Lo más extraño (43 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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La seriedad de mi padre no era algo que él pretendiese corregir, sino que procuraba perfeccionar con el paso del tiempo en la línea El Hombre Más Serio del Mundo. Tampoco era un producto de la edad. Era serio ya de joven. Una corta temporada trabajó de camarero y lo dejó, según decía, porque no soportaba que le llamasen Pssssh u Oiiiiiga. Por supuesto, ser camarero era para él un oficio tan serio como incomprendido por el común de los mortales. Él hablaba de la hostelería como una de las bellas artes. Para ser un buen camarero hay que tener los brazos de un batería de jazz, las piernas de un bailarín y la mirada de un fotógrafo. Pero, vamos a ver, ¿a quién le gusta que le llamen señor Psssh o míster Oiiiiga? Fue entonces cuando conoció a mi madre. Porque hay otra cosa que se ignora de los camareros: El amor puede llegar a ser una enfermedad profesional. El camarero debe evitar el cruce de miradas con la clientela. Cuando ella no se daba cuenta, le hacía retratos con sus ojos de paparazzi. Y después, cuando cerraba el local, se sentaba en la misma mesa que ella había ocupado y revelaba aquellas fotografías en la penumbra.

Ese camarero con ojos de paparazzi y la chica morena, agitanada, de largas melenas rizas, que leía novelas en un rincón de la cafetería A Barra, tras la nube y el estruendo bélico de los jugadores de cartas y dominó, formaban parte, como un cuadro invisible pero bien impreso, del decorado de la casa de las gaviotas.

Cuando él se hizo barbero, de alguna forma inauguró un estilo. Por decirlo con sus propias palabras, no era de los que tocaba música en el aire con las tijeras ni hacía contorsiones de acróbata alrededor de la silla. Tampoco era un espectáculo como conversador. Mi padre sostenía que hay poca gente más indefensa que la que se pone en manos de un peluquero o de un dentista. Él se concentraba en la operación, cortaba el pelo con la distancia sobria de un delineante sobre la obra. De triunfar su escuela, sería la de la seriedad, la conquista paciente de las proporciones, la confianza que irradia quien jamás hará maravillas pero tampoco provocará desastres. Pasado el tiempo, debo decir que fracasó. Quedó confinado, a la defensiva, solo con los fieles, en el pequeño local con dos sillas y un espejo, sin otro reclamo que las diagonales franjas blancas, rojas y ultramar pintadas en el marco de la puerta, como la señal de una antigua logia, sin atreverse con el letrero en neón de «peluquería unisex» en el que tanto le insistía mi madre.

Pero llegaba el carnaval y mi padre se transformaba como una oruga. Nunca lo encontraba desprevenido. Lo esperaba de Mona Lisa pescadera, de Madonna portuaria, de Folklórica o Moderna, pero siempre en lencería femenina, y su estampa de mujer fatal dejaba una estela de pasmo en las aceras de la ciudad.

Mi madre sí que era algo especial. Había un suceso que ya formaba parte de la leyenda familiar. Ocurrió al poco de casarse, cuando yo ni siquiera era un pedido en los grandes almacenes de la nada. Mi padre había ido al estadio de Riazor con los amigos, a un partido de fútbol del Deportivo contra el Real Madrid. El campo estaba abarrotado de gente. El Madrid salía como favorito, pero había esa atracción de reeditar la historia de David y Goliat y que el pequeño tumbase al poderoso. La sorpresa tomó cuerpo. El equipo local se había crecido bajo la lluvia, plantaba cara en el barrizal. Lo que contaba mi padre es que había un silencio muy tenso, al acecho, cuando ya faltaban pocos minutos. Todos los ojos tras la bola del destino, pestañeando con la brizna de la esperanza. Y fue entonces cuando desde los altavoces de la torre de Maratón salió aquel aviso.

«Comunicamos al señor Francisco Reis que se ponga en contacto urgente con sus parientes por asunto familiar grave.»

Parecía ahora que todo el estadio esperaba en un silencio de pésame que se levantase Francisco Reis. Mi padre también oyó el nombre. Pero lo oyó como si llamasen a otro. Miraba alrededor con la esperanza de que se levantase alguien llamado Francisco Reis, y que se abriese paso con el rostro pálido, desencajado, en dirección a las Malas Noticias. En vano esperó a que se levantase otro Francisco Reis. No lo había. Mi padre, así lo contaba, se desdobló aquella noche en el estadio. Una parte de sí miró hacia la otra y le dijo: «Tienes que tener valor, tienes que levantarte y mantener el tipo. ¡Llaman por ti!». Él vio el rostro del miedo, del pánico, en los amigos. El estremecimiento de pensar que pudo haber sido por ellos la llamada. Todo eso pasó en segundos. Todo el estadio sintió el pánico hasta darse cuenta, uno por uno, que ellos no eran Francisco Reis.

Francisco Reis se sintió fatalmente único. Identificó aquella voz, la del locutor oculto en la torre de Maratón, que leía las alineaciones, la publicidad y los avisos urgentes, como la voz del Más Allá. Se levantó, atravesó la grada, la multitud de cabezas sincrónicas como una plantación de girasoles orientándose hacia la luz cambiante del balón, y fue a la búsqueda de una cabina telefónica, porque entonces, y tampoco hace tanto tiempo, no había móviles. El dedo indeciso en el disco de marcar. Había demasiada información en ese mensaje tan simple. Hablaba de contactar con los parientes. Temió que si llamaba directamente a su mujer, a quien acostumbraba a tratar como Mi Corazón, qué horror, no saldría su voz sino la de una grabación de la compañía, «No existe ningún teléfono con esa numeración», o que el aparato se descolgase solo y se escuchase un silencio teñido por los reproches obscenos, afilados, hirientes de las gaviotas.

Pero, al final, llamó y allí estaba ella, con el cascabel de su risa.

—¿África? ¿Qué pasa, Corazón? —preguntó con angustia.

—¡Que te quiero mucho, Francisco Reis! ¡Que quiero que vengas a deshacer la cama!

Y añade la leyenda familiar que aquella llamada fue mi principio.

El ático en el que vivíamos era para mí como el puesto de grumete en un barco. Cuando el hombre del tiempo señalaba la borrasca de las Azores penetrando por Galicia en la península ibérica, su puntero señalaba justo nuestro ático. Había un falso techo de madera y encima, el tejado de uralita, pero la casa no terminaba ahí. Estaba la vecindad de las gaviotas con su alboroto, con sus pleitos sin fin, peleando por el territorio justo encima de nuestras cabezas. Y con sus idilios. Para nuestra desgracia, hacían sus indigentes belenes en los canalones, tapando a veces los desagües. El nuestro era un hogar cálido lleno de goteras. El remate venturoso, pero accidentado, de una serie de cuadriláteros superpuestos que cada noche transmitían sus peleas y escupían por las persianas las raspas de luz de los televisores para alimentar el hambre insaciable de las gaviotas.

En nuestra casa no se rompían platos. Supongo que mis padres se querían de verdad porque, con el paso de los años, nunca llegaron a las manos. Cuando yo tendía la ropa por la noche, el patio de vecindad transmitía a menudo combates de boxeo, atenuados los golpes por el timbal de las televisiones. Y en vísperas del carnaval, como en una primaveral renovación de complicidades, mis padres preparaban en silencio, dejándome al margen, el disfraz de mujer.

—¡Pero mira qué guapo!

Mi madre tiraba de mí para ir juntas a la calle de la Torre y verlos de comadres a los tres, a mi padre, a Clemente y a Diego, contoneándose, meneando la figura entre el río de gente, hasta desembocar en el Campo da Leña. Ella riendo y yo ardiendo de rubor y rabia, rezando para que no pasaran mis amigas
(¿Es tu padre, Rosa? ¡Sí, es mi padre! ¿Pasa algo?),
y escuchando impotente las chanzas de los mirones.

—¡Cómo le pega ése a la cumbia!

—¡Qué pinta de putón verbenero!

Y el regreso a casa era siempre igual. Cuando llegaba, parecía una de esas figuras descompuestas del arte abstracto, que ahora tanto me fascinan, un molde descartado del Génesis. Los zapatos de tacón permanecían pegados a él por esa extraña fidelidad que nos tiene el calzado. Las carreras de las medias. El sujetador caído, perdidas las tetas postizas, mostrando por fin en el amplio escote la pelambrera del pecho de tritón. La peluca de rubia en la mano, apretada como una cabellera arrancada en combate por un indio de las películas del Oeste. La voz ronca. La derrota.

—¡Pero, nena, no te avergüences!

Y mi madre, riendo, todavía bailaba con él, en el lento surco del vinilo, una de Nat King Cole, envueltos los dos en un brazo de gaviota, haciendo garabatos en la piel de la noche con la lengua y la pintura de los labios.

El año en que decidieron que yo era lo suficientemente grande como para quedarme sola con las gaviotas, mi madre se disfrazó de Gran Gatsby, así le llamó, y salió por su cuenta con un traje de tela blanca, la corbata escarlata, el postizo de un bigote recortado y una visera que le recogía la catarata en rizos de su pelo. Era muy buena modista mi madre. Su máquina Singer era lo único que acallaba a las gaviotas.

—No te preocupes. Si llego tarde, llamaré.

Pero no llamó. Yo me quedé dormida delante del televisor, tumbada en el sofá. Me despertó el teléfono. Era mi padre. El amanecer devolvía las raspas de luz por las persianas.

—¿Y tu madre? —preguntó él. Afónico. Angustiado. Lo imaginé en la cabina con el ceño fruncido de una mujer muy seria.

—Está dormida —mentí—. Llegó muy cansada.

—¡Es que esto cansa mucho, nena!

Fui a su habitación y me acosté sobre la cama, sin deshacerla. Sentí una extraña paz. Las gaviotas, no sé por qué, se calman al amanecer. Desperté años después. Los estoy viendo. El Gran Gatsby y Marilyn bailan descalzos en la sala, cosiéndose los cuerpos, con esa tendencia a la proporción que tienen todas las formas del universo, incluso las ruinas. Pincho en el tocadiscos aquella canción francesa que tanto les gustaba,
Le temps de vivre,
les sonrío y me echo a volar escaleras abajo porque se está haciendo tarde.

Espiritual

Ahí está. Fíjate.

Redujo la velocidad y ella pudo leer en voz alta el texto de la valla publicitaria.

«El mundo dice: Ver para creer. Y yo os digo: Creed en mí y veréis. Firmado: Dios.»

Pues sí. Era cierto. Una valla publicitaria sin otra identificación. La firma de Dios. Letras en negro, de tipo gigante, sobre fondo blanco. Había otras tres vallas de semejante tamaño, en letras de colores y con fotografías, pero que casi pasaban inadvertidas al lado de la valla de Dios. Bien miradas, completaban un rompecabezas: Un Seguro de Vida, un Hipermercado y una Residencia de la Tercera Edad.

Deberían retirarla, dijo el conductor de la ambulancia, un joven con el jersey de la Cruz Roja. La gente se despista, se sale del carril y choca con los que vienen en sentido contrario. Como si condujeran con los ojos cerrados. Ya van media docena, por lo menos. Accidentes mortales. Se lo dije a uno de los guardias que hacía el último atestado: ¡La culpa es de los anuncios de Dios! ¡Vaya a ver!

¿Y qué hizo?

Fue a mirar. Al leerlo, quedó medio grogui. Se lo noté. Es lo que les pasa a todos los conductores. Pero no hizo nada, supongo. El anuncio sigue ahí. Y habrá más accidentes, más muertos. ¡Ya verás!

Quizás no quiso informar contra Dios, opinó la doctora. ¿Qué le dirían sus superiores, los que están en los despachos?

El joven se rió: Eso fue lo que pensé yo.

¿Tú tienes que ver para creer?, le preguntó ella, peinándose con los dedos.

No. Yo creo sin ver.

¡Pues qué tonto!, exclamó ella. Y sonrió al paisaje.

Venían de regreso del hospital, de dejar a un accidentado. El asfalto se estrechó monte arriba y en la ladera galopaba, escapando del oeste, una yeguada de nubes azules con malva y bronce en las ancas.

El joven disminuyó la velocidad casi a la de un caminante. Sabía que ella se iba a fijar en aquella casa. Era como si estuviese hecha en hiedra. Las ventanas eran ojos cerrados con pestañas verdes y el tejado, un manto de esos pequeños helechos que llaman hierba dorada, donde sobresalían los campanarios púrpura de las dedaleras. Pero la chimenea echaba humo y, en la era, un hombre cortaba leña con una macheta.

¡Esa casa! ¡Para un momento!

No. No puedo parar del todo.

¡Qué lugar más hermoso!

¿Te parece bonito?

¡Un sueño! ¿A ti no?

Esa casa, esa casa tiene una historia. Cuando un niño pregunta, se le dice que no se puede contar.

Ya. Una casa de fantasmas.

No. Aquí no existen los fantasmas. Eso es un invento moderno.

¿Endemoniada?

Eso puede ser.

Pero ¿qué pasó en esa casa?

En esa casa, nada. Pasó en Buenos Aires.

¡Cuántas vueltas das!

Se dice que el hombre que vive en esa casa mató a su padre. De una puñalada.
Fue en la esquina de las calles Cabello y Coronel Díaz.
Así dice el relato que corrió por aquí. Con esas palabras.

¡Qué horror! ¿A su padre? ¿Ese hombre que vimos pasar?

La verdad es que lo mandaron, como quien dice, con la sangre en el cuchillo. El padre emigró y se había aprovechado el viaje para que llevara una gran arca llena de encajes con la encomienda de venderlos. El trabajo de meses y meses de muchas mujeres. Pero de él nada se supo. Nada. No envió ni un peso. Cada vecino de la comarca que emigraba llevaba el encargo de investigar. Pero nada. Ni una huella del vendedor de encajes. La familia vivía con ese baldón, con esa vergüenza. Cuando el hijo se hizo mozo, tan pronto tuvo la edad, se embarcó y se marchó a la busca del padre. Regresó muy pronto. Él, por su boca, nunca contó nada. Traía una cicatriz. Eso es todo.

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