Libertad (61 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—Bien, amigo mío —dijo—. Aquí se termina nuestra historia. Me has ganado, compañero.

La claridad en la ventana era cada vez mayor. Fue al baño y echó en el váter el tabaco mascado y luego devolvió el jarrón al lugar donde lo había encontrado. El radio despertador marcaba las 5.57. Metió sus cosas en la bolsa de viaje, bajó al despacho de Walter con el documento y lo dejó en medio de su escritorio. Un pequeño regalo de despedida. Allí alguien tenía que aclarar las cosas, alguien tenía que poner fin a las chorradas, y obviamente Patty no estaba por la labor. ¿Conque quería que Katz hiciera el trabajo sucio? Pues muy bien. Estaba dispuesto a ser el que tenía huevos en ese equipo. Su misión en la vida era exponer la sucia verdad. Ser el cabrón. Recorrió el pasillo principal y salió por la puerta de la calle, que tenía un cierre con resorte. El chasquido, cuando la cerró a sus espaldas, sonó irrevocable. Adiós a los Berglund.

Durante la noche había llegado un aire húmedo, cubriendo de rocío los coches de Georgetown y mojando las baldosas ligeramente desiguales de la acera de Georgetown. Los pájaros bullían de actividad en los árboles, que empezaban a retoñar; un avión, uno de los primeros vuelos del día, surcaba ruidosamente el pálido cielo primaveral. Incluso los acúfenos de Katz parecían acallados en la quietud de la mañana. «¡Este es un buen día para morir!» Intentó recordar quién lo había dicho. ¿Caballo Loco? ¿Neil Young?

Con la bolsa al hombro, caminó cuesta abajo en dirección al susurrante tráfico y finalmente llegó a un largo puente que conducía al centro de la dominación mundial estadounidense. Se detuvo hacia la mitad del puente, bajó la vista y vio a una mujer que hacía footing en el camino paralelo al río, e intentó determinar, por la intensidad de la interacción fotónica entre el culo de ella y las retinas de él, hasta qué punto aquél era de verdad un buen día para morir. La altura bastaba para matarlo si se lanzaba de cabeza, y sin duda lanzarse de cabeza era la manera de hacerlo. Sé hombre, tírate con la cabeza por delante. Sí. Ahora su polla decía que sí a algo, y ese algo desde luego no era el culo más bien ancho de la mujer que hacía footing y ya se alejaba.

¿Había sido en realidad la muerte el mensaje que quería transmitirle su polla al mandarlo a Washington? ¿Acaso había malinterpretado su profecía? Estaba casi seguro de que nadie lo echaría mucho de menos cuando muriera. Podía liberar a Patty y Walter de la molestia que les representaba, liberarse él mismo de la molestia de ser una molestia. Podía ir a dondequiera que Molly hubiera ido antes que él, y su propio padre antes que ella. Escudriñó el punto donde probablemente caería, un recuadro de grava y tierra muy pisoteado, y se preguntó si ese trozo de suelo anodino era digno de matarlo. ¡A él, el gran Richard Katz! ¿Era digno, ese suelo?

Se rió de la pregunta y siguió avanzando por el puente.

De vuelta en Jersey City, se levantó en armas contra el mar de trastos de su apartamento. Abrió las ventanas al aire cálido e hizo una limpieza a fondo. Lavó y secó todos los platos, tiró toneladas de papel inútil, y eliminó manualmente tres mil mensajes de spam de su ordenador, deteniéndose repetidas veces para inhalar los olores de las marismas y el puerto y la basura de los meses más cálidos en Jersey City. Al anochecer bebió un par de cervezas y desembaló su banjo y sus guitarras, comprobando que el ajuste del mástil de su Strat no se había arreglado por arte de magia durante los meses que había hibernado en la funda. Bebió una tercera cerveza y llamó al batería de
Walnut Surprise
.

—Hola, capullo —lo saludó Tim—. ¿Me alegro de saber de ti? Pues no.

—Qué quieres que te diga —dijo Katz.

—¿Qué tal algo así como «Siento ser un pringado absoluto y dejarte plantado y soltarte cincuenta mentiras distintas»? Capullo.

—Ya, bueno, lamentablemente tenía que ocuparme de unos asuntos.

—Claro, ser un capullo requiere mucho tiempo. ¿Para qué coño me llamas?

—Quería saber cómo os iban las cosas.

—O sea, ¿aparte del hecho de que eres un absoluto pringado y nos has jodido de cincuenta maneras distintas y nos has mentido continuamente?

Katz sonrió.

—Tal vez podrías poner por escrito tu lista de agravios y presentármela, y así ahora podemos hablar de otras cosas.

—Eso ya lo hice, gilipollas. ¿Has mirado tu correo en este último año?

—Bueno, pues llámame en otro momento, si te apetece, más tarde. Vuelvo a tener teléfono.

—¡Vuelves a tener teléfono! Esa sí que es buena, Richard. ¿Y qué me dices del ordenador? ¿También vuelves a tener?

—Sólo digo que estoy disponible si quieres llamar.

—Y vete a la mierda es lo único que digo yo.

Katz colgó, satisfecho con la conversación. Le pareció poco probable que Tim se hubiera molestado en insultarlo si hubiese tenido entre manos algo mejor que
Walnut Surprise
. Bebió una última cerveza, se tomó una de aquellas mirtazapinas letales que le había dado un médico de Berlín poco escrupuloso en extender recetas y durmió trece horas.

Despertó en medio de una tarde tórrida y cegadora y dio una vuelta por el barrio, examinando a las mujeres, ligeras de ropa en consonancia con los dictados de la moda de ese año, e incluso llegó a comprar comida de verdad: mantequilla de cacahuete, plátanos, pan. Después se fue en su pickup a Hoboken para dejarle la Strat a su técnico en guitarras y sucumbió al impulso de cenar en el Maxwell's y pillar la actuación de esa noche. El personal del Maxwell's lo trató como al general MacArthur a su regreso de Corea en desafiante deshonor. Las tías no pararon de inclinarse ante él con las tetas saliéndoseles de los pequeños tops, un individuo a quien no conocía o a quien había conocido en su día pero había olvidado hacía tiempo lo mantuvo bien aprovisionado de cerveza, y el grupo local que tocaba,
Tutsi Picnic
, no le causó repulsión. En conjunto, le pareció que la decisión de no tirarse de cabeza desde el puente de Washington había sido acertada. Librarse de los Berglund estaba resultando una especie de muerte más suave y no del todo desagradable, una muerte sin aguijonazo, un estado de inexistencia meramente parcial en el que fue capaz de irse al apartamento de una editora cuarentona («una gran, gran admiradora») que había estado adulándolo mientras tocaba
Tutsi Picnic
, mojar con ella unas cuantas veces, y luego, por la mañana, comprar unas rosquillas con azúcar cuando volvía por Washington Street para retirar su pickup antes de que empezase el horario de los parquímetros.

En casa tenía un mensaje de Tim y ninguno de los Berglund. Se premió tocando la guitarra durante cuatro horas. Era un día de un calor magnífico y llegaba el bullicio de la vida callejera, despertando después de un largo invierno de letargo. Las yemas de los dedos de la mano izquierda, ahora sin callos, casi le sangraban, pero los nervios subyacentes, sacrificados hacía varias décadas, seguían convenientemente muertos. Bebió una cerveza y fue a su chiringuito de gyros preferido, a la vuelta de la esquina, con la intención de comer algo y luego tocar un poco más. Cuando volvió a su edificio, cargado con la carne, se encontró con Patty sentada en la escalinata de la entrada.

Vestía una falda de hilo y una blusa azul sin mangas con círculos de sudor que le llegaban casi a la cintura. Tenía a su lado una maleta grande y una pequeña pila de prendas de abrigo.

—Bueno, bueno, bueno —dijo él.

—Me han desalojado —explicó ella con una sonrisa triste y dócil—. Gracias a ti.

Al menos una parte de él, su polla, se alegró de la ratificación de sus facultades adivinatorias.

Una fuente de problemas

La madre de Jonathan y Jenna, Tamara, se había lesionado en Aspen. En su intento de eludir la colisión con un adolescente exhibicionista, se le habían cruzado los esquís y se había fracturado dos huesos de la pierna izquierda, por encima de la bota, quedando así inhabilitada para acompañar a Jenna en su viaje de enero a la Patagonia para montar a caballo. Para Jenna, que había presenciado la caída y había perseguido y denunciado al adolescente mientras Jonathan auxiliaba a su madre caída, el accidente no fue más que el último episodio de una larga lista de adversidades en su vida desde su titulación en Duke la primavera anterior; pero para Joey, que en las últimas semanas venía hablando con Jenna dos o tres veces al día, el accidente fue un pequeño regalo de los dioses muy necesario: la oportunidad que llevaba esperando más de dos años. Después de licenciarse, Jenna se había mudado a Manhattan para trabajar con un famoso organizador de fiestas e intentar vivir con su casi prometido, Nick, pero en septiembre alquiló un apartamento para ella sola, y en noviembre, cediendo a la implacable y manifiesta presión de su familia y a los más sutiles intentos de sabotaje de Joey, que se había convertido en su Buen Entendedor Designado, declaró nula e irrecuperable su relación con Nick. A esas alturas, tomaba una dosis tirando a alta de Lexapro y no había en su vida absolutamente nada que la ilusionara, excepto cabalgar en la Patagonia, cosa que Nick repetidamente había prometido hacer con ella y repetidamente había aplazado, pretextando un enorme volumen de trabajo en Goldman Sachs. Daba la casualidad de que Joey había montado un par de veces a caballo, aunque torpemente, el verano que pasó en Montana cuando aún estudiaba en el instituto. Por la avalancha de llamadas y mensajes de Jenna a su móvil, Joey sospechaba ya que había sido ascendido a la categoría de objeto transicional, si no a la de novio potencial con todas las de la ley, y sus últimas dudas se disiparon cuando ella lo invitó a compartir la lujosa habitación del complejo turístico argentino reservada por Tamara antes del accidente. Como, además, daba la causalidad de que Joey tenía un negocio en marcha en el vecino Paraguay y sabía que, probablemente, tarde o temprano le tocaría ir allí, lo quisiera o no, contestó a Jenna que sí sin vacilar. El único argumento de peso contra ese viaje con ella a Argentina era el hecho de que, cinco meses antes, a los veinte años, en un arranque de locura en Nueva York, había ido a un juzgado del Bajo Manhattan y se había casado con Connie Monaghan. Pero ésa no era ni mucho menos la peor de sus preocupaciones, y decidió pasarla por alto de momento.

La noche antes de volar a Miami, donde Jenna estaba de visita en casa de uno de sus abuelos y se reuniría con él en el aeropuerto, Joey llamó a Connie a Saint Paul para anunciarle su inminente viaje. Lamentaba tener que recurrir a turbiedades y simulaciones con ella, pero sus planes en Sudamérica le proporcionaron una buena excusa para aplazar aún más el traslado de Connie al este a fin de instalarse en el apartamento junto a una autopista alquilado por Joey en un insípido rincón de Alexandria. Hasta pocas semanas antes la excusa era la universidad, pero ahora se había cogido un semestre libre para ocuparse de su negocio, y Connie, que lo estaba pasando muy mal en casa con Carol y Blake y las dos niñas pequeñas, sus hermanastras, no entendía por qué no podía vivir con su marido.

—Tampoco entiendo por qué vas a Buenos Aires —dijo ella— si tu proveedor está en Paraguay.

—Quiero practicar un poco el español —contestó Joey—, antes de tener que usarlo de verdad. Todo el mundo dice que Buenos Aires es una ciudad fantástica. De todos modos tengo que hacer escala allí.

—¿Y no querrías tomarte toda una semana y pasar la luna de miel allí?

La luna de miel pendiente era uno de los temas espinosos entre ellos. Joey repitió su argumentación oficial al respecto —a saber, que estaba tan desquiciado con el negocio que le sería imposible relajarse en unas vacaciones—, y Connie se sumió en uno de los silencios que utilizaba en lugar de reproches. Seguía sin reprocharle nada con claridad.

—Literalmente cualquier lugar del mundo —aseguró él—. En cuanto cobre, te llevaré a cualquier lugar del mundo que elijas.

—Me conformo con vivir contigo y despertarme a tu lado.

—Lo sé, lo sé. Eso sería genial. Lo que pasa es que ahora estoy sometido a una gran presión, y dudo mucho que sea muy divertido tenerme cerca.

—No necesito divertirme —respondió ella.

—Ya hablaremos cuando vuelva, ¿vale? Te lo prometo.

De fondo, en Saint Paul, oyó débilmente por el teléfono el berrido de una niña de un año. No era hija de Connie, pero estaba lo bastante cerca como para ponerlo nervioso. Sólo había visto a Connie una vez desde agosto, en Charlottesville, durante el puente de Acción de Gracias. Las navidades (otro tema espinoso) las había dedicado a la mudanza de Charlottesville a Alexandria, dejándose caer alguna que otra vez por casa de su familia en Georgetown. Le había dicho a Connie que andaba muy ocupado por la contrata con el gobierno, pero en realidad se había pasado días enteros viendo partidos de fútbol, escuchando a Jenna por teléfono y sintiéndose en general condenado al desastre. Connie podría haberlo convencido para que la dejara coger un avión e ir de todas maneras si no la hubiese postrado una gripe. A Joey le había causado cierto malestar oír su voz débil y saber que era su esposa y no acudir sin pérdida de tiempo junto a ella, pero tenía que ir a Polonia. Lo que descubrió en Lodz y Varsovia, durante tres frustrantes días con un «intérprete» norteamericano expatriado cuyo polaco resultó excelente para pedir en los restaurantes, pero dependía sobremanera de un traductor electrónico cuando trataba con curtidos hombres de negocios eslavos, lo consternó y lo asustó a tal punto que, en las semanas desde su regreso, había sido incapaz de concentrarse en el negocio durante más de cinco minutos seguidos. Ahora todo dependía de Paraguay, y era mucho más agradable imaginar la cama que iba a compartir con Jenna que pensar en ese país.

—¿Llevas puesta la alianza? —le preguntó Connie.

—Eh… no —respondió sin pensar—. La tengo en el bolsillo.

—Mmm.

—Ahora mismo me la pongo —dijo él, acercándose a la bandejita de monedas de la mesilla de noche, donde había dejado el anillo. La mesilla de noche era una caja de cartón—. Se me ajusta a la perfección, está muy bien.

—Yo llevo la mía —lo informó Connie—. Me encanta ponérmela. Procuro acordarme de pasármela a la mano derecha cuando no estoy en la habitación, pero a veces me olvido.

—No te olvides. No conviene.

—No te preocupes, cariño, Carol no se fija en esas cosas. Ni siquiera le gusta mirarme. Las dos nos resultamos desagradables a la vista.

—Pero tenemos que ir con mucho cuidado, ¿vale?

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