Libertad (72 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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De los cuatro hijos de Einar, Gene era el que carecía de ambición y se quedó cerca de casa, el que quería disfrutar de la vida, el que tenía un millar de amigos. Eso era en parte su manera de ser y en parte un reproche consciente a su padre. Gene había sido una estrella del hockey en el instituto en Bemidji y, después de Pearl Harbor, para mortificación de su antimilitarista padre, fue uno de los primeros en alistarse en el ejército. Se realistó para un segundo período en el Pacífico y salió ileso y sin ascender más allá de soldado raso de primera, y a su regreso a Bemidji se dedicó a irse de farra con sus amigos y trabajar en un taller mecánico y desoír las severas órdenes de su padre, que quería que aprovechase la Ley G.I. de ayuda financiera a los estudios de los excombatientes. No estaba claro si se habría casado con Dorothy si no la hubiera dejado embarazada, pero, una vez casados, se propuso amarla con toda la ternura que, según creía, su padre había negado a su madre.

El hecho de que aun así Dorothy acabase trabajando como una mula para él, y su propio hijo, Walter, acabase odiándolo por eso, fue sólo uno de esos giros del destino de una familia. Al menos Gene, a diferencia de su padre, no insistió en que era superior a su mujer. Por el contrario, la esclavizó con su debilidad: su tendencia a la bebida en particular. También llegó a parecerse a Einar de otras maneras, que tenían análogamente un origen indirecto. Era de un populismo agresivo, exhibía desafiante y orgulloso su vulgaridad, y se sentía atraído, en consecuencia, hacia el lado oscuro de la política derechista. Se mostraba afectuoso y agradecido con su mujer; entre sus amigos y compañeros excombatientes era conocido por su generosidad y lealtad, y sin embargo, con la edad, se volvió cada vez más propenso a hirientes efusiones de resentimiento berglundiano. Odiaba a los negros, a los indios, a los instruidos, a los estirados y, sobre todo, al gobierno federal, y valoraba sus libertades (beber, fumar, marcharse a una cabaña con sus compinches para practicar la pesca en el hielo) tanto más por lo modestas que eran. Sólo trataba mal a Dorothy cuando ella le sugería, con tímida solicitud —porque culpaba sobre todo a Einar de los defectos de Gene—, que bebiera menos.

La parte de la herencia de Einar correspondiente a Gene, aunque muy menguada por las lesivas condiciones de la venta del negocio de Einar, que él mismo propició, bastó para poner a su alcance el pequeño motel de carretera que, según pensaba desde hacía tiempo, sería «ideal» tener y regentar. Cuando Gene lo compró, el Pinos Susurrantes tenía un conducto séptico perforado, un grave problema de humedades y estaba demasiado cerca del arcén de una autovía con un denso tráfico de camiones de mineral que pronto sería ensanchada. En la parte de atrás había un barranco lleno de basura y ansiosos abedules jóvenes, uno de ellos creciendo a través de un carrito de supermercado maltrecho que acabaría estrangulándolo y atrofiándolo. Gene debería haber sabido que, con toda seguridad, en el mercado local aparecería un motel más alegre, y bastaba con tener un poco de paciencia. Pero las malas decisiones empresariales tienen su propia inercia. Para invertir con criterio, debería haber sido una persona más ambiciosa, y como él no era así, estaba impaciente por dejar atrás su error, apechugar con lo que había y empezar a esforzarse por olvidar la cantidad de dinero que había gastado, en olvidarla literalmente, recordando literalmente una suma más parecida a la que después le dijo a Dorothy que había pagado. Al fin y al cabo, hay cierta felicidad en la infelicidad, si es la infelicidad adecuada. Gene ya no debía temer una decepción en el futuro, porque ya la había tenido; había superado ese obstáculo, se había convertido permanentemente en víctima del mundo. Había contraído una segunda hipoteca asfixiante para pagar un sistema séptico nuevo, y todos los desastres posteriores, grandes o pequeños —un pino que cayó sobre el tejado de la oficina, un cliente que pagó en efectivo y limpió unas lucio-percas sobre la colcha de la habitación número 24, el cartel de neón de COMPLETO que quedó encendido durante la mayor parte del puente del Cuatro de Julio hasta que Dorothy se dio cuenta y lo apagó— le sirvieron para confirmar su visión del mundo y su mísero lugar en él.

Durante los primeros veranos en el Pinos Susurrantes, los hermanos de Gene, en mejor situación económica, llevaban a sus familias desde otros estados y se alojaban allí durante una o dos semanas a precios especiales, cuya negociación dejaba insatisfechos a todos. Los primos de Walter se apropiaban de la piscina manchada de taninos mientras sus tíos ayudaban a Gene a sellar el asfalto del aparcamiento o apuntalar con traviesas de ferrocarril la pendiente trasera de la finca, muy erosionada. Abajo, en el barranco palúdico, cerca de los restos del carrito de supermercado reventado, el sofisticado primo de Chicago de Walter, Leif, contaba anécdotas informativas y angustiosas sobre los barrios residenciales de la gran ciudad; la más memorable y preocupante, para Walter, fue la de un chico de Oak Park que a los trece años había conseguido quedarse desnudo con una niña y luego, al no saber muy bien qué hacer, se meó en las piernas de ella. Como los primos urbanos de Walter se parecían más a él que sus hermanos, esos primeros veranos fueron los más felices de su infancia. Cada día traía consigo nuevas aventuras y percances: picaduras de avispa, vacunas antitetánicas, cohetes de agua fallidos, casos espantosos de urticaria, incidentes en los que casi se ahogaban. Ya entrada la noche, cuando el tráfico disminuía, los pinos cercanos a la oficina en efecto susurraban.

Pero las otras esposas Berglund no tardaron en decir basta colectivamente, y se acabaron las visitas. Gene se lo tomó como una prueba más de que sus hermanos lo miraban por encima del hombro, se consideraban demasiado refinados para su motel, y en términos generales pertenecían a esa clase privilegiada de estadounidenses a quienes él empezaba a considerar un gran placer vilipendiar y rechazar. Eligió a Walter como blanco de sus burlas simplemente porque a Walter le caían bien sus primos de la ciudad y los echaba de menos. Con la esperanza de conseguir que le cayeran peor, Gene asignaba a aquel ratón de biblioteca que tenía por hijo las tareas de mantenimiento más sucias y degradantes.

Walter rascaba pintura, restregaba las manchas de sangre y semen de las moquetas y usaba alambre de percha para extraer masas de mugre y pelo en descomposición de los desagües de las bañeras. Si un huésped había dejado un inodoro especialmente salpicado por la diarrea, y si Dorothy no andaba cerca para adelantársele y limpiarlo, Gene llevaba a los tres chicos para que vieran la porquería y luego, tras animar a los hermanos de Walter a reírse de asco, lo dejaba a él allí solo para limpiarlo. «Le hará bien», decía. «¡Sí, le hará bien!», repetían los hermanos. Y si Dorothy se enteraba y lo reprendía, Gene, allí sentado, sonreía y fumaba con especial regodeo, absorbiendo la ira de Dorothy sin devolverla: enorgulleciéndose, como siempre, de no levantarle nunca la voz ni la mano. «Baaah, Dorothy, déjalo estar —decía—. El trabajo le hará bien. Le enseñará a no creerse superior.»

Era como si toda la hostilidad que Gene podría haber dirigido contra su esposa, por ser una mujer con formación universitaria, pero que no se permitía por temor a ser como Einar, hubiese hallado un blanco más aceptable en su hijo mediano, quien, como la propia Dorothy percibía, poseía fortaleza suficiente para soportarlo. Para ella, la justicia se cumplía a largo plazo. A corto plazo, quizá fuera injusto que Gene tratara con tal dureza a Walter, pero a la larga su hijo triunfaría, mientras que su marido nunca llegaría muy lejos. Y el propio Walter, al no quejarse por hacer las tareas desagradables que su padre le imponía, al negarse a acudir a Dorothy con llantos o quejas, le demostraba a su padre que podía vencerlo incluso en su propio juego. Los tropezones cotidianos de Gene contra los muebles ya entrada la noche, sus ataques de pánico infantil cuando se le acababa el tabaco, su instintivo menosprecio por la gente con éxito: si Walter no hubiese estado perpetuamente ocupado en odiarlo, tal vez lo habría compadecido. Y eran pocas las cosas que Gene temía más que la compasión.

Cuando tenía nueve o diez años, Walter colgó un cartel de Prohibido Fumar escrito a mano en la puerta de la habitación que compartía con su hermano menor, Brent, a quien molestaba el tabaco de Gene. Walter no lo habría hecho por sí mismo; habría permitido a su padre echarle el humo directamente a los ojos antes que darle la satisfacción de quejarse. Y éste, por su parte, no se sentía tan cómodo con Walter como para limitarse a arrancar el cartel. Se conformó con burlarse de él.

—¿Y si tu hermanito quiere un pitillo a medianoche? ¿Vas a obligarlo a salir al frío?

—De tanto humo, por las noches ya tiene una respiración rara —dijo Walter.

—Es la primera noticia que tengo.

—Yo estoy al lado, lo oigo.

—Yo sólo digo que has colgado ese cartel en nombre de los dos, ¿no? ¿Y qué opina Brent? Comparte la habitación contigo, ¿no?

—Tiene seis años —respondió Walter.

—Gene, creo que quizá Brent sea alérgico al humo —intervino Dorothy.

—Pues yo creo que Walter es alérgico a mí.

—No queremos que nadie fume en nuestra habitación, es sólo eso —aclaró el chico—. Puedes fumar delante de la puerta pero no en la propia habitación.

—No veo qué diferencia hay entre que el cigarrillo esté a un lado u otro de la puerta.

—Sencillamente es la nueva norma de nuestra habitación.

—Así que ahora eres tú quien impone las normas en esta casa, ¿eh?

—En nuestra habitación, sí, soy yo —respondió Walter.

Gene estaba a punto de dejarse llevar por la ira cuando de pronto asomó a su rostro una expresión de hastío. Negó con la cabeza y esbozó la sonrisa torcida e irreductible con que había respondido toda su vida a las reafirmaciones de autoridad. Quizá había visto en la alergia de Brent la excusa que venía buscando para adosar a la oficina del motel un «salón» donde poder fumar en paz y recibir a sus amigos y cobrarles unas monedas por beber con él. Dorothy había previsto acertadamente que ese salón acabaría con él.

El gran alivio de Walter en su infancia, aparte del colegio, fue la familia de su madre. Su abuelo era médico rural, y entre los hermanos y tíos de su madre había profesores universitarios, un matrimonio de antiguos actores de vodevil, un pintor aficionado, dos bibliotecarios, y varios solteros probablemente gays. Los parientes de Dorothy en las Ciudades Gemelas invitaban a Walter a pasar deslumbrantes fines de semana de museos y música y teatro; los que aún vivían en las Montañas de Hierro organizaban grandes picnics estivales y fiestas navideñas en sus casas. Les gustaba jugar a las charadas y a juegos de naipes anticuados como la canasta; tenían pianos y entonaban canciones a coro. Todos eran tan manifiestamente inofensivos que en compañía de ellos incluso Gene se relajaba, tomándose a risa sus gustos e ideas políticas por considerarlos excentricidades, compadeciéndolos amablemente por su inutilidad en las cosas de hombres. Sacaban a la superficie una faceta domesticada de Gene que Walter adoraba pero rara vez veía en otras circunstancias, salvo en navidades, cuando se preparaban golosinas.

La elaboración del caramelo era demasiado laboriosa e importante para dejarla sólo en manos de Dorothy y Walter. Empezaba el primer Domingo de Adviento y continuaba durante casi todo diciembre. Del fondo de los armarios salían cacharros metálicos de nigromante: calderos y rejillas de hierro, pesados utensilios de aluminio para el procesamiento de frutos secos. Aparecían grandes dunas de azúcar estacionales y torres de latas. Se utilizaban varios litros de mantequilla no edulcorada, que se fundían con leche y azúcar (para un dulce de azúcar sin chocolate) o sólo con azúcar (para el famoso toffee navideño de Dorothy), o para que Walter untara el escuadrón de sartenes y cazuelas poco profundas de reserva que su madre, a lo largo de los años, había comprado en mercadillos. Tenían largas discusiones sobre «bolas duras» y «bolas blandas» y «craqueo». Gene, con un delantal, revolvía los calderos como un remero vikingo, esmerándose para que la ceniza del cigarrillo no cayera dentro. Tenía antiguos termómetros para caramelo cuyas carcasas metálicas parecían esas palas de madera que hacen los estudiantes para acceder a las fraternidades universitarias y cuya función era no mostrar el menor aumento de temperatura durante varias horas, hasta que, de pronto y todos a la vez, registraban temperaturas a las que el dulce de azúcar se quemaba y el toffee se endurecía como resina epoxídica. Dorothy y él nunca actuaban tan en equipo como cuando trabajaban contra reloj para añadir y mezclar los frutos secos y verter el caramelo.

Y luego venía la titánica tarea de cortar el durísimo toffee: la hoja del cuchillo arqueándose bajo la colosal presión que ejercía Gene, el desagradable sonido (más que oírse, se sentía en el tuétano de los huesos, en los nervios de los dientes) de un filo raspando el fondo de una sartén, las explosiones de pegajoso ámbar marrón, las exclamaciones paternas («me cago en la puta leche»), y los quejumbrosos ruegos maternos para que no empleara ese vocabulario.

El último fin de semana de Adviento, después de forrar ochenta o cien latas con papel de cera y llenarlas de dulce de azúcar y toffee y adornarlas con peladillas, Gene y Dorothy y Walter salían a repartirlas. Les llevaba todo el fin de semana, a menudo más. El hermano mayor de Walter, Mitch, se quedaba en el motel con Brent, quien, pese a que en el futuro sería piloto de las Fuerzas Aéreas, de niño se mareaba con facilidad en el coche. Llevaban el caramelo primero a los numerosos amigos de Gene en Hibbing y luego, con frecuentes marchas atrás en callejones sin salida, a otros amigos y parientes que vivían más lejos, atravesando las Montañas de Hierro hasta Grand Rapids y más allá. Era inconcebible no aceptar un café o una galleta en cada casa. Entre parada y parada, Walter iba sentado en el asiento de atrás con un libro, observando un débil recuadro de sol en forma de ventanilla mantenerse fijo en el asiento y de pronto, cuando por fin tomaban una curva a la derecha, deslizarse por el desfiladero del suelo y reaparecer, deformado, en el respaldo del asiento delantero. Fuera estaban las sempiternas parcelas de mísero bosque, las sempiternas ciénagas nevadas, las placas de latón circulares con anuncios de fertilizantes clavadas en los postes telefónicos, los halcones con las alas recogidas y los audaces cuervos. A su lado, en el asiento, se alzaba la creciente pila de paquetes de las casas ya visitadas —especialidades escandinavas al horno, exquisiteces finlandesas y croatas, botellas de «licor cordial» de los amigos solteros de Gene— y la menguante pila de latas de los Berglund. El principal mérito de esas latas era que contenían el mismo caramelo que Gene y Dorothy habían estado repartiendo desde su boda. Con los años, el caramelo se había metamorfoseado gradualmente, pasando de ser una golosina a ser el recuerdo de golosinas pasadas. Era el obsequio anual con que los pobres Berglund aún podían mostrarse pródigos.

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