Me advirtió que fuera con cuidado, que estaba poniendo en peligro mi calificación satisfactoria en el informe anual de rendimiento y que no queremos que pase eso, ¿verdad? Tendría que dejar en mi expediente una nota como memoria de nuestra conversación. Si no se producían más incidentes en un futuro próximo, la nota sería retirada.
—Señor McCourt, ¿qué vamos a leer ahora?
—
La letra escarlata
. Tenemos ejemplares a toneladas en el almacén de libros.
Pusieron las caras largas.
—Ay, Dios, no. Todos los chicos de las demás clases nos han dicho que son esas cosas viejas otra vez.
—Muy bien —dije en broma—. Entonces leeremos a Shakespeare.
Pusieron las caras más largas todavía y el aula se llenó de gemidos y de silbidos.
—Señor McCourt, mi hermana fue un año a la universidad y tuvo que dejarlo porque no era capaz de leer a Shakespeare, y eso que sabe hablar italiano y todo.
—Shakespeare —volví a decir. En el aula reinaba el temor y yo me sentía arrastrado al borde de un precipicio, mientras dentro de mi cabeza había algo que me exigía la respuesta a esta pregunta: «¿Cómo puedes pasar de Salinger a Shakespeare?»
—O Shakespeare o
La letra escarlata
—dije a la clase—, o reyes y amantes o una mujer que tiene un hijo en Boston. Si leemos a Shakespeare, representaremos las obras. Si leemos
La letra escarlata
, nos quedaremos aquí sentados y debatiremos el significado profundo y os pondré el examen grande que guardan en la oficina del departamento.
—Oh, no, el significado profundo no. Los profesores de Lengua Inglesa siempre están dando la lata con el significado profundo.
—Muy bien. Shakespeare, entonces, sin significado profundo y sin exámenes, más que los que vosotros decidáis. Así pues, escribid en este papel vuestro nombre y la cantidad que pagáis y compraremos el libro.
Pasaron sus monedas de cinco y diez centavos. Gruñeron cuando hojearon el libro,
Cinco grandes obras de Shakespeare
:
—Hombre, yo no sé leer este inglés antiguo.
Todo lo que pasó en aquella clase no fue consecuencia de ningún talento, intelecto o planificación cuidadosa por mi parte. Me gustaría haber sido capaz de dominar a mis clases como hacían los demás profesores, de imponerles la literatura clásica inglesa y americana. Fracasé. Cedí y seguí el camino más fácil con
El guardián en el centeno
, y cuando esto me lo quitaron, hice un regate y llegué bailando hasta Shakespeare. Leeríamos las obras de teatro y nos divertiríamos, y ¿por qué no? ¿Acaso no era el mejor?
Pero mis alumnos siguieron quejándose hasta que uno dijo en voz alta:
—Mierda, hombre, perdone la manera de hablar, señor McCourt, pero aquí hay un tipo que dice: «Amigos, romanos, paisanos, prestadme oídos.»
—¿Dónde?, ¿dónde?
Toda la clase le preguntó el número de página, y el aula se llenó de chicos que declamaban el discurso de Marco Antonio, agitaban los brazos y se reían.
Otro descubrió el monólogo de Hamlet, «Ser o no ser», y el aula no tardó en llenarse de Hamlets que vociferaban.
Las chicas levantaban las manos.
—Señor McCourt, los chicos tienen todos esos discursos estupendos pero no hay nada para nosotras.
—Ay, muchachas, muchachas, tenéis a Julieta, a Lady Macbeth, a Ofelia, a Gertrudis.
Pasamos dos días extrayendo bocados de las cinco obras,
Romeo y Julieta, Julio César, Macbeth, Hamlet, Enrique IV
, primera parte.
Mis alumnos marcaban el camino y yo los seguía, porque no podía hacerlo de otra manera. Se habían cruzado comentarios en los pasillos, en la cafetería de alumnos.
—Oye, ¿qué es eso?
—Es un libro, tío.
—¿Ah, sí? ¿Qué libro?
—Shakespeare. Estamos leyendo a Shakespeare.
—¿A Shakespeare? Mierda, tío, no podéis estar leyendo a Shakespeare.
Cuando las chicas quisieron representar
Romeo y Julieta
, los chicos bostezaron y les dieron ese gusto. Serían cosas cursis y románticas, hasta que llegó la escena del combate en que Mercutio muere con distinción, describiendo a todo el mundo su herida.
No es tan honda como un pozo, ni tan ancha como una
puerta de iglesia,
Pero bastará, servirá.
El pasaje que se aprendían todos de memoria era el «Ser o no ser», pero cuando lo recitaban había que recordarles que se trataba de una meditación sobre el suicidio, y no de una llamada a las armas.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Las chicas preguntaban por qué todos se metían con Ofelia, sobre todo Laertes, Polonio, Hamlet. ¿Por qué no se defendía? Ellas tenían hermanas así que estaban casadas con desgraciados hijos de perra, y perdone la manera de hablar, y era increíble lo que aguantaban.
Alguien levantó una mano.
—¿Por qué no huyó Ofelia a América?
Otra mano.
—Porque antiguamente no había América. Estaba por descubrir.
—¿De qué estás hablando? América siempre ha existido. ¿Dónde crees que vivían los indios?
Yo les dije que tendrían que consultarlo, y las manos opuestas accedieron a ir a la biblioteca y a presentar un informe al día siguiente.
Una mano: Había América en tiempos de Shakespeare, y ella podía haberse
largao
.
La otra mano: Había América en tiempos de Shakespeare, pero no había América en tiempos de Ofelia y ella no podía haberse
largao
. Si hubiera ido en tiempos de Shakespeare, no había nada más que indios y Ofelia habría estado incómoda en un tipi, que es como llamaban a sus casas.
Pasamos a
Enrique IV
, primera parte, y todos los chicos querían ser Hal, Hotspur, Falstaff. Las chicas volvían a quejarse de que no había nada para ellas, aparte de Julieta, Ofelia, Lady Macbeth y la reina Gertrudis, y mira cómo acabaron. ¿Es que a Shakespeare no le gustaban las mujeres? ¿Es que tenía que matar a toda persona que llevase faldas?
Los chicos dijeron que así son las cosas y las chicas replicaron que sentían no haber leído
La letra escarlata
, porque una de ellas la había leído y había contado a las demás que Hester Prynne había tenido a su hija tan preciosa, Pearl, y que el padre era un canalla que había muerto de mala manera y que Hester se había vengado de toda la ciudad de Boston, y ¿verdad que eso era mucho mejor que la pobre Ofelia flotando en un arroyo, loca de remate, hablando sola y tirando flores, verdad que sí?
El señor Sorola vino a observarme con la nueva jefa de estudios, la señorita Popp. Sonrieron y no se quejaron de que este libro de Shakespeare no figurase en el programa, aunque en el curso siguiente la señorita Popp me quitó esta clase. Presenté una queja y tuve audiencia ante el inspector. Dije que aquella clase era mía. Era yo quien los había animado a leer a Shakespeare y quería seguir con ello en el curso siguiente. El inspector falló en mi contra basándose en que mis datos de asistencia eran intermitentes e irregulares.
Probablemente, mis estudiantes de Shakespeare tuvieron suerte al tener como profesora a la jefa de estudios. Sin duda, sería más organizada que yo y le resultaría más fácil descubrir significados profundos.
Paddy Clancy vivía a la vuelta de la esquina de mi casa, en Brooklyn Heights. Se pasó a verme para preguntarme si me gustaría ir a la inauguración de un bar nuevo en el Village, La Cabeza del León.
Claro que me gustaría, y me quedé hasta que cerró el bar a las cuatro de la madrugada y falté al trabajo al día siguiente. El camarero, Al Koblin, me tomó durante un rato por uno de los hermanos Clancy, los cantantes, y no me cobró nada por las copas hasta que descubrió que yo no era más que Frank McCourt, profesor. Ahora, aunque tenía que pagarme mis copas, no me importaba, porque La Cabeza del León se convirtió en mi segundo hogar, en un sitio donde me podía sentir cómodo como no me sentía nunca en los bares de la parte alta.
Se pasaron por ahí los reporteros de las primeras oficinas que tuvo el
Village Voice
, ahí al lado, y éstos atrajeron a periodistas de todas partes. La pared que estaba frente a la barra no tardó en estar adornada de cubiertas de libros, enmarcadas, de los escritores que eran parroquianos habituales.
Aquella era la pared que yo ansiaba, la pared que me obsesionaba y que me hacía soñar que algún día yo vería allí la cubierta enmarcada de un libro mío. A lo largo de toda la barra, los escritores, los poetas, los periodistas, los comediógrafos, hablaban de su trabajo, de sus vidas, de sus encargos, de sus viajes. Había hombres y mujeres que se tomaban una copa mientras esperaban que los recogieran los coches para ir a los aviones que los llevarían a Vietnam, a Belfast, a Nicaragua. Salían libros nuevos, de Pete Hamill, de Joe Flaherty, de Joel Oppenheimer, de Dennis Smith, y se colgaban en la pared, mientras yo me mantenía en la periferia de los triunfadores, de los que conocían la magia de la letra impresa. En La Cabeza del León tenías que demostrar tu valía en letras de molde, o quedarte callado. Ahí no había sitio para los profesores, y yo seguía mirando la pared, envidioso.
Mamá se mudó a un apartamento pequeño que estaba en la acera de enfrente de la casa de Malachy, en el Upper West Side de Manhattan. Ahora podía ver a Malachy, a la nueva esposa de éste, Diana, a los hijos de los dos, Conor y Cormac, a mi hermano Alphie, a la esposa de éste, Lynn, y a la hija de los dos, Allison.
Podía habernos visitado siempre que hubiera querido, y cuando yo le preguntaba por qué no nos visitaba ella me decía con voz cortante:
—No quiero deber nada a nadie.
Yo me irritaba siempre que la llamaba y le preguntaba qué hacía y ella me decía que nada. Si le sugería que saliera de la casa y visitara un centro comunitario o un centro para la tercera edad, ella me decía:
—
Arrah
, por el amor de Dios, ¿quieres dejarme en paz?
Siempre que Alberta la invitaba a cenar, ella se empeñaba en llegar tarde, quejándose de lo largo que era el viaje desde su apartamento de Manhattan hasta nuestra casa de Brooklyn. A mí me daban ganas de decirle que no tenía por qué venir si le suponía tanta molestia, y que al fin y al cabo lo que menos falta le hacía era cenar, con lo gorda que se estaba poniendo, pero me mordía la lengua para que no hubiera tensión en la mesa. A diferencia de la primera vez que vino a cenar y se dejó los tallarines, ahora devoraba todo lo que se ponía delante, aunque si se le preguntaba si quería repetir ella ponía cara de remilgo y decía que no, gracias, como si tuviera el apetito de una mariposa, y después se ponía a picar las migas que había por la mesa. Si yo le decía que no tenía por qué picar las migas, que había más comida en la cocina, ella me decía que la dejase en paz, que me estaba convirtiendo en todo un pesado inaguantable. Si yo le decía que habría estado mejor si se hubiera quedado en Irlanda, ella replicaba, poniéndose de uñas:
—¿Qué quieres decir con que habría estado mejor?
—Bueno, no te pasarías la mitad del día en la cama con la radio pegada a la oreja escuchando todos los programas para tontos que ponen.
—Escucho a Malachy por la radio, y ¿qué tiene eso de malo?
—Lo escuchas todo. No haces nada.
Se le ponía la cara pálida, se le afilaba la nariz, picaba migas que ya no estaban y tenía un asomo de humedad en los ojos. Después, a mí me remordía la conciencia y la invitaba a quedarse a dormir para que no tuviera que hacer ese largo viaje en metro hasta Manhattan.
—No, gracias, prefiero dormir en mi cama, si no te importa.
—Ah, supongo que tienes miedo de las sábanas, de todas esas enfermedades que contagian los extranjeros en la lavandería automática.
Y ella decía:
—Ahora creo que es la bebida la que habla por tus labios. ¿Dónde está mi abrigo?
Alberta intentaba suavizar el momento invitándola de nuevo a que se quedase a dormir, diciéndole que teníamos sábanas nuevas y que mamá no tenía nada que temer.
—No es por las sábanas, en absoluto. Quiero volver a mi casa, eso es todo —decía, y cuando veía que me ponía el abrigo, añadía—: No me hace falta que me acompañe nadie al metro. Sé ir sola.
—No vas a ir sola por esas calles.
—Voy sola por la calle constantemente.
Era un paseo largo y silencioso subiendo por la calle Court hasta el metro de Borough Hall. Yo quería decirle algo. Quería superar mi irritación y mi ira y hacerle esa pregunta tan sencilla: «¿Cómo estás, mamá?»
No podía.
Cuando llegábamos a la estación, ella decía que yo no tenía por qué pagar billete para pasar de los torniquetes. Ella estaría bien en el andén. Ahí había gente, y estaría a salvo. Estaba acostumbrada.
Entraba con ella pensando que podíamos decirnos algo el uno al otro, pero cuando llegaba el tren la dejaba marcharse sin intentar siquiera darle un beso, y la veía acercarse a tropezones a un asiento mientras el tren salía de la estación.
Bajando por la calle Court, cerca de la esquina con la avenida Atlantic, recordé una cosa que me había contado meses atrás mientras estábamos sentados esperando la cena de Acción de Gracias.
—¿Verdad que es extraordinario cómo salen las cosas en la vida de las personas?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, estaba sentada en mi apartamento y me sentía sola, así que me levanté y fui a sentarme a uno de esos bancos que hay en la isleta con hierba que está en el centro de Broadway, y llegó una mujer, una de esas sin hogar que llevan bolsas de la compra, toda desharrapada y manchada de grasa, y se puso a revolver en la basura hasta que encontró un periódico y se sentó a mi lado a leerlo, hasta que me preguntó si le dejaba mis gafas porque con la vista que tenía sólo podía leer los titulares, y cuando habló me di cuenta de que tenía acento irlandés, de manera que le pregunté de dónde era y ella me dijo que había venido de Donegal hacía mucho tiempo, y que qué bonito era estar sentada en un banco en pleno Broadway y que la gente se fije en las cosas y te pregunte de dónde eres. Me preguntó si podía darle unos centavos para sopa, y yo le dije que en vez de eso podía venirse conmigo al supermercado Associated y compraríamos provisiones y nos haríamos una comida como es debido. Ah, ella no podía hacer eso, me dijo, pero yo le dije que yo iba a hacerlo sola en todo caso. No quiso entrar en la tienda. Dijo que no querían a gente como ella. Yo compré pan y mantequilla y lonchas de panceta y huevos, y cuando llegamos a casa le dije que podía pasar a darse una buena ducha y a ella le encantó, aunque yo no podía hacer gran cosa por solucionar lo de su ropa ni lo de las bolsas que llevaba. Nos comimos nuestra cena y vimos la televisión, hasta que ella empezó a quedarse dormida encima de mí y yo le dije que se acostara allí en la cama, pero ella no quiso. Bien sabe Dios que en esa cama caben cuatro, pero ella se echó en el suelo con una bolsa de la compra debajo de la cabeza, y cuando me desperté por la mañana había desaparecido y yo la eché de menos.