–¡Llana! – grité-. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Yo iba a hacerte la misma pregunta, mi reverenciado progenitor -me lanzó con esa falta de respeto hacia mi avanzada edad que siempre ha caracterizado a los más allegados a mí en parentesco y afecto.
Pan Dan Chee se adelantó con la boca abierta y los ojos casi desorbitados.
–¡Llana de Gathol! – murmuró de igual forma que se pronuncia el nombre de una diosa.
Aquella habitación llena de anacronismos parecía un grotesco sueño.
–¿Quién es esta persona? – preguntó Llana de Gathol.
–Mi amigo Pan Dan Chee de Horz -le expliqué.
Pan Dan Chee sacó su espada y la depositó a sus pies. Un acto difícil de explicar, según las normas de conducta terrestres. No es exactamente una declaración de amor o una proposición de matrimonio, significa que durante toda su vida esa espada estará al servicio de aquel a cuyos pies ha sido colocada. Un guerrero puede por tanto dejar su espada a los pies de un hombre o de una mujer. En definitiva, le ofrece lealtad para toda la vida. Cuando el objeto de esa lealtad es una mujer, es que el hombre debe tener en mente algo más. Y yo estoy seguro de que Pan Dan Chee lo tenía.
–Tu amigo actúa con una rapidez impresionante -dijo Llana de Gathol; pero se detuvo y recogiendo la espada, se la devolvió a Pan Dan Chee con la empuñadura por delante! Aquello quería decir que se sentía complacida y que aceptaba su ofrecimiento de lealtad. En caso de no aceptarlo, habría dejado la espada en el lugar en que había sido colocada. Si hubiera menospreciado su ofrecimiento, le habría devuelto la espada con la punta por delante, lo cual significaría un insulto definitivo y mortífero. Me alegré de que Llana de Gathol hubiera devuelto la espada a Pan Dan Chee por la empuñadura ya que éste me caía bien y, muy particularmente, me sentía feliz de que no se la devolviera por la punta, porque tal acto determinaría el que yo, como pariente varón más cercano de Llana de Gathol, habría tenido que luchar contra Pan Dan Chee; y desde luego yo no quería hacerlo.
–Bueno -interrumpió Kam Han Tor-, todo esto es muy interesante y significativo; pero… ¿no podemos posponerlo hasta que hayamos llegado a los muelles?
Pan Dan Chee hizo caso omiso a tales palabras y puso la mano sobre la empuñadura de su espada. Traté de evitar una acción inconveniente por su parte sugiriendo que Kam Han Tor tenía toda la razón y que nuestros asuntos podían esperar hasta ver resuelta la cuestión del océano, tan vital para aquellas gentes. Pan Dan Chee asintió y, así, reemprendimos la marcha hacia los embarcaderos de la milenaria Horz.
Llana de Gathol caminaba a mi lado.
–Ahora tal vez puedas contarme -dije- cómo estabas en los fosos de Horz.
–Han pasado muchos años -comenzó a decir- desde que estuviste en el reino de Okar en el helado norte. Talu, el príncipe rebelde, a quien elevaste a ocupar el trono de Okar visitó Helium casi inmediatamente después. Desde entonces, según he oído, no ha habido ningún altercado entre Okar y el resto de Barsoom.
–¿Y qué tiene todo eso que ver con tu estancia en los fosos de Horz? – pregunté.
–¡Espera! – me advirtió-. Ahora voy a eso. La creencia general ha sido siempre de que la región que rodea el Polo Norte apenas está habitada por una raza de hombres amarillos con negras barbas solamente.
–Correcto -observé.
–Incorrecto -afirmó ella-; existe una nación de hombres rojos que ocupa un área considerable, pero a bastante distancia de Okar. Tengo la impresión de que cuando estuviste allí los propios okarianos jamás habían oído hablar de la existencia de aquel pueblo.
»Hace poco, llegó hasta la corte de mi padre, Gahan de Gathol, un extraño hombre rojo. Era como nosotros y al mismo tiempo diferente. Vino en una nave antiquísima; mi padre dijo que debía tener varios cientos de años de antigüedad. Llevaba una dotación de cien guerreros, cuyos correajes y armas nos eran desconocidos. Tenían apariencia fiera y guerrera, pero venían en paz, y en paz fueron recibidos. Su jefe, llamado Hin Abtol, era un perfecto fanfarrón y un patán sin ninguna cultura; pero, como invitado nuestro, fue tratado con cortesía. Dijo que era jeddak de jeddaks del Norte. Mi padre contestó que si no era Talu quien ostentaba aquel título; “Lo ostentaba”, replicó Hin Abtol, “hasta que conquisté su país y se convirtió en vasallo mío. Ahora soy jeddak de jeddaks del Norte. Mi reino es frío y desértico fuera de nuestras cristalinas ciudades. He venido hacia el sur en busca de otras tierras en las que mi pueblo pueda establecerse y progresar”.
»Mi padre le dijo que todas las tierras de cultivo estaban ocupadas y pertenecían a otras naciones que las habían trabajado durante siglos.
»Hin Abtol simplemente se limitó a gesticular una mueca de muy mal gusto. “Cuando encuentre lo que deseo”, dijo, “someteré a sus gentes. Yo Hin Abtol, consigo cuanto quiero de los pueblos inferiores de Barsoom. Por lo que he oído son todos débiles y sumisos; no guerreros poderosos como nosotros, los panars. Educamos a nuestros hombres en las artes del combate y además poseemos incontables mercenarios. Podría conquistar todo Barsoom si quisiera”.
»Naturalmente, aquella grosera fanfarronada disgustó a mi padre, pero contuvo su temperamento, ya que Hin Abtol era su invitado. Supongo que Hin Abtol pensó que mi padre le temía. A menudo, los de su calaña tienden a creer que la educación es un signo de debilidad. Recuerdo que una vez le dijo a mi padre: “Considérate afortunado de que Hin Abtol sea tu amigo. Otras naciones caerán ante mis ejércitos, pero a ti se te permitirá conservar el trono, tal vez exija un pequeño tributo de tu parte, pero eso te hará ganar la seguridad de que Hin Abtol te protegerá”.
»No sabía cómo controlaba mi padre sus nervios. Yo estaba furiosa. Insulté a aquel tipo una docena de veces, pero era un patán demasiado egoísta para darse cuenta de que estaba siendo insultado; entonces vino lo peor; le dijo a mi padre Gahan de Gathol que había decidido honrarle tomándome a mí, Llana de Gathol, como esposa. ¡Y ya había fanfarroneado de que tenía siete!
»“Eso” dijo mi padre, “es algo que no puedo discutir contigo. La hija de Gahan de Gathol elegirá a su propio compañero”. Hin Abtol rompió en risotadas, “Hin Abtol”, afirmó, “escoge a sus mujeres… y ellas no tienen ni una palabra que decir”.
»Bueno, ya había aguantado todo lo que podía a aquel mamarracho, así que decidí ir a Helium para visitaros a ti y a Dejah Thoris. Mi padre decidió que debería ir en una pequeña nave voladora tripulada por veinticinco de sus hombres de confianza, todos miembros de mi guardia personal.
»Cuando Hin Abtol se enteró de que me marchaba, dijo que él también se iba… que volvía a su propio país pero que volvería para recogerme. “Y espero no tener dificultades al respecto”, observó, “sería desastroso para Gathol que, por su causa, me convirtiera en enemigo vuestro, yo, Hin Abtol, de Panar, jeddak de jeddaks del Norte”.
»Partió un día antes de mi marcha, y desde luego su marcha no me hizo cambiar de planes. De hecho, llevaba planeando aquella visita durante algún tiempo. Mi vehículo habría cubierto unos cien haads escasos de mi viaje a Helium, cuando vimos cómo una nave se elevaba desde el borde de un bosque de serapus que teníamos delante. Se acercó lentamente hacia nosotros, y cuando estuvo a cierta distancia pude reconocer su antigua estructura. Era la nave de Hin Abtol, de Panar, el renombrado jeddak de jeddaks del Norte.
»Cuando estuvimos lo suficientemente próximos nos saludó, y su capitán nos dijo que su circuito se había estropeado y que estaban perdidos. Pidió que uniéramos los costados de las naves para que pudiera pasar a examinar nuestras cartas de navegación y presentarnos sus respetos. Esperaba, dijo, que pudiéramos reparar su circuito.
»Bajo tales circunstancias no podíamos hacer otra cosa que acceder a su petición, ya que no podíamos dejar a una nave averiada sin ofrecer ayuda. Como no quería ver a Hin Abtol, bajé a mi camarote.
»Sentí el choque entre las dos naves, y un momento después oí gritos y maldiciones y los sonidos propios de una batalla que se desarrollaba en cubierta.
»Subí a toda prisa por la escalera y la vista que se ofreció ante mis ojos me hizo enfurecer de rabia. Casi un centenar de guerreros pasaban a la cubierta de nuestra nave desde el antiguo transporte de Hin Abtol. Nunca he visto practicar brutalidad mayor, ni siquiera a los hombres verdes. Aquellas bestias ignoraban por completo las más comunes reglas éticas de un combate civilizado. Nos sobrepasaban en número; cuatro de ellos por cada uno de nosotros. No teníamos ninguna oportunidad, pero los hombres de Gathol ofrecieron una noble lucha, haciendo manar en abundancia la sangre de sus atacantes, de tal forma que Hin Abtol debió perder como mínimo cincuenta hombres antes de que el último miembro de mi valerosa guardia fuera pasado a cuchillo. Los panars arrojaron a nuestros muertos y heridos por la borda, sin siquiera asestar a los moribundos el golpe de gracia. De toda mi tripulación, nadie quedó con vida.
»Después Hin Abtol abordó la nave. “Te dije”, comentó, “que Hin Abtol escoge a sus esposas. Habría sido mejor para ti y para Gathol que hubieras creído”.
»“Habría sido mejor para ti”, repliqué, “que no hubieras oído hablar nunca de Llana de Gathol. Puedes estar seguro de que mi muerte será vengada”.
»“Yo no intento matarte”, dijo.
»“Me mataré yo misma”, repuse, “nunca seré la compañera de un ulsio como tú”. Eso le irritó y me golpeó. “Y además de ulsio, eres un cobarde”, le dije.
»No me pegó de nuevo, pero ordenó que me llevaran a mi camarote. Una vez allí me di cuenta de que la nave se ponía en marcha de nuevo, y mirando a través de las ventanas vi que llevaba dirección norte… norte, hacia la helada tierra de los panars.
–Temprano, a la mañana siguiente, un guerrero entró en mi camarote. “Hin Abtol ordena que vayas ahora mismo a la sala de control”, dijo. “¿Qué quiere de mí?”, exigí saber. “Su navegante no comprende esta nave, ni sus instrumentos”, explicó. “Quiere hacerte algunas preguntas”.
»Pensé deprisa. Tal vez consiguiera frustrar los planes de Hin Abtol si pudiera manipular durante unos minutos los controles y los instrumentos de navegación, que yo conocía tan bien como cualquiera conoce la casa de un ser querido; así que seguí al guerrero hasta cubierta.
»Hin Abtol se hallaba en la sala de controles con tres de sus oficiales. Su faz era una máscara negra cuando entré. “Estamos fuera de rumbo”, dijo secamente, “y durante la noche hemos perdido el contacto con nuestra propia nave. Instruirás a mis oficiales en el manejo de estos estúpidos instrumentos que les han confundido”. Tras esas palabras abandonó la cabina de control.
»Miré a mi alrededor al horizonte en todas direcciones. La otra nave no estaba a la vista. Mi plan quedó formado instantáneamente. Si la otra nave pudiera avistarnos, no triunfaría. Sabía que si la nave en la que iba prisionera llegaba a Panar, tendría que exponer mi propia vida para escapar a un destino peor que la muerte. En tierra también podía encontrar la muerte, pero tendría mayor oportunidad de huir.
»“¿Qué es lo que no comprendéis?” pregunté a uno de los oficiales. “Todo”, replicó. “¿Qué es esto?”.
»“Un compás direccional”, expliqué. “Pero… ¿Qué habéis hecho? ¡Está destrozado!”.
»Hin Abtol no podía comprender para qué servía lo que le hizo encolerizarse, así que empezó a romperlo para ver que había dentro.
»“Ha hecho un buen trabajo”, le dije, “ahora él o uno de vosotros debería armarlo de nuevo”.
»“No sabemos cómo”, dijo el individuo. “¿Y tú?”.
»“Por supuesto que no”.
»“¿Entonces qué vamos a hacer?”.
»“Aquí hay un compás normal”, le dije. “Haz que apunte hacia el norte, pero primero vamos a ver que más deterioros habéis causado”.
»Mi intención era examinar los demás instrumentos y controles, y mientras lo hacía, abrí las válvulas de los tanques de flotación y las atranqué para que no pudieran cerrarse.
»“Ahora todo va bien”, le dije. “Solamente cuida de que este compás señale hacia el norte. No necesitaréis el compás direccional”.
»Debería haber añadido que dentro de poco tiempo no iban a necesitar ningún compás en lo que a la navegación de la nave se refería. Después bajé a mi camarote.
»Sabía que algo sucedería muy pronto, y mi conjetura fue certera. Pude ver por el ojo de buey cómo perdíamos altura… caíamos lentamente poco a poco; justo en aquel momento otro guerrero entró en mi camarote y me comunicó que se me necesitaba en la sala de controles de nuevo.
»Una vez más Hin Abtol se encontraba allí. “Estamos descendiendo”, me dijo… hecho que era demasiado obvio para ser mencionado.
»“Hace mucho que lo he notado”, repuse.
»“¡Bien, haz algo al respecto!”, dijo con énfasis. “Conoces todo lo referente a esta nave”.
»“Creía que un hombre que piensa conquistar todo Barsoom sería capaz de dirigir una nave sin la ayuda de una mujer”, comenté. Hin Abtol enrojeció al oír aquello y desenfundó su espada. “Vas a decirnos qué es lo que no marcha bien”, gruñó, “o te abriré el cuerpo desde la coronilla hasta el vientre”.
»“Tan caballeroso y gentil como siempre”, observé con desprecio; pero, aunque no me hubiera amenazado le hubiera dicho qué era lo que funcionaba mal.
»“Bueno, ¿qué es?”. Me exigió.
»“Al inspeccionar estos controles, tú o uno de tus igualmente estúpidos brutos ha abierto las válvulas del tanque de flotación. Todo lo que tenéis que hacer es cerrarlas. Cuando lo hagáis no descenderemos más, pero tampoco podremos ganar altura otra vez. Espero que no haya montañas o colinas un poco altas de aquí a Panar”.
»“¿Dónde están las válvulas?”, preguntó.
»Se las mostré e intentaron cerrarlas, pero las había atrancado tan bien que no pudieron hacerlo. Mientras, seguíamos cayendo cada vez más hacia la ocre vegetación del fondo de un mar muerto.
»Hin Abtol estaba furioso. Y lo mismo sus oficiales. Allí estaban, a miles de haads de su hogar, veinticinco hombres que habían pasado la mayor parte de sus vidas en las vidriosas y cálidas ciudades de las tierras del Polo Norte, sin conocimientos, o muy pocos del mundo exterior y sobre qué clase de bestias, hombres u otros peligros podían resultar un obstáculo en el camino hacia su país. Apenas podía aguantar la risa.
»Mientras perdíamos altitud, divisé las torres de una ciudad en la lejanía, al norte de nuestra posición; también lo observó Hin Abtol. “Una ciudad”, dijo, “estamos de suerte. Allí podremos encontrar mecánicos que reparen nuestra nave”.