Libros de Sangre Vol. 4 (15 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—¡Se nos acercan! —anunció Floyd.

Estaba de rodillas sobre el asiento trasero, mirando por la ventanilla.

—No lo lograremos —observó Mottershead. sin dejar de reírse—. Moriremos todos.

—¡Allí! —aulló Ireniya—. ¡Allí hay otro sendero! ¡Ve por ahí! ¡Ve por ahí!

Gomm giró el volante y el coche estuvo a punto de volcar al dejar el sendero principal y seguir la nueva ruta. Con las luces apagadas resultaba imposible ver más que un relumbre del camino que se abría delante, pero Gomm no se iba a amilanar ante consideraciones de menor cuantía como aquéllas. Aceleró a fondo hasta que el motor chilló. Se levantó una polvareda que entró por el agujero que la puerta había tapado; una cabra huyó del sendero, librándose por segundos de perder la vida.

—¿Adonde vamos? —gritó Vanessa.

—No tengo ni idea —repuso Gomm—. ¿Y usted?

Cualquiera que fuese el lugar al que se dirigían, iba a una buena velocidad. Aquel sendero era más llano que el que acababan de abandonar, y Gomm sacaba pleno partido de ese hecho. Nuevamente se puso a cantar.

Mottershead estaba asomado a la ventanilla de atrás; el pelo le volaba al viento mientras vigilaba a sus perseguidores.

—¡Los hemos perdido! —aulló con aire triunfante—. ¡Los hemos perdido!

Un regocijo generalizado hizo presa de los viajeros y todos se pusieron a cantar con H. G. Cantaban tan alto que Gomm no logró oír a Mottershead cuando le informó de que el camino daba la impresión de desaparecer delante de ellos. H. G. no advirtió que había conducido el coche más allá del acantilado hasta que el vehículo cayó en picado y el mar salió a su encuentro.

—¿Señora Jape? ¿Señora Jape?

Vanessa despertó en contra de su voluntad. Le dolían la cabeza y e! brazo. Últimamente había pasado por momentos tremendos, aunque tardó un rato en recordar su esencia. Entonces volvieron los recuerdos. El coche que saltaba por encima del acantilado; el mar frío que entraba a borbotones por la puerta abierta; los gritos desesperados que la rodearon cuando el vehículo se hundió. Semiinconsciente, había luchado por salir; vagamente notó que Floyd flotaba a su lado. Lo había llamado por su nombre, pero no le había contestado. Lo repitió ahora.

—Está muerto —le dijo el señor Klein—. Están todos muertos. —Dios mío —murmuró Vanessa.

No le miraba a la cara, sino a la mancha de chocolate que tenía en el chaleco.

—No se preocupe por ellos ahora —sugirió Klein.

—¿Que no me preocupe?

—Hay otros asuntos más importantes, señora Jape. Tiene que levantársele prisa.

La urgencia que reflejaba la voz de Klein hizo incorporar a Vanessa.

—¿Es de día? —preguntó.

En la habitación no había ventanas. A juzgar por las paredes de hormigón, se encontraban en el Tocador.

—Sí, es de día —repuso Klein, impaciente—. ¿Quiere acompañarme? He de enseñarle una cosa.

Abrió la puerta y salieron al lóbrego corredor. Un poco más adelante, daba la impresión de que había una discusión; docenas de voces acaloradas, imprecaciones y súplicas.

—¿Qué ocurre?

—Se están preparando para el Apocalipsis —repuso él. La condujo hasta la habitación en la que Vanessa había visto anteriormente a los luchadores en el barro. Todas las pantallas de vídeo zumbaban; en cada una aparecía una imagen diferente. Eran salas de guerra y despachos presidenciales, las Oficinas del Gabinete y las Salas de Congresos. En cada una de ellas había alguien que gritaba.

—Ha estado inconsciente durante dos días enteros —le informó Klein, como si aquello lograra explicar el caos.

A Vanessa ya le dolía la cabeza. Miró de pantalla en pantalla: de Washington a Hamburgo, de Sydney a Río de Janeiro. En todos los rincones del planeta, los poderosos estaban a la espera de noticias. Pero los oráculos habían muerto.

—No son más que actores —dijo Klein, señalando las pantallas vociferantes— . No están capacitados para echar una carrera a la pata coja, y mucho menos para gobernar el mundo. Se están poniendo histéricos y se mueren de ganas de apretar el botón.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —le espetó Vanessa. Aquella torre de Babel la deprimía—. No soy estratega.

—Tampoco lo eran Gomm y los otros. Hace tiempo pudieron serlo, pero las cosas se vinieron abajo muy pronto.

—Los sistemas se deterioran —dijo Vanessa.

—Una verdad como la copa de un pino. Cuando yo llegué, la mitad del comité había muerto ya. Y el resto había perdido todo interés en sus deberes…

—Pero continuaron emitiendo sus juicios, al menos eso me dijo H. G.

—Claro que sí.

—¿Gobernaban el mundo?

—En cierto modo —repuso Klein.

—¿Qué quiere decir con eso de en cierto modo?

Klein miró las pantallas. Sus ojos parecían a punto de inundarse de lágrimas.

—¿No se lo explicó? Jugaban a los juegos, señora Jape. Cuando se aburrieron de utilizar la razón y de oír el sonido de sus propias voces, abandonaron el debate y empezaron a lanzar la moneda.

—No.

—Ya organizar carreras de ranas, claro. Era el método preferido.

—Pero los gobiernos… —protestó Vanessa— seguramente no se limitarían a aceptar…

—¿Usted cree que les importa? —inquirió Klein—. Con tal de estar en boca del público, ¿qué importancia tienen para ellos las palabrerías que escupen o cómo llegaron a elaborarlas?

—¿Todo fue pura casualidad? —inquirió Vanessa. La cabeza le daba vueltas.

—¿Por qué no? Se trata de una tradición respetable. Las naciones han sucumbido por decisiones adivinadas al leer las entrañas de las ovejas.

—Es absurdo.

—Coincido con usted. Pero le pregunto con toda honestidad, ¿es acaso eso más terrible que dejar el poder en manos de ésos?

Señaló las filas de rostros iracundos. Los demócratas sudaban desesperados ante la posibilidad de que el mañana los encontrara sin causas que desposar ni aplausos que ganar; los déspotas estaban aterrados de que, al carecer de instrucciones, sus crueldades perdieran apoyo y fueran derrocados. Un primer ministro había sufrido, al parecer, un ataque bronquial, y dos de sus asesores lo sostenían; otro aferraba un revólver y lo apuntaba a la pantalla, exigiendo una satisfacción; un tercero mascaba su peluquín. ¿Serían aquéllos los mejores frutos del árbol político? ¿Unos idiotas parloteantes, provocadores y lisonjeros, empujados a la apoplejía porque nadie les indicaba hacia dónde saltar? Entre ellos no había un solo hombre ni una sola mujer en los que Vanessa hubiera confiado ni siquiera para dejarse guiar hasta el otro lado del camino.

—Mejor lo de las ranas —murmuró Vanessa; amargo pensamiento aquél.

Después de la mortecina iluminación del refugio, la luz del patio resultó enceguecedoramente brillante, pero Vanessa se alegró de no oír las estridencias del interior. Mientras salían al aire libre, Klein le comentó que no tardarían en reunir un nuevo comité: en cuestión de semanas se restablecería el equilibrio. Mientras tanto, las desesperadas criaturas que acababa de contemplar podían reducir a polvo el planeta. Necesitaban opiniones y muy pronto.

—Goldberg está vivo —dijo Klein—. Y continuará con los juegos, pero para jugar hacen falta dos personas.

—¿Por qué no usted?

—Porque me odia. Nos odia a todos. Dice que sólo jugará con usted.

Goldberg estaba sentado debajo de un laurel, jugando al solitario. Era un proceso lento. Su miopía lo obligaba a llevarse cada naipe a pocos centímetros de la nariz para verla, y cuando llegaba al final de la hilera de cartas se había olvidado de las que había al principio.

—La señora Jape está de acuerdo —dijo Klein. Goldberg no levantó la mirada del juego—. Le he dicho que está de acuerdo.

—Soy ciego, no sordo —repuso Goldberg, sin dejar de examinar las cartas. Finalmente, cuando levantó la vista, fue para mirar torcidamente a Vanessa—. Ya les dije que acabarían mal… —comentó en voz baja; Vanessa supo que tras esa demostración de fatalismo el anciano lamentaba la pérdida de sus compañeros—. Les dije desde el principio que habíamos venido aquí para quedarnos. No tenía sentido huir. —Se encogió de hombros y siguió jugando—. ¿Huir adonde? El mundo ha cambiado. Lo sé. Nosotros lo hemos cambiado.

—No ha ido tan mal —le dijo Vanessa.

—¿El mundo?

—La forma en que murieron.

—Ah.

—Nos divertimos hasta el último momento.

—Gomm era un sentimental —dijo Goldberg—. Nunca nos caímos demasiado bien.

Una enorme rana saltó delante de Vanessa. El movimiento llamó la atención de Goldberg.

—¿Quiénes? —inquirió.

El bicho contempló funestamente el pie de Vanessa.

—Es una rana —repuso ella.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es gorda —repuso—. Tiene tres puntos rojos en el lomo.

—Es Israel —le dijo—. No la pise.

—¿Podremos contar con alguna decisión al mediodía? —interrumpió Klein—. Especialmente sobre la situación del Golfo y el contencioso mexicano y…

—Sí, sí. Y ahora váyase —le ordenó Goldberg.

—… Podríamos desembocar en otra Bahía de Cochinos…

—No me dice nada que ya no sepa. ¡Váyase! Está molestando a las naciones. —Miró de reojo a Vanessa—. Y bien, ¿va a sentarse o no?

Vanessa se sentó.

—Los dejo trabajar —dijo Klein y se retiró.

Goldberg había comenzado a producir un sonido gutural —
«croac—croac—croac»
—, imitando el canto de las ranas. Desde todos los extremos del patio les llegó el croar de las ranas. Al oír su canto, Vanessa reprimió una sonrisa. La farsa, se había dicho a sí misma en una ocasión anterior, debía interpretarse con cara seria, como si uno se creyera hasta la última y ridícula palabra. Sólo la tragedia necesitaba de las risas, pero, con ayuda de las ranas, aún estaban a tiempo de impedirla.

La vida de la muerte

El periódico era el de la primera edición del día, y Elaine lo devoró de cabo a rabo en la sala de espera del hospital. Un animal, que se sospechaba que era una pantera —y que había aterrorizado al vecindario de Epping Forest durante dos meses— había sido derribado de un disparo y habían descubierto que se trataba de un perro salvaje. Unos arqueólogos habían descubierto en Sudán unos restos de huesos que, en su opinión, podrían conducir a una nueva valoración de los orígenes del hombre. Cerca de Clapham encontraron asesinada a una joven que en cierta época se había codeado con la realeza menor. Desaparecido el hombre que realizaba la vuelta al mundo en yate. Recientemente se habían desvanecido las esperanzas de encontrar una cura al resfriado común. Leyó con igual fervor los boletines mundiales y las trivialidades —cualquier cosa con tal de no pensar en la revisión que le esperaba— , pero las noticias de aquel día se parecían mucho a las del día anterior: sólo los nombres habían cambiado.

El doctor Sennett le informó que cicatrizaba bien, tanto por dentro como por fuera, y que estaba en condiciones de reasumir sus plenas responsabilidades en cuanto se sintiera lo suficientemente recuperada desde el punto de vista psicológico. Le comunicó que debería someterse a una nueva revisión, la definitiva, en la primera semana del nuevo año. Elaine dejó al médico lavándose las manos después de haberla revisado. La idea de meterse directamente en el autobús y regresar a su casa le resultó repugnante después de haberse pasado tanto rato sentada y esperando. Decidió que caminaría una o dos paradas. El ejercicio le sentaría bien, y aquel día de diciembre, aunque distaba de ser cálido, era luminoso.

Sin embargo, sus planes resultaron excesivamente ambiciosos. Después de andar unos minutos empezó a dolerle la parte baja del abdomen, y comenzó a sentir náuseas, por lo que se desvió del camino principal para buscar un sitio donde descansar y tomar un poco de té. Sabía que debía comer, aunque nunca había tenido demasiado apetito, y mucho menos desde la operación. Su deambular se vio recompensado. Encontró un pequeño restaurante en el que, a pesar de ser casi la una, no estaba desbordado por la clientela de mediodía. Una mujer pequeña, desvergonzadamente teñida de pelirrojo, le sirvió el té y una tortilla de champiñones. Se esforzó por comer, pero sin demasiados resultados. La camarera se mostró abiertamente preocupada.

—¿Es que no está bien la tortilla? —le preguntó, algo irritada. —No es eso —le aseguró Elaine—. Soy yo.

De todas maneras, la camarera se mostró ofendida.

—Me gustaría tomar un poco más de té, si fuera posible —dijo Elaine.

Apartó el plato con la esperanza de que la camarera se lo retirase en seguida. La visión de la comida helándose sobre el plato liso no la estimulaba en absoluto. Odiaba la inoportuna sensibilidad que la invadía era absurdo que un plato con una tortilla sin terminar le produjese semejante melancolía, pero le resultaba imposible contenerse. En todas partes encontraba pequeños ecos de su propia pérdida. En la muerte de los bulbos de la maceta del alféizar, ocurrida a raíz del tiempo benigno de noviembre y las heladas repentinas; en el pensamiento del perro salvaje sobre el que había leído esa mañana, muerto en Epping Forest.

La camarera regresó con el té recién hecho, pero no se llevó el plato. Elaine la llamó y le pidió que lo hiciera. A regañadientes, obedeció.

Ya no quedaban clientes en el local; sólo estaban Elaine y la camarera, ocupada en quitar los menús del almuerzo de las mesas y sustituirlos por los de la noche. Elaine miró por la ventana. En los últimos minutos se habían formado en la calle unos velos de humo azul grisáceo, que solidificaban la luz solar.

—Otra vez están quemando cosas —comentó la camarera—. Ese maldito olor se mete por todas partes.

—¿Qué es lo que están quemando?

—Era un centro comunitario. Lo están demoliendo y van a construir uno nuevo. Malgastan el dinero de los contribuyentes.

Efectivamente, el humo entraba en el restaurante. Elaine no lo encontró molesto; olía ligeramente a otoño, su estación preferida. Intrigada, acabó el té, pagó la cuenta y decidió caminar por la zona para encontrar la fuente del humo. No tuvo que andar demasiado. Al final de la calle había una placita; el emplazamiento de la demolición la dominaba. Sin embargo, recibió una sorpresa. El edificio al que la camarera se había referido como centro comunitario era en realidad una iglesia, o lo había sido. Ya habían arrancado el emplomado y la pizarra del tejado dejando las vigas desnudas mirando al cielo; a las ventanas les faltaban los cristales; al costado del edificio ya no quedaba ni sombra del césped y habían derribado dos árboles. La pira formada por ellos era lo que producía el perfume incitante.

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