Liova corre hacia el poder (9 page)

Read Liova corre hacia el poder Online

Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Liova corre hacia el poder
3.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Trae aquí! —dije molesto—. Te voy a enseñar cómo se hace.

Me paré donde él había estado y lo miré a sus ojos sin gafas, porque no las usaba en mi presencia. Mostré cómo debía empuñar la herramienta. Cómo afirmar los pies en el suelo. Cómo girar la cintura. Cómo inclinar los hombros. Di pasos cortos y suaves. Tanteaba el piso blando para apoyarme con seguridad. Los círculos de la guadaña dejaban rapado el suelo de un modo prolijo. Las mieses segadas formaban bultos redondos. Varios labradores gozaron mi lección, eran los que me tenían simpatía. Otros no, pensaban que yo hago las cosas bien porque el trigo me pertenece.

Me alejé para inspeccionar otro sector. Y para que Liova no se sintiera cohibido por mi vigilancia. Pero alcancé a escuchar que le advertían sus errores apenas reanudó la tarea.

—¡Cuidado, la mies se corta con el filo, pero la punta queda libre!

La tensión no lo dejaba reproducir mi arte. El sudor le tapaba los ojos. Al tercer golpe hincó la punta en tierra. Un segador viejo no pudo contenerse.

—¡A ese paso va a romper la guadaña, jovencito!

La burla también bailó en los ojos de las mujeres. Y esto lo debió haber herido más. Salió corriendo. La ridícula boina con escudo y cintas amarillas cayó sin que él se interesase por recuperarla.

—¡Ve con tu mamita a comer pasteles! —gritó alguien sin contener la risa.

Se cambió e hizo lavar esa ropa de ciudad. Después la guardó en el fondo del baúl. Había aprendido que no todas las rebeliones dan placer. Fue un buen anuncio de lo que iba a padecer más adelante, cuando se lanzó al abismo.

Mi presunta crueldad era miel en comparación con la de los
uriadniks
. Miel pura. Liova nunca había visto a un burócrata cínico en plena acción, como en esa oportunidad. Un
uriadnik
llegó en su lujoso carruaje y me exigió, con prepotencia de mariscal, los permisos de los jornaleros. Nadie del pueblo podía trasladarse en Rusia sin el debido permiso. Los permisos eran otra herramienta de seguridad que inventaron los servidores del Zar. O el Zar mismo. Así habían inventado el
palio
, el
numerus clausus
y otras cosas horribles.

Comprobó en las planillas que a dos de mis trabajadores ya se les había vencido el plazo. Ordenó que comparecieran enseguida. Uno era viejo y se apoyaba en una muleta quebrada; el otro, su sobrino, era un joven sin dientes. Al llegar a la puerta de la granja hincaron sus rodillas, primero el viejo y enseguida el joven. Tocaron casi el suelo con la cabeza. Suplicaron que les tuviera compasión. Liova, a mi lado, temblaba. El
uriadnik
pidió a sus ayudantes que los atasen como a delincuentes para regresarlos al distrito original. Las víctimas siguieron implorando con lágrimas.

El déspota, fornido y sudoroso, jugaba con su sable desenvainado mientras bebía el vaso de leche fresca que le habían subido desde la bodega.

—¡Sólo gasto mi compasión en los días feriados, y hoy no me toca! —se rió de las víctimas, pateándoles el culo.

Liova se aventuró a pronunciar una suave protesta.

—Usted, jovencito, no se meta en esto.

Mi hija Olga le hizo señas para que se callase. El
uriadnik
terminó su leche y se limpió los labios con la manga. Con tironeos gozosos arrastró a los trabajadores hasta su volanta. Liova murmuró:

—¡Ojalá se muera!

Antes de regresar al Instituto manifestó en la cena sus peligrosas ideas democráticas.

—Hijo, la democracia no se verá en Rusia ni en tres siglos.

En el momento de la partida decidí recordarle que aún lo quería. No con palabras. Las palabras no me salen. Decidí recurrir a un gesto. Y el gesto era acompañarlo hasta Odesa. Un viaje cansador, es cierto. Liova lo interpretó bien, lo interpretó como en realidad era: su padre seco e implacable sentía amor por él, pese a no dejarlo usar gafas.

En el puerto no quise pedir ayuda.

—Ambos somos fuertes —dije—. Carguemos el equipaje como verdaderos campesinos.

Yo subí al hombro los bultos más pesados. Liova protestó, sentía pena de verme agobiado por la carga. Finalmente el peso de los bultos me persuadió de contratar a alguien que llevase al menos los baúles con regalos para los parientes.

Narra Monia

5

Galería de monstruos

Las descripciones que nos hacía Liova de sus profesores en el “famoso” Instituto San Pablo nos causaban susto y risa. Por lo general acentuaba los rasgos de los individuos que detestaba. Tal vez quería divertirnos. Lo cierto es que llegué a tentarme por anotar algunos de sus retratos. Algunos le habrán dejado cicatrices.

El último profesor de física, por ejemplo, tenía una alta bóveda craneana, completamente calva. Lo apodaban “Cara de Dedo”. Aborrecía al género humano, solía repetirnos. Nunca miraba de frente, se movía sin hacer ruido y tenía una vocecita en falsete que, cuando se elevaba, producía espanto, como un cuchillo a punto de clavarse en la nuca. Su actitud, aun con los mejores alumnos, era de desconfianza armada. Había inventado un aparato para probar la ley de Boyle-Mariotte sobre la elasticidad de los gases. Siempre llegaba el momento de repetir su aburrida demostración sobre el funcionamiento de la máquina. Dos o tres chicos debían exclamar:

—¡Vaya un aparato tan bonito!

Y enseguida debían preguntar:

—¿Quién lo inventó?

El docente mentía:

—Lo he construido yo.

El de literatura, en cambio, tenía una expresión astuta y bigotes con punta aceitada, había sido seminarista y mantenía diálogos cordiales, que solía interrumpir mientras elevaba los ojos al techo para repetir algún versículo bíblico. Su santidad no se contradecía con su amor por los regalos. Lo decía frente a toda la clase, sin elipsis. Por esa razón cada semana había que depositarle una ofrenda en el altar de su escritorio. Fanny lo ayudaba a elegir los obsequios y parece que le gustaban, porque a menudo enaltecía el talento de Liova y hasta hacía leer en voz alta alguno de sus trabajos. Pero después susurraba:

—No te olvides del regalito.

El docente de ciencias biológicas era un cadáver con la cara verde. Tenía una mirada inmóvil y un eterno gesto de fatiga. Sus signos de vida se limitaban a una eterna tos y los esputos con los que llenaba tres a cuatro escupideras por clase. Gastaba su sueldo en vodka y apenas le interesaba enseñar. Terminó degollándose con su navaja con un corte tan furioso que se abrió ambas carótidas. En el Instituto se informó del suceso una quincena más tarde, por el “recato” de sus autoridades.

Las clases de historia estaban a cargo de un hombre elegante, que sobre la nariz llevaba abrochados unos quevedos de oro. Tenía la cara tan redonda que parecía un globo terráqueo. Para mostrar el sur Liova decía que se dejaba una angosta barbita vertical que le tapaba parte de la corbata. Al principio impuso miedo, pero de vez en cuando soltaba risitas de niño. Liova había empezado a amar la historia y me dijo que le parecían elementales los textos que proponía. Pronto lo tentó ponerlo en apuros y, sin advertirme de sus intenciones, me pidió algunas obras que se consideraban heréticas. Buscó preguntas difíciles y se las formuló delante de toda la clase. En una ocasión al profesor se le llenaron los ojos de lágrimas, no soportó su impotencia. Liova dejó de acosarlo. Pero después supimos que su miedo derivaba de la amistad homosexual que mantenía con un comerciante vecino. Terminó sus días ahorcándose en el marco de una ventana.

El encargado de geografía aterrorizaba. Como una máquina loca, de súbito ordenaba guardar un silencio sepulcral. Ni él hablaba. Al cabo de unos minutos se aclaraba la garganta y decía algo. Con frecuencia interrumpía la respuesta de un estudiante tirándole de las orejas. Todos sabían que en ese momento debían permanecer quietos como el mármol. Sólo aflojó las riendas el día de su cumpleaños. Fue muy divertido. Lo felicitaron y esbozó una novedosa y tonta sonrisa, seguida de una alegría inusual. Caminó de una punta a la otra del aula con pasos de baile. Un estudiante le propuso bailar sobre el escritorio. El hombre había perdido la cabeza, trepó a su sillón y, cuando estuvo a punto de enderezarse sobre la mesa, perdió el equilibrio y se derrumbó sobre la primera fila.

La asignatura de alemán estaba a cargo de un suizo macilento y elegante cuyo perfil era tan achatado que parecía haber perdido el hueso de la nariz. Le decían “el Francés”. Calvo total, de bigote y barbita ralas, labios azules y una cicatriz misteriosa en forma de X sobre la frente. Se llevaba la mano al estómago como Napoleón y chupaba pastillas para disminuir su acidez. Aunque su acidez no era sólo digestiva, como cualquiera se daba cuenta de sólo verlo. Los alumnos eran sus enemigos y los miraba con odio. La cicatriz en la frente generaba inagotables hipótesis. Una vez comentó que se la hicieron en un duelo. Más adelante corrió la noticia de que no procedía de un duelo, sino de una operación, en la que le habían quitado un pedazo de carne de la frente para corregirle la falta de nariz. Liova opinaba que lo había mordido una víbora y que el veneno se le había concentrado en los lóbulos frontales.

Quien enseñaba filosofía era un gordo de pies muy pequeños. Por la enormidad de su abdomen o por el estilo de su sastre, las aletas de su frac empezaban muy arriba del trasero. Lo bautizaron “El que caga parado”. Pero era una excepción respecto al carácter, porque sonreía a menudo y regalaba altas calificaciones.

Al profesor de matemáticas lo llamaban “La Bella Durmiente”, porque se la pasaba con los ojos entornados o cerrados del todo. Es posible que durmiese de verdad mientras hacía resolver ecuaciones en la pizarra o en los cuadernos. De vez en cuando, como si lo sacudiese una pesadilla, se incorporaba de golpe y lanzaba una pregunta extemporánea. Al principio causaba terror, después los estudiantes se acostumbraron a dejar pasar ese instante, porque recaía en su plácida somnolencia y no volvía a formular la misma pregunta.

A esa galería del grotesco solía añadir el tenebroso conserje. Era un sujeto de patillas más gordas que los pepinos. Tenía alma de verdugo y con alegría torturaba a los estudiantes que llegaban tarde con preguntas indecentes. Este hombre —nos explicaban a los padres y tutores— era el látigo que garantizaba la disciplina del Instituto. Dejó de serlo cuando descubrió que la joven a la que estaba tratando de seducir salía con un oficial del ejército. En plena calle le disparó un tiro en la cara y fue recluido en la cárcel para siempre. Nadie lo lamentó.

Narra Liova

6

Dramas

Adjunto al Instituto se extendía un predio ruinoso, con una parte convertida en asilo de huérfanos. Que se atendiese a los huérfanos en ese lugar me pareció algo bueno en medio de muchas malas. Una tarde me acerqué, pese a su atmósfera lúgubre. O atraído por esa atmósfera, precisamente. Los niños que salían a pasear durante el recreo vestían blusas de percal azul. Rondaban como idiotas y daban vuelta en torno a sí mismos. Me recordaban a los ciegos que habían invadido Iánovka. Al terminar el recreo un religioso les ordenaba trepar una escalera de piedra para desaparecer en el interior del edificio. Obedecían sin chistar.

Volví solo al mismo sitio media docena de veces y procuré conversar con algunos, pero huían como pájaros. Tenían prohibido mezclarse con gente extraña.

En las ceremonias de Año Nuevo los hacían sentar en la parte más oscura de la iglesia, rodeados por guardianes. Mientras el sacerdote rugía las bendiciones de Jesús a los pobres, los débiles y los huérfanos, los huérfanos de verdad eran tratados como delincuentes. El órgano estremecía con sus estampidos y por momentos amenazaba con apagar las llamas de los cirios. Entonces me levanté y, disimulado entre los pupitres, fui hasta su penumbroso rincón. Tenía en mis bolsillos unos caramelos. Le ofrecí uno al que tuve más cerca pero, aterrorizado, escondió su manita. Desparramé varios sobre el regazo de otros y regresé a mi lugar. Se expandía un estremecimiento por todo el grupo. Hubiera querido que los huérfanos se incorporasen, voltearan a sus guardianes, corriesen hacia el altar, arrancaran las túnicas al pope y desnudasen de esa forma la flagrante hipocresía.

Los ojos alertas del conserje registraron mi operativo. Al terminar la ceremonia me llamó. Perforó mi cara con sus ojos, me aplastó con una filípica y aseguró que todas mis calificaciones sufrirían una merma por ese acto imperdonable.

La situación fue captada por mi compañero Kostia, hijo de un médico. Esperó que se alejase el perro y me felicitó con entusiasmo. Era pequeño y bribón. No se distinguía por su aplicación al estudio, pero salía adelante con su astucia. Kostia habló en su hogar sobre mis notas. Un día llamó a la puerta una señora delgadita y elegante. Se presentó como la madre de Kostia. Con rodeos solicitó púdicamente a mis primos que me dejasen hacer las tareas con su hijo para mejorarle el rendimiento. Mis parientes aceptaron. Y yo también.

El primer día me regaló una sorpresa. Su hermana, apenas mayor, era una belleza perturbadora. Desenvuelta, se acercó a saludarme. Mi pulso se aceleró y empecé a tartamudear. Se llamaba Catalina. Conversamos unos minutos y salió sonriente para dejarnos estudiar. Pero cuando estuve por irme apareció de nuevo, como si hubiese estado espiando tras la puerta. Igual ocurrió en los días sucesivos: entraba, charlaba un poco, se iba y regresaba para el final.

A los dos meses fui invitado a su cumpleaños. Pedí consejos a Fanny para vestir la mejor ropa sin caer en el ridículo. También me ayudó a elegir un obsequio. La casa de mi amigo era un palacete y pareció transfigurado por un bosque de luces y adornos. Nunca había visto tanto despliegue. Incluso me sorprendió la solemnidad con que los padres recibían a los invitados. El papá vestía frac con pantalones grises y zapatos de charol, la mamá un vestido de seda negra con cuello bordado y numerosas cintas. A un lado, para registrar a los invitados, saludaba con inclinaciones de cabeza un sirviente con librea roja.

En el salón ya había grupos de simpatías y rivalidades, juegos e insinuaciones. Me acerqué a los compañeros del Instituto para entrar en ambiente, pero al rato conversaba con chicas y muchachos desconocidos. Un pianista ejecutaba música bailable todo el tiempo, alternando valses y mazurcas. Yo no había dado jamás un paso de danza. Pero no hesité en arrojarme al vacío e invitar a Catalina. Mi enamoramiento a primera vista disolvía los frenos.

Other books

Duet by Eden Winters
Adam by Kris Michaels
Curtains by Scott Nicholson
Courting Death by Carol Stephenson
A Whisper of Rosemary by Colleen Gleason
Vendetta by Susan Napier
Locked Inside by Nancy Werlin