Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
Era una ventura para Belerofonte que el buen chico se hubiera apegado tanto a él y no se cansara de hacerle compañía. Cada mañana le daba una esperanza nueva para reemplazar la que se había marchitado en su pecho.
—Querido Belerofonte —decía alzando los ojos esperanzados—, ¡yo creo que hoy veremos a Pegaso!
Y finalmente, de no haber sido por la fe inquebrantable del niño, Belerofonte habría perdido toda esperanza, habría regresado a Licia y habría hecho lo posible por matar a la Quimera sin la ayuda del caballo alado. Y en ese caso, cuando menos, la Quimera lo habría abrasado terriblemente con su aliento, y es probable que lo hubiera matado y se lo hubiera comido. Nadie debe intentar nunca luchar contra una Quimera terrestre si no monta un caballo volador.
Una mañana el niño estaba más ilusionado que de costumbre.
—Belerofonte querido —dijo—, ¡no se por qué, pero estoy seguro de que hoy veremos a Pegaso!
Y en todo el día no se apartó un palmo de su amigo, así que comieron juntos un mendrugo de pan y bebieron agua de la fuente. Allí pasaron la tarde sentados, Belerofonte rodeando con un brazo los hombros del niño y el niño tomándolo de la mano. El joven, absorto en sus pensamientos, tenía la mirada perdida en los troncos de los árboles que daban sombra a la fuente y las viñas que trepaban por el ramaje. Pero el bondadoso niño tenía la mirada fija en el agua: le daba pena que Belerofonte pasara un día más de decepción, después de tantos, y de los ojos le cayeron dos o tres lágrimas que se mezclaron con aquellas que, según la leyenda, eran las copiosas lágrimas que había derramado Pirene por sus hijos muertos.
Pero cuando menos lo esperaba, Belerofonte sintió la presión de la pequeña mano de su amigo y oyó que le susurraba en voz muy baja y casi sin aliento:
—¡Mira, Belerofonte! ¡Hay una imagen en el agua!
Al dirigir la mirada al salpicado espejo de la fuente, el joven vio un reflejo que tomó por un pájaro que parecía volar a gran altura mientras el sol resplandecía en la alas blanquísimas o plateadas.
—¡Tiene que ser un ave espléndida! —dijo—. Fíjate lo grande que se ve, y eso que debe de estar volando por encima de las nubes.
—¡Me hace temblar! —murmuró el niño—. Me da miedo mirar al cielo. Aunque es muy hermoso, sólo me atrevo a mirar el reflejo en el agua. Belerofonte, ¿no te das cuenta de que no es un pájaro? ¡Es Pegaso!
A Belerofonte le empezó a palpitar con más fuerza el corazón. Levantó la vista y escrutó el cielo, pero no vio a la criatura alada, ave o caballo, porque justo en aquel momento se había zambullido en los hondos vellones de una nube de verano. Pero, apenas un instante después, aquel ser volvió a surgir de la nube, aunque todavía a gran distancia de la tierra. Belerofonte tomó al niño en brazos y retrocedió, de modo que quedaron ocultos en las espesas matas que crecían alrededor de la fuente. No es que le diera miedo sufrir daño, pero temía que, si Pegaso llegaba a verlos, volara hasta una cumbre inaccesible. Porque era realmente el caballo alado. Después de tanta espera, venía a saciar la sed en las aguas de Pirene.
Aquel ser aéreo y maravilloso se acercaba cada vez más, describiendo en el cielo grandes círculos, como una paloma cuando va a aterrizar, que se iban estrechando a medida que se aproximaba a la tierra. Cuanto más nítidamente aparecía, más hermoso era y más maravilloso resultaba el batir de sus alas plateadas. Al fin, con una presión tan leve que apenas aplastaba la hierba de la fuente ni dejaba la huella de los cascos en la arena de la orilla, se posó e, inclinando su indómita cabeza, se puso a beber. Sorbía el agua dando largos suspiros de placer y haciendo serenas pausas de gozo, y después daba otro trago, y otro y otro. Pues ni en el mundo entero ni entre las nubes había un agua que a Pegaso le gustase como la de Pirene. Y cuando hubo aplacado la sed, mordió unas pocas briznas de trébol, saboreándolas con deleite pero sin darse un atracón, porque aquella hierba corriente no satisfacía tanto su paladar como la de las encumbradas laderas del monte Helicón.
Tras haber bebido a satisfacción de aquel modo tan delicado, y haber condescendido en comer algo, el caballo alado empezó a retozar, y por así decir a danzar, por puro recreo y diversión. Nunca ha habido criatura más juguetona que Pegaso: allí estaba, pues, brincando de un modo que me deleita sólo de pensarlo, batiendo las grandes alas con la levedad de un gorrión y correteando por el prado, alternativamente por el suelo y por el aire, no sé si decir volando o galopando. Mientras, Belerofonte, agarrando la mano del niño, espiaba desde las matas y pensaba que nunca había visto nada más bello que Pegaso, ni un caballo de ojos tan bravíos y ardientes. La sola idea de ponerle cabestro y montarlo parecía un pecado.
Una o dos veces el animal se detuvo a olisquear el aire: levantó las orejas, sacudió la cabeza y se volvió a los lados como si en parte presintiera algún peligro. Pero como no veía nada ni oía ruido alguno, enseguida empezó de nuevo a hacer cabriolas.
Finalmente —no porque se hubiera cansado, sino por pereza y fruición— plegó las alas y se echó en el mullido césped verde. Pero se sentía demasiado lleno de vida aérea para estarse quieto mucho tiempo, de modo que no tardó en ponerse a retozar frotando el lomo contra la hierba, con las cuatro delgadas patas en el aire. Era precioso ver a aquella criatura única y solitaria, cuya pareja nunca fue creada, pero que no necesitaba compañía y que, tras una vida de muchos siglos, era tan feliz como largos son los siglos. Cuantas más cosas hacía delas que hacen los caballos mortales, menos terrena] y más prodigioso parecía. Belerofonte y el niño casi no respiraban, en parte porque estaban maravillados y sobrecogidos, pero sobre todo por temor a que el menor murmullo o movimiento pudiera hacer que saliera lanzado como una flecha hacia las regiones más remotas del cielo azul.
Por fin, cuando se cansó de rodar y rodar, Pegaso se sentó e indolentemente, como cualquier otro caballo, alargó las patas delanteras para levantarse, y entonces Belerofonte, que se había figurado que eso iba a hacer, salió de golpe de la espesura y de un salto se encaramó a la espalda de Pegaso.
¡A11í estaba, a lomos del caballo alado!
Pero ¡qué salto dio Pegaso al sentir por primera vez el peso de un mortal en el lomo! ¡Un salto tremendo! Sin tiempo para tomar aliento, Belerofonte se vio alzado a ciento cincuenta metros del suelo, y seguía ascendiendo mientras el caballo resoplaba y se estremecía de terror y de furia. Siguió ascendiendo, más y más, hasta que se sumergió en una nube que sólo un rato antes Belerofonte había estado mirando e imaginando como un lugar sumamente agradable. Pero del corazón de la nube volvió a salir Pegaso luego, disparado hacia abajo como un rayo, como si quisiera estrellar al jinete y a sí mismo de cabeza contra una roca. Luego inició unas mil cabriolas de las más salvajes que se haya visto hacer a un pájaro o a un caballo.
No puedo contaros ni la mitad de lo que hizo. Dio saltos hacia delante, a los lados y hacia atrás. Se irguió apoyando las patas delanteras en un banco de niebla y alzando las traseras. Coceó y metió la cabeza entre las patas mientras las alas apuntaron al cielo. A casi una legua por encima de la tierra dio tal voltereta que por un momento Belerofonte, con la cabeza en el lugar de los pies, tuvo que bajar la vista para ver el cielo. Luego torció la cabeza, miró a la cara al jinete, clavándole sus ojos como puñales, e intentó morderlo con toda su furia. Agitó las alas tan violentamente que una de las plumas plateadas se desprendió y cayó balanceándose al suelo, donde el niño la recogió y toda su vida la conservó como recuerdo de Pegaso y Belerofonte.
Pero Belerofonte (que, como habréis apreciado, era un jinete sin par) había estado esperando aquella oportunidad y al fin pudo meter el bocado de oro del ronzal mágico entre las mandíbulas del corcel alado. Hecho lo cual, Pegaso se volvió dócil como si toda la vida hubiera comido de su mano. Para ser sincero, era un poco triste ver a una criatura tan bravía volverse de pronto tan mansa. Y lo mismo parecía sentir Pegaso: volvió la cabeza hacia el jinete, y sus bellos ojos ya no ardían de rabia sino que ahora estaban bañados en lágrimas. Pero cuando Belerofonte le palmeó el cuello y le dijo unas palabras imperativas pero amables y tranquilizadoras, la mirada de Pegaso cambió, porque en el fondo, después de tantos siglos de soledad, se alegraba de haber encontrado un amo y un compañero.
Así ocurre siempre con los caballos alados y con todas las criaturas salvajes y solitarias. Atraparlas y domesticarlas es el camino más seguro para que nos quieran.
Mientras luchaba con todas sus fuerzas por librarse de Belerofonte, Pegaso había volado una gran distancia, y cuando tuvo el freno en la boca ya se divisaba un monte muy alto. Belerofonte lo había visto antes y sabía que era el Helicón, en cuya cima el caballo alado tenía su refugio. Hacia allí se dirigió entonces Pegaso (tras echar una amable mirada al jinete, como si pidiera permiso), se posó y esperó pacientemente a que Belerofonte quisiera apearse. El joven saltó a tierra, pues, aunque siempre sujetando firmemente las riendas. Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, le conmovió tanto la mansedumbre de Pegaso, y la idea de la libertad que había tenido hasta entonces, que se le empezó a hacer insoportable tenerlo prisionero si él realmente deseaba ser libre.
Siguiendo este impulso generoso, le quitó el ronzal mágico y el bocado.
—¡Vete, Pegaso! —dijo—. ¡Si no me quieres, vete!
Al instante, desde la misma cima del Helicón, Pegaso salió disparado hacia arriba hasta casi perderse de vista. El sol se estaba poniendo tras la cumbre y la oscuridad reinaba en las regiones de los alrededores. Pero Pegaso había ascendido tanto que alcanzó los últimos rayos del día que expiraba y quedó bañado en la luz radiante del sol. A medida que ascendía, apareció primero como una mora brillante y por fin se desvaneció en el vacío cielo desierto. Belerofonte temió no volver a verlo nunca, pero cuando empezaba a arrepentirse de su capricho la mota brillante reapareció y, acercándose cada vez más, en un momento dejó a sus espaldas el sol ¡y allí estaba Pegaso de nuevo! Después de esta prueba se acabó el miedo de que el caballo alado se escapara. Belerofonte y él se hicieron amigos y se ofrecieron mutuamente amor y confianza.
Aquella noche durmieron uno junto al otro: Belerofonte rodeó el cuello de Pegaso con un brazo, no por precaución sino por afecto, y al despuntar el alba, cuando despertaron, se dieron los buenos días cada uno en su propia lengua.
De modo que durante algunos días ambos aprendieron a conocerse mejor y quererse cada vez más. Emprendieron largos viajes aéreos y a veces subieron tan alto que la tierra se veía apenas más grande que… la luna. Visitaron países lejanos y asombraron a los habitantes, que creían que el apuesto joven montado en un caballo con alas había surgido del cielo. Quinientas leguas no era para Pegaso una distancia difícil de recorrer en un día. Belerofonte estaba encantado con esa vida y no habría deseado otra cosa que vivir siempre así, en la atmósfera más pura y diáfana, porque allá arriba siempre hacía sol, por muy apagado y lluvioso que estuviese en las regiones inferiores. Pero no podía olvidar a la horrible Quimera ni la promesa de matarla que había hecho al rey Lobates. De modo que al fin, cuando se hubo ejercitado bien en la práctica de la caballería aérea, supo llevar las riendas de Pegaso a la perfección y le hubo enseñado a obedecer a su voz, decidió que había llegado la hora de intentar realizar la peligrosa misión.
Así que, al amanecer, en cuanto abrió los ojos, despertó al caballo alado con un suave pellizco en la oreja. Pegaso se incorporó inmediatamente, dio un salto de media legua de altura y trazó un gran círculo alrededor del monte, para demostrar que estaba muy despierto y listo para cualquier excursión. Durante el breve vuelo lanzó unos relinchos agudos, enérgicos y melodiosos, y al fin fue a posarse junto a Belerofonte con tanta suavidad como si fuese una alondra en una ramita.
—¡Bien hecho, querido Pegaso! ¡Mi surcacielos! —dijo Belerofonte acariciándole el cuello—. Y ahora, mi hermoso y veloz amigo, vamos a romper el ayuno. Hoy vamos a luchar contra la espantosa Quimera.
En cuanto hubieron tomado el desayuno y bebido agua chispeante de una fuente llamada Hipocrene, Pegaso acercó la cabeza para que el amo le pusiera el ronzal y el bocado. Luego, dando abundantes saltos y volteretas, indicó que estaba impaciente por marchar, mientras Belerofonte se preparaba para el combate ciñéndose la espada y colgándose el escudo del cuello. Cuando todo estuvo listo, el jinete montó y, como solía hacer cuando iba muy lejos, se elevó perpendicularmente dos leguas para ver adónde iba a poner rumbo. Luego dirigió la cabeza de Pegaso hacia el este y partió hacia Licia. Durante el vuelo dieron alcance a un águila, y pasaron tan cerca que antes de dejarla atrás Belerofonte habría podido agarrarla por una pata. Como iban tan veloces, a primera hora de la tarde ya divisaron las altas montañas de Licia, surcadas de profundos valles tenebrosos. Si Belerofonte podía confiar en las indicaciones, en uno de aquellos lóbregos valles tenía su morada la Quimera.
Como se acercaban al final del viaje, caballo alado y jinete empezaron a descender lentamente, y para ocultarse aprovecharon unas nubes que flotaban entre las cumbres. Suspendido sobre una nube, y mirando por encima del borde, Belerofonte obtuvo una vista bastante clara de la región montañosa de Licia y pudo escrutar todos los sombríos valles a la vez. Al principio no descubrió nada notable. Era una cadena inhóspita, salvaje y pedregosa de altas colinas escarpadas. En la parte más llana de la región se divisaban ruinas de casas quemadas, y en los pastizales, esqueletos de ganado esparcidos.