Katherina no fue la única en sorprenderse ante la noticia del hijo de Luca. Cuando Iversen comunicó la situación a la Sociedad Bibliófila, también los otros recibieron la novedad como una conmoción y se quedaron atónitos. La reunión había sido larga, y lo único que Iversen estaba dispuesto a revelar era que se había decidido incluir al hijo. Katherina tenía la impresión de que esto iba en contra de los propios deseos del viejo, pero no le preguntó nada al respecto.
Lo más probable era que se lo estuviese diciendo en ese momento, allí abajo. No resultaba sencillo explicarle la situación a un profano, pero, en cualquier caso, Iversen era la persona más capacitada para hacerlo. Ella se preguntó qué explicación usaría esta vez. Seguramente la del canal, aunque resultase demasiado técnica para su gusto. Katherina se había visto forzada a inventarse su propia explicación personal antes de encontrar, después de tantos años, a otros que sufrían de la misma discapacidad, o don, según el punto de vista o, mejor dicho, según el momento en que fuese considerada la cuestión.
Iversen tenía una perspectiva diferente con respecto a estas capacidades porque era un transmisor. Katherina, en cambio, era una receptora: dos caras de la misma moneda, le habría dicho probablemente a Jon, pero para ella había una diferencia significativa que no podía ser explicada simplemente arrojando la moneda. Como Iversen con seguridad le explicaba a Jon, había dos tipos de Lectores: el primer grupo lo formaban los transmisores como él, quienes podían influir sobre los oyentes de una lectura e incidir en cuestiones relativas a la comprensión y actitudes hacia el texto. El otro grupo eran los receptores, como Katherina.
La primera vez que ella se dio cuenta de ello, apenas si tuvo conciencia de lo que ocurría. De niña, había sufrido un grave accidente automovilístico que la dejó, tanto a ella como a sus padres, gravemente herida. Durante varios días, su pequeño cuerpo, frágil y fracturado, que se mantenía unido con tornillos y yeso, estuvo inconsciente en una gran cama de hospital. Mientras estaba en ese estado, tuvo la sensación de que alguien le leía una historia en voz alta. A través de la bruma de los fármacos, oyó una voz clara que narraba la historia de un joven increíblemente apático que dejaba transcurrir su vida casi sin formar parte de ella ni tomar una postura sobre aquello que pasaba a su alrededor. A pesar de haber sido sedada, se encontraba lo suficientemente lúcida como para todavía sorprenderse. No alcanzaba a comprender a quién pertenecía aquella voz pausada, pero se sentía maravillada con la extraña historia, aunque no comprendiese nada. No era graciosa, ni tierna, ni excitante, pero la fascinación cautivadora de la voz captaba su atención conduciéndola como si fuera de la mano a través de la trama.
Cuando al fin despertó, tenía otras cosas en que pensar. Sus padres continuaban en gravísimo estado, e incluso se los mantenía aislados y sin posibilidad de visitas. Por otra parte, sus propias heridas comenzaban a recuperarse muy lentamente bajo las gruesas capas de los vendajes, un elemento fundamental para evitar a los parientes que llegaban a visitarla con los ojos húmedos y las voces quebradas.
Al recobrar el conocimiento, comenzó a escuchar las voces. No se trataba de la misma voz que la había entretenido con su lectura, sino varias voces que parecían casi unidas, voces que la atormentaban durante el día y la mantenían despierta de noche. En ocasiones, las voces se veían acompañadas por imágenes fugaces, impresiones que exigían su atención, para luego desaparecer tan de repente como habían llegado. Un día, le preguntó a la enfermera si podía oír el resto de la historia. Sentía nostalgia por aquella voz pausada que le había hecho compañía durante la vigilia de la anestesia. La enfermera la miró fijamente sin ocultar su estupor. Nadie le había leído nada. Cierto era que estando sedada había compartido el cuarto con un anciano, pero era imposible que hubiese sido él: le habían quitado las cuerdas vocales debido a un cáncer de garganta.
Su familia era muy indulgente con ella. La separación de sus padres, naturalmente, había sido un duro golpe para la muchacha, y las voces que la atormentaban debían considerarse como un efecto retardado del trauma. La madre mejoró y pudo visitarla, pero el padre todavía estaba conectado a un respirador, y no había muchas probabilidades de que sobreviviera. Todos trataban a Katherina con el mayor cuidado y comprensión, pero, con el tiempo, cuando fue dada de alta en el hospital junto a su madre, los más allegados comenzaron a pensar que su mente había sufrido daños irreversibles.
En cuanto a lo físico, se le habían quedado grabadas algunas cicatrices, en las piernas, los brazos, y una pequeña en el mentón, que le produjo una hendidura masculina sobre el rostro aniñado y de delicadas líneas. La cicatriz de la barbilla fue un recordatorio constante del accidente, y a menudo podía ser sorprendida frotando aquel punto con el índice, con la mirada perdida en la lejanía.
Su aire distraído sólo consiguió aumentar la preocupación de la familia, que había decidido que Katherina acudiera a un psiquiatra. Este no tenía otra cosa que ofrecer más que sus píldoras, una solución que, si bien parecía mantener las voces a distancia, tenía el mismo efecto sobre todos los otros estímulos externos.
Por este motivo, ella casi ni se enteró cuando a su padre le dieron el alta, aunque se vería permanentemente limitado a una silla de ruedas y tan amargado con la vida que se pasó la mayor parte de sus días encerrado en su estudio sin el deseo de hablar con nadie.
Ella había comenzado a vagabundear, huyendo de las explosiones de ira de su padre al otro lado de la puerta y de las voces de su interior. Se dirigía a lugares donde encontraba algo de paz. El parque Amager Faelled, por ejemplo, era un buen sitio. Aprovechaba casi cualquier ocasión para coger la bicicleta y dirigirse allí, donde podía sentarse durante horas disfrutando del silencio. La escuela era el peor sitio, tanto que no pasó mucho tiempo hasta que comenzó a faltar a las clases para refugiarse en el parque.
Inevitablemente, muy pronto la familia fue informada de sus ausencias, y Katherina comprendió que su nueva condición no repercutía sólo sobre sí misma, sino que también dañaba a sus seres más cercanos. Fue entonces cuando decidió reconciliarse con las voces. Delante de los demás, haría como si las voces no existiesen, como si se hubiese curado milagrosamente, pero en su fuero interno había decidido comenzar a escucharlas. Deseaba poder averiguar qué pretendían, aclarar por qué la habían elegido, admitiendo que realmente ella era su objetivo. Hasta aquel momento, se había negado a escuchar aquello que tenían que decirle, pero ahora tenía la sospecha de que no le hablaban directamente a ella; es más, tenía la impresión de que provenían de una radio sintonizada en varias emisoras diferentes de forma simultánea. ¿Podría ser que las voces fueran en realidad señales de radio que ella captaba?
Como era disléxica en un grado bastante extremo, el mundo del alfabeto le resultaba extraño, y durante mucho tiempo se le escapó el nexo entre los incomprensibles símbolos escritos sobre las páginas y las voces que ella percibía en su cabeza cuando los otros los leían. Pero un día, en el autobús, lo entendió todo.
Estaba sentada, mirando fijamente por la ventanilla, y escuchó una clara voz femenina que contaba una historia sobre una niña con trenzas rojas, pecas y con una fuerza tal que podía levantar un caballo. Era una historia divertida, y en una escena particularmente graciosa, Katherina no pudo contenerse y comenzó a reírse a carcajadas, para el asombro de todos los pasajeros. Todos, excepto uno. En la parte trasera del autobús estaba sentado un niño que sostenía un libro en sus manos y se reía tan abiertamente como ella. Desde su asiento en el otro extremo, Katherina pudo reconocer con claridad a la muchacha con trenzas sobre la portada del libro.
Las campanillas de la puerta de Libri di Luca tintinearon, sacando a Katherina de su ensueño. Un hombre de unos treinta años, que llevaba gafas con montura de carey, chaqueta de pana y una bolsa de cuero cruzada sobre el hombro, atravesó la puerta de entrada y se quedó en el vano sosteniendo el picaporte. Resultaba evidente que era la primera vez que venía a la librería, porque reaccionó del mismo modo que la mayor parte de los recién llegados: observó asombrado a su alrededor, prestando atención especial al pasadizo, como si nunca antes hubiese visto una librería de dos niveles. Probablemente Katherina se había comportado de la misma manera al descubrir Libri di Luca, unos diez años antes, pero la admiración de los nuevos clientes siempre la irritaba un poco. Sí, esto era una librería anticuaría. Sí, había un pasadizo con libros raros en las vitrinas. Sí, es un lugar fantástico, por eso apresúrate a comprar algunos libros y luego piérdete. Si dependiese de ella, Libri di Luca estaría prohibida a los clientes.
Cuando el hombre de las gafas de carey encontró la mirada de Katherina en lo alto de la escalera, inmediatamente bajó los ojos, cerrando la puerta detrás de él. Luego, se dirigió a la mesa donde estaban expuestas las últimas novedades.
Katherina se alzó y descendió por la escalera lentamente.
El intruso exploraba las portadas.
«PorelcaminodeSwannLosplaceresylosdíasJamesJoceAbsalónAbsalónJohannesV.JensenLosBuddenbrookJakobStegelzmannElRenacimientoGóticoExLibrisJorgeLuisBorgesFiccionesElClubDumasFranzKafkaRobertMusil…».
Escritores y títulos se empujaban en una caótica jerigonza dentro de su cabeza, como el sonido de un magnetófono antiguo que zumba a alta velocidad. Katherina apretó los dientes y siguió sentada en la silla de cuero verde detrás de la caja. El cliente alzó la mirada por un instante y le ofreció una inclinación de cabeza como saludo. El flujo de voces se detuvo. Katherina le correspondió y siguió sentada.
«HuellasenelcieloElartedellorarPerHojholdtElcatálogodeLatourNikolaiFrobeniusSvenÁgeMadsenAméricaKjaerstedElcastilloElcaballodemaderaCarlSchmittBennQ.HolmPoéticayCriticaFrankF0nsGatedralJeffMatthewsElultimodomingodeoctubre…», gorjeaban las voces. Katherina se echó hacia atrás y cerró los ojos. No podía eludirlas por completo, pero había aprendido a regular el volumen, sobre todo gracias a la ayuda de Luca e Iversen.
Diez años antes, mientras pasaba por delante de Libri di Luca, una voz la detuvo. Estaba avanzada la tarde y, como llovía, decidió no arriesgarse a llegar hasta el parque Faelled en bicicleta. En consecuencia, estuvo vagando alrededor del distrito Vesterbro en busca de silencio. Cualquier lugar estaría bien, con tal de poder encontrar un poco de paz por un momento. A partir del descubrimiento del nexo entre las voces y los lectores, hacía lo posible por tratar de evitar sitios demasiado concurridos, y aquel día su búsqueda la había llevado hasta la calle donde se encontraba Libri di Luca.
Reconoció de inmediato la voz que la detuvo. Era idéntica a la del hospital, la misma que le había hecho compañía mientras estuvo inconsciente. Miró alrededor, pero no había nadie cerca. Al acercarse a la librería, la voz se hizo más nítida, y al mirar a través de los cristales, distinguió cerca de la entrada a un grupo de aproximadamente cincuenta personas sentadas en sillas plegables. En la caja estaba un hombre de cerca de cincuenta años, pequeño y compacto, de cabello entrecano y un cálido color mediterráneo en el rostro. Leía algo en voz alta, un libro que sostenía entre sus grandes manos con tal energía que todo su cuerpo parecía participar de la narración.
Katherina abrió cautelosamente la puerta, y aunque el sonido de las campanillas atrajo la atención sobre ella, el hombre que leía le dirigió una mirada afable sin interrumpir la historia. Ella se sentó en la última fila y cerró los ojos. A pesar de que el hombre detrás de la registradora ofrecía una excelente interpretación, no era su voz la que ella había venido a escuchar. La había excluido tapándose los oídos, para concentrarse en otra voz, aquella que reconocía del hospital. Estaba allí sentada, con los codos apoyados sobre las rodillas, sin escuchar ni observar nada. En su interior, se veía colmada por las voces e imágenes que evocaba la historia, escenas de la ciudad en que se desarrollaba, los apartamentos miserables, los pájaros encima de los tejados, el polvo y la suciedad de las calles. Incluso sin ser una historia feliz, se sintió consolada, y de no tener el rostro dirigido hacia el suelo, la gente habría notado con facilidad las lágrimas que bañaban su cara.
De pronto, todo terminó. La lectura llegó al final y todos los presentes aplaudieron. Ella sé quito las manos de los oídos a tiempo para escuchar que el título de la obra era El extranjero. Siguió una discusión sobre el texto, pero Katherina se quedó sentada donde estaba, con los ojos cerrados y la mirada perdida en el suelo. La gente había comenzado a levantarse y a deambular por la librería y, a medida que examinaban los volúmenes sobre los estantes, los títulos, nombres de autores e incluso algunos extractos de las obras fluyeron hacia Katherina. Voces e imágenes se lanzaron sobre ella en un torbellino cada vez más tumultuoso, tanto que se vio obligada a recurrir a todas sus fuerzas para poder levantarse y caminar tambaleándose hacia la puerta. Al hacerlo, tuvo la impresión de que la intensidad aumentaba, como si un fuerte viento la doblegara, lo que hizo que cada vez le resultase más difícil concentrarse en la salida. Al cabo de unos pasos, se derrumbó en el suelo.
Cuando volvió en sí, la librería ya estaba vacía, con excepción del hombre que había estado leyendo. Después de haberle preguntado con preocupación cómo se sentía, se presentó como Luca. Estaba sentado en una silla plegable junto a ella. Katherina estaba recostada sobre un suave sillón de cuero detrás de la caja. Las voces habían desaparecido junto con los miembros de la audiencia, pero la muchacha estaba tan agotada que no conseguía reunir fuerzas para levantarse.
Luca le dijo que intentara relajarse y se tomara todo el tiempo que fuese necesario hasta que se sintiese recuperada. Con una voz extremadamente tranquila, siguió chachareando sobre las cosas cotidianas: la librería, las lecturas que organizaban por las tardes, varios libros, incluso el tiempo, hasta que de repente, y sin ningún motivo aparente, le preguntó cuánto hacía que oía las voces.
La pregunta la pilló por sorpresa, hasta el punto de que, desconcertada, olvidó el voto de silencio que se había impuesto para no mencionarle nunca el tema a nadie. De modo que lo dijo todo. Descubrió también que Luca contaba con una asombrosa cantidad de información acerca de su condición. Le había preguntado por el volumen de las voces, si era capaz de excluirlas, cuándo las había escuchado por primera vez y si conocía a algún otro con las mismas experiencias. Ella contestó como mejor pudo y por primera vez sintió que alguien la entendía, que era tomada en serio, algo que jamás le había ocurrido.