—Yo no leo muchas novelas —dijo el agente—. Nunca tengo tiempo para eso.
—Ya, eso le ocurre a mucha gente —dije.
—Pero las suyas deben de ser muy buenas. Si no lo fueran, dudo que le molestaran tanto.
—Puede que me molesten porque son malas. Hoy en día todo el mundo es crítico literario. Si no te gusta un libro, amenaza al autor. Hay cierta lógica en ese planteamiento. Haz que ese cabrón pague por lo que te ha hecho.
—Supongo que debería sentarme a leer alguna —dijo—. Para ver por qué tanto jaleo. No le importaría, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Para eso están en las librerías. Para que la gente las lea.
Anotar los títulos de mis libros para un agente del FBI fue una forma curiosa de terminar la visita. Incluso ahora, no tengo claro qué pretendía. Tal vez cree que encontrará algún indicio en ellos, o tal vez era sólo una manera sutil de decirme que volverá, que todavía no ha acabado conmigo. Sigo siendo su única pista, después de todo, y si suponen que les mentí, no van a olvidarse de mí. Aparte de eso, no tengo la menor idea de lo que piensan. Parece improbable que me consideren un terrorista, pero digo eso únicamente porque yo sé que no lo soy. Ellos no saben nada, y por lo tanto pueden estar trabajando sobre esa hipótesis, buscando desesperadamente algo que me relacione con la bomba que estalló en Wisconsin la semana pasada. Y aunque no fuera así, tengo que aceptar el hecho de que continuarán con mi caso durante mucho tiempo. Harán preguntas, husmearán en mi vida, averiguarán quiénes son mis amigos y, antes o después, saldrá a relucir el nombre de Sachs. En otras palabras, mientras yo esté aquí en Vermont escribiendo esta historia, ellos estarán atareados escribiendo su propia historia. Ésa será la mía, y una vez que la terminen, sabrán tanto de mí como yo mismo.
Mi mujer y mi hija volvieron a casa unas dos horas después de que se marcharan los hombres del FBI. Habían salido temprano aquella mañana para pasar el día con unos amigos y yo me alegré de que no estuviesen presentes durante la visita de Harris y Worthy. Mi mujer y yo compartimos casi todo, pero en este caso creo que no debo contarle lo sucedido. Iris siempre le ha tenido mucho cariño a Sachs, pero para ella yo soy lo primero, y si descubriera que estaba a punto de meterme en líos con el FBI a causa de él, haría todo lo que pudiera para impedírmelo. No puedo correr ese riesgo ahora. Aunque consiguiese convencerla de que estaba haciendo lo más adecuado, tardaría mucho tiempo en vencer su resistencia, y no puedo permitirme ese lujo, tengo que dedicar cada minuto a la tarea que me he impuesto. Además, aunque cediera, se preocuparía hasta ponerse enferma, y no veo cómo eso beneficiaría a nadie. De todas formas, al final se enterará de la verdad; cuando llegue el momento, todo saldrá a la luz. No es que quiera engañarla, sencillamente quiero ahorrarle disgustos mientras sea posible. Y no creo que vaya a ser excesivamente difícil. Al fin y al cabo, estoy aquí para escribir, y si Iris piensa que estoy entregado a mis viejas mañas en la cabañita todos los días, ¿qué daño puede haber en ello? Supondrá que estoy escribiendo mi nueva novela y cuando vea cuánto tiempo le dedico, cuánto avanzo en mis largas horas de trabajo, se sentirá feliz. Iris también es parte de la ecuación, y sin su felicidad no creo que yo tuviera el valor de empezar.
Éste es el segundo verano que paso en este lugar. En los viejos tiempos, cuando Sachs y su mujer venían aquí todos los años en julio y agosto, a veces me invitaban a visitarles, pero se trataba siempre de excursiones breves y en raras ocasiones me quedé más de tres o cuatro noches. Después de que Iris y yo nos casásemos hace nueve años, hicimos el viaje juntos varias veces y en una ocasión incluso ayudamos a Fanny y Ben a pintar la fachada de la casa. Los padres de Fanny compraron la finca durante la Depresión. Una época en que las granjas como éstas se podían adquirir por casi nada. Tenía más de cuarenta hectáreas y su propia alberca, y aunque la casa estaba deteriorada, era espaciosa y aireada por dentro, y sólo fueron necesarias unas pequeñas mejoras para hacerla habitable. Los Goodman eran maestros en Nueva York, y nunca pudieron permitirse el lujo de hacer muchos arreglos en la casa después de comprarla, así que durante todos estos años ha conservado su primitivo aspecto desolado: las camas de hierro, la estufa barriguda en la cocina, las paredes y los techos agrietados, los suelos pintados de gris. Sin embargo, en medio de este deterioro hay algo sólido, y sería difícil que alguien no se sintiera a gusto aquí. Para mí, el gran atractivo de la casa es su aislamiento. Se alza en lo alto de una pequeña montaña, a seis kilómetros del pueblo más cercano por un estrecho camino de tierra. Los inviernos deben de ser crudos en esta montaña, pero durante el verano todo está verde, los pájaros cantan a tu alrededor y los prados están inundados de flores silvestres: vellosillas naranja, tréboles rojos, culantrillos, ranúnculos. A unos treinta metros de la casa principal hay un sencillo edificio anexo que Sachs utilizaba como estudio siempre que estaba aquí. Es poco más que una cabaña, con tres habitaciones pequeñas, una cocinita y un cuarto de baño, y desde que unos vándalos la destrozaron hace doce o trece inviernos se ha ido deteriorando. Las cañerías se han roto, la electricidad está cortada, el linóleo se está despegando del suelo. Menciono estas cosas porque es aquí donde estoy ahora, sentado ante una mesa verde en medio de la habitación más grande, sosteniendo una pluma en la mano. Durante los años que le traté, Sachs pasó todos los veranos escribiendo en esta misma mesa, y ésta es la habitación donde le vi por última vez, donde me abrió su corazón y me reveló su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche, casi puedo engañarme y pensar que todavía está aquí. Es como si sus palabras flotaran aún en el aire, como si todavía pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversación larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la mañana), me hizo prometer que no permitiría que su secreto saliera de las paredes de esta habitación. Ésas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que había dicho debía escapar de esta habitación. Por ahora podré mantener mi promesa. Hasta que llegue el momento de mostrar lo que he escrito aquí, puedo consolarme con el pensamiento de que no estoy rompiendo mi palabra.
La primera vez que le vi nevaba. Han transcurrido más de quince años desde ese día, pero todavía puedo evocarlo siempre que lo deseo. Muchas otras cosas se han perdido para mí, pero recuerdo ese encuentro con Sachs tan claramente como cualquier suceso de mi vida.
Fue un sábado por la tarde en febrero o marzo, y los dos habíamos sido invitados a hacer una lectura conjunta de nuestra obra en un bar del West Village. Yo no había oído hablar de Sachs, pero la persona que me llamaba tenía demasiada prisa como para contestar a mis preguntas por teléfono.
—Es un novelista —me dijo ella—. Publicó su primer libro hace un par de años.
Me llamó un miércoles por la noche, sólo tres días antes de que la lectura tuviese lugar, y en su voz había algo que rayaba el pánico. Michael Palmer, el poeta que tenía que aparecer el sábado, acababa de cancelar su viaje a Nueva York, y se preguntaba si yo estaría dispuesto a sustituirle. No era una petición muy directa, pero le dije que lo haría. Yo todavía no había publicado mucho entonces —seis o siete cuentos en revistas de corta tirada, un puñado de artículos y de reseñas de libros—, y no se podía decir que la gente clamara por el privilegio de oírme leerles en voz alta. Así que acepté el ofrecimiento de la mujer abrumada, y durante los dos días siguientes yo también fui presa del pánico, mientras rebuscaba frenéticamente en el diminuto mundo de mi colección de relatos algo que no me avergonzase, unos párrafos que fuesen lo bastante buenos como para exponérselos a una sala llena de extraños. El viernes por la tarde entré en varias librerías y pedí la novela de Sachs. Me parecía lo correcto haber leído algo de su obra antes de conocerle, pero el libro había sido publicado dos años antes y nadie lo tenía.
La casualidad quiso que la lectura nunca se realizase. El viernes por la noche hubo una inmensa tormenta procedente del Medio Oeste y el sábado por la mañana había caído medio metro de nieve sobre la ciudad. Lo razonable habría sido ponerse en contacto con la mujer que me había llamado, pero por un estúpido descuido no le había pedido su número de teléfono, y como a la una todavía no había tenido noticias suyas, supuse que debía ir al centro lo más rápidamente posible. Me puse el abrigo y los chanclos, metí el manuscrito de mi cuento más reciente en un bolsillo y caminé trabajosamente por Riverside Drive en dirección a la estación de metro de la calle 116 esquina a Broadway. El cielo estaba empezando a aclarar, pero las calles y las aceras continuaban cubiertas de nieve y apenas había tráfico. En medio de altos montes de nieve junto al bordillo habían sido abandonados unos cuantos coches y camiones y de vez en cuando un vehículo solitario avanzaba centímetro a centímetro por la calle, patinando cada vez que el conductor trataba de pararse en un semáforo en rojo. Normalmente habría disfrutado de aquella confusión, pero hacia un día demasiado horrible como para sacar la nariz de la bufanda. La temperatura había ido descendiendo constantemente desde el amanecer y ahora en el ambiente se respiraba un intenso frío, acompañado de violentos golpes de viento procedentes del Hudson, ráfagas enormes que literalmente empujaban mi cuerpo. Estaba aterido cuando llegué a la estación de metro, pero a pesar de todo parecía que los trenes seguían funcionando. Esto me sorprendió, y mientras bajaba las escaleras y compraba el billete supuse que quería decir que, a pesar de todo, la lectura se celebraría.
Llegué a la Taberna de Nashe a las dos y diez. Estaba abierta, pero una vez mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, vi que no había nadie. Un camarero con un delantal blanco estaba detrás de la barra, secando metódicamente los vasos con un paño rojo. Era un hombre corpulento de unos cuarenta años y me estudió cuidadosamente mientras me acercaba, casi como si lamentase aquella interrupción de su soledad.
—¿No se suponía que aquí había una lectura dentro de unos veinte minutos? —pregunté.
En el mismo momento en que las palabras salieron de mi boca, me sentí estúpido por decirlas.
—Se ha cancelado —dijo el camarero—. Con toda esa nieve ahí fuera no tendría mucho sentido. La poesía es algo hermoso, pero no vale la pena que se te congele el culo por ella. Me senté en uno de los taburetes de la barra y pedí un bourbon. Todavía estaba tiritando por mi caminata sobre la nieve y quería calentarme las tripas antes de aventurarme a salir de nuevo. Me liquidé la bebida en dos tragos y pedí otra porque la primera me había sabido muy bien. Iba por la mitad de mi segundo bourbon cuando otro cliente entró en el bar. Era un hombre joven, alto, sumamente delgado, con la cara estrecha y una abundante barba castaña. Le observé mientras daba patadas en el suelo un par de veces, batía palmas con las manos enguantadas y exhalaba ruidosamente a consecuencia del frío. No había duda de que tenía una pinta extraña, tan alto dentro de su abrigo apolillado, con una gorra de béisbol de los Knicks de Nueva York en la cabeza y una bufanda azul marino envuelta sobre la gorra para proteger las orejas. Parecía alguien que tuviera un terrible dolor de muelas, pensé, o bien un soldado ruso medio muerto de hambre, desamparado, en las afueras de Stalingrado. Estas dos imágenes acudieron a mí en rápida sucesión, la primera cómica, la segunda desolada. A pesar de su ridículo atuendo, había algo fiero en sus ojos, una intensidad que sofocaba cualquier deseo de reírse de él. Se parecía a Ichabod Crane, quizás, pero también era John Brown, y una vez que ibas más allá de su atuendo y su desgarbado cuerpo de jugador de baloncesto, empezabas a ver una clase de persona totalmente diferente: un hombre al que no se le escapaba nada, un hombre con mil engranajes girando en su cabeza.
Se detuvo en la puerta unos momentos examinando el local vacío, luego se acercó al camarero y le hizo más o menos la misma pregunta que le había hecho yo diez minutos antes. El camarero le dio más o menos la misma respuesta que me había dado a mi, pero en este caso también hizo un gesto con el pulgar señalando hacia donde yo estaba sentado al extremo de la barra.
—Ese también ha venido a la lectura —dijo—. Probablemente son ustedes las dos únicas personas de Nueva York lo bastante locas como para salir de casa hoy.
—No exactamente —dijo el hombre de la bufanda enrollada alrededor de la cabeza—. Se olvida de contarse a sí mismo.
—No —dijo el camarero—. Lo que pasa es que yo no cuento. Yo tengo que estar aquí, ¿comprende?, y usted no. A eso es a lo que me refiero. Si yo no me presento, pierdo el trabajo.
—Yo también he venido aquí a hacer un trabajo —contestó el otro—. Me dijeron que iba a ganar cincuenta dólares. Ahora han suspendido la lectura y yo he perdido el precio del billete de metro.
—Bueno, eso es diferente —dijo el camarero—. Si usted tenía que haber leído, supongo que tampoco cuenta.
—Eso deja a una sola persona en toda la ciudad que ha salido sin necesidad.
—Si están ustedes hablando de mí —dije, entrando finalmente en la conversación—, su lista se reduce a cero.
El hombre de la bufanda alrededor de la cabeza se volvió hacia mí y sonrió.
—Ah, eso quiere decir que eres Peter Aaron, ¿no?
—Supongo que sí —dije—. Si yo soy Peter Aaron, tú debes de ser Benjamin Sachs.
—El mismo que viste y calza —respondió Sachs, y soltó una risita como burlándose de sí mismo. Vino hacia donde yo estaba sentado y me tendió la mano derecha—. Me alegra que esté usted aquí —dijo—. He leído últimamente algunas cosas de las que escribe y tenía muchas ganas de conocerle.
Así fue como empezó nuestra amistad, sentados en aquel bar desierto hace quince años, invitándonos mutuamente hasta que los dos nos quedamos sin dinero. Aquello debió de durar tres o cuatro horas, porque recuerdo claramente que cuando al fin salimos de nuevo al frío tambaleándonos, ya había caído la noche. Ahora que Sachs ha muerto, me resulta insoportable pensar en cómo era entonces, recordar toda la generosidad, el humor y la inteligencia que emanaban de él aquella primera vez que le vi. A pesar de los hechos, es difícil para mí imaginar que la persona que estuvo sentada conmigo en el bar aquel día era la misma persona que acabó destruyéndose la semana pasada. El viaje debió de ser para él tan largo, tan horrible, tan cargado de sufrimiento, que casi no puedo pensar en ello sin sentir ganas de llorar. En quince años, Sachs viajó de un extremo de sí mismo al otro, y para cuando llegó a este último lugar, dudo que supiera ya quién era. Había recorrido tanta distancia que le debía de ser imposible recordar dónde había empezado.