Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
—Epimeteo, ¿qué guardas en esa caja?
—Eso es un secreto, querida Pandora —respondió Epimeteo—, y te pido que tengas la bondad de no hacer más preguntas sobre el asunto. La dejaron aquí para que esté a salvo y ni siquiera yo sé qué contiene.
—Pero ¿quién te la dio? —preguntó Pandora—. ¿Y de dónde vino?
—También es un secreto —replicó Epimeteo.
—¡Qué fastidio! —exclamó Pandora con un mohín—. Maldita caja, ¡ojalá no estuviese ahí!
—Anda, olvídala —le rogó Epimeteo—. Salgamos a correr y a jugar con otros niños.
Epimeteo y Pandora vivieron hace miles de años, y hoy el mundo es muy diferente de lo que era en su época. En aquel entonces todos eran niños. No hacían falta padres ni madres que los cuidaran, porque no había peligro, ni problemas de ningún tipo, ni ropa que remendar, y en cambio abundaban la comida y la bebida. Cada vez que un niño quería almorzar sólo tenía que acudir a un árbol: al mirar el árbol por la mañana ya veía crecer el fruto de la cena de esa noche, y al anochecer veía retoñar el desayuno de la mañana siguiente. Era sin duda una vida muy agradable. Ningún trabajo que hacer, ni deberes escolares, tan sólo deportes, baile y dulces voces de niños conversando, gorjeando como pájaros o riendo a carcajadas todo el día.
Pero lo mejor de todo era que los niños nunca se peleaban, ni sollozaban, y, desde el origen de los tiempos, ni un solo pequeño mortal se había aislado en un rincón. ¡Ah, qué época aquélla! La verdad es que aún no se habían visto en la tierra esos feos monstruitos voladores llamados Males, que hoy son multitud como los mosquitos. Probablemente la mayor inquietud que jamás había experimentado un niño en aquel mundo era la frustración de Pandora por no poder descubrir el secreto de la caja misteriosa.
A1 principio fue apenas la sombra leve de un Mal, pero día a día fue cobrando importancia hasta que, no mucho tiempo después, en la cabaña de Epimeteo y Pandora la luz del sol empezó a declinar.
—¿De dónde ha venido la caja? —no cesaba de decirse Pandora ni de preguntárselo a Epimeteo—. ¿Y qué habrá dentro?
—¡Siempre hablando de la caja! —dijo al fin Epimeteo, que estaba harto del asunto—. Pandora, me gustaría que intentases cambiar de tema. Ven, vamos a coger higos maduros bajo los árboles para cenar. Y conozco una viña que da unas uvas tan dulces que ni te imaginarias.
—¡Siempre hablando de higos y uvas! —se burló Pandora, malhumorada.
—De acuerdo —dijo Epimeteo, que, como muchísimos niños en aquel tiempo, tenía muy buen carácter—. Entonces salgamos a jugar con los amigos, que nos lo pasaremos muy bien.
—¡Estoy cansada de pasármelo bien, y me importa un rábano no jugar más! —respondió nuestra arisca Pandora—. Además yo nunca me lo paso bien. ¡Maldita caja horrible! No paro de pensar en ella. Tienes que decirme qué hay dentro.
—¡Ya te he dicho mil veces que no lo sé! —contestó Epimeteo, ya un poquito fastidiado—. Como no lo sé, no puedo decírtelo.
—Podrías abrirla —dijo Pandora mirándolo de soslayo—. Y miramos los dos.
—Pandora, ¿qué estás tramando? —exclamó Epimeteo.
Y tanto horror expresaba su rostro ante la idea de abrir una caja que le habían confiado a condición de no abrirla nunca que Pandora juzgó mejor no volver a sugerírselo. Pero no por eso dejó de pensar en la caja ni de hablar de ella.
—Al menos —dijo— podrías contarme cómo llegó.
—Fue antes de que tú llegaras —respondió él—. La trajo una persona muy inteligente y risueña que al dejarla en la puerta apenas pudo contener la risa. Llevaba una especie de capa antigua y un casco lleno de plumas, tantas que casi parecía tener alas.
—¿Y qué clase de vara llevaba?
—¡Uf, una rarísima! Era una vara hecha con dos serpientes enroscadas en un palo, y talladas con tanta naturalidad que a primera vista parecían vivas.
—Ya sé quién era —dijo Pandora, pensativa—. Nadie más tiene una vara como ésa. Era Azogue, y fue él quien me trajo, junto con la caja. Está claro que es para mí y ¡probablemente contiene unos vestidos preciosos, juguetes para los dos o algo buenísimo de comer!
—Tal vez —repuso Epimeteo alejándose—, pero hasta que Azogue vuelva y nos dé permiso, ninguno de los dos puede levantar la tapa.
—¡Qué aburrido! —farfulló Pandora mientras él salía de la cabaña—. ¡Ojalá Epimeteo tuviese un poco más de iniciativa!
Era la primera vez desde la llegada de Pandora que Epimeteo salía sin pedirle que lo acompañara. Fue a recoger higos y uvas él solo, y a buscar entretenimiento en otra compañía que la de su amiga. Estaba exhausto de oír hablar de la caja y deseó de corazón que Azogue, o como se llamase el mensajero, la hubiera dejado en la casa de cualquier otro niño, lejos de los ojos de Pandora. ¡Qué insistencia en parlotear de una sola cosa! ¡La caja, la caja y nada más que la caja! Parecía embrujada, la caja aquella, como si no cupiera en la cabaña sin que Pandora tropezara con ella de continuo, y lo hiciera tropezar a él, y los dos se lastimaran la espinilla.
Así que para el pobre Epimeteo era realmente duro oír hablar de esa caja de la mañana a la noche, sobre todo porque en aquella época feliz los pequeños moradores de la tierra estaban tan poco habituados a los contratiempos que no sabían cómo afrontarlos. De modo que, por aquel entonces, una pequeña contrariedad perturbaba tanto como perturba hoy en día una contrariedad mucho más grave.
Cuando Epimeteo se fue, Pandora se quedó mirando la caja. Más de cien veces la tachó de fea, pero por mucho que la denigrase seguía siendo un mueble francamente elegante, un excelente adorno para cualquier Sala. Estaba hecha de una hermosa madera de finas vetas oscuras, y tan pulida que reflejaba el rostro de Pandora. Como la niña no tenía otro espejo, sorprende que no valorase la caja meramente por esto.
Los marcos y los cantos estaban labrados con una habilidad asombrosa. Figuras de hombres y mujeres adornaban los márgenes, y también de preciosos niños recostados o jugando entre flores y ramajes exuberantes y todo estaba representado con tal exquisitez y armonía que flores, ramaje y seres humanos parecían combinarse en una sola guirnalda de belleza. Pero aquí y allá, asomando entre el follaje tallado, Pandora creyó ver una cara no tan encantadora, o algo en todo caso desagradable, que eclipsaba la belleza del resto. Sin embargo, ni observando detenidamente ni pasando el dedo por encima logró descubrir nada. Era su mirada oblicua la que volvía feo algo auténticamente admirable.
El centro de la tapa lo ocupaba un rostro en bajorrelieve, el más hermoso. No había nada más: Sólo la riqueza de la suave madera oscura y pulida, y en medio aquel rostro con una diadema de flores en la frente. Pandora lo había mirado muchas veces, e imaginado que la boca podía, como cualquier boca viva, sonreír o ponerse seria a su antojo. Sin duda los rasgos tenían una expresión vivaz y un tanto maliciosa, como si estuviera a punto de romper a hablar en cualquier momento.
De haber hablado, probablemente la cara habría dicho algo así:
—¡No tengas miedo, Pandora! ¿Qué puede ocurrir por abrir una caja? ¡No hagas caso al pobre bobo de Epimeteo! Tu eres más lista y diez veces más valiente. Abre la caja a ver que encuentras de bonito.
La caja, olvidaba decirlo, no estaba cerrada con un candado ni otro artilugio sino con un intrincado nudo de cordel de oro que parecía no tener comienzo ni fin. Nunca ha existido un nudo hecho con tanta astucia, ni con tantas idas y vueltas, que ofrezca a los dedos más diestros un reto más desafiante. Pero la dificultad misma no hacía más que acrecentar el deseo de Pandora de examinar el nudo para descubrir cómo estaba hecho. A decir verdad, ya se había detenido ante la caja dos o tres veces tomando el nudo entre el pulgar y el índice, aunque jamás había intentado deshacerlo de veras.
«Creo —se dijo— que ahora realmente empiezo a entenderlo. Es más, podría desatarlo y luego anudarlo otra vez. No le haría daño a nadie, ¿verdad? Ni Epimeteo me culparía de nada. Pero para que abrir la caja, si además tengo prohibido hacerlo sin permiso de ese tonto, incluso aunque el nudo estuviera desatado».
Más le habría valido a Pandora tener alguna tarea, o algo en que emplear la cabeza, para no pensar tanto en lo mismo. Pero la vida de los niños era tan fácil antes de que llegaran los Males, que realmente les sobraba tiempo para el ocio. No iban a seguir jugando siempre al escondite entre las matas de flores, a la gallina ciega con guirnaldas de flores o a lo que fuese mientras la Madre Tierra estaba en su infancia. Cuando toda la vida consiste en un pasatiempo, el verdadero juego es el esfuerzo. Claro que no había absolutamente nada que hacer. Barrer un poco la cabaña, quitar el polvo, recoger flores frescas (que abundaban por doquier) y ponerlas en jarrones, y ahí acababa la faena cotidiana de la pobre Pandora. ¡E1 resto del día sólo tenía la caja!
Al fin y al cabo no estoy muy seguro de que a su modo la caja no fuera una bendición. Le inspiraba muchas ideas en que pensar y le brindaba un tema de conversación con cualquiera que la escuchase. Cuando estaba de buen humor le gustaba admirar la pulida superficie, y las trabajadas cenefas con hermosos rostros o motivos vegetales. En cambio, cuando estaba irritable podía darle un empujón o una patadita rencorosa. Y no pocas patadas había recibido la caja (aunque era una caja maligna, como veremos, y se lo tenía merecido). Pero es bien cierto que, de no haber sido por la caja, Pandora no hubiera sabido encontrar mejor distracción para matar el tiempo.
Porque adivinar qué había dentro era una distracción inagotable. ¿Qué sería? Imaginad nada más, pequeños oyentes, cómo os sorbería el seso encontraros en casa una gran caja que, bien cabría suponerlo, contuviera algún maravilloso regalo de Navidad o de Año Nuevo. ¿Acaso creéis que seríais menos curiosos que Pandora? Si os dejaran solos, ¿no os sentiríais tentados de alzar la tapa? Pero no lo haríais. ¡No, por favor! ¡Qué vergüenza! Claro que si pensarais que dentro hay juguetes, os costaría mucho desaprovechar la oportunidad de echar al menos un vistazo. Yo no sé si Pandora esperaba encontrar juguetes, pues probablemente en aquel tiempo, cuando el mundo entero era un juego para los niños, todavía no se había hecho ninguno. Pero como Pandora estaba convencida de que en la caja había algo bello y valioso, tenía tantas ansias de echar un vistazo como habría tenido cualquiera de estas niñas que me rodean. Posiblemente un poco más, incluso, pero no estoy del todo seguro.
Ese día en particular, del cual llevamos tanto tiempo hablando, sintió una curiosidad mucho mayor de lo habitual y se acercó a la caja. Estaba completamente resuelta a abrirla si podía. ¡Ay, la muy imprudente!
Primero, sin embargo, trató de levantarla. Era muy pesada, demasiado para las escasas fuerzas de una niña. Alzó la caja unas pulgadas y la dejó caer de nuevo con un estruendo considerable. Un momento después casi tuvo la impresión de que dentro se agitaba alguna cosa. Apoyó la oreja y prestó atención. ¡Sin duda parecía oírse un murmullo apagado! ¿O era que le zumbaban los oídos? ¿O que su corazón palpitaba más agitado? La niña no lograba distinguir si había oído algo o no. Fuera como fuese, sentía más curiosidad que nunca.
Al retirar la cabeza, Pandora vio el nudo de cordel de oro.
«El que hizo esto debía de ser muy ingenioso —se dijo—. Pero igualmente creo que yo podría desatarlo. Al menos trataré de encontrar los dos extremos del cordel».
Tomando el nudo del cordel dorado entre sus dedos, examinó su complejidad con toda la tenacidad de la que era capaz. Casi sin percatarse, o sabiendo muy bien qué hacía, pronto se había entregado de lleno al intento de deshacer el nudo. Mientras, por la puerta abierta entraba la clara luz del sol, y las voces alegres de los niños que jugaban a lo lejos, entre las cuales tal vez se encontrara la de Epimeteo. Pandora se paró a escuchar. ¡Qué día tan bonito hacía! ¿No sería más juicioso dejar en paz aquel nudo intrincado, olvidar la caja y ser feliz con los compañeros?
Pero durante todo aquel rato, a medias inconscientemente, los dedos se afanaban en intentar deshacer el nudo, y al mirar por casualidad el rostro labrado en la tapa de la caja encantada, con su diadema de flores, creyó notar que le sonreía socarronamente.
«Vaya cara más pérfida —pensó Pandora—. ¿Sonreirá porque estoy actuando mal? ¡Me dan ganas de salir corriendo!».
Pero justo entonces, por pura casualidad, algo hizo con el nudo que produjo un resultado estupendo. El cordel se liberó y como por arte de magia dejó la caja desatada.