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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (29 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Caminó entre la hilera de tiendas, dobló una esquina y frente a ella encontró un edificio bajo de ladrillo. Los lavabos públicos, supuso, aunque los carteles indicadores habían desaparecido. Los portones de hierro estaban cerrados con candados. De pie, frente al feo edificio, con el viento soplándole entre las piernas, no logro evitar pensar en lo ocurrido allí. En el hombre—niño, sangrando en el suelo, indefenso, sin poder pedir ayuda. La mera contemplación de aquel lugar la intranquilizaba. Pensó entonces en el criminal. ¿Qué aspecto tendría un hombre capaz de semejantes depravaciones? Intentó formarse una imagen de él, pero ninguno de los detalles que imaginaba tenía la suficiente fuerza. Aunque los monstruos rara vez eran muy terribles cuando se los sacaba a la luz del día. Mientras a aquel hombre se lo conociera sólo por sus actos, ejercería un control inenarrable sobre la imaginación; pero la verdad humana, oculta tras los terrores, sería amargamente decepcionante. No sería un monstruo, sino una pálida excusa de hombre, más necesitado de piedad que de pavor.

La siguiente ráfaga de viento trajo consigo más lluvia. Decidió que era hora de poner fin a sus aventuras por ese día. Volviendo la espalda a los lavabos públicos, regresó rápidamente a los cuadriláteros y al refugio del coche, mientras la lluvia helada le insensibilizaba la cara con sus pinchazos.

Los invitados a la cena se mostraron gratamente sorprendidos por la historia, y Trevor, a juzgar por la expresión de su cara, estaba furioso. Pero ya estaba hecho. no había forma de retirar lo dicho. Tampoco pudo negar ella la satisfacción que le produjo el haber acallado la cháchara interdepartamental que había dominado la mesa. Fue Bernadette, la ayudante de Trevor en el Departamento de Historia, quien rompió el agónico silencio.

—¿Y cuándo ocurrió?

—Durante el verano —contestó Helen.

—No recuerdo haber leído nada —dijo Archie, muy mejorado después de haber bebido durante dos horas; la bebida le aflojaba la lengua, que de lo contrario se le llenaba de sus propias agudezas.

—Tal vez la policía no quiso que se supiera —comentó Daniel.

—¿Conspiración? —inquirió Trevor, abiertamente cínico.

—Ocurre con mucha frecuencia —le espetó Daniel.

—¿Por qué tendría que ocultar la policía algo así? —pregunto Helen—. No tiene mucho sentido.

—¿Desde cuándo tienen sentido los procedimientos de la policía? —repuso Daniel.

Bernadette intervino antes de que Helen pudiera contestar.

—Ni siquiera nos molestamos en leer ese tipo de noticias.

—No generalices, habla por ti —comentó alguien.

Pero Bernadette no se dio por aludida y prosiguió:

—Estamos aturdidos con tanta violencia. Por eso ya no la distinguimos, ni siquiera cuando la tenemos delante de las narices.

—Todas las noches vemos en la televisión muerte y desastres en color —apuntó Archie.

—No tiene nada de moderno —dijo Trevor—. Un isabelino veía muerte todo el tiempo. Las ejecuciones públicas eran una forma muy popular de entretenimiento.

La mesa estalló en una cacofonía de opiniones. Al cabo de dos horas de amable chismorreo, la reunión se incendió de repente. Al observar la furia del debate, Helen lamentó no haber tenido tiempo de revelar las fotos y hacer copias; los
graffiti
habrían añadido leña al fuego de aquella vigorizante trifulca. Como de costumbre, Purcell fue el último en exponer su punto de vista, y también como de costumbre, resultó devastador.

—Helen, querida, está claro que tus testigos podrían haber mentido, ¿no te parece? —comentó con aquel afectado cansancio en la voz, cargado de la emoción de la controversia.

La conversación se apagó, y todas las cabezas se volvieron hacia Purcell. Con aire perverso, pasó por alto la atención que había cosechado y se volvió a susurrarle algo en el oído al joven que lo acompañaba, una nueva pasión que, como había ocurrido en el pasado, sería desechada en cuestión de semanas para ser reemplazada por otro bonito golfo.

—¿Mentir, dices? —repuso Helen.

Sintió cómo se erizaba ante la observación, y Purcell apenas había dicho unas cuantas palabras.

—¿Por qué no? —repuso el otro, llevándose la copa de vino a los labios—. Tal vez estén urdiendo un cuento complicado. La historia de la mutilación del retrasado mental en los lavabos públicos. El asesinato de un anciano. Incluso lo del gancho. Son todos elementos bastante familiares. Has de ser consciente de que existe algo tradicional en estas historias truculentas. Se suelen intercambiar todo el tiempo; hay en ellas algo competitivo, tal vez, como intentar encontrar un nuevo detalle que añadir a la historia colectiva, un giro nuevo que la haga un poquitín más espeluznante al transmitirla.

—A ti te parecerá familiar —dijo Helen a la defensiva.

El aplomo de Purcell la irritaba. Aunque sus argumentaciones tuvieran alguna validez —cosa que dudaba—, que la condenaran si iba a reconocerlo.

—Yo nunca había oído ese tipo de historias —añadió.

—¿Ah, no? —dijo Purcell, como si Helen acabara de admitir su ignorancia—. ¿Qué me dices de la de los amantes y el lunático fugado, la has oído?

—Yo sí—intervino Daniel.

—Al hombre lo destripa normalmente un asesino con un gancho en lugar de mano, que deja el cuerpo en el techo del coche, mientras la novia está petrificada de miedo en el interior. Es una historia con moraleja que te previene contra los males de la heterosexualidad desenfrenada. —La broma provocó la carcajada de todos menos de Helen—. Estas historias son muy comunes.

—De modo que sugieres que me han mentido —protestó.

—Mentido no, no exactamente.

—Has dicho que podrían haberme mentido.

—Quería provocarte —retrucó Purcell; su tono conciliador resultó más ofensivo que nunca—. No quiero sugerir que haya nada de malo en ello. Pero has de reconocer que hasta ahora no has encontrado un solo testigo. Tales hechos suelen ocurrir en una fecha indeterminada, a unas personas indeterminadas. Son referidos en situaciones variadas. Con suerte, le ocurrieron a los hermanos de los amigos de unos parientes lejanos. Te ruego que consideres la posibilidad de que tal vez esos hechos no existan en el mundo real, sino que sean meramente cotilleos para amas de casa aburridas…

Helen no discutió, simplemente porque carecía de argumentos. Purcell había puesto el dedo en la llaga al mencionar la falta total de testigos; ella misma se lo había cuestionado. También resultaba extraña la forma en que las mujeres de Ruskin Court se habían apresurado a endilgar el asesinato del anciano a otra urbanización, como si aquellas atrocidades ocurrieran siempre fuera de la vista de uno, en la otra esquina, en el callejón de al lado.

—Entonces, ¿por qué? —inquirió Bernadette.

—¿Por qué qué? —preguntó Archie a su vez.

—¿Por qué las historias? ¿Por qué contar esas horribles historias si no son ciertas?

—Sí, ¿por qué? —pregunto Helen, arrojando la controversia al amplio regazo de Purcell.

Purcell se repantigó, consciente de que su intervención en el debate había cambiado de un plumazo la hipótesis básica.

—No lo sé —repuso, feliz de haber acabado con el juego después de aportar su intervención—. Helen, no debes tomarme tan en serio. Yo trato de no hacerlo.

El muchacho sentado al lado de Purcell lanzó una risita afectada.

—Tal vez sean elementos de un tabú —sugirió Archie.

—Elementos reprimidos — apuntó Daniel.

—No en la forma en que tú insinúas —le espetó Archie—. No todo es política, Daniel.

—Vaya candidez.

—¿Qué tiene de tabú la muerte? —inquirió Trevor—. Bernadette lo ha dicho, la tenemos delante de nosotros continuamente. En la televisión, en los diarios.

—Tal vez no sea lo bastante cerca —sugirió Bernadette.

—¿Os importa si fumo? —interrumpió Purcell—. Como parece que los postres han quedado suspendidos indefinidamente…

Helen pasó por alto la observación y le pregunto a Bernadette qué quería decir con lo de bastante cerca.

—No lo sé exactamente —repuso ésta, encogiéndose de hombros—. Tal vez que la muerte debe de estar cerca, que tenemos que saber que está a la vuelta de la esquina. La televisión no te ofrece intimidad suficiente…

Helen frunció el ceño. El comentario tenía cierto sentido, pero en el alboroto reinante no logró desentrañar su importancia.

—¿Crees que son cuentos? —le preguntó.

—A Andrew no le falta razón… —repuso Bernadette.

—Muy amable —dijo Purcell—. ¿Alguien tiene fuego? Este chico ha empeñado mi encendedor.

—…en lo de la falta de testigos —concluyó Bernadette.

—Lo único que prueba es que no he conocido a nadie que haya visto algo —retrucó Helen—, no que no existan testigos.

—Está bien —admitió Purcell—. Búscame uno. Si me pruebas que tu traficante de atrocidades está vivito y coleando, os invitaré a todos a cenar a Appollinaires. ¿Qué te parece? ¿Soy excesivamente generoso o es que no sé cuándo darme por vencido?

Se echó a reír, golpeando la mesa con los nudillos a manera de aplauso.

—Por mí vale —dijo Trevor—. ¿Tú qué dices, Helen?

No regresó a la calle Spector hasta el lunes siguiente, pero con el pensamiento estuvo allí durante todo el fin de semana: de pie delante de los lavabos cerrados, con el viento anunciando la lluvia; o en el dormitorio, con el dibujo surgiendo en lontananza. La urbanización requirió toda su concentración. A últimas horas de la tarde del sábado, cuando Trevor encontró una excusa para discutir, pasó por alto los insultos y lo vio cumplir con su conocido ritual del martirio, sin sentirse afectada en lo mas mínimo. La indiferencia de Helen lo enfureció aún más. Salió como una tromba, lleno de inquina, a visitar a la mujer que ese mes gozaba de sus favores. Se alegró de verlo marchar. Esa noche, cuando no regresó, ni siquiera se le ocurrió llorar. Era tonto y vacío. Había perdido la esperanza de ver en sus ojos aburridos una mirada inquieta, perturbada, ¿y de qué le servía un hombre que era incapaz de inquietarse, de perturbarse?

Tampoco regresó el domingo, y a la mañana siguiente, mientras aparcaba en el corazón de la urbanización, se le ocurrió pensar que nadie sabía donde había ido, y que podía permanecer ausente durante días sin que por eso la gente supiera más que antes. Al igual que el anciano del que le había hablado Anne—Marie: olvidado en su sillón favorito, con los ojos arrancados por el gancho, mientras las moscas se daban un banquete y la mantequilla se enranciaba sobre la mesa.

Faltaba poco para la noche de las hogueras, y durante el fin de semana la pequeña pila de combustibles de Butts' Court había aumentado hasta adquirir un considerable tamaño. La pila no parecía firme, pero eso no impidió que cierto número de niños y adolescentes treparan a ella y se metieran en ella. Estaba formada por muebles, sin duda robados de las propiedades tapiadas. Dudó que ardiera durante mucho tiempo; silo hacía, se ahogaría en cuestión de nada. Mientras se dirigía a casa de Anne—Marie, los niños la detuvieron en cuatro ocasiones y le pidieron dinero para petardos.

—Una limosnita para el monigote —le decían, aunque ninguno llevaba un monigote que mostrar.

Cuando llegó a la puerta principal ya se le había terminado todo el cambio que llevaba en los bolsillos.

Anne Marie estaba en casa, aunque no la recibió con una sonrisa. Se quedó mirando fijamente a su visitante, como hechizada.

—Espero que no le importe que haya venido…

Anne—Marie no respondió.

—…quería hablar con usted.

—Estoy ocupada —le contestó finalmente.

No la invitó a pasar, ni le ofreció té.

—Sólo es un momento.

La puerta de atrás estaba abierta y la corriente invadía la casa. En el patio trasero volaban unos papeles. Helen los vio elevarse en el aire como enormes polillas blancas.

—¿Qué quiere? —preguntó Anne—Marie.

—Preguntarle sobre el anciano.

La mujer frunció el ceño levemente. Parecía a punto de vomitar; tenía la cara del color y la textura de la masa rancia, y el pelo grasiento y lacio.

—¿Qué anciano?

—La última vez que estuve aquí me habló usted de un anciano que había ido asesinado.

—No.

—Me dijo que vivía cerca de la plazoleta contigua.

—Pues no me acuerdo.

—Pero si me lo dijo claramente…

En la cocina, algo cayó al suelo y se rompió. Anne—Marie dio un respingo, pero no se apartó de la puerta; con el brazo le impedía a Helen entrar en la casa. El vestíbulo estaba lleno de juguetes del niño mordidos y rotos.

—¿Se encuentra bien?

Anne—Marie asintió y luego le dijo:

—Tengo que hacer.

—¿Y no se acuerda de haberme contado lo del anciano?

—Lo entendería mal —repuso Anne—Marie, y luego, bajando la voz, agregó—: No debio haber venido. Todo el mundo lo sabe.

—¿Sabe qué?

La mujer se había puesto a temblar.

—¿Es que no lo entiende? ¿Se cree que la gente no se fija?

—¿Qué importancia tiene? Lo único que le pregunto es…

—Yo no sé nada —reiteró Anne—Marie—. Sea lo que fuere lo que le dije, le mentí.

—Bueno, gracias de todos modos —replicó Helen, demasiado perpleja por el cambio de actitud de Anne—Marie como para insistir.

En cuanto se hubo apartado de la puerta, oyo el chasquido de la llave en la cerradura.

Aquella conversación fue una de las diversas desilusiones que experimentaría esa mañana. Regresó a la hilera de tiendas y visitó el supermercado del que Josie le hablara. Allí preguntó por los lavabos públicos y su reciente historia. El supermercado había cambiado de dueño el mes anterior, y el nuevo propietario, un paquistaní taciturno, insistió en que no sabía nada de cuándo y como habían clausurado los lavabos. Mientras preguntaba, notó que los demás clientes de la tienda la estudiaban; se sintió como una paria. Esa sensación se hizo más fuerte cuando, después de abandonar el supermercado, vio a Josie salir de la lavandería y la llamó; la mujer apuró el paso y se perdió en la maraña de corredores. Helen la siguió, pero perdió su presa y el sentido de la orientación.

Frustrada y al borde de las lágrimas, permaneció entre un montón de bolsas de basura desparramadas y sintió una oleada de indignación por haber sido tan estúpida. No pertenecía a aquel lugar. ¿Cuántas veces había criticado a otras personas por la presunción de sostener que comprendían una sociedad a la que habían visto de lejos? Allí estaba ella, cometiendo el mismo error, yendo a aquel barrio con su cámara y sus preguntas, utilizando las vidas (y las muertes) de esas gentes como material de conversación en las reuniones sociales. No culpaba a Anne—Marie por volverle la espalda; ¿acaso se merecía algo mejor?

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