Libros de Sangre Vol. 2 (38 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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—Mal.

—Tendrías que sentirte aduladísimo, colega, porque eso es todo lo que vas a conseguir en tu puñetera vida.

—Gracias.

—Has hecho una buena carrera. Lástima que se haya acabado.

Gavin sintió plomo en las entrañas: esperaba que Preetorius se contentara con una advertencia: por lo visto no iba a ser así. Estaban ahí para darle una paliza: Dios, le iban a pegar por algo que no había hecho y de lo que ni siquiera había oído hablar.

—Te vamos a sacar de la calle, blanco. Para siempre.

—Yo no he hecho nada.

—El chaval te conocía. Te reconoció aunque llevaras una media en la cabeza. La voz, la ropa: todo coincidía. Afróntalo: te reconoció, Ahora sufre las consecuencias.

—Vete al carajo.

Gavin echó a correr. A los dieciocho años había corrido en distancias cortas en representación de su país: ahora volvía a necesitar aquella velocidad. Detrás de él Preetorius se echó a reír (¡qué divertido!) y dos pares de pies resonaron sobre la acera. Estaban cerca, cada vez más cerca, y Gavin estaba en un estado de forma pésimo. A los doce metros le dolían los muslos y los vaqueros eran demasiado ceñidos para correr con comodidad. La persecución estaba perdida antes de comenzar.

—Nadie te ha dicho que te fueras —se mofó el mentecato blanco, agarrándolo por el bíceps con sus dedos picados.

—Bonito intento —Preetorius se acercaba lentamente y sonriendo hacia los sabuesos y la liebre jadeante. Le hizo una seña casi imperceptible al otro mentecato.

—¿Christian? —preguntó.

Ante la invitación, Christian le pegó un puñetazo a Gavin en los riñones. El golpe le hizo retorcerse y escupir amenazas.

Christian dijo:

—Ahí.

Preetorius le pidió que se diera prisa, y de repente lo estaban arrastrando fuera de la vista, a un pasadizo. Se le desgarraron la camisa y la chaqueta, sus caros zapatos se llenaron de barro, antes de que lo levantaran gruñendo. El pasadizo estaba oscuro y los ojos de Preetorius danzaban, desencajados, delante de él.

—Aquí estamos otra vez —dijo—. Todos contentos.

—Yo… no lo he tocado —boqueó Gavin.

El secuaz sin nombre, No-Christian, le atizó un puñetazo en mitad del pecho que lo tiró contra la pared opuesta del pasadizo. El tacón se deslizó en el barro y por mucho que trató de mantenerse derecho, las piernas se le habían vuelto de gelatina, igual que su ego: no era momento de hacerse el valiente. Suplicaría, se arrodillaría y les lamería la planta de los pies si era necesario, cualquier cosa con tal de que no se cebaran con él. Cualquier cosa con tal de que no le marcaran la cara.

Ése era el pasatiempo favorito de Preetorius, o eso se decía en la calle: marcar a las bellezas. Tenía una habilidad especial, podía dejar a alguien tullido sin esperanza de curación con sólo tres cuchilladas, y hacer que la víctima se guardara sus propios labios como recuerdo.

Gavin trastabilló y cayó golpeando el suelo húmedo con las palmas de las manos. Algo tan suave como si estuviera podrido se le desprendió de la piel y le goteó por las manos.

No-Christian cruzó una risita con Preetorius.

—¿No está delicioso? —dijo.

Preetorius estaba mascando una nuez.

—Me parece… —señaló— …que por fin ha descubierto cuál es su lugar en la vida.

—Yo no lo toqué —suplicó Gavin. Sólo podía negarlo y volverlo a negar, aunque fuera una causa perdida.

—La mierda te llega hasta el cuello —dijo No-Christian.


Por favor

—Me gustaría de veras acabar con esto lo antes posible —dijo Preetorius, echando una ojeada a su reloj—, tengo que resolver unos asuntos, complacer a cierta gente.

Gavin levantó la mirada y contempló a sus torturadores. La calle iluminada por faroles de sodio estaba a una escapada de veinticinco metros, si lograba superar el cordón de cuerpos que lo rodeaban.

—Deja que te arregle la cara un poco. No será más que un pequeño atentado a la belleza.

Preetorius tenía una navaja en la mano. No-Christian se había sacado del bolsillo una cuerda que acababa en una pelota. La pelota se mete dentro de la boca, la cuerda alrededor del cuello: nadie gritaba si su vida dependía de ello. Ese era el procedimiento.

¡Ya!

Gavin salió de su postura servil como un esprínter de la línea de salida, pero tenía los tacones enfangados y perdió el equilibrio. En lugar de escapar hacia la calle dio unos cuantos tumbos y se estrelló contra Christian, que se cayó al suelo.

Hubo un forcejeo desesperado hasta que se interpuso Preetorius, agarró a la basura blanca y la levantó, ensuciándose las manos.

—Esto no tiene remedio, cabrón —dijo, clavándole la punta de la hoja en la barbilla, justo en la zona en que más sobresale el hueso, y empezando el tajo sin pensárselo dos veces. Dibujó el contorno de la mandíbula, demasiado excitado para preocuparse por amordazarlo.

Al sentir que la sangre le caía a borbotones, Gavin aulló, pero sus gritos fueron atajados por unos dedos regordetes que le cogieron la lengua y se la sujetaron con firmeza.

Las sienes le empezaron a latir y vio cómo en su conciencia se iba abriendo ventana tras ventana, que a medida que se abrían lo iban sumiendo paulatinamente en la inconsciencia.

Mejor morir. Mejor morir.

Le iban a destrozar la cara: mejor sería que lo mataran.

Luego escuchó un nuevo grito, sólo que esta vez no estaba seguro de que fuera suyo. Intentó reconocer la voz pese al torrente que le anegaba los oídos, y comprendió que quien gritaba no era sino Preetorius.

Le soltaron la lengua, vomitó espontáneamente y se apartó dando tumbos de un embrollo de seres que forcejeaban delante de él. Una o varias personas desconocidas habían impedido que completaran la ruina de su rostro. Un cuerpo, boca arriba, estaba tirado en el suelo. No-Christian, con los ojos abiertos y la vida truncada. Dios santo: alguien había matado para él.
Para él.

Se palpó el rostro cautelosamente para calibrar la herida. Tenía un profundo tajo desde la mitad de la barbilla hasta unos tres centímetros de la oreja. Era mal lugar, pero Preetorius, el escrupuloso Preetorius, había dejado los placeres refinados para el postre y fue interrumpido antes de tener ocasiones de rajarle las fosas nasales o de arrancarle los labios. Una cicatriz a lo largo de la mandíbula no le favorecería, pero no era desastrosa.

Alguien salió trastabillando de la
mêlée…
era Preetorius, con lágrimas en la cara y los ojos como pelotas de golf.

Detrás de él Christian, con los brazos colgando, se alejaba dando tumbos hacia la calle.

Preetorius no le seguía, ¿por qué?

Abrió la boca; un elástico hilo de saliva, engastado con perlas, le pendía del labio inferior.

—Ayúdame —le imploró, como si Gavin tuviera algún poder sobre su vida. Se levantó una mano inmensa en el aire para acabar con el eco de la súplica, pero fue el otro brazo el que asestó el golpe, levantándose por encima del hombro y clavando un arma, una hoja desnuda, en la boca del negro. Éste gorgojeó un momento, como si la garganta quisiera acoplarse al filo y el tamaño del cuchillo, antes de que el agresor se lo hundiera en la cabeza y lo sacara, sujetando el cuello de Preetorius para que no se moviera. La cara de asombro se le abrió por la mitad y del interior de su cuerpo brotó una ola de calor que envolvió a Gavin.

El arma cayó sobre el suelo del pasadizo con un estertor metálico. Gavin la miró. Una pequeña navaja de hoja grande.

Volvió la mirada hacia el muerto.

Preetorius estaba de pie, sujeto tan sólo por el brazo de su ejecutor. La cabeza hollada cayó hacia adelante, y el asesino interpretó la reverencia como una señal, dejando caer cuidadosamente el cuerpo de su víctima a los pies de Gavin. Sin que lo tapara ya el cadáver, el salvador de Gavin se encontró cara a cara con él.

Reconoció en seguida esos rasgos primitivos: los ojos asombrados y mortecinos, la cuchillada por boca, las orejas como asas de jarrón. Era la estatua de Reynolds. Le sonreía con unos dientes demasiado pequeños para tanta cabeza. Dientes de leche, que todavía no eran de adulto. Sin embargo, su aspecto había mejorado algo, lo apreciaba por entre la penumbra. La frente se había hinchado; la cara estaba más proporcionada en conjunto. No por ello dejaba de ser un monigote pintado, aunque un monigote lleno de pretensiones.

La estatua se inclinó con rigidez y sus articulaciones crujieron sonoramente. La extravagancia de la situación aterró a Gavin. Se inclinaba, maldita sea, sonreía, asesinaba y, sin embargo, no podía estar viva, ¿o sí? Más tarde no creería en lo que había visto, se lo prometió. Más tarde buscaría mil razones para no aceptar la realidad que tenía ante él; lo achacaría todo a su cerebro mal irrigado, a su confusión, a su pánico. De una manera u otra se convencería de no haber presenciado ese fantástico espectáculo, y sería como si no hubiera ocurrido nada.

Si sobrevivía ante él unos cuantos minutos más.

La visión alargó el brazo y tocó la mandíbula de Gavin con delicadeza, paseando los dedos mal esculpidos por los labios de la herida que le había infligido Preetorius. Un anillo sobre el meñique reflejó la luz: era idéntico al suyo.

—Nos va a salir una cicatriz —dijo.

Gavin reconoció la voz.

—Lo lamento, querido —decía. Estaba hablando con
su
voz—. Pero podía haber sido peor.

La
voz
de Gavin. Dios, su voz, su propia voz.

—Sí —dijo, dándole a entender que había adivinado lo que ocurría.

—Yo no —contestó Gavin.

—Sí.

—¿Por qué?

Llevó la mano desde la mandíbula de Gavin a la suya, recorriendo la parte en que debería tener la herida y, a medida que hacía ese movimiento, la piel se iba abriendo y convirtiéndose inmediatamente en cicatriz. No manó nada de sangre, pues no la tenía.

Y, sin embargo, ¿no era su propia frente, sus ojos penetrantes, lo que estaba emulando? ¿No se estaba apropiando de su encantadora boca?

—¿El muchacho? —dijo Gavin, tratando de reconstruir los acontecimientos.

—Oh, el muchacho… —Levantó los ojos, todavía imperfectos, al cielo—. Era una preciosidad. Y cómo rugía.

—¿Te bañaste en su sangre?

—Lo necesito —se arrodilló ante el cuerpo de Preetorius y metió los dedos en la cabeza partida—. Esta sangre es vieja, pero servirá. El chico estaba mejor.

Se embadurnó las mejillas con la sangre de Preetorius como si fuera pintura de guerra. Gavin no pudo disimular el asco que le daba.

—¿Es una pérdida tan grave? —preguntó la efigie.

La respuesta era negativa, naturalmente. La muerte de Preetorius no suponía ninguna pérdida, no suponía ninguna pérdida que un chupapollas drogado hubiera perdido la sangre y la vida porque aquel milagro pintarrajeado necesitara alimentar su crecimiento. Todos los días ocurrían cosas peores en algún lugar; horrores inenarrables. Y sin embargo…

—No puedes condenarme —le espetó— porque tú no tengas que hacerlo. Yo también dejaré de hacerlo pronto. Abandonaré esta vida de torturador de niños, porque veré
a través
de tus ojos, compartiré tu
humanidad…

Se levantó con movimientos que todavía carecían de flexibilidad.

—Mientras tanto, tendré que comportarme como considere oportuno.

La zona de la mejilla untada con la sangre de Preetorius se estaba volviendo más moldeable, perdía la apariencia de madera pintada.

—Soy una cosa innombrable —dijo—, soy una herida en el costado del mundo. Pero soy al mismo tiempo el extraño a quien rogabas de niño que viniera a recogerte, llamarte hermosura y llevarte desnudo por la calle hasta el paraíso. ¿No es cierto? ¿No es cierto?

¿Cómo conocía los sueños de su infancia? ¿Cómo conocía ese símbolo tan suyo, el deseo de que le sacaran de una calle apestada para llevarle a una casa que era el cielo?

—Porque yo soy tú —dijo como respuesta a la pregunta no formulada—, moldeado a tu imagen y semejanza.

Gavin señaló los cadáveres.

—No puedes ser yo. Yo jamás habría hecho esto.

Parecía poco delicado condenarlo por su intervención, pero no dejaba de ser cierto.

—¿No lo habrías hecho? —dijo el otro—. Pues yo creo que sí.

Gavin recordó las palabras de Preetorius. «Un atentado a la belleza.» Volvió a sentir la navaja clavada en la barbilla, las náuseas, la impotencia. Claro que lo habría hecho, hasta doce veces seguidas, y lo habría considerado de justicia.

Al monstruo no le hacía falta oír su conformidad; era manifiesta.

—Volveré a verte —dijo la cara pintada—. Mientras tanto, yo en tu lugar… —y se echó a reír— … pondría tierra por medio.

Gavin cerró los ojos al punto, como si dudara de lo que le decía, y luego se dirigió hacia la carretera.

—Por ahí no. ¡Por aquí!

Le indicó una puerta en la pared, oculta casi por completo por bolsas de basura en descomposición. Por ahí había entrado tan sigilosamente y con tanta rapidez.

—Evita las calles principales y desaparece de la vista. Te volveré a encontrar cuando esté listo.

Gavin no esperó ninguna recomendación más. Fuera cual fuese la explicación de los acontecimientos de esa noche, los crímenes ya se habían cometido. No era momento de preguntas.

Se deslizó por la puerta sin volver la vista: pero lo que oyó bastó para revolverle el estómago. El resonar de liquido sobre el suelo, los gemidos de placer del bellaco: todos esos ruidos le permitieron imaginar en qué consistía su aseo personal.

Nada de lo que había ocurrido la noche anterior tenía sentido la mañana siguiente. No comprendía la naturaleza del sueño que había soñado despierto. Tan sólo hubo una serie de hechos consumados.

Frente al espejo, el hecho del tajo en la mandíbula, hinchado y más doloroso que la muela que tenía podrida.

En los periódicos, el informe del hallazgo de dos cuerpos en el área de Covent Garden, dos conocidos criminales habían sido asesinados y descuartizados en lo que la policía describió como «un ajuste de cuentas entre bandas rivales».

En su interior, la clara convicción de que lo encontrarían tarde o temprano. Sin duda alguien lo habría visto con Preetorius e iría con el cuento a la policía. A lo mejor Christian, si es que lo pescaban y le amenazaban con mandamientos judiciales y esposas. En ese caso, ¿qué les podría decir él como respuesta a sus acusaciones? ¿Que el hombre que lo había hecho no tenía nada de hombre, sino que era una especie de efigie que se estaba volviendo poco a poco una réplica de sí mismo? La cuestión no consistía en saber si lo encarcelarían, sino en qué agujero lo meterían, en la prisión o en el frenopático.

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