objetivo, en ese momento en que los puntos de referencia de su vida se habían evaporado?
Sabía que allí no hallaría las respuestas. Se puso de pie y regresó al vestíbulo del hotel. Su vuelo salía a primera hora del lunes. Se despertaría antes de que saliera el sol para disponer de suficiente tiempo para dejar el coche de alquiler en el lugar indicado y pasar por el mostrador de facturación. Según su itinerario, estaría de vuelta en Nueva Orleans antes del mediodía, y en casa un poco después.
Subió a su habitación y se tumbó en la cama, sin desvestirse. Se sentía tan perdido como jamás lo había estado. Revivió la sensación de los labios de Amanda pegados a los suyos.
«Quizás ella necesite más tiempo», había escrito Tuck, y antes de caer sumido en un sueño intranquilo, se aferró a la esperanza de que su viejo amigo tuviera razón.
Parado delante de un semáforo rojo, Jared observó a su padre a través del espejo retrovisor. Parecía como si hubiera decidido macerarse en alcohol. Cuando había aparcado en el club de golf unos minutos antes, lo esperaba apoyado en una de las columnas, con los ojos vidriosos y la mirada perdida; solo con su respiración habría podido encender una parrilla de gas. Seguramente, por eso estaba tan callado; sin lugar a dudas, intentaba disimular su deplorable estado de embriaguez.
Jared se había ido acostumbrando a tales circunstancias. Ya no se sentía tan furioso con el problema de su padre, sino más bien triste. Su madre acabaría tensa, como siempre, intentando al mismo tiempo actuar como si no pasara nada, mientras su padre daba tumbos por la casa totalmente borracho. No valía la pena malgastar la energía enfadándose con él, pero Jared sabía que, debajo de aquella máscara inmutable, su madre estaría a punto de explotar. Aunque ella se esforzaría por mantener un tono sereno, cuando su padre eligiera en qué rincón de la casa había decidido finalmente apoltronarse, se encerraría en otro cuarto, como si eso fuera lo más normal entre las parejas.
La cosa no pintaba muy bien aquella noche, pero dejaría que Lynn se encargara de la situación; bueno, eso si llegaba a casa antes de que su padre perdiera el conocimiento. En cuanto a él, ya tenía planes: había llamado a Melody y habían quedado para ir a bañarse a casa de un amigo.
El semáforo finalmente se puso verde. Jared, que estaba medio ensimismado, imaginando a Melody en biquini, pisó el pedal del acelerador sin fijarse en el coche que no había frenado al otro lado del cruce.
El accidente fue más que aparatoso. Trozos de cristal y de metal salieron disparados en todas direcciones, y una parte de la estructura de la puerta se combó hacia dentro y se aplastó contra su pecho, en el mismo instante en que se inflaba el airbag. Su cuerpo, sujeto por el cinturón de seguridad, se zarandeó bruscamente de un lado a otro, y sintió unos fuertes latigazos en la cabeza, mientras el coche daba vueltas de forma incontrolable en medio del cruce.
«¡Dios mío! ¡Voy a morir!», se dijo. Se sentía paralizado, incapaz de pensar en nada más.
Cuando finalmente el coche dejó de moverse, Jared necesitó un momento para comprender que aún seguía respirando. Le dolía el pecho, apenas podía girar el cuello. Pensó que iba a vomitar por el intenso olor a pólvora del airbag al desplegarse.
Intentó moverse, pero el fuerte dolor que sentía en el pecho lo paralizaba. La puerta y el volante habían quedado doblegados hacia él. Forcejeó para poder salir. Se inclinó hacia la derecha. De repente sintió un gran alivio al librarse del asfixiante peso que lo aplastaba.
Fuera, se fijó en otros coches que se habían detenido en el cruce. La gente empezaba a salir de ellos, algunos ya estaban llamando al teléfono de emergencias desde sus móviles. A través del vidrio resquebrajado del parabrisas, que simulaba una tela de araña, se dio cuenta de que el techo de su coche había quedado plegado en forma de tienda de campaña.
Como desde muy lejos, oyó que la gente le gritaba que no se moviera. De todos modos, volvió la cabeza, pues de repente se acordó de su padre, y vio la máscara de sangre que cubría la cara de este. Solo entonces empezó a gritar.
Amanda estaba a una hora de casa cuando sonó el móvil. Se inclinó hacia el asiento del pasajero y tuvo que rebuscar en su bolso hasta dar con él; finalmente, contestó al tercer timbre.
Mientras escuchaba la explicación con temblor en la voz de Jared, se le heló el alma. De una forma inconexa, su hijo le contó que había llegado una ambulancia y que Frank estaba cubierto de sangre. Le aseguró que él estaba bien, pero que le habían pedido que se subiera a la ambulancia con Frank. También le dijo que pensaban llevarlos a la Clínica Universitaria de Duke.
Amanda aferró el móvil con dedos crispados. Por primera vez desde la enfermedad de Bea, sintió que se apoderaba de ella un pánico desgarrador, un pánico de verdad, de esa clase que no deja espacio para pensar ni para sentir nada más.
—Iré tan pronto como pueda… —dijo ella.
Pero entonces, por alguna razón, la llamada se cortó. Amanda volvió a marcar el número inmediatamente, pero no obtuvo respuesta.
Dio un giro brusco hacia el carril contrario, pisó el pedal del acelerador a fondo y adelantó el vehículo que tenía delante, haciéndole señales con las luces. Tenía que llegar al hospital sin demora, pero el tráfico de la playa todavía era denso.
Después de la pequeña incursión en la casa de Tuck, Abee se dio cuenta de que se moría de hambre. Desde la infección, había perdido el apetito, pero en esos momentos el hambre atacaba de nuevo con saña, otra señal de que los antibióticos empezaban a surtir efecto. En el bar Irvin, pidió una hamburguesa con queso, una ración de aros de cebolla y patatas fritas cubiertas con chili y queso fundido. Aunque todavía no había acabado, sabía que no dejaría ni una miga en el plato; incluso pensó que aún le quedaría espacio para un buen trozo de tarta y una bola de helado.
Ted, en cambio, no lo estaba pasando bien. Él también había pedido una hamburguesa con queso, pero estaba dando pequeños mordiscos y masticaba despacio. Por lo visto, la actividad de destrozar el coche había consumido la poca energía que le quedaba.
Mientras esperaban a que les sirvieran la comida, Abee había llamado a Candy. Esta vez, ella había contestado inmediatamente y habían hablado durante un rato. Le había dicho que ya estaba en el trabajo y le había pedido perdón por no haberle devuelto las llamadas; por lo visto, había estado liada porque se le había averiado el coche. Parecía contenta de hablar con él y había flirteado, como de costumbre. Cuando Abee colgó, se sintió mucho mejor, e incluso se preguntó si no habría sacado conclusiones equivocadas el viernes por la noche, al ver el comportamiento tan extraño de Candy en el Tidewater.
Quizá fue la comida o su recuperación general, pero mientras seguía devorando la hamburguesa, no pudo evitar volver a pensar en la conversación telefónica. Había algo que no le acababa de cuadrar; sí, algo raro, seguro, en parte porque Candy le había dicho que tenía problemas con el coche, y no problemas con el teléfono, y, liada o no, podría haberlo llamado después, si hubiera querido. Pero Abee no estaba seguro de si eso era todo…
Ted se levantó a mitad de la comida y se pasó un buen rato en el lavabo antes de regresar. Mientras su hermano avanzaba hacia la mesa que ocupaban, Abee pensó que su hermano podría haber formado parte del reparto de una película de terror barata. El resto de la clientela en el bar estaba intentando no fijarse en él descaradamente, y por eso todos mantenían la vista fija en sus platos. Abee sonrió. Le gustaba ser un Cole.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en la conversación con Candy. Entre mordisco y mordisco, se lamió los dedos, con aire reflexivo.
«Frank y Jared habían sufrido un accidente.»
La frase, que repiqueteaba en su mente como un disco rayado, estaba consiguiendo que Amanda se pusiera más frenética a cada minuto que pasaba. Se aferraba al volante con tanta fuerza que sus nudillos se habían puesto blancos, y volvió a hacer señales con las luces, una y otra vez, pidiendo paso al vehículo que tenía delante.
«Se los habían llevado en ambulancia. Llevaban a Jared y a Frank al hospital. A su esposo y a su hijo…»
Al final, el vehículo de delante de ella cambió de carril y Amanda lo adelantó a gran velocidad; el motor rugió con potencia, y rápidamente acortó la distancia con los coches que tenía delante.
Se dijo que Jared parecía asustado, nada más.
«Pero la sangre…»
Su hijo había mencionado en un tono lleno de pánico que Frank estaba cubierto de sangre. Agarró el teléfono móvil y volvió a intentar contactar con él. Unos minutos antes, no había contestado, y se dijo que debía de ser porque iba en la ambulancia o porque estaba en la sala de Urgencias, donde no se permitía el uso de móviles. Se recordó a sí misma que el personal auxiliar, los médicos o las enfermeras se estaban ocupando de Frank y de Jared en esos precisos momentos, y que, cuando su hijo finalmente contestara, se daría cuenta de que no había ningún motivo para haberse asustado tanto. En el futuro, sería una historia que contar durante las cenas, sobre cómo mamá había conducido como un murciélago recién escapado del Infierno, sin ningún motivo.
Pero Jared no contestaba, ni tampoco Frank. Cuando en las dos llamadas se activaron los buzones de voz, sintió una opresión en el pecho tan fuerte que apenas podía respirar. De repente, estuvo segura de que el accidente había sido grave, mucho peor de lo que Jared le había comentado. No estaba segura de cómo lo sabía, pero no podía quitarse de la cabeza aquella idea.
Lanzó el móvil sobre el asiento del pasajero y pisó a fondo el acelerador otra vez, pegándose peligrosamente al vehículo que tenía delante. Al final el conductor le cedió el paso y ella lo adelantó a gran velocidad, sin tan solo darle las gracias con un gesto con la cabeza.
E
n su sueño, Dawson estaba de nuevo en la plataforma petrolífera, justo en el momento en que la serie de explosiones empezaba a sacudir la estructura. Sin embargo, esta vez todo estaba en silencio y los acontecimientos se sucedían a cámara lenta. Vio la súbita explosión del tanque de almacenamiento de crudo, seguida por las llamas que se expandían rápidamente por toda la superficie y hacia el cielo; contempló cómo el humo ennegrecido adoptaba poco a poco forma de seta. Vio las encrestadas olas resplandecientes que chocaban contra la cubierta, derribando sin prisa todo lo que encontraban a su paso, partiendo postes y maquinaria de la plataforma. Los hombres se precipitaban al agua a causa de nuevas explosiones, con cada contracción de los nervios de sus brazos claramente visible. El fuego empezó a consumir la cubierta de una forma pesada, onírica. A su alrededor, todo se destruía lentamente.