A la mañana siguiente, Lillian salió de casa a la misma hora de siempre, desapareciendo mientras Sachs y Maria iban camino del colegio. Pero esta vez había una nota en la cocina cuando regresó, un breve mensaje que parecía alentar sus más locas e improbables esperanzas. “Gracias por lo de anoche”, decía. “XXX.” Le gustó que hubiese usado el símbolo de los besos en lugar de firmar. Aunque la hubiese puesto allí con la más inocente de las intenciones —como un acto reflejo, como una variante del saludo tradicional—, la triple X también sugería otras cosas. Era el mismo código para el sexo que había visto en el sobrecito de cerillas la noche anterior, y le excitó imaginar que ella lo hubiese hecho a propósito, que hubiese utilizado esos símbolos en lugar de su nombre con el fin de introducir esa asociación en su mente.
Fortalecido por esta nota, hizo algo que sabía que no debería haber hecho. Ya en el momento en que lo hacía comprendió que era un error, que estaba empezando a perder la cabeza, pero ya no era capaz de detenerse. Después de terminar sus rondas de la mañana, buscó la dirección del centro de masajes donde Lillian le había dicho que trabajaba. Estaba en Shattuck Avenue, en la zona norte de Berkeley, y sin siquiera molestarse en pedir una cita se metió en el coche y se dirigió allí. Quería sorprendería, entrar sin haber sido anunciado y saludarla muy despreocupadamente, como si fueran viejos amigos. Si ella estaba libre en ese momento, le pediría un masaje. Eso le proporcionaría una excusa legítima para que ella le tocara de nuevo, e incluso mientras saboreaba el contacto de sus manos sobre su piel podría calmar su conciencia diciéndose que la estaba ayudando a ganarse la vida. Nunca me han dado un masaje profesional, le diría, y quería saber cómo era. Encontró el lugar sin dificultad, pero cuando entró y le preguntó por Lillian Stern a la mujer del mostrador recibió una respuesta glacial.
—Lillian Stern me dejó plantada la primavera pasada —dijo la mujer— y no ha vuelto a aparecer por aquí.
Era lo último que esperaba y salió de allí sintiéndose traicionado, abrasado por la mentira que ella le había dicho. Lillian no acudió a casa aquella noche, y él casi se alegró de quedarse solo, de ahorrarse la incomodidad de tener que verla. No había nada que decir, después de todo. Si le mencionaba dónde había estado aquella tarde, su secreto sería descubierto y eso destruiría cualquier posibilidad que aún tuviera con ella. A la larga, tal vez había sido una suerte pasar por aquello entonces y no más tarde. Tendría que ser más cuidadoso con sus sentimientos, se dijo. Se acabaron los gestos impulsivos, se acabaron los arranques de entusiasmo. Era una lección que necesitaba aprender, y esperaba no olvidarla.
Pero la olvidó. Y no sólo con el tiempo, sino al día siguiente. Una vez más, había ya anochecido. Una vez más, él ya había acostado a Maria y estaba acampado en el sofá de la sala, aún despierto esta vez, leyendo uno de los libros de Lillian sobre la reencarnación. Le horrorizó que a ella pudiera interesarle semejante charlatanería y continuó leyéndolo con una especie de sarcasmo vengativo, estudiando cada página como si fuera un testamento de la estupidez de ella, de la asombrosa superficialidad de su mente. Era una ignorante, una descerebrada mezcla de manías e ideas incompletas. ¿Cómo podía esperar que una persona así le entendiera, que asimilara la décima parte de lo que él estaba haciendo? Pero luego, justo cuando estaba a punto de cerrar el libro y apagar la luz, Lillian entró por la puerta principal, la cara arrebolada por el alcohol, con el vestido negro más ajustado y escueto que él había visto nunca, y no pudo evitar sonreír al verla. Era así de arrebatadora. Era así de guapa y, ahora que estaba de pie en la habitación con él, Sachs no podía apartar los ojos de ella.
—Hola, chico —dijo ella—. ¿Me has echado de menos?
—Sin cesar —dijo él—. Desde el último minuto que te vi hasta ahora mismo.
Pronunció la frase con suficiente arrojo como para que sonara a broma, a burla jocosa, pero la verdad era que lo decía en serio.
—Estupendo. Porque yo también te he echado de menos.
Ella se detuvo delante de la mesita baja, soltó una risita y luego dio una vuelta completa con los brazos extendidos como una modelo, girando hábilmente sobre la punta de sus pies.
—¿Qué te parece mi vestido? —preguntó—. Seiscientos dólares en una rebaja. Un auténtico chollo ,¿no crees?
—Valía hasta el último centavo. Y es justo el tamaño adecuado. Si fuera un poco más pequeño, la imaginación no tendría nada que hacer. Casi no lo llevarías cuando te lo pusieras.
—Ésa es la idea. Sencillo y seductor.
—No estoy seguro de que sea sencillo. Lo otro sí, pero decididamente no es sencillo.
—Pero tampoco ordinario.
—No, en absoluto. Está demasiado bien hecho para serlo.
—Estupendo. Alguien me dijo que era ordinario y quería conocer tu opinión antes de quitármelo.
—¿Quieres decir que el desfile de modelos se ha terminado?
—Por completo. Se está haciendo tarde y no puedes esperar que una mujer de mi edad se pase toda la noche de pie.
—Mala suerte. Justo cuando estaba empezando a disfrutarlo.
—Eres un poco lerdo a veces, ¿no?
—Probablemente. En general se me dan bien las cosas complicadas, pero las cosas sencillas tienden a confundirme.
—Como quitar un vestido, supongo. Si tardas un poco más, voy a tener que quitármelo yo misma. Y eso no tendría tanta gracia, ¿verdad?
—No, no la tendría. Sobre todo porque no parece muy difícil. No hay botones ni corchetes con los que aturullarse, ni cremalleras que se enganchen. Basta con tirar desde abajo y sacarlo.
—O empezar por arriba e irlo bajando. La elección es suya, Mr. Sachs.
Al momento se sentó a su lado en el sofá y un instante después el vestido cayó al suelo. Lillian le acometió con una mezcla de furia y picardía, atacando su cuerpo en breves y jadeantes arranques, y él no hizo nada para detenerla. Sachs sabía que estaba borracha, pero aunque sólo fuera un accidente, aunque sólo fuese el alcohol y el aburrimiento lo que la había empujado a sus brazos, estaba dispuesto a aceptarlo. Tal vez nunca tuviera otra oportunidad, se dijo, y después de cuatro semanas de esperar que ocurriera precisamente aquello, habría sido inimaginable que la rechazara.
Hicieron el amor en el sofá y luego hicieron el amor en la cama de Lillian, e incluso después de que se le pasara el efecto del alcohol, ella siguió mostrándose tan ardiente como lo habla estado en los primeros momentos, ofreciéndose a él con un abandono y una concentración que anulaban cualquier resto de duda que él pudiera tener. Le arrastró, le vació, le destrozó. Y lo más notable fue que por la mañana temprano, cuando se despertaron y se encontraron en la cama, la emprendieron de nuevo, y esta vez, con la pálida luz extendiéndose por los rincones de la pequeña habitación, ella le dijo que le quería, y Sachs, que en ese momento la miraba a los ojos, no vio nada en ellos que le impidiera creerla.
Era imposible saber qué había sucedido, y él nunca encontró el valor necesario para preguntarlo. Simplemente se dejó llevar, flotando en una ola de inexplicable felicidad, sin desear nada más que estar exactamente donde estaba. De la noche a la mañana él y Lillian se habían convertido en una pareja. Ella se quedaba en casa con él durante el día, compartiendo las tareas domésticas, asumiendo de nuevo sus responsabilidades de madre de Maria, y cada vez que él la miraba era como si ella repitiese lo que le había dicho aquella primera mañana en la cama. Pasó una semana y, cuando menos probable parecía que ella se retractara, más llegó él a aceptar lo que estaba sucediendo. Durante varios días seguidos llevó a Lillian de compras, colmándola de vestidos y de zapatos, ropa interior de seda, pendientes de rubíes y un hilo de perlas. Disfrutaron de buenos restaurantes y vinos caros, charlaron, hicieron planes, follaron interminablemente. Era demasiado bueno para ser cierto, tal vez, pero entonces él ya no era capaz de distinguir qué era bueno y qué era cierto. En realidad, ya no era capaz de pensar en nada.
No hay forma de saber cuánto tiempo podría haber durado aquello. Si hubiesen estado los dos solos, tal vez habrían conseguido hacer algo con aquella explosión sexual, aquella historia de amor disparatada y absolutamente increíble. A pesar de sus implicaciones demoniacas, es posible que Sachs y Lillian hubiesen podido instalarse en alguna parte y tener una vida real juntos. Pero tropezaron con otras realidades, y menos de dos semanas después de que empezase esta nueva vida, ya estaba siendo cuestionada. Se habían enamorado, quizá, pero también habían alterado el equilibrio de la casa, y a la pequeña Maria no la hacía nada feliz el cambio. Había recuperado a su madre, pero también había perdido algo, y desde su punto de vista esta pérdida debía de parecer el derrumbamiento de un mundo. Durante casi un mes, ella y Sachs habían vivido juntos en una especie de paraíso. Había sido el único objeto de su afecto y él la había mimado y contemplado como nadie lo había hecho nunca. Ahora, sin una sola palabra de advertencia, él la había abandonado. Se había trasladado a la cama de su madre y en lugar de quedarse en casa y hacerle compañía, la dejaba con niñeras y salía todas las noches. Se sentía agraviada por todo ello. Le guardaba rencor a su madre por haberse interpuesto entre ellos y le guardaba rencor a Sachs por abandonarla, y después de soportarlo durante tres o cuatro días, la obediente y afectuosa Maria se convirtió en un horror, en una pequeña máquina de malos humores, pataletas y lágrimas de rabia.
El segundo domingo Sachs propuso una excursión familiar a la Rosaleda de Berkeley Hills. Por una vez, Maria parecía de buen humor y, después de que Lillian cogiese un edredón viejo del armario de arriba, los tres se metieron en el Buick y se fueron al otro extremo de la ciudad. Todo fue bien durante la primera hora. Sachs y Lillian se tumbaron sobre el edredón, Maria jugó en los columpios y el sol desvaneció las últimas nieblas de la mañana. Ni siquiera cuando Maria se golpeó la cabeza en una barra de las estructuras metálicas un poco más tarde, parecía haber algún motivo de alarma. Acudió corriendo hacia ellos llorando, igual que hubiera hecho cualquier otro niño, y Lillian la abrazó y la calmó, besándole la marca roja en la sien con especial cuidado y ternura. Era una buena medicina, pensó Sachs, el tratamiento tradicional, pero en este caso surtió poco o ningún efecto. Maria siguió llorando, negándose a dejarse consolar por su madre y, aunque la herida no era más que un arañazo, se quejaba vehementemente, sollozando con tanta fuerza que casi se ahogaba. Impertérrita, Lillian la abrazó de nuevo, pero esta vez Maria la rechazó, acusándola de apretarla demasiado fuerte. Sachs vio el agravio en los ojos de Lillian cuando sucedió esto. Y luego, cuando Maria la apartó de un empujón, también un relámpago de cólera. De repente parecían estar al borde de una crisis total. Un vendedor de helados había detenido su carrito a unos quince metros del edredón, y Sachs, pensando que esto podía ser una distracción útil, le ofreció a Maria comprarle un cucurucho. Hará que te sientas mejor, le dijo, sonriendo lo más comprensivamente que pudo, y luego corrió hacia la sombrilla multicolor aparcada en el sendero un poco más abajo de donde estaban ellos. Resultó que se podía elegir entre dieciséis sabores diferentes. No sabiendo cuál escoger, se decidió por una combinación de pistacho y tutifruti. Aunque no fuera más que eso, pensó, el sonido de las palabras le haría gracia. Aunque sus lágrimas habían disminuido cuando regresó Maria miró las bolas de helado verde con desconfianza, y cuando él le alargó el cucurucho y ella lo probó, armó un escándalo espantoso. Hizo una mueca terrible, escupió el helado como si fuera veneno y afirmó que era “asqueroso”. Esto llevó a otro ataque de sollozos y luego, cuando su furia fue en aumento, cogió el helado en la mano derecha y se lo arrojó a Sachs. Le dio de lleno en el estómago, manchándole toda la camisa. Mientras él miraba el desaguisado, Lillian corrió hacia donde estaba Maria y la abofeteó.
—¡Estúpida mocosa! —chilló—. ¡Miserable y desagradecida mocosa! ¡Te mataré! ¿Te enteras? ¡Te mataré aquí mismo delante de toda esta gente!
Y luego, antes de que Maria tuviese tiempo de levantar las manos y protegerse la cara, volvió a abofetearla.
—¡Basta! —dijo Sachs. Su voz era dura, traslucía espanto y cólera, y durante un momento estuvo tentado de tirar a Lillian al suelo de un empujón—. No te atrevas a ponerle una mano encima a la niña.
—Vete a la mierda —dijo ella, tan enfadada como él—. Es mi hija y haré con ella lo que me dé la real gana.
—Nada de pegarle, no lo consentiré.
—Si se lo merece, le pegaré. Y nadie va a impedírmelo. Ni siquiera tú, listillo.
La cosa empeoró antes de mejorar. Sachs y Lillian se insultaron durante los siguientes diez minutos, y si no hubiesen estado en un lugar público, discutiendo delante de varias docenas de espectadores, Dios sabe hasta dónde habrían llegado. Dadas las circunstancias, finalmente se controlaron y frenaron su mal humor. Cada uno pidió disculpas al otro, se besaron e hicieron las paces, y no se volvió a hablar del asunto durante el resto de la tarde. Los tres fueron al cine y luego a cenar a un restaurante chino, y cuando volvieron a casa y metieron a Maria en la cama, el incidente estaba prácticamente olvidado. O eso creían. En realidad ésa fue la primera señal de fatalidad, y desde el momento en que Lillian abofeteó a Maria hasta el momento en que Sachs se marchó de Berkeley cinco semanas después, nada volvió a ser igual para ellos.
El 16 de enero de 1988 estalló una bomba delante del tribunal de Tumbull, Ohio, volando una pequeña réplica a escala de la Estatua de la Libertad. La mayoría de la gente supuso que se trataba de una travesura de adolescentes, un pequeño acto de vandalismo sin motivaciones políticas, pero, dado que se había destruido un símbolo nacional, las agencias de noticias informaron brevemente del incidente al día siguiente. Seis días después volaba otra Estatua de la Libertad en Danburg, Pennsylvania. Las circunstancias eran casi idénticas: una pequeña explosión a medianoche, ningún herido, ningún daño material excepto la pequeña estatua. Sin embargo, era imposible saber si en los dos casos estaba implicada la misma persona o si la segunda explosión era una imitación de la primera. A nadie pareció importarle mucho entonces, pero un eminente senador conservador hizo una declaración condenando “estos actos deplorables” y apremiando a los culpables a cesar en sus gamberradas inmediatamente. “No tiene gracia”, dijo. “No sólo han destruido una propiedad privada, sino que han profanado un icono nacional. Los americanos aman su estatua y no les agrada este tipo de broma pesada.”