Líbranos del bien (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Líbranos del bien
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Minutos después, aparecían por la derecha las chimeneas de Marghera, y Brunetti se preguntó cuál sería el comentario que la
signorina
Elettra haría hoy sobre ellas. Pero, al parecer, ella había agotado su cupo de indignación en los
masegni,
porque permaneció en silencio, y el tren no tardó en entrar en Santa Lucia.

Cuando se dirigían a la salida, Brunetti levantó la mirada hacia el reloj de la estación y vio que eran las seis y trece. Podría tomar el Uno de las seis y dieciséis, ya que, por un mecanismo de la memoria análogo al que permite al bebé pingüino reconocer la imagen de la madre, Brunetti sabía, desde hacía más de una generación, que el Uno salía de delante de la estación cada diez minutos, a partir de seis minutos después de cada hora.

—Me parece que iré andando —dijo ella cuando empezaban a bajar la escalera, sorteando a la gente que se dirigía apresuradamente a sus trenes. Ninguno de ellos mencionó la posibilidad, ni la obligación, de volver a la
questura.

Al pie de la escalera, se detuvieron, y ella se dispuso a ir hacia la izquierda y él hacia el
embarcadero
de la derecha.

—Gracias —dijo Brunetti, sonriendo.

—No hay de qué darlas, comisario. Es mucho mejor eso que pasarse la tarde trabajando en las proyecciones de personal para el mes próximo. —Ella levantó una mano en gesto de saludo y se alejó con el río de gente que salía de la estación. Él la siguió con la mirada un momento, pero, oyendo el tableteo del
vaporetto
que se acercaba al
embarcadero
marcha atrás, rápidamente, se encaminó hacia el barco y el hogar.

—Llegas temprano —gritó Paola desde la sala cuando él entró en el apartamento. Lo dijo como si su inesperada llegada fuera lo más agradable que le había ocurrido en bastante tiempo.

—He tenido que salir de la ciudad para ir a ver a alguien, y he regresado tan tarde que ya no merecía la pena volver al despacho —respondió él mientras colgaba la chaqueta. Prefería no dar explicaciones acerca de este viaje. Si ella preguntaba, se lo contaría, pero no había motivo para atosigarla con los detalles de su trabajo. Se aflojó el nudo de la corbata. ¿Por qué seguían los hombres usando esta prenda? Peor aún: ¿por qué él se sentía desnudo sin corbata?

Entró en la sala y, tal como esperaba, encontró a su mujer echada en el sofá con un libro abierto sobre el pecho. Se acercó, se inclinó ligeramente y le oprimió un pie.

—Hace veinte años, te habrías agachado para darme un beso —dijo ella.

—Hace veinte años, no me dolía la espalda al agacharme —respondió él, que entonces se agachó y la besó. Al enderezarse, se llevó una mano a los riñones con gesto melodramático de hombre acabado y se fue a la cocina tambaleándose.

—Sólo el vino puede aliviarme —jadeó.

En la cocina, le salió al encuentro la mezcla de aromas de pasta caliente y de algo dulce y picante a la vez. Sin el menor esfuerzo ni lamento, se agachó para atisbar a través del cristal del horno y vio la fuente honda de pyrex que Paola solía usar para las
crespelle:
esta vez con achicoria y lo que parecían pimientos amarillos: de ahí los dos aromas.

Abrió el frigorífico y buscó con la mirada. No; había refrescado y le apetecía más un tinto. Bajó del armario una botella de un tal Masetto Nero y examinó la etiqueta, preguntándose de dónde habría venido.

Fue a la puerta de la sala.

—¿Qué es Masetto Nero y de dónde ha salido?

—Es de un viñedo llamado Endrizzi. Nos lo envió mi padre —dijo ella sin levantar la mirada de la página.

La explicación dejó a Brunetti algo confuso: era difícil adivinar la cuantía del «envío» siendo el remitente el
conte
Orazio Falier. ¿Había enviado el barco con una docena de cajas? ¿Había enviado a un empleado con una única botella para que la probaran? ¿Había comprado el viñedo y les había enviado varias botellas, para saber su opinión?

Brunetti volvió a la cocina y destapó el vino. Olió el tapón, a pesar de que aún no sabía a qué se suponía que tenía que oler. Olía a corcho de botella de vino, como la mayoría. Sirvió dos copas y las llevó a la sala.

Dejó la copa de Paola en la mesa y se sentó en el espacio que ella dejó libre encogiendo las piernas. Bebió un sorbo y pensó que no estaría mal que el conde hubiera comprado el viñedo.

—¿Qué lees? —preguntó al ver que ella volvía al libro, a pesar de que ahora tenía la copa en la otra mano y parecía complacida con lo que degustaba.

—A Lucas.

Ella, en tantos años, nunca se había permitido referirse a su adorado Henry James más que por su nombre completo, como tampoco Jane Austen había sido objeto de la afrenta de una familiaridad no consentida.

—¿Lucas qué?

—Lucas Evangelista.

—¿Del Nuevo Testamento? —preguntó él, a pesar de que no se le ocurría qué otra cosa podía haber escrito Lucas.

—Precisamente.

—¿Qué parte?

—Eso de hacer por el prójimo lo que te gustaría que el prójimo hiciera por ti.

—¿Significa eso que la otra botella la traerás tú?

Paola dejó caer el libro sobre el pecho, un tanto teatralmente, según pensó él. Tomó un sorbo de vino y alzó las cejas en señal de aprobación.

—Delicioso, pero me parece que hasta la cena bastará una botella, Guido. —Volvió a beber.

—Sí. Bueno, ¿eh?

Ella asintió y tomó otro sorbo.

Al cabo de un momento, intrigado porque una persona como Paola estuviera leyendo a Lucas, preguntó:

—¿Y qué reflexiones en concreto te ha inspirado ese texto?

—Me encanta ese sarcasmo que gastas a veces para sonsacarme —dijo ella dejando la copa en la mesa. Cerró el libro y lo puso al lado de la copa—. Hoy he estado hablando con Marina Canziani. Me he tropezado con ella en la Marciana.

—¿Y?

—Me ha hablado de su tía, la que la crió a ella.

—¿Sí?

—Dice que últimamente la tía, que tiene unos noventa años, ha dado un bajón. Es lo que les ocurre a algunas personas muy mayores, que hoy están perfectamente y, al cabo de dos semanas, las encuentras hechas una ruina.

La tía de Marina —si mal no recordaba Brunetti, se llamaba Italia o algo así de ciclópeo— había sido una presencia constante en la vida de su amiga desde que Brunetti y Paola la habían conocido, hacía ya décadas. La tía se hizo cargo de la pequeña Marina cuando los padres murieron en un accidente de carretera, la educó con inflexible rigor, la envió a la universidad y se preocupó de su formación, pero, mientras Marina estuvo bajo su tutela, la tía nunca le hizo ni la más mínima demostración de afecto. Había sido una buena administradora de la herencia de Marina convirtiéndola en una mujer muy rica y se había opuesto resueltamente al matrimonio que había hecho de Marina una mujer feliz.

No llegaba más información. Brunetti pensaba en la tía de Marina y saboreaba el vino. Finalmente, dijo:

—No veo qué puede tener que ver San Lucas. Paola sonrió enseñando demasiados dientes, o así le pareció a él.

—La tía ha pedido a Marina que se la lleve a vivir con ellos, a su casa. Se ha ofrecido a pagarle una mensualidad y el sueldo de alguien que la atienda día y noche.

—¿Y Marina? —preguntó Brunetti.

—Le ha dicho que le buscará a una
badante
para que la cuide en su propia casa, o una buena residencia particular en el Lido.

Brunetti seguía sin ver la relación con el Evangelio.

—¿Y qué? —insistió.

—Pues se me ha ocurrido que tal vez lo que hacía Cristo venía a ser como un buen asesoramiento de inversiones. Quiero decir que lo de hacer siempre el bien al prójimo quizá no deberíamos interpretarlo como una especie de imperativo moral, sino más bien como una observación sobre lo que puede ocurrir si dejamos de hacerlo. La caridad, digamos, es una buena inversión porque el prójimo nos paga en la misma moneda.

—¿Y la tía de Marina hizo una mala inversión?

—Exactamente.

Él se inclinó hacia adelante para dejar la copa en la mesa.

—Interesante interpretación —dijo—. ¿De estas cosas habláis los intelectuales durante el trabajo?

Ella tomó la copa, apuró el vino y dijo:

—Cuando no estamos demostrando nuestra superioridad a los alumnos.

—Eso no requiere demostración, diría yo —dijo Brunetti—. ¿Qué hay después de las
crespelle
?

—Coniglio in umido
—dijo ella, y entonces preguntó a su vez—: ¿Por qué siempre das por descontado que yo no tengo nada mejor que hacer con mi tiempo que preparar la cena? Soy profesora universitaria, ¿sabes?, tengo mi trabajo. Tengo una vida profesional.

Él atrapó la frase al vuelo y la continuó:

—… y no tengo por qué verme relegada a la condición de esclava de los fogones por un marido machista que se ha creído que mi tarea es cocinar y la suya traer a casa a cuestas a la bestia cazada —dijo él, fue a la cocina y volvió con la botella.

Sirvió un poco de vino en la copa de ella, llenó la suya y se sentó otra vez al lado de los pies de Paola. Levantó la copa hacia ella y tomó otro sorbo.

—Fabuloso, realmente. ¿Cuánto nos ha enviado?

—Tres cajas, y no has contestado mi pregunta.

—Es que aún no sé si tengo que tomarla muy en serio. Considerando que das cuatro horas de clase a la semana y dedicas aún menos tiempo a hablar con los alumnos, no me remuerde la conciencia por la diferencia de horas que pasamos en la cocina. —Ella fue a hablar, pero él prosiguió—: Y, si me dices que tienes que leer mucho, yo te contesto que, si no pudieras pasar todo el tiempo libre leyendo, probablemente, te volverías loca. —Tomó un buen trago de vino y le oprimió suavemente un pie.

Ella sonrió y dijo:

—Ahí acaba mi intento de legítima protesta.

Él cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.

—Bueno, dejémoslo en simple protesta —concedió ella al cabo de un rato.

Él dejó pasar un rato aún más largo y dijo, sin abrir los ojos:

—Hoy he ido a esa clínica de Verona.

—¿La de fertilidad?

—Sí.

Como pasaba el tiempo sin que ella dijera algo, él abrió los ojos y la miró:

—¿Qué hay? —preguntó intuyendo que ella tenía algo que decir.

—Me da la impresión de que no puedo abrir una revista ni un diario sin tropezarme con un artículo que hable de la superpoblación del planeta —empezó Paola—. Seis mil millones, siete, ocho, la amenaza de la explosión demográfica y la falta de recursos naturales para todos. Y, al mismo tiempo, la gente va a clínicas de fertilidad…

—¿Para aumentar la población? —preguntó él.

—No —respondió ella rápidamente—. Nada de eso. Para satisfacer un instinto humano.

—¿No una necesidad? —preguntó él.

—Guido —dijo ella, imprimiendo cansancio en la voz—, no es la primera vez que tratamos de definir lo que es la «necesidad». Ya sabes lo que yo creo que es: únicamente aquello que, si no lo satisfaces con alimento o con agua, mueres.

—Y yo sigo pensando que es algo más: que es todo lo que nos hace diferentes de los otros animales.

Él la vio mover la cabeza de arriba abajo, pero entonces ella dijo:

—No quiero seguir hablando ahora de eso. Además, sé que, aunque me apabulles con tu lógica y tu sentido común, y aunque pases al terreno personal y hables de nuestros hijos, no conseguirás que reconozca que tener hijos es una necesidad. De manera que vamos a dejarlo, y a no malgastar tiempo y energía, ¿de acuerdo?

Él se inclinó hacia adelante para asir la botella» pero cambió de idea y volvió dejarla en la mesa.

—He ido a Verona con la
signorina
Elettra —dijo, sorprendiéndose a sí mismo con la revelación—. Nos hemos hecho pasar por una pareja ansiosa de tener un hijo. Quería ver si la clínica está implicada en esas adopciones.

—¿Se lo han creído? ¿En la clínica? —preguntó ella, aunque para Brunetti lo importante era si la clínica realmente estaba involucrada en las adopciones ilegales.

—Creo que sí —respondió él y consideró preferible no tratar de explicar por qué.

Paola puso los pies en el suelo y se sentó. Dejó la copa en la mesa, se volvió hacia Brunetti y retiró un largo pelo negro de la pechera de la camisa de su marido. Dejó caer el pelo a la alfombra, se levantó y, sin decir nada, se fue a la cocina a acabar de hacer la cena.

Capítulo 16

A medida que pasaban los días, el caso Pedrolli y, en menor medida, los casos de las adopciones ilegales de las otras ciudades, fueron desapareciendo de los medios. Brunetti seguía interesándose por ellos de un modo semioficial. Vianello encontró la transcripción de la conversación que Brunetti había mantenido con la mujer que vivía cerca de Rialto. Cuando el inspector fue a verla, ella no pudo añadir nada a lo dicho, salvo que la mujer que hablaba por teléfono llevaba gafas. El apartamento de enfrente, donde se había alojado la embarazada, resultó ser propiedad de un hombre de Turín que lo alquilaba por semanas o por meses. Cuando fue interrogado, el administrador sólo encontró la indicación de que un tal
signor
Giulio D'Alessio, que no dio dirección y pagó en efectivo, había alquilado el apartamento durante el período en que la joven había estado allí. No; el administrador no recordaba al
signor
Rossi. La pista, si realmente era una pista, acababa allí.

Marvilli no devolvía las llamadas que Brunetti hacía a su despacho, y los otros contactos que el comisario tenía entre los
carabinieri
no le habían dado más información que la facilitada a la prensa: los niños estaban bajo la tutela de los servicios sociales y la investigación seguía su curso. Brunetti averiguó, sí, que la víspera de la redada los
carabinieri
habían enviado un fax a la
questura,
informando a la policía de Venecia de la operación y dando el nombre y dirección de Pedrolli. La falta de respuesta fue interpretada como conformidad. A petición de Brunetti, los
carabinieri
le enviaron copia del fax y de la confirmación de su transmisión al número de la
questura.

Todo ello se hacía constar en los informes de Brunetti al
vicequestore
con la indicación de que los intentos de localizar el fax extraviado habían resultado infructuosos. En respuesta, Patta sugirió que Brunetti volviera a sus otros casos y que dejara el del
dottor
Pedrolli para los
carabinieri.

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