Antes de llegar a mi lado fue reconocida por Lenin. Abrió grande los ojos, feliz por la sorpresa. Natasha quedó paralizada. Él estiró su mano hasta la de ella y la acercó a la mesa, donde se amontonaban papeles y carpetas.
—¿Qué te parece?
—Que estoy en otro mundo.
Asintió. Pero enseguida movió lento su cabeza en el plano horizontal y se mordió los labios.
—No sé qué piensas, Natasha… Pero así, tan de repente, en efecto… Ahora el poder está en nuestras manos. ¿Qué haremos? La persecución y la ilegalidad todavía impregnan mi piel, es el pasado reciente. Pero el país está aún lleno de enemigos, es el presente complicado… —se detuvo para buscar una expresión justa—. ¡Me da vértigo! La nueva y repentina situación me da vértigo.
Se quedaron mirándose un largo minuto. Hizo esfuerzos para sonreír, pero en la boca de ese hombre duro no había asomo de sonrisa esta vez. Tampoco paz. Bajó la palma sobre los documentos y dijo que reanudábamos la sesión.
—Puedes quedarte, si quieres —invitó a Natasha.
—No, mejor salgo. Esto no es un espectáculo teatral. Sólo quería verlos, disfrutarlos —se acercó a mi diestra y corrió hasta atrás de mi oreja el crecido pelo que me tapaba la frente y la mitad de los anteojos. Pasó un dedo sobre mi cuello sucio e hizo una mueca de reproche.
En el corredor tropezó con María Ulianova, la hermana de Lenin. Sus brazos cargaban paquetes con volantes. Con una risita cómplice sugirió que el nuevo gobierno debía vestir cuellos limpios.
—¡Sí, sí! ¡Tienes razón!
—Son el Gobierno, nuestro Gobierno —agregó para convencerse a ella misma de la poco creíble realidad.
Lenin decidió quedarse por ahora en el Smolny y ocupar un despacho en un extremo del tercer piso. Indicó que yo me instalase en el otro extremo. Le parecía que, de esa forma, daríamos una sensación de coherencia y unidad.
El pasillo que nos separaba era tan largo que se le ocurrió un día, bromeando, organizar un servicio de bicicletas. Nos comunicábamos por teléfono y, además, nos hacíamos visitas recíprocas para mover las piernas. El corredor no estaba vacío, sino que era un ancho tubo donde hormigueaban apurados nuevos y viejos funcionarios cargados de expedientes. Los secretarios corrían de un cuarto a otro, subían y bajaban pisos, llevaban esquelas escritas a mano, concisas y firmes. En sus mensajes Lenin subrayaba algunas palabras tres o más veces. A menudo nos formulábamos preguntas incómodas, sin reticencias ni secretos; estábamos en medio del mar. En sus esquelas navegaban borradores de decretos y la exigencia de devolver enseguida la opinión que merecían. Procuraba difundir la idea de dinamismo, entusiasmo, creatividad. En los archivos crecía la montaña de los documentos que producía la nueva etapa.
Entre los mensajes que me llegaban presté atención a una carta de Vera. Hacía tiempo que no nos veíamos, porque la postraban sucesivas enfermedades. La abrí contento, era una mujer a quien debía mucho desde mis iniciales pasos en Londres. Siempre emitía pensamientos que hacían pensar. Luego de felicitarme y desear que las cosas marchasen bien, dejó caer una lágrima. Dijo que era una lágrima de verdad, que dejó secarse sobre el papel. Lloraba porque temía que la nueva criatura de la que yo era el partero, nacida de forma violenta, olvidase su misión pacificadora y democrática. Al pie me mandaba un beso fraternal. Mantuve la hoja en mis manos por varios minutos. Creo que mi mano empezó a temblar. No, me dije, está anciana y débil. Débil de cuerpo y mente. Aún sufre por el atentado que perpetró en su juventud. ¿Le muestro la carta a Lenin? Tras pensarlo bien, decidí romperla. Mientras lo hacía, recordé similares palabras de Rosa Luxemburgo.
Esa tarde Natasha fue testigo de una decisión vinculada al lenguaje. La tentaba volver al cubículo donde nosotros, unos magos con fiebre, nos esmerábamos por hacer sustentable el tiempo nuevo. Quienes hacían guardia la volvieron a mirar de arriba abajo, pese a reconocerla; se estaban haciendo burócratas. Pero estaba bien que tomasen recaudos, porque los enemigos aún pugnaban por hacernos trizas. No se acercó a la mesa, sino que se acomodó entre los camaradas pegados a la pared esperando órdenes. Nos hicimos un guiño, pero volví a concentrarme en el debate que ya llevaba una hora.
—¿Cómo llamaremos a los integrantes de nuestro Gobierno? —preguntó Lenin—. Debemos usar cualquier palabra menos “ministro”, ¿no les parece? Ministro suena a caduco, para nosotros es irritante.
—Por qué no los llamamos… ¿comisarios? —propuse yo—. Comisarios, es decir comisionados por el pueblo, gente que actúa por mandato, que representan al pueblo. Pero —me corregí—, ya hay demasiados comisarios, y muchos son horribles. Esto podría generar equívocos. Entonces digamos “Altos Comisarios”… Aunque no, eso de “Alto” suena arrogante. Elijamos entonces Comisarios del Pueblo. Así de simple.
—Comisarios del Pueblo… —reflexionó Lenin—. No está mal. Comisarios del Pueblo —repitió—. ¿Y cómo llamar al Gobierno en su conjunto? No más Gobierno provisional, ni definitivo, ni sujeto a los caprichos del Zar o cualquier otro poder.
—Llamémoslo Soviet, naturalmente —propuse al instante—. Soviet es el concejo de los obreros, soldados y campesinos, lo más representativo y democrático que ha tenido Rusia hasta hoy. Es la palabra que más ha resonado en los últimos tiempos. Se la asocia con la revolución y una genuina representatividad. Es novedosa, propia, identitaria. Merece vivir.
—Entonces constituiremos el Soviet de los Comisarios del Pueblo. ¿Qué opinan? A mí me gusta.
Pese a la fatiga, estábamos inspirados.
Más tarde Natasha confesó que nunca olvidaría esos instantes de nacimiento y bautismo. Estaba feliz por habérsele ocurrido visitarnos en ese justo momento.
—Recién empezamos —contesté luego, mientras me bañaba en una tina con abundante jabón.
Que recién empezábamos lo confirmó Lenin cuando al día siguiente nos tomó del brazo en el pasillo. Un velo de angustia aún cubría sus ojos. Habló con voz afónica, como si formulara un secreto.
—¿Qué pasará si las Guardias Blancas nos quitan de en medio? —lanzó a boca de jarro.
—¡Hombre! —repliqué con una risita impostada—. ¡Quizá no puedan quitarnos de en medio así nomás!
—Vaya uno a saber —replicó Lenin y se puso también a reír, pero sin convicción—. Las cosas se precipitan mucho, ¿verdad? Bueno, es lógico.
—Es lógico que se precipiten los acontecimientos y que tengamos una montaña de problemas simultáneos. Y que no es fácil mantener la moral si no conseguimos demostrar que lo nuestro es mejor.
Me palmeó.
—Me gusta tu optimismo. Hace bien, ayuda a vivir. Veo que, paradójicamente, tus prisiones y exilios obraron el milagro de aumentarte el optimismo. A la mayoría le produce un efecto contrario.
En la cima
En la sesión del Comité Central del partido, Lenin propuso que se me nombrara presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Tan desprevenido me tomó esa propuesta, que salté para negarme.
—¡No!
—¿Por qué no? ¿No estuviste dos veces al frente del Soviet de San Petersburgo? ¿No fuiste el que dirigió el gran alzamiento y la toma del poder?
—No debo aceptar.
Miré fijo a Lenin para hacerle comprender que mi decisión era irrevocable. Y que también le agradecía de corazón el reconocimiento que me confería. Esperaba que una comunicación entre nuestras mentes, una comunicación silenciosa y franca, le permitiese comprender la razón de mi actitud. Su filosa pupila se mantuvo sobre la mía, porque captaba que le estaba mandando un mensaje más críptico que los códigos de la policía secreta. Pero no lo podía descifrar. Volvió a insistir y yo a negarme. Tal vez pensaba en algo que también era cierto y sobre lo cual le hablé en varias oportunidades: desde adolescente quise ser escritor. Sólo escritor. Me había enamorado del marxismo tras una fuerte resistencia inicial, y me había enamorado de esta revolución que cambiaría al mundo. Pero nunca menguó mi vocación más honda. Ser escritor era una aspiración indeclinable, venía de mi infancia. No tenía relación con el concreto trabajo administrativo que exige cualquier gobierno.
Sin embargo, la conquista del poder planteaba a Lenin y a mis camaradas la obligación de asignarme tareas acordes con el desempeño que había tenido. Mis textos y estrategias habían ayudado a obtener la victoria y nadie prohibiría que siguiese escribiendo. En consecuencia, no era excusable decir que había cumplido mi tarea y me retiraba a una confortable torre de marfil, como había propuesto. Mi vocación literaria, por intensa que fuese, no tenía el derecho de sepultar mis obligaciones con el pueblo durante esta epifanía. Un periódico me había comparado días antes con una pila eléctrica, porque apenas me tocaban producía descargas. Y esa pila, con sus descargas, era imprescindible en esos momentos.
Yo sentía la ansiedad que asalta a un cirujano cuando se impacienta por terminar una larga y difícil operación. Quería arrancarme las ropas del quirófano, lavarme la cara, el cuello, las axilas, la entrepierna, los pies, y echarme a descansar. Pero era mi deseo, no el de Lenin. Insinuó que si no aceptaba la Presidencia del Consejo, debía ponerme al frente de los Asuntos Interiores, porque se venía la respuesta brutal de nuestros enemigos.
—Tampoco acepto.
—¿Puedes explicarme tu terquedad?
Me peiné la cabellera con los dedos y empecé a limpiar mis anteojos con la manga de la camisa. No era fácil decirlo. Más fácil me resultaba conmocionar al más grande y hostil de los auditorios que expresar un sentimiento tan objetivo como el que me impedía aceptar esos cargos. El resto de los presentes guardaba silencio.
—Estoy seguro —empecé— de que mi nombre en tan altos puestos no conviene. Dañará nuestra causa.
—Sigo sin entender —suspiró Lenin.
—Soy judío. Un judío en la cumbre del Gobierno es regalarle un argumento fácil al enemigo.
—¡Qué estás diciendo! —se indignó Lenin—. ¿De modo que hemos realizado una gran revolución internacional para que te importen esas minucias? Yo también tengo gotas de sangre judía. Y muchos otros millones de seres, que lo ignoran.
—La revolución es grande, pero no ha terminado con los imbéciles.
—Y qué, ¿nos vamos a plegar al bando de los imbéciles?
—No, eso no. Pero alguna concesión, aunque transitoria, vamos a tener que hacer. ¿Para qué meternos desde el primer día en complicaciones inútiles?
—Concesión… —murmuró Lenin y se intensificó el silencio. Todos me miraban. Percibí sorpresa y algo más emotivo: admiración, quizá gratitud.
El silencio era extraño, porque no se oían palabras, pero sí el teclear de los ágiles dedos de Lenin sobre la mesa. Con lentitud se fue imponiendo la conveniencia de mi negativa. Él tuvo que retroceder, encogió los hombros y meneó su cabeza, disgustado. Era algo más que una derrota, era aflojar ante un prejuicio. Y bueno, accedería a que yo me encargase de la prensa. Pero alguien opinó que ese lugar debía ocuparlo Bujarin. Mi mejor destino, en cambio, era asumir los Asuntos Exteriores. Debíamos negociar con Alemania, nada menos, y establecer cuanto antes la paz. ¡Asuntos Exteriores! Yo hablaba bien el alemán y conocía la pluralidad de opiniones que fermentaban en el imperio del Kaiser.
Lenin aceptó y yo no me atreví a mantener la negativa. Quedó entonces firme mi designación. Debía proceder a poner fin, cuanto antes, a la maldita guerra. ¡Ésa sería una demostración maravillosa del cambio introducido por los bolcheviques! Luego pasamos a otro tema. Teníamos apuro en avanzar con rápidos decretos sobre cuestiones de la vida económica, política, administrativa y cultural. Nadie, en este flamante Gobierno, tenía pasión burocrática, pero deseábamos que el programa del partido se derramase sobre toda Rusia como una lluvia bienhechora. Muchos de esos decretos tenían demasiada buena intención y sólo podrían ejecutarse en una pequeña parte. Pero estábamos rodeados de amenazas y los decretos servirían para la orientación y la propaganda. Lenin revelaba talento en todos los rubros, para eso se había preparado durante décadas. Entre otras cosas, ordenó editar en ruso los clásicos del socialismo y mantener activas todas las manifestaciones culturales. También urgió levantar monumentos revolucionarios —aunque modestos— por todas partes, incluso en las aldeas, porque ayudarían a comunicar que el país ingresaba en otra etapa.
Aunque lo aceptábamos como el jefe indiscutido, él no quería romper el mecanismo democrático de nuestras reuniones. Exigía que su opinión, en cualquier rubro, fuese evaluada con dureza. Capaz para el mando, pero también para ponerse frenos. Presidía con un celo infatigable, a veces hasta el agotamiento. Nos acostumbró a plantear los problemas sin introducciones estériles, porque escaseaba el tiempo. La cantidad de asuntos a tratar obligaba a ser lacónicos. Lenin mandaba notas en el transcurso de los debates para no interrumpir al que hablaba, y cada uno debía contestarle por escrito su punto de vista. Esos papelitos actuaban como un acelerador. Las respuestas se escribían al dorso y Lenin las rompía después de leerlas. En el momento que consideraba adecuado hacía un resumen de los aspectos cardinales y solicitaba redondear las derivaciones prácticas. En esos primeros días ocuparon nuestra atención tres aspectos graves: la guerra externa, la guerra civil, los víveres y el transporte.
Como responsable de los Asuntos Extranjeros, no tenía más alternativa que pulsar la opinión del mundo. Tomé nota de que ningún país nos había enviado un mensaje de saludo. No los hacía feliz nuestra victoria. O no la consideraban una victoria real y duradera, todavía. Berlín era la única capital que veía con buenos ojos nuestro ascenso porque anhelábamos en serio la paz y debilitaríamos el poder de la Entente. Pero temía que esa paz apuntalara un régimen que infectaría al resto de Europa; ellos tenían en el frente interno a pacifistas como Rosa Luxemburgo. En el coro de voces adversas a nuestra revolución se destacaba, por su furia, la torre Eiffel: en aquellos días empezó a emitir también en ruso para llegar al corazón de nuestro pueblo. Al escuchar esas emisiones francesas me imaginaba cabalgando junto al admirado Clemenceau; lo había conocido como periodista. Pero en sus mensajes había un odio que no calzaba en su calidad humana. Entonces dicté refutaciones enfáticas. Mis conocimientos de historia francesa me bastaron para caricaturizar a los personajes de París. El duelo verbal entre las torres de Tsarskoie-Selo y la Eiffel duró sólo tres días. Ni yo mismo esperaba un triunfo tan rápido. París cambió de tono y, aunque seguía distante, optó por la cortesía. Confesé a mis colaboradores que el mayor de mis méritos era ahora haberles enseñado
politesse
a los franceses.